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Las guerras carlistas del siglo XIX

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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LAS GUERRAS CARLISTAS en el siglo XIX

 

Ideal carlista:

Apoyo al absolutismo real.

Mantenimiento del Antiguo Régimen y de los privilegios de la nobleza y la Iglesia.

Propone como rey al infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII.

Contienda limitada a zonas geográficas: Navarra, País Vasco, Cataluña, Maestrazgo y Valencia, y en áreas rurales. Apoyo de la población rural y del pueblo llano.

Ejército bien organizado bajo la dirección de Zumalacárregui y Cabrera, pero con grandes disensiones internas.

Las gres guerras carlistas:

Primera guerra carlista (1833-1840): grave derrota carlista en Luchana en 1836. La guerra acaba con el “abrazo de Vergara” entre el general Espartero y el general Cabrera en 1839.

Segunda guerra carlista (1846-1849).

Tercera guerra carlista (1872-1876).

Durante las guerras carlistas, se fueron sucediendo los ministerios de Martínez de la Rosa (1822; 1834-1835), José María Queipo de Llano, conde de Toreno (1835), Juan Álvarez Mendizábal (1835-1836), Francisco Javier de Istúriz (1836; 1846-1847; 1858) y José María Calatrava (1836-1837).

Tras la muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, se iniciaron levantamientos armados a favor del pretendiente Carlos. Comenzaba así una larga guerra civil que iba a durar siete años y enfrentaría a dos bandos de ideología opuesta. Guerras Carlistas es nombre por el que son conocidas las tres guerras civiles que tuvieron lugar en España entre 1840 y 1876 y que enfrentaron, de un lado, a los partidarios de los derechos al trono de la hija del rey Fernando VII, Isabel II, y, del otro, a los de la línea dinástica encabezada por el hermano de aquel, Carlos María Isidro de Borbón (el infante don Carlos, ‘Carlos V’ para sus seguidores), así como a sus posteriores descendientes.

Las guerras carlistas fueron luchas dinásticas, aunque supusieron a la vez el enfrentamiento entre dos ideologías y procedimientos políticos opuestos: tradicionalismo absolutista y liberalismo. Entre los carlistas, partidarios del infante Carlos María Isidro de Borbón y de un régimen absolutista, y los isabelinos, defensores de Isabel II y de la regente María Cristina de Borbón.

La sublevación carlista llevó a María Cristina, que nunca fue liberal, a pactar con los liberales, inclinando el fiel de la balanza del gobierno de Madrid hacia ellos, porque la única forma de mantener a Isabel II en el trono era vencer al carlismo y eran los liberales la única fuerza anticarlista. Así el gobierno fue originalmente absolutista moderado y acabó convirtiéndose en liberal para obtener el apoyo popular.

Los isabelinos congregaban a las altas jerarquías del ejército, la Iglesia y el estado, y los liberales que defendían los derechos dinásticos de Isabel II. Los liberales querían propulsar la modernización del país mediante reformas. La zona vasco-navarra, Bilbao, Pamplona y San Sebastián fueron liberales a lo largo de todo el conflicto.

Los carlistas, que se oponían frontalmente a la revolución liberal, agrupaba a pequeños nobles rurales, parte del bajo clero, muchos campesinos de la zona norte del país, influenciados por los sermones de sus párrocos, que rechazaban toda reforma liberal que significara un aumento de impuestos o una limitación de los derechos forales. Los carlistas defendían el absolutismo inmovilista. Ya durante el reinado de Fernando VII, en torno al pretendiente Carlos de Borbón se había agrupado los "apostólicos", núcleo del absolutismo más intransigente.

El lema del carlismo era: “Dios, Patria, Fueros, Rey”, tradicionalismo católico, defensa de la Iglesia, defensa de los fueros vasco-navarros frente a la política centralista de los liberales. El carlismo fue fuerte en Navarra, País Vasco, zona al norte del Ebro, y el Maestrazgo, en las provincias de Castellón y Teruel. El carlismo hizo bandera del mantenimiento de los fueros tradicionales. De ahí el gran apoyo que tuvo en el norte del país entre los sectores de la población vasconavarra.

Los fueros eran los usos y costumbres por los que se regían los distintos territorios del País Vasco y Navarra, que habían sido respetados por el centralismo borbónico en el siglo XVIII, debido al apoyo que estos territorios prestaron a Felipe V en la guerra de Sucesión (1701-1713). En la Guerra de Sucesión, el candidato al trono español, Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, representaba el modelo centralista francés y fue apoyado por la Corona de Castilla, mientras que el candidato Carlos de Habsburgo personificaba el modelo foralista, apoyado por la Corona de Aragón y, especialmente, por Cataluña. Los fueron establecían un sistema y régimen fiscal propio, exención del servicio militar, derecho civil y derecho penal propios y estatuto de hidalguía de todos sus habitantes.

Así el conflicto carlista queda circunscrito geográficamente a determinadas zonas de Cataluña y a las provincias del Norte (Navarra y País Vasco), con ligeras ramificaciones en el interior. Abarcó un período comprendido entre 1833 y 1876, es decir, desde la muerte de Fernando VII hasta la Restauración borbónica.

Los principios defendidos por el carlismo tuvieron un gran eco entre la población vasconavarra, pues preconizaban la defensa de la religión, el mantenimiento de los fueros tradicionales, el mantenimiento del sistema señorial y el legitimismo absolutista encarnado en el pretendiente al trono Carlos María Isidro (Carlos V).

Diversos sectores sociales como los campesinos, los artesanos y pequeños propietarios, alentados por el clero rural que planteó el conflicto como una cruzada frente a la revolución, apoyaron a pretendiente Carlos y nutrieron las filas del ejército carlista.

Las luchas se caracterizaron por la desigualdad de medios materiales entre uno y otro bando, así como la crueldad generalizada de estos choques fratricidas y sus tensas relaciones con el régimen liberal.

La guerra comenzó siendo una guerra de partidas, similares a las guerrillas de la Guerra de la Independencia, hasta que se fueron configurando unidades militares estables. Un indiscutible jefe carlista fue Zumalacárregui que fracasó en el intento de tomar la ciudad de Bilbao. Los carlistas realizaron varias expediciones en todo el territorio peninsular, llegando Carlos en persona a las puertas de Madrid en 1835. En el Maestrazgo surgió otro foco de la revuelta dirigida por el general Cabrera, llamado “el tigre del Maestrazgo”, que desde su cuartel general de Morella dominó el territorio de las sierras de Castellón y Teruel durante seis años.

FUERISMO, CARLISMO Y CUESTIÓN VASCO-NAVARRA

«Las reticencias de la oligarquía que dominaba las Juntas de las Provincias vascas respecto de la Revolución de Cádiz (1812) anunciaban ya la larga historia de antagonismo entre el constitucionalismo liberal y el fuerismo “antiguo régimen”, presentado este como encarnación de “libertades” más auténticas y generales que las que venía a implantar el primero, en un ejercicio de tergiversación de la realidad, que todavía se cultiva hoy de manera particularmente irracional. [...]

Absolutismo y Liberalismo, desde presupuestos ideológicos contrarios, coincidían en la necesidad de que desaparecieran los arcaicos ordenamientos forales, con su secuela de privilegios tributarios y militares, y la capacidad de presión de las viejas élites de poder, nobleza e Iglesia en particular, cuyo tiempo había pasado ya. [...]

A la muerte de Fernando VII, el apoyo de la Regente en el Liberalismo más moderado para defender el trono de Isabel II contra la sublevación de Don Carlos, candidato del absolutismo “ultra”, permitió deslindar mejor los campos. [...] Implantado un régimen liberal en 1833, aunque tan medroso como resultó ser, la “unidad constitucional de la nación” era ya un principio indeclinable. La publicación del Estatuto Real, una mala caricatura de Carta Otorgada, eliminaba en la práctica los regímenes forales, previendo la vigencia de un mismo ordenamiento jurídico para toda la nación. [...] El fuerismo activo, que en seguida arrastró a sectores del mundo rural vasco, navarro y de algunas zonas de Aragón y Cataluña, apoyó al Pretendiente ultraabsolutista para librarse del uniformismo liberal. En 1833 se inicia la feroz contienda que se arrastraría hasta 1839; don Carlos estaba entonces lejos de asumir el fuerismo, pero no podía prescindir de unos apoyos antiliberales que le resultaban preciosos y acabó sellando una alianza oportunista y confirmando los fueros y privilegios de Vizcaya en septiembre de 1834; no obstante, se resistió hasta mayo de 1836 a hacer lo mismo con los de Navarra, Guipúzcoa y Álava. Pero el carlismo defendido con gran dureza por vascos y navarros, como el general Zumalacárregui, nada tiene que ver con el fuerismo, sino con el Absolutismo más rancio, el integrismo religioso y un orden social arcaico; era puro antiliberalismo y contrarrevolución, lucha contra la “horda revolucionaria” liberal, según las propias palabras de famoso militar “ultra”; “nada de fueros ni una alusión al particularismo vasco”, aunque el nacionalismo vasco haya querido presentarlo como un héroe nacional.

La división de las gentes en dos bandos, que se combatían con tanta crueldad que escandalizó a las potencias vecinas, era más que evidente. En Navarra, y sin salir de la zona Norte, los valles de Roncal y la Aézcoa eran isabelinos, y el de Salazar carlista. El enfrentamiento civil en las otras provincias era en todo semejante. No cabe presentar el conflicto como un alzamiento general de “los vascos” (o de “los catalanes”), de los “pueblos”, por sus supuestas libertades y contra el gobierno de la nación. Es otra inaceptable tergiversación de la Historia.

Las responsabilidades del clero en el conflicto y en su carácter fanático es algo demostrado hace tiempo. Era el gran perdedor del momento, pero no por el carácter “impío” de la Constitución: “el nuevo régimen iba a encontrar en este estamento su mayor enemigo y no tanto por la indudable contestación ideológica que suponían las nuevas ideas como por la pérdida de sus riquezas, privilegios y control social”, escribe Mina Apat. La desamortización eclesiástica de Mendizábal en 1836 acentuó el rencor de la “clericalla” y la predicación ardiente, fanática, contra el gobierno de la Regente enardeció aún más a las masas campesinas más atrasadas. La misma Diputación de Vizcaya culpaba de la sublevación carlista a los eclesiásticos.

Es muy clara la conciencia coetánea de que el fuerismo en lucha no era sino la excusa para defender antiguos privilegios. El embajador duque de Frías manifestaba al rey Luis Felipe de Francia que precisamente las instituciones navarras nunca habían aceptado la Ley Sálica en que se apoyaba Don Carlos, pero que, “como en sus provincias no hay quintas ni contribuciones, es esta la verdadera causa” de su carlismo. Vascos y navarros “se sirven del carlismo para no contribuir a las cargas del Estado. La pugna, eso es claro hoy, era ente Liberalismo y Antiguo Régimen, nunca entre centralismo y autonomismo “moderno”.

“Una de las características más notables de la formación del Estado constitucional español es la permanencia de situaciones jurídicas particulares derivadas de la incorporación de los derechos forales a la unidad constitucional... Los constituyentes españoles del pasado siglo [XIX] no pretendieron construir una estructura estatal que reconociera determinados ámbitos de autonomía para las regiones forales, sino que cayeron en la contradicción de tolerar, incluso de sancionar legalmente, esos particularismos tras garantizar formalmente el respeto de los principios constitucionales” (Mina Apat 1981: 9-10).» [González Antón 1998: 439 ss.]

PRIMERA GUERRA CARLISTA: 1833-1840 - GUERRA DE LOS SIETE AÑOS

Fue la más violenta y dramática, con casi 200.000 muertos. Los primeros levantamientos en apoyo de Carlos María de Isidro, proclamado rey por sus seguidores con el nombre de Carlos V, ocurrieron a los pocos días de la muerte de Fernando VII, pero fueron sofocados con facilidad en todas partes salvo en las Vascongadas, Navarra, Aragón, Cataluña y la Comunidad Valenciana.

Se trataba sobre todo de una guerra civil, sin embargo tuvo su impacto en el exterior: los países absolutistas (Imperio Austríaco, Imperio Ruso y Prusia) y el Papado apoyaban aparentemente a los carlistas, mientras que el Reino Unido, Francia y Portugal apoyaban a Isabel II, lo que se tradujo en la firma del Tratado de la Cuádruple Alianza en 1834.

Hay tres zonas con mucha influencia carlista. El País Vasco y Navarra (Zumalacárregui), Cataluña (Conde de España) y Maestrazgo (Cabrera). Son tres focos separados entre sí. El resto del país, sobre todo las grandes capitales, es predominantemente liberal. Desequilibrio de fuerzas: 72.000 carlistas contra 220.000 liberales. En el País Vasco y Navarra los soldados dependen de las autoridades provinciales carlistas, y no de los generales, que son más bien liberales. En País Vasco se producen importantes victorias carlistas.

Ante el triunfo de las tropas liberales, entre los carlistas se produce luchas internas entre los partidarios de la paz (transaccionales) y los apostólicos, partidarios de continuar la lucha. Los generales apostólicos son fusilados y el jefe de los transaccionales, Maroto, firma la paz en Vergara. Mediante esta los carlistas se desarman y son reintegrados al ejército liberal al mismo tiempo que se reconocen los fueros vascos.

Las negociaciones del tratado fueron largas y difíciles, contando con la mediación de potencias como Francia y Reino Unido. El convenio no fue obra exclusiva de Espartero y Maroto, sino consecuencia del interés británico de acabar la contienda, lo que permitiría convertir el territorio hispánico en una auténtica zona de influencia británica que permitiera el apoyo diplomático de España a su política exterior y la apertura de un nuevo mercado para sus actividades económicas.

Finalmente el tratado recomendó a las Cortes la conservación de los fueros vascos y navarros, el reconocimiento de los grados y sueldos de los militares carlistas y la liberación de los presos. La ratificación del tratado se expresó con un acto de reconciliación: Espartero abrazó a Maroto y ordenó a sus tropas que se adelantasen para abrazar a los carlistas. Por ello, el tratado también es conocido por el nombre de El Abrazo de Vergara.

El general Cabrera no acepta el “abrazo de Vergara” y continuará con la lucha, hasta ser derrotado y obligado a abandonar el país en 1840 con miles de soldados, con lo que se daba fin a la primera guerra carlista.

SEGUNDA GUERRA CARLISTA: 1846-1849

La segunda guerra carlista o “guerra de los madrugadores” (matiners) entre septiembre de 1846 y mayo de 1849, se produce tras el fracasado intento de la boda de Isabel II y Carlos VI.

Las expectativas frustradas de unión dinástica matrimonial entre Isabel II y Carlos Luis de Borbón y de Braganza, conde de Montemolín (primogénito de don Carlos y denominado Carlos VI en la genealogía carlista), detrás de cuya hipotética alianza se situaban conocidos valedores como el filósofo Jaime Balmes o Juan de la Pezuela y Ceballos, allanó de nuevo el camino a la irracionalidad de la fuerza.

Se desarrollará en Cataluña. El general Cabrera se pone al frente de las tropas carlistas, hasta que pierde el apoyo de sus tropas y, herido, se retira a Francia. En Cataluña habían persistido bandas carlistas que no se habían rendido tras el fin de la Primera Guerra Carlista, aunque actuaban más como bandoleros (trabucaires) que como guerrilleros, a lo que unió la crisis agraria e industrial de 1846, especialmente importante en Cataluña y algunas reformas impopulares de los gobiernos moderados de Ramón María Narváez como las quintas, el impuesto de consumos y la introducción de un sistema de propiedad liberal que entraba en contradicción con los usos comunales de la tierra.

La crisis de 1846 había sido importante en Cataluña. Por una parte las comarcas más pobres y dependientes de la agricultura en las zonas de montaña tenían serias dificultades de suministro de alimentos desde 1840, lo que obligó a los distintos gobiernos a enviar ayudas económicas, siempre insuficientes, para paliar el hambre. En segundo lugar, la crisis que se estaba gestando en Europa en las actividades industriales incidió especialmente en la incipiente revolución industrial catalana a partir de 1840 y hasta 1846 con una disminución de la demanda exterior y la competencia desleal que suponía el contrabando. En tercer y último lugar, la introducción del sistema de reclutamiento de quintas privaba a las familias de manos útiles en momentos especialmente difíciles.

La incorporación de elementos progresistas y republicanos a las filas carlistas, al hilo del impacto de las revoluciones de 1848 europeas, complicó aún más su tipificación interna y específica resolución. Las partidas des matiners combatieron conjuntamente con partidas de ideología republicana, en lo que vino en llamarse coalición carlo-progresista.

La abortada venida a España desde Londres del conde de Montemolín, en la primavera de 1849, acabó por disolver los reductos carlistas, que optaron, al igual que Cabrera, por su traslado a Francia, sin quedar rastro de ellos en Cataluña a la altura de mayo de 1849.

En junio de 1849 el Gobierno publicó un decreto amnistiando a los carlistas. Más de 1.400 regresaron a España, mientras otros decidieron quedarse en Francia. Muchos de los veteranos carlistas que regresaron combatieron más tarde en la Guerra de África (1859-1860).

TERCERA GUERRA CARLISTA: 1872-1876

La tercera guerra carlista se desarrolló sobre todo en las Provincias Vascongadas, Navarra y Cataluña. Esta fue la última contienda militar carlista desde las primeras escaramuzas del llamado ‘ejército de Dios, del trono, de la propiedad y de la familia’, fechadas en 1872, hasta el histórico “Volveré” pronunciado por Carlos VII en febrero de 1876 al cruzar el puente de Arnegui rumbo al exilio, por lo demás nunca cumplido.

La restauración de los Fueros por el pretendiente en julio de 1872, abolidos por los decretos de Nueva Planta por Felipe V, influyó en la fuerza del levantamiento en Cataluña y en menor medida en Valencia y Aragón y algunas partidas poco activas por Andalucía, así como el resto del territorio peninsular, especialmente en áreas montañosas donde practicaban el bandolerismo ante su marginalidad y escasa eficacia a la hora de establecer un vínculo con el pueblo que facilitara su actividad guerrillera.

Bilbao vuelve a ser situada, pero los liberales consiguen vencer rápidamente. Se recrudece la guerra en Cataluña. Los carlistas consiguen vencer en algunas zonas del centro como la toma de Cuenca, en la que dieron muestras de gran ferocidad.

Se desarrolla el movimiento cantonalista, insurrección política de diversas ciudades españolas en Valencia, Murcia y Andalucía, con la pretensión de constituir una federación de cantones autónomos durante la I República (1873-1874), lo que llevó, entre otras causas, al fracaso de esta.

Tras la proclamación de la Primera República Española en febrero de 1873, muchos monárquicos isabelinos se pasaron al bando carlista, aumentando con la insurrección cantonalista.

El golpe del general Pavía en enero de 1874 y el pronunciamiento de Arsenio Martínez Campos el 29 de diciembre de 1874, que condujo a la restauración de la dinastía borbónica caída en 1868 en la persona de Alfonso XII, contribuyeron a restar fuerzas a los carlistas, así como el acercamiento al Vaticano del Gobierno español, y el reconocimiento de Alfonso XII por parte de Ramón Cabrera que publicó un manifiesto a la Nación y otro dirigido al Partido Carlista.

La Restauración de la Casa de Borbón puso de relieve, antes de certificarlo las armas en Cataluña y Navarra, la secular inutilidad del empeño carlista por acceder a la corona de España. La Restauración borbónica en la persona de Alfonso XII hace desistir al bando carlista. Las tropas catalanas son derrotadas y, poco después, las navarras.

A consecuencia de la derrota de los carlistas, la ley de 21 de julio de 1876 abolió aspectos esenciales de los fueron vasconavarros, aunque la aplicación de la ley fue una transacción entre fueristas y centralistas: aumentó la intervención del Estado en la administración del País Vasco y Navarra; estableció el servicio militar obligatorio y la contribución a los gastos de la Hacienda estatal. Este nuevo marco fue el llamado concierto económico, que mantuvieron posteriormente las diputaciones forales con relación a Madrid. En 1878 se decidió que las diputaciones siguiesen recaudando los impuestos generales, comprometiéndose a pagar un cupo.

Durante la Restauración, el carlismo participó activamente en la lucha política, con la escisión de un importante grupo integrista. Aunque sus diputados actuaban en el Parlamento de Madrid, el carlismo nunca abandonó su confianza en la importación de la rama legítima de los Borbones y en la plena reintegración foral.

ORIGEN Y CAUSAS DE LAS GUERRAS CARLISTAS

El origen de los exigidos derechos sucesorios carlistas parten de la confusa anulación, por parte de Fernando VII, de la Ley Sálica, vigente desde Felipe V y que excluía a las mujeres de la sucesión a la Corona española. El 29 de marzo de 1830 Fernando VII firmó la Pragmática Sanción de 1789, publica la Pragmática Sanción de Carlos IV aprobada por las Cortes de 1789, que dejaba sin efecto el Reglamento de 10 de mayo de 1713 que excluía la sucesión femenina al trono hasta agotar la descendencia masculina de Felipe V. Se restablecía así el derecho sucesorio tradicional castellano, recogido en Las Partidas, según el cual podían acceder al trono las hijas del rey difunto en caso de morir el monarca sin hijos varones. El monarca, ante la posibilidad de no tener herederos varones, hace público lo que se había mantenido en secreto en el reinado de Carlos IV: la derogación de la Ley Sálica.

No obstante, Carlos María Isidro, no reconoció a Isabel como princesa de Asturias y cuando Fernando murió el 29 de septiembre de 1833, Isabel fue proclamada reina bajo la regencia de su madre, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, y Carlos en el Manifiesto de Abrantes mantuvo sus derechos dinásticos, llevando al país a la Primera Guerra Carlista.

Los carlistas aducían como principio jurídico de la rebelión lo siguiente:

«Felipe V promulgó la Ley Sálica en 1713, por la que los varones heredarían la corona con preferencia a las hembras. Es cierto –advertían– que, a petición de Carlos IV en 1789, las Cortes derogaron esa ley, pero no se sabe por qué razón, Carlos IV no la promulgó. Y que, cuando Fernando VII, en 1830, intentó por una Pragmática Sanción rectificar ese error, no podía hacerlo porque una decisión acordada por las Cortes con el rey solo puede anularse en las mismas circunstancias.

Ya están aquí las contradicciones. Los amantes de la tradición hispánica basan sus pretensiones en una ley importada de Francia y que choca con la costumbre de la historia española donde Isabel la Católica, aparte de su ejemplo personal, no vacila en dejar el trono de Castilla a su hija Juana, a sabiendas de su estado mental, porque tiene mejor derecho.

La razón estriba en el razonamiento histórico que es posterior a la elección de candidato. Carlos era el príncipe elegido por las derechas extremas, no porque tuviese mejores derechos, sino porque reunía las cualidades de príncipe absolutista que buscaban. De la reina María Cristina sabían que ya no podía esperarse nada, dado su espíritu liberal que tenía que transmitir forzosamente a su hija Isabel.» [Díaz-Plaja 1973: 454-455]

La cuestión dinástica no fue la única razón de la guerra. Tras la Guerra de la Independencia, Fernando abolió la Constitución de 1812, pero tras el Trienio Liberal (1820-1823), Fernando VII no volvió a restaurar la Inquisición, y en los últimos años de su reinado permitió ciertas reformas para atraer a los sectores liberales, que además pretendían igualar las leyes y costumbres en todo el territorio del reino eliminando los fueros y las leyes particulares, al tiempo los sectores más conservadores se agrupaban en torno a su hermano Carlos. La defensa de los fueros, leyes particulares e históricas de algunos territorios hispánicos, fue otro motivo. Algunos territorios habían perdido sus fueros históricos tras la venida de los borbones en el siglo XVIII; los fueros vascos y los navarros habían quedado amenazados tras la Constitución liberal de Cádiz de 1812.

Cataluña y, especialmente, las provincias vascongadas, serán la cuna del carlismo durante todos los años de las guerras civiles del siglo XIX. La tradición católica de las provincias vascongadas eran la base de las operaciones absolutistas contra el liberalismo de las otras regiones, sobre todo el de Madrid. Las libertades forales fueron aceptadas por el pretendiente Carlos como tributo a pagar para tener el apoyo de estos fervorosos defensores a su causa.

Otro elemento importante era el catolicismo tradicional, que rechazaba todas las reformas liberales y apoyaba al absolutismo monárquico, lo mismo que los terratenientes que defendían el sistema histórico de la tenencia de la tierra.

El carlismo representa la supervivencia de la línea española clásica en la que el rey, como ungido por Dios, no tiene por qué compartir su autoridad con nadie. Y la religión tiene que ser protegida, fomentada y respetada; la Inquisición es organismo necesario e imprescindible para velar por la pureza de la fe. Como enemigos de esta línea clásica están los masones, enemigos de la fe, los revolucionarios de todas clases, cuyas teorías proceden del extranjero y son antiespañolas. España debe buscar sus esencias eternas y volver a su pasado heroico.

La bandera carlista llevaba las aspas de Borgoña, la cruz de san Andrés y la enseña de los inmortales Tercios. Los Tercios españoles fueron el primer ejército moderno europeo, entendiendo como tal un ejército formado por voluntarios profesionales, en lugar de las levas para una campaña y la contratación de mercenarios usadas típicamente en otros países europeos. Formaban la élite de las unidades militares disponibles para los reyes de España durante la época de la Casa de Austria.

Durante todo el siglo XIX, el carlismo constituyó la versión española del tradicionalismo europeo, opuesto al liberalismo económico y político, a la laicidad del Estado, a la industrialización y el urbanismo.

El grupo carlista aunaba parte de la nobleza, el clero y el campesinado y defendía el modelo de monarquía absoluta, la preeminencia social del catolicismo y la descentralización de la administración mediante el sistema de fueros. Bajo el pabellón de los isabelinos se reunía la nobleza más liberal, la burguesía y las clases populares urbanas.

Los principales focos de la insurrección carlista se localizaban en el País Vasco, Navarra, Cataluña, Aragón y Valencia. El desarrollo de este conflicto, intermitente y circunscrito geográficamente a determinadas zonas de Cataluña y a las provincias del Norte (Navarra y País Vasco), sin olvidar ligeras ramificaciones en el interior, abarcó un amplio marco cronológico comprendido entre 1833 y 1876 (desde la muerte de Fernando VII hasta que con Alfonso XII como rey finalizó el último combate).

La desigualdad de recursos humanos y medios materiales entre uno y otro bando en liza, sus diferentes simbologías y tácticas de lucha, así como la crueldad generalizada de estos choques fratricidas, son algunos aspectos destacados por los estudiosos del carlismo español decimonónico y sus tensas relaciones con el régimen liberal.

«Murió, al fin, el calamitoso Fernando en 1833 y los partidarios de su hermano se sublevaron. Muchos argumentos jurídicos se han cruzado en favor y en contra de aquella abolición de la Ley Sálica por el rey en sus últimos momentos, al verse privado de herederos varones, que en teoría desató la guerra carlista. Pero el enfrentamiento venía de mucho antes. La cuestión sucesoria no fue sino “el pretexto que sirve para desencadenar el conflicto que existía entre dos tendencias políticas y, aún más, entre dos grupos sociales que no aceptaban convivir. La primera guerra carlista es, fundamentalmente, un tardío combate en defensa de las estructuras socioeconómicas del Antiguo Régimen”; como dice Artola, pero también teocracia política de una pureza desconocida en el Antiguo Régimen. NO es de extrañar que la Iglesia fernandina se implicara como lo hizo en la sublevación carlista. Porque la Iglesia fue, sin ningún género de dudas, la red movilizadora del carlismo, como lo había sido en las guerras de 1793-1795, 1808, 1822 y 1827; y como se había abstenido de serlo, por razones obvias, en 1823, frente a los Cien Mil Hijos de San Luis. Nada más empezar la rebelión, se estableció una “regencia secreta”, dos de cuyos miembros eran el genera de los jesuitas y el obispo de León. Este último, Joaquín Abarca, se había declarado, desde el instante mismo de la muerte del rey, en favor de los alzados y huyó a “un rincón de sus diócesis” desde donde dirigió proclamas a sus diocesanos. Acabaría de ministro de don Carlos e incluso presidiría su consejo de ministros. El propio arzobispo de Toledo, el absolutista impenitente Pedro de Inguanzo, no llegó a sublevarse, pero buscó un pretexto y no asistió a la proclamación de la reina Isabel II en los Jerónimos de Madrid. Fray Cirilo de la Alameda, franciscano, arzobispo de Cuba, antiguo miembro ultra-absolutista del Consejo de Estado fernandino, volverá a serlo en esa misma institución carlista e incluso presidirá tal Consejo en ausencia del rey.

No es exagerado decir que el carlismo fue el más importante movimiento político-social de la España del siglo XIX, pese a lo cual seguimos sin disponer de una obra de conjunto. La principal razón para esta carencia reside, quizás, en la insistencia de los historiadores en estudiar las ideas que se supone inspiraron el carlismo, un movimiento que nunca tuvo una ideología formal y coherente y que disfrutaba, por el contrario de adhesiones de tipo emocional, más que intelectual. Alguna luz puede arrojar, de todos modos, el análisis de sus símbolos y consignas. Destaca, entre ellos, la bandera con la cruz de San Andrés, o cruz de Borgoña, símbolo de aparente significado religioso, aunque también enseña dinástica, utilizada por los Habsburgos españoles como duques de Borgoña; que un Borbón retornara a la enseña de los Habsburgo solo puede significar una propuesta de restablecimiento de la monarquía imperial y contrarreformista. En todo caso, no es en ningún sentido un símbolo nacional. En cuanto al himno, ensalza las excelencias de la Santa Tradición, lo que significa adherirse a una continuidad con las creencias e instituciones de los antepasados. Sus únicas referencias ideológicas son “Dios, patria, rey”, repetidas también en otras problemas.» [Álvarez Junco, José: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid: Taurus, 2001, p. 361-362]

 

Primera guerra carlista (1833-1840)

1833

Fernando VII recupera el trono de España, decide abolir la Constitución de Cádiz de 1812 y reinstaura el absolutismo. Su fallecimiento el 29 de septiembre de 1833 entabló un pleito sucesorio, que pronto se tradujo en una cruenta guerra civil entre los denominados isabelinos o cristinos, defensores de la legitimidad al trono de la regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y los partidarios del infante don Carlos, aferrados a la validez de la Ley Sálica e identificados bajo la etiqueta carlista.

El infante Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII, no reconoció como princesa de Asturias a Isabel, la hija primogénita de Fernando.

1834

Los países absolutistas que formaban la Santa Alianza (Imperio Austríaco, Imperio Ruso y Prusia) y el Papado apoyaban aparentemente a los carlistas, mientras que el Reino Unido, Francia y Portugal apoyaban a Isabel II, lo que se tradujo en la firma del Tratado de la Cuádruple Alianza en 1834. Lo que desniveló el contingente humano y el material bélico de los dos bandos en litigio.

1835

En junio de 1835 muere el coronel Tomás de Zumalacárregui, fitura clave para entender la transformación del caótico entorno carlista en un pequeño ejército disciplinado y la consolidación del levantamiento en el País Vasco, norte de Cataluña y El Maestrazgo. La muerte de este célebre caudillo militar durante el sitio de Bilbao, cerró la página ascendente del carlismo en la región vasconavarra, donde había cosechado sonadas victorias contra las tropas isabelinas (Viana, Alegría, Améscoas, Villafranca, Tolosa, Vergara, Durango, Éibar y Ochandiano). A partir de este momento, la contienda entró en una dinámica de estériles batallas.

1837

El estancamiento dio paso a un sufrido retroceso carlista, materializado en el estrepitoso fracaso de la Expedición Real en su marcha hacia Madrid, en la que participó el propio don Carlos, y en el repliegue en el norte.

1839

La prolongada duración de la contienda, que enmascaraba los objetivos iniciales de lucha y acentuó los contrastes ideológicos y socioeconómicos de uno y otro campo, evidenció las dificultades de una solución negociada del conflicto. Esto condujo al Convenio de Vergara, conocido como 'abrazo de Vergara', sellado entre Espartero y Rafael Maroto el 31 de agosto de 1839, punto final de las hostilidades en esta zona y motivo del exilio a Francia del pretendiente don Carlos. Las negociaciones del tratado fueron largas y difíciles, contando con la mediación de potencias como Francia y Reino Unido.

1840

La resistencia del militar Ramón Cabrera y Griñó en El Maestrazgo prorrogó la lucha en tierras catalanas hasta mayo de 1840, en que entra Espartero en Morella (Castellón) y Cabrera se retira hacia la divisoria francesa. El cruce el 4 de julio de esta línea fronteriza por los últimos soldados carlistas supuso una guerra oficialmente zanjada.

 

Segunda guerra carlista (1846-1849)

1845

En 1845 el Infante don Carlos había abdicado en favor de su hijo Carlos Luis de Borbón, conde de Montemolín, que toma el nombre de Carlos VI, como pretendiente a la corona. Al mando del general Cabrera, la contienda se caracteriza por acciones guerrilleras que no consiguen resultado, haciendo que Cabrera tenga que cruzar la frontera, si bien algunos focos resistieron hasta 1860 en acciones más propias del bandolerismo.

1846

Los principales escenarios de conflicto de esta guerra fueron las zonas rurales de las Vascongadas, Navarra y Cataluña, y con menor repercusión en zonas como Aragón, Valencia y Castilla.

Se detectaron escaramuzas inconexas de partidas autónomas levantadas en armas por diversos puntos de la geografía catalana, escenario exclusivo de este nuevo despliegue bélico y presumible origen del nombre de ‘madrugadores’ (matiners), con el que la historiografía ha bautizado a sus principales protagonistas.

1847

Prosigue la actividad de las partidas en acciones guerrilleras. Los carlistas incrementan sus efectivos, mientras que en las las huestes isabelinas se sucedía un rosario de jefes y capitanes generales en un continuo trasiego por las líneas de combate que ponía de relieve la incapacidad del Ejército para pacificar el acotado conflicto.

1848

La incorporación de elementos progresistas y republicanos a las filas carlistas, al hilo del impacto de las revoluciones de 1848 europeas, complicó aún más su tipificación interna.

1849

La abortada venida a España desde Londres del conde de Montemolín, en la primavera de 1849, acabó por disolver los reductos carlistas, que optaron, al igual que Cabrera, por su traslado a Francia, sin quedar rastro de ellos en Cataluña a la altura de mayo de 1849.

1860

Los carlistas intentan sin éxito un pronunciamiento en San Carlos de la Rápida, liderado por el general Ortega y el conde de Montemolín.

 

Tercera guerra carlista (1872-1876)

1872

Las tropas carlistas se enfrentaron a los sucesivos gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII. Dificultades para consolidad un gobierno y estructuración territorial del Estado. Cataluña y el País Vasco coparon en esta tercera y última ocasión la geografía militar carlista.

1874

Tras un sinfín de choques armados, en 1874 tiene lugar la Restauración de la Casa de Borbón, en torno a la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II. Esto puso de relieve la secular inutilidad del empeño carlista por acceder a la corona de España.

1876

La guerra finalizó en 1876 con la conquista de Estella, la capital carlista y la huida a Francia del pretendiente carlista al trono, Carlos VII, que cruza el puente de Arnegui rumbo al exilio con un histórico “Volveré” nunca cumplido.

Hubo algunos intentos posteriores de sublevación, aprovechando el descontento por la pérdida de las posesiones ultramarinas en 1898, pero no tuvieron éxito.

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