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62-La pintura de Goya

(comp.) Justo Fernández López

Historia del arte en España

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La pintura de Goya

La pintura del siglo XVIII anterior a Goya

La falta de artistas españoles de rango, junto con la presencia de artistas extranjeros en España es la nota característica de los dos primeros tercios del siglo XVIII. En el último tercio de siglo, la obra de Francisco de Goya compensará la infecundidad anterior.

Los Borbones intentan imponer en España todas las costumbres francesas y la moda, pero el pueblo reacciona con una ola de folclorismo y de rehabilitación de lo español más tradicional, descubriendo lo más característico de cada región peninsular: regionalismo contra centralismo borbónico. Esta tendencia se muestra en la creación de las modernas corridas de toros y en la salida a la luz pública del canto flamenco gitano.

Ecos de estos movimientos regionalistas, folcloristas y de rebelión contra el absolutismo uniformista y centralista de la nueva dinastía se hacen sentir en uno de los pintores más geniales: Francisco de Goya, que aunque vivió en el período del neoclasicismo y alguna de sus creaciones se ajusta al estilo neoclásico, como gran genio que fue, su prolífica obra se escapa a cualquier clasificación. De hecho, no consiguió ser admitido en la Academia de Bellas Artes de San Fernando hasta 1780 tras dos intentos frustrados, en esta ocasión la obra que presentó fue el Cristo Crucificado (Museo del Prado).

Se comparado a Francisco de Goya y otro gran genio contemporáneo suyo: el compositor Ludwig van Beethoven (1770-1827). Los dos padecieron una sordera que afectó a su creatividad en los últimos años de su vida. Desde el punto de vista de su creación artística, los dos fueron un puente entre la tradición y la modernidad, los dos abrieron nuevos caminos para la pintura y para la música respectivamente.

Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828)

Francisco de Goya y Lucientes nació en 1746 en el seno de una familia de mediana posición social de Zaragoza, que ese año se había trasladado al pueblecito de Fuendetodos, situado a unos cuarenta kilómetros al sur de la capital, en tanto se rehabilitaba la casa donde vivían. Su padre, Braulio José Goya y Franque, de origen vasco, era un artesano de cierto prestigio, maestro dorador, cuyas relaciones laborales sin duda contribuyeron a la formación artística de Francisco. Su madre, Gracia Lucientes Salvador, era de una familia de la pequeña nobleza venida a menos.

Goya fue un pintor cuyo aprendizaje progresó lentamente y su obra de madurez se reveló tarde. Aprende a dibujar en Zaragoza a los dieciséis años, luego va a Madrid a la Academia de San Fernando, donde conoció a Francis Bayéu y a Antonio Rafael Mengs, pintor célebre en la corte de Carlos III.

Viaja a Italia para estudiar a los maestros italianos in situ. En Roma, Venecia, Bolonia y otras ciudades italianas estudió la obra de Guido Reni, Rubens, Paolo Veronese o Rafael, entre otros grandes pintores.

A mediados de 1771, Goya volvió a España, quizá urgido por la enfermedad de su padre o por haber recibido el encargo de la Junta de Fábrica del Pilar de realizar una pintura mural para la bóveda del coreto de la capilla de la Virgen.

El pintor Antonio Rafael Mengs le llamará a la Corte para pintar cartones destinados a la Real Fábrica de Tapices. En 1773 contrae matrimonio con la hermana de Francisco Bayéu, Josefa Bayéu, con la que tuvo seis hijos.

Su carrera en Madrid fue rápida. A pesar del choque de sus criterios estéticos con el amaneramiento típico de la época, sus prodigiosos retratos de personajes de la Corte le hicieron rápidamente famoso. Durante los ochenta y dos años de su vida, Goya pintó nada menos que los retratos de cuatro reyes: Carlos III, Carlos IV, José I y Fernando VII.

En la Real Fábrica de Tapices desarrolla bocetos que no le eran propios, sino de la mano de Bayéu. Con la pintura de estos cartones, la enardecida mano de Goya se sometió a la necesaria disciplina. A  través de estos cartones puede seguirse la evolución y el acrecentamiento del dominio pictórico del siempre fogoso y temperamental artista. Entre 1775 y 1789 pinta los cartones famosos: Caza del jabalí; Quitasol; Los jugadores de cartas; El cacharrero; Las lavanderas; La novillada; Las cuatro estaciones; La era; La vendimia; La gallina ciega.

La confección de tapices para las dependencias de la realeza española había sido un empeño de los Borbones que se ajustaba al espíritu de la Ilustración, pues se trataba de una empresa que fomentaba la industria de calidad. A partir del reinado de Carlos III, los autores de cartones se esforzaron por representar motivos españoles, en línea con el pintoresquismo vigente en los sainetes teatrales de Ramón de la Cruz o las populares estampas grabadas por Juan de la Cruz Cano y Olmedilla.

La actividad de Goya para la Real Fábrica de Tapices se prolongó durante doce años, de 1775 a 1780 en un primer quinquenio de trabajo y de 1786 hasta 1792 (otros siete años), año en que una grave enfermedad, que le provocó su sordera, lo alejó definitivamente de esta labor. En total realizó sesenta y tres cartones.

En los años de elaboración de los tapices Goya fue puliendo su estilo y el estrecho marco de la confección para tejeduría marcó algunos de los que serían sus rasgos estilísticos con posterioridad: un foco narrativo central que conlleva la supresión de detalles irrelevantes, fondos diáfanos, siluetas en claroscuro y una aplicación del color por zonas esquematizadas.

Desde su llegada a Madrid para trabajar en la corte, Goya tuvo acceso a las colecciones de pintura de los reyes, por lo que, en la segunda mitad de la década de 1770, descubre a Velázquez. Copia al gran maestro y procura aprender de él la técnica.

Su ascenso social y profesional fue notable y así, en 1780, fue nombrado por fin académico de mérito de la Academia de San Fernando. Con motivo de este acontecimiento pintó un Cristo crucificado de factura académica, donde mostró su dominio de la anatomía, la luz dramática y los medios tonos, en un homenaje que recuerda tanto al Cristo crucificado de Mengs, como al Cristo de Velázquez.

A lo largo de toda la década de 1780 entró en contacto con la alta sociedad madrileña, que solicitaba ser inmortalizada por sus pinceles, y se convirtió en su retratista de moda.

Junto con los mejores pintores del momento, fue requerido para pintar uno de los cuadros que iban a decorar la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid, en lo que se convirtió para él en una oportunidad de establecer una competencia con los mejores artífices del momento. Goya aporta su San Bernardino de Sena predicando, obra en la que incluye su autorretrato, reafirmando así su personalidad en una de las obras que emprendió con mayor ambición. En 1784 nace su hijo Javier. Se muestran al público los cuadros de Goya realizados para San Francisco el Grande.

La dama más distinguida de Madrid, la condesa-duque de Benavente y duquesa de Osuna, así como los condes de Altamira y la duquesa de Alba comienzan a dispensarle sus atenciones. En 1787, por encargo de los Osuna, pinta los cuadros de la Vida de San Francisco de Borja, de la catedral de Valencia y, por mandato del rey, los óleos del convento de Santa Ana, de Valladolid. Hace el retrato de la Marquesa de Pontejos y la serie iconográfica del Banco de San Carlos (hoy Banco de España).

Fallece en el 1788 el rey Carlos III y Goya asciende a pintor de cámara al año siguiente. Pinta en 1792 los retratos de Carlos IV y María Luisa, retratos soberbios.

A finales de 1792, va a Andalucía y pinta el retrato del comerciante Sebastián Martínez, amigo suyo. Allí sufre de nuevo grave enfermedad que dura seis meses. Se cura del mal, que parece que fue apoplejía (suspensión más o menos completa de algunas funciones cerebrales, debida a hemorragia). De este ataque se quedó sordo. «Para ocupar la imaginación mortificada por mis males, y para resarcir en parte los grandes dispendios que me han ocasionado, me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete y hacer observaciones que realmente no dan lugar las obras encargadas, en que el capricho y la invención no tienen ensanches» (Goya, 1794).

Pinta la Tirana, Doña Tadea Arias de Enríquez, la Duquesa de Alba y el Bayéu. En 1797 marcha de nuevo a Andalucía con la marquesa de Alba, que se había quedado viuda. Le pinta el retrato La duquesa de Alba de negro, que está en la Hispanic Society. Renuncia por su sordera al puesto de la Academia. Se prepara para editar los Caprichos (1799).

En 1798 ejecuta los famosos Frescos de San Antonio de la Florida. Retrata a Meléndez Valdés, a Leandro Fernández de Moratín y a Gaspar Melchor de Jovellanos, intelectuales famosos del momento. La edición de los Caprichos escandaliza y tiene que intervenir la Inquisición. No obstante, se le eleva a primer pintor de cámara en el 1799.

Pinta en La Granja a la Reina María Luisa y en El Escorial los Retratos ecuestres de los reyes. Continúa su serie portentosa de retratos: Familia de Carlos IV; Retrato de la condesa de Chinchón, mujer de Godoy; Marquesa de Santa Cruz; Marqués de San Adrián, etc.

En 1808, año de la invasión napoleónica en España y comienzo de la Guerra de la Independencia, Francisco de Goya cuenta 62 años. Se ha criticado el poco patriotismo de Goya en estos momentos, ya que pintó a José Bonaparte (José I), fue pintor de cámara de este rey, firmó una relación de cuadros españoles para el museo de Napoleón y fue condecorado por el gobierno del intruso. Pero Goya se defendió diciendo que él se limitó a vivir y a vivir sin indignidad. La realidad es que la reacción de Goya ante estos acontecimientos sangrientos es más noble que el haber tomado partido. Las obras de Goya en las que nos da la visión de los acontecimientos sangrientos del 2 de mayo son un terrible documento sobre la bestialidad del hombre y su capacidad para el mal.

Entre 1808 y 1814, etapa de la Guerra de la Independencia contra Napoleón, Goya se dedica a recoger las visiones terroríficas y crueles de la guerra en los Desastres, que se publicarían bastante más tarde que la muerte del pintor.

Repuesto en el trono el rey Fernando VII, “El Deseado”, Goya realiza el cuadro La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol y Los fusilamientos. Reanuda sus actividades de pintor de cámara con el Retrato de Fernando VII.

Sigue retratando a personajes importantes (Duquesa de Abrantes) y prosigue con los Desastres. Prepara la Tauromaquia. Realiza desenfadadas pinturas como Las monjas al balcón; La hija de Celestina; Los herreros; La Aguadora, etc.

En 1819 adquiere una casa a las orillas del Manzanares, la famosa “Quinta del Sordo”. En las paredes realizaría el fantástico y tenebroso aquelarre de las famosas Pinturas negras, hoy en el Museo del Prado.

A finales de 1819, su salud se agrava y de nuevo su vida está en peligro. Es atendido por su ama de llaves, Leocadia Zorrilla, separada de su marido, comerciante de origen alemán. La hija de esta mujer, de la que se murmurará que es hija de Goya, enternece la vida del anciano artista.

Crea la serie los Disparates, delirio imaginativo. Pide licencia de seis meses al rey para partir para las aguas medicinales en Francia. Pinta los Toros en Burdeos. Regresa a Madrid en 1826 y se le jubila. Vuelve a Francia, donde sigue trabajando incansablemente. Pinta La lechera de Burdeos, etc. Fallece en Burdeos en 1828.

Semblante del artista

Goya es el patriarca indiscutible del arte moderno. Como artista fue haciéndose día a día, sin atropelladas improvisaciones, aprendiendo de todo y en todo. Contemporáneo del máximo representante del neoclasicismo, J. L. David, vive Goya tiempos que son epílogo y, a la par, puerta que se abre hacia una nueva concepción de la existencia.

Cuando Goya empieza a pintar, las energías del Barroco español están agotadas por la disciplina de la Academia y la frivolidad del Rococó. Pero su sangre popular le hace aprovechar toda circunstancia para su inspiración y su genio individualista. Es representante de ese Rococó. Buena parte de su producción de retratista lo afirma así, sobre todo cuando se enfrenta con figuras femeninas que le son gratas. Goya, pintor mural, recibe aún los últimos alientos del Barroco, pero su pincelada es bravía.

Goya vive inmerso en una sociedad brillante, pero deseosa de gustar la savia popular, y Goya traslada a sus cartones para tapices los motivos populares. Como buen español no apetece los temas alegóricos ni mitológicos, sino que prefiere la realidad palpitante, la humanidad en carne viva. En los retratos no adula; juzga, desprecia (Fernando VII), se burla socarrón (Familia de Carlos IV). Ama intensamente. Pocas veces se ha representado la ternura humana con tanta intensidad como en el retrato de la Condesa de Chinchón, paciente y sacrificada mujer de Godoy.

No se puede comprender el arte contemporáneo sin conocer las creaciones del gran genial pintor aragonés. La desbordante alegría de vivir de su juventud y años maduros se quiebra con la enfermedad de su sordera, que le pone al borde la muerte y le infunde cierto pesimismo. Sus fantasmas negros, inspirados por su soledad interior, los representa en sus pinturas y disparates: aborrece la imbecilidad humana, las supersticiones, critica a la bestia que el hombre lleva en sí.

En la Quinta del Sordo pinta las paredes con negruras de su fantasía y aparece en el arte, por primera vez, el monstruo. Un Saturno devora a sus hijos descuartizados; dos hombres se golpean con odio escalofriante; malolientes viejas, embrutecidos hombres, rodean al gigante macho cabrío dominador. Y cuando llega la paz, Goya sigue pintando la guerra. Pinta la realidad más cierta y despreciable de la guerra: la masa impersonal y las víctimas que se rebelan: la que se muerde los puños de rencor y odio, la que se arranca los cabellos y oculta su faz desesperada, la que amenaza con ojos terribles de odio, la del fraile que implora, la del que abre su pecho a las balas del enemigo.

Su producción fue extensísima (setecientas pinturas, trescientos grabados, cientos de dibujos). Goya es sutil hasta el máximo: sus juegos de grises, platas, gamas rosadas y verdosas. Sin el arte de Goya no serían comprensibles las inquietudes del arte posterior, desde Delacroix hasta Picasso. Goya es el primer romántico en sí. El impresionismo tuvo mucho que aprender de él (Manet le imitó descaradamente). Las exaltaciones posimpresionistas de un Van Gogh son hermanas gemelas de las pinturas negras de Goya.

Y todo esto lo hizo Goya con el pobre bagaje inicial de conocimientos brindados por Luzán, en tiempo de la Academia borbónica, bajo la mano mediocre de su cuñado Bayéu. Europa enloquecía con la frigidez neoclásica de J. L. David. Cualquiera de sus pinceladas fue una revolución en su tiempo. Goya es testigo de un mundo en crisis, tras la Ilustración racionalista: “Los sueños de la razón engendran monstruos”. Su humanidad fue una mezcla de hombre del pueblo, aristocrático, plebeyo, todo esto al mismo tiempo y en tensión creadora.

El arte de Goya

La obra de Goya abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. Su estilo evolucionó desde el Rococó, pasando por el Neoclasicismo, hasta el prerromanticismo, siempre interpretados de una forma personal y original, y siempre con un rasgo subyacente de naturalismo, del reflejo de la realidad sin una visión idealista que la edulcore ni desvirtúe, donde es igualmente importante el mensaje ético, para Goya la pintura es un vehículo de instrucción moral, no un simple objeto estético.

El arte goyesco supone uno de los puntos de inflexión que entre los siglos XVIII y XIX anuncian la pintura contemporánea y es precursor de algunas de las vanguardias pictóricas del siglo XX, especialmente el expresionismo; por todo ello, se le considera uno de los artistas españoles más relevantes y uno de los grandes maestros de la historia del arte mundial.

Goya es una figura cumbre que en el pobre marco de la pintura española de su tiempo resulta aún más gigantesca. Supera a Velázquez en variedad y fecundidad, aunque es muy desigual; trabaja a veces de prisa y a desgana. No es artista precoz, pero su arte no cesa de progresar a lo largo de su vida. Su prolongada vejez es, desde el punto de vista técnico, enormemente fecunda. Mientras que su famoso contemporáneo francés David termina arruinando la pintura como arte del color, Goya es pintor esencialmente colorista. Deja de lado el Neoclasicismo y parte del Rococó para influir en toda la pintura posterior.

Etapas de su evolución

Fase juvenil

 

En la fase juvenil de los tapices, el colorido, primero terroso y opaco, se va limpiando y llenando de luz.

Últimos años del siglo

 

En los últimos años del siglo XVIII, descubre la belleza de los grises y siente cada vez mayor entusiasmo por los rojos y las coloraciones intensas. Abandona la técnica de Mengs y se entrega a la factura suelta de tradición barroca, con rapidez de ejecución.

Entrando el siglo XIX

 

Entrando ya el siglo XIX, el negro va ganando terreno en su paleta. Con él pinta las grandes composiciones de la Quinta del Sordo, y los retratos de su última época.

Su temperamento le impide seguir el estilo poco colorista de los davidianos. Su vocación naturalista, inmanente en la raza, le hace rechazar el idealismo neoclásico. El naturalismo de Goya ya se había templado en la juventud con los tonos amables del Rococó; luego con las tremendas escenas de la Guerra de la Independencia (1808-1814) se impone el realismo barroco y produce pinturas dignas de Ribera o Valdés Leal.

Sus retratos reflejan también el afán naturalista. Esta tendencia realista de Goya le hace enlazar con el naturalismo de la tradición barroca española del siglo XVII y ejerce, al mismo tiempo, influencia en la generación siguiente debido a su rechazo del Neoclasicismo. La generación siguiente está educada en el odio al Neoclasicismo. Pero Goya no es solamente pintor realista, sino que su imaginación extraordinaria le lleva a pintar satírica y humorísticamente la realidad, complaciéndose en lo monstruoso y lo fantástico. Desde el Bosco, la pintura de imaginación no había llegado tan alto como con Goya. La riqueza de repertorio de Goya, desde lo real hasta las fantasías más extraordinarias, no tiene precedentes en la pintura española.

Su obra refleja el convulso periodo histórico en que vive, particularmente la guerra de la Independencia, de la que la serie de estampas de Los desastres de la guerra es casi un reportaje moderno de las atrocidades cometidas y compone una visión exenta de heroísmo donde las víctimas son siempre los individuos de cualquier clase y condición.

Goya fue «un modelo romántico para los románticos; un impresionista para los impresionistas, Goya más tarde se convirtió en un expresionista para los expresionistas y un precursor del surrealismo para los surrealistas» (Nigel Glendinning).

La obra de Goya: las historias

La obra de Goya se puede agrupar en historias, retratos y grabados.

Las historias la forman la serie de cartones para tapices en las que trabaja quince años. Los temas son escenas populares de la vida de Madrid, del alegre Madrid de finales del siglo XVIII. Madrid de verbenas y romerías, luciendo trajes de colores claros, falle ajustado y zapatos menudos. Es el Madrid que aún no ha conocido los días de la invasión napoleónica. Goya crea un mundo alegre de majas bellas y risueñas que bailan, beben y se divierten. Los cartones son Baile de San Antonio de la Florida y La cometa (1777); Juego de pelota a pala, Los zancos (una de sus composiciones más claras y naturales), La gallina ciega (1791); La florista, La primavera, El otoño, El pelele, El Columpio. La gracia y ligereza del Rococó producen en Goya varias de sus obras más encantadoras y representativas.

La dos Majas (vestida y desnuda) están animadas del optimismo dieciochesco. La maja en el balcón presenta ya rasgos pesimistas del Goya posterior representados en la sombra de la Celestina. Esta nota crítica y pesimista aparece cada vez más poderosa en sus cuadros profanos.

A las alegres escenas de los cartones suceden cuadros como La casa de los locos y Los disciplinantes, en los que todo optimismo ha desaparecido. La guerra con sus horrores hace a Goya crear sus dos obras maestras: El dos de mayo y Los fusilamientos: la violencia de la lucha, el terror y la rebeldía ante la muerte de los que van a ser fusilados aparecen con una intensidad no imaginable en el autor de La gallina ciega y La florista.

A pesar del mundo del capricho y la fantasía, el pintor siente especial atracción por la brujería. A ella dedica algunos cuadros pequeños y es el tema de la decoración de su casa. Escenas de brujería son las brujas escuchando predicaciones de un macho cabrío, siniestras procesiones, discípulos de Satanás que vuelan, viejos desdentados tomando sopas: visiones expresionistas.

Lo religioso pasa a segundo plano en el pintor aragonés. A la época de los cartones corresponde la bóveda del Pilar de Zaragoza, las pinturas de la cartuja de Aula Dei. Entre 1780-1790, Goya pinta varios cuadros con motivos religiosos: La predicación de San Bernardino (1784) y El Crucificado. Pero donde culmina su pintura religiosa es en las obras maestras de las bóvedas de la ermita de San Antonio de la Florida. Las pinturas de San Antonio de la Florida (1798) están dedicadas a la historia del santo.

La serie de cartones para tapices, que culmina en el 1790, ha transformado su estilo, centrándolo en lo profano. Lo profano invade también aquí la escena y le presta vida y encanto. La técnica es de sorprendente soltura. Con el alegre optimismo y el carácter profano de los frescos de San Antonio de la Florida contrastan algunas de sus pinturas religiosas de los últimos tiempos: la espléndida Comunión de San José de Calasanz y La oración en el huerto, al mismo tiempo que delatan profunda emoción religiosa, son técnicamente importantes por estar pintadas sobre la base de negro, con gran valentía de factura.

La obra de Goya: los retratos

Como retratista, Goya es de una sinceridad sorprendente, a veces despiadada. El retrato es un género que cultiva toda su vida, unas veces con entusiasmo y otras con desgana. Por eso son sus retratos de valor muy desigual. En ellos vemos a los personajes más principales y representativos de su tiempo: reyes, clase media, artistas, toreros famosos y actores. Todos captados en sus rasgos más esenciales y con gran penetración. Pero en cada retrato, Goya nos delata la simpatía, el interés o la indiferencia, llegando al sarcasmo encubierto que el pintor siente por el modelo.

Esa sinceridad no se cohíbe ante los reyes. El retrato de Carlos IV delata la limitación del monarca, el de su esposa María Luisa revela el plebeyismo de su carácter y lo picaresco de su espíritu. Los de Fernando VII descubren la escasa simpatía que inspira a Goya este rey absolutista y rencoroso. Sus retratos reales culminan en La familia de Carlos IV (1800): de pie todos los personajes y con escaso movimiento (influencia neoclásica), aparece el monarca acompañado por su esposa, hermanos e hijos, dando frente al espectador, mientras Goya se nos presenta en la sombra en segundo plano y ante el caballete (como Velázquez en Las Meninas). Los retratos reflejan bien el carácter de los modelos: Fernando VII y el pretendiente don Carlos, que tantos días de luto iban a dar al país.

Lo femenino y la infancia tienen para Goya particular atractivo. En su primera etapa, Goya ve la gracia femenina con finura típicamente dieciochesca y algunos de sus retratos parecen figuras salidas de sus cartones para tapices: Familia del Duque de Osuna; Duquesa de Alba; Doña Tadea Arias. El de la Condesa de Chinchón en estado de buena esperanza es una de sus obras maestras. El retrato de Doña Isabel de Cobos y La tirana nos muestra cómo le entusiasma a Goya la arrogancia femenina. Antonia de Zárate tiene unos grandes ojos melancólicos que nos muestra la fina sensibilidad de Goya para expresar los más diversos matices de lo femenino.

En sus retratos de niños tiene influencia de la escuela inglesa. Parece increíble que el artista que se recrea en las escenas cruentas del Dos de Mayo y las escenas negras de la Quinta del Sordo sea capaz de pintar la inocencia y el encanto infantiles de si nieto Mariano y de Pepito Corte.

La obra de Goya: los grabados

La obra gráfica de Goya muestra la realidad desde un ángulo crítico. Es el reverso de la medalla del Siglo de las Luces, del racionalismo reinante y del optimismo del Rococó. En este mundo pesimista, humorista y negro es donde se eleva más alta la imagen de Goya.

Los Caprichos fueron ejecutados en agua fuerte y recogidos a poco de publicados por miedo a la Inquisición. Frente a las pinturas coloristas claras, hechas por encargo, los Caprichos muestran el carácter más profundo y personal de Goya. Están pintados por iniciativa propia y a riesgo propio. Goya se muestra en ellos buen perceptor del espíritu turbulento y contradictorio latente en el racionalismo y la secuela de la revolución francesa.

Como testigo de la revolución francesa, del movimiento clasicista y romántico más tarde, vivió uno de los períodos peores de la historia española: Bajo Carlos IV reinaba el favorito de la reina, represión, Inquisición, corrupción e intriga. La Guerra de la Independencia dura del 1808 a 1814. Luego vuelve Fernando VII, El Deseado, que rompe con la Constitución liberal de Cádiz e inicia un período de persecución del liberalismo. Goya, entre dos frentes, evita tomar partido claro. En sus Caprichos el mundo de las brujas y la superstición ocupa un lugar importante.

A partir de 1810, Goya pinta una serie de grabados nunca publicados: Los desastres de la guerra. En ellos no se puede distinguir fácilmente si la víctima es en su caso un patriota o un amigo de los franceses. Goya no hace ni propaganda ni labor de ilustración, deja la escena como una alegoría ambivalente. Pinta la bestia humana sin freno, sin dejarse impresionar por el carácter patriótico de la lucha.

Donde su imaginación se muestra de forma más desenfrenada es en los famosísimos Disparates. Los monstruoso y la realidad deformada por la fantasía llegan a una altura no alcanzada en la obra gráfica anterior. Muchos artistas de la época expresaron en sus obras las esperanzas frustradas en le revolución y el racionalismo del Siglo de las Luces. Pero ninguno las expresó de tal manera y de forma tan profunda como Goya.

Su última serie de estampas es la Tauromaquia. Los toros aparecen más de una ocasión en su obra; es la época del auge de la corrida moderna a pie, en la que los intelectuales se ocupan de este fenómeno folclorístico popular. Según el escritor Moratín, Goya mismo llegó a torear y pintó a varios toreros.

Francisco de Goya, testigo de su tiempo

Goya fue el testigo y el crítico de su tiempo. Su vida y su obra están llenas de las contradicciones de su época y de las tensiones que la agitaron. Siendo de origen popular y de temperamento más cercano al pueblo, tuvo gran contacto y simpatía con la nobleza, en cuyo ambiente vivió en la Corte.

Odiando la superchería, pintó lo los monstruos más terroríficos de la pintura moderna. Hijo del siglo del racionalismo, para él “la razón engendra monstruos”. Los sueños de la razón son peligrosos, engendran fantasmas. Esta sensación es fruto de las consecuencias de la revolución: la idea racionalista de la igualdad y libertad también, por otra parte, engendrar crueldad en las guillotinas.

Goya nos muestra el desgarramiento típico de finales del siglo XVIII y principios del XIX, desgarramiento entre racionalismo e irracionalismo. El racionalismo y la revolución, el Siglo de las Luces y la Ilustración trajeron guerras y tiranías de nuevo. Goya nos muestra una época que, bajo el optimismo rococó, la claridad neoclasicista, las esperanzas revolucionarias y el racionalismo, alberga monstruos: brujería, hechicería, superstición, etc. Estos monstruos que existen en la mente humana como el sueño de la razón, nos los muestra el pintor aragonés en sus Caprichos y Disparates.

Los Caprichos, para combatir la superstición, la tienen que mostrar en toda su crudeza. Esta forma de combatir algo de forma ambivalente es típica de Goya y de su tiempo: Goya combate lo terrible suscitándolo, haciéndolo vivir ante nuestros ojos y, a veces, recreándose en ello. No se sabe bien quién martiriza a quién, quién es la víctima y quién el culpable. Los papeles son intercambiables: la Inquisición persigue a los perseguidores de la Iglesia con mayor inquina que aquellos combaten las ideas de la Iglesia. ¿Quién es el perseguidor y quién es el perseguido, quién es el creyente y quién el impío?

Goya presenta en escenas de tortura a torturador y torturado liados de tal manera uno en el otro que ambas figuras forman una síntesis, una como sobre-figura única en la que torturador y torturado se disuelven en una y misma figura. El pintor mismo, que toma partido por la víctima, por el torturado, se hace cómplice voyerista del torturador. Goya presenta una u otra vez escenas de tortura con cierto interés erótico-sádico innegable. Parece que esa unidad de torturado y torturador formara una unidad sado-masoquista que es dialéctica: el masoquista torturado seduce al torturador sádico y al contrario. Es típico de estas escenas de tortura el torturador “a tergo”.

En una escena, titulada Lazos invisibles, dos hombres atan por la espalda a una mujer medio desnuda a un árbol. No se sabe si es para matarla, torturarla o violarla; pero también puede pensarse, sublime ambigüedad, que se trata de la barbarie atando a la personificación de la patria o la verdad. Ambas perspectivas son posibles y están implicadas en el espíritu del tiempo que a Goya le tocó vivir.

En la serie de los Disparates vemos a una pareja grotesca atados uno al otro de forma “indisoluble” como dos siameses. Goya veía en los lazos matrimoniales indisolubles una gran crueldad. Esta pintura de la pareja atada de forma indisoluble, cuando se une libremente para ser felices individualmente, la describe Goya como una especia de cabeza de Jano de la libertad: la libertad realizada lleva a la falta de libertad, la libertad de la revolución francesa lleva a las monstruosidades de la Guerra de la Independencia (1808-1814), por ejemplo, en España: “el sueño de la razón engendra monstruos”.

Nadie como Goya expresó este desgarramiento del hombre de su tiempo entre el alegre Rococó y el racionalismo, por un lado, y el romanticismo y la guerra por otro, entre las luces coloristas del Rococó y el tenebrismo postclasicista: la transición del racionalismo y neoclasicismo al irracionalismo y romanticismo, de la proclamación de la libertad individual en la revolución y el absolutismo de un Fernando VII con su “década ominosa” posterior. Goya la vio, lo pintó y dejó constancia de ello para la posteridad.

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