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Las leyes de desamortización del siglo XIX

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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LAS LEYES DE DESAMORTIZACIÓN - Siglo XIX

Las desamortizaciones del suelo - Resumen

latifundio

Finca rústica de gran extensión.

desamortizar

En la legislación española del siglo XIX, poner en estado de venta los bienes de manos muertas mediante disposiciones legales.

manos muertas

Las manos muertas eran las tierras pertenecientes a la Iglesia, ayuntamientos, etc. que no se podían comprar ni vender.

 

 

 

Fases del proceso de desamortización

Primera etapa (1766-1798): venta de bienes de los jesuitas y la denominada desamortización de Manuel Godoy (bienes raíces pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia o cofradías).

Segunda etapa (1808-1823): impulsada durante la guerra de la Independencia por la administración del rey José I Bonaparte y por los legisladores reunidos en las Cortes de Cádiz (bienes de la Inquisición y reducción a un tercio del número de monasterios y conventos), así como a la efímera obra del Trienio Liberal (prohibición de nuevas amortizaciones y supresión de los monasterios de órdenes monacales y de los conventos de órdenes militares).

Tercera etapa (1834-1854), desamortización de Juan Álvarez Mendizábal y Baldomero Fernández Espartero, se procedió al sistemático despojo patrimonial de la Iglesia, y a la desaparición de monasterios y conventos. Restableció la supresión de los mayorazgos fideicomisos y patronatos. Produjo una radicalización del campesinado, creando un proletariado rural.

Cuarta etapa (1855-1924): Ley General de 1 de mayo de 1855, impulsada por el ministro de Hacienda Pascual Madoz (Ley Madoz). Fue por duración y volumen de ventas la más importante. Se completó la enajenación de los bienes de regulares y seculares y, sobre todo, se declaró la venta de los patrimonios de todas las manos muertas (bienes municipales, instrucción pública y beneficencia). Afectó a la propiedad comunal. Produjo un trasvase de capitales del ámbito urbano al rural, olvidándose de la inversión en la industria.

 

Objetivos de la

desamortización

La abolición del régimen señorial (supresión de los derechos jurisdiccionales y señoriales).

La desvinculación (liquidación de las limitaciones jurídicas a la libre disposición sobre los bienes, en especial, de la nobleza).

La formación de una propiedad coherente con el sistema liberal: instauración de la propiedad libre, plena e individual que permitiera maximizar los rendimientos y el desarrollo del capitalismo en el campo.

Consecuencias

El nuevo propietario adquiere grandes extensiones. Aumenta el número de arrendatarios. Desaparece el colono, convertido ahora en jornalero. Proletarización del campo andaluz y extremeño. La reforma agraria cumplió la misión de liberar brazos para la industria.

Las desamortizaciones llevaron a la liberalización (1837) con la privatización del señorío. Los nuevos propietarios adquieren grandes extensiones:

Aumento del número de arrendatarios.

Desaparición del colono, convertido en jornalero o bracero.

Proletarización del campo andaluz y extremeño.

La reforma agraria liberal del siglo XIX cumplió la misión de liberar brazos para la industria: los campesinos sin tierras tienen que emigrar a regiones industrializadas (Cataluña, Vascongadas, norte de España), creando un nuevo proletariado industrial. Terreno abonado para las revueltas y movimientos obreros que se sucederán todo el siglo XIX y XX.

En el Antiguo Régimen los bienes, que eran inalienables y estaban vinculados, amortizados, a una familia (los mayorazgos) o a una institución (la Iglesia, las comunidades religiosas o municipio), recibían el nombre de "manos muertas" y no podían legalmente ser vendidos ni divididos de tal forma que nunca disminuían. La desamortización significaba que estas propiedades pasaban al Estado y eran considerados bienes nacionales y puestos luego a subasta pública.

El concepto de desamortización no implica únicamente el acto jurídico de la desvinculación de los bienes amortizados, por el cual estos adquieren la condición de bienes libres para sus propios poseedores (caso que afectó esencialmente a los mayorazgos de la nobleza), sino que significa específicamente la pérdida de la propiedad de estos bienes por parte de sus poseedores, esta pasa al Estado, que se arroga el derecho a vender los bienes nacionalizados y a destinar los beneficios de la venta a sus fines propios.

Origen de los latifundios en España

El problema agrario en España se remonta a los tiempos de la Reconquista en la Edad Media. La Reconquista constituye el periodo de recuperación del territorio español invadido por los musulmanes en el año 711 y cuya culminación fue la toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492. La Reconquista comenzó en el norte de la península, en Covadonga (Asturias), donde progresó rápidamente. Las provincias del norte fueron liberadas rápidamente de los invasores musulmanes. La campaña reconquistadora prosiguió hacia el centro, este y sur. La marcha de la Reconquista rompió el centralismo de la monarquía visigótica y creó el fraccionamiento regional, desarrollando cada región sus privilegios.

Las tierras reconquistadas en el norte fueron rápidamente repartidas en pequeñas parcelas entre el pueblo. Pero la Reconquista hacia el sur se hizo más lenta, más difícil y llevó más tiempo. Fueron los Reyes Católicos los que finalizaron el proceso de reconquista. Para reconquistar las regiones musulmanas que ofrecían más resistencia, los Reyes Católicos tuvieron que ser apoyados por ejércitos de la nobleza o de señores feudales. Todos los que se habían distinguido en las campañas militares contra los musulmanes recibieron tierras. Así las comunidades, los señores feudales y las órdenes militares fueron los que recibieron la mayoría de las tierras reconquistadas. A esto hay que añadir los bienes confiscados por la Inquisición a los judíos o “herejes”, bienes que pasaban a ser propiedad de la Iglesia o de señores privados.

De esta manera se fueron creando los grandes latifundios en el sur, mientras que en el norte prevalecía el minifundio, sobre todo en Galicia. Así pues, el verdadero origen de los latifundios se debe a la Reconquista y a las leyes de desamortización del siglo XIX y no a factores naturales económicos y sociales.

A medida que avanzaba la Reconquista cristiana durante la Edad Media, los terrenos reconquistados a los invasores árabes eran repartidos entre las órdenes militares, los nobles que se habían distinguido como caudillos en la lucha contra el invasor y el clero. Las fértiles tierras andaluzas y extremeñas eran muy codiciadas por los castellanos. La Iglesia, las órdenes militares y toda la aristocracia procuró sacar una buena parte de este botín. La expulsión de los moriscos de Andalucía occidental en 1610 despobló los campos y aumentó las propiedades.

El Honrado Concejo de la Mesta de Pastores, creado en 1273 por Alfonso X el Sabio, reunía a todos los pastores de León y de Castilla en una asociación nacional y otorgándoles importantes prerrogativas y privilegios.  Con anterioridad ya los ganaderos se reunían en asambleas o consejos llamados "mestas" ('mezclada') para distinguir y separar los mestencos (animales sin dueño conocido) que se hubiesen mezclado. Durante la Edad Media y con el paso del tiempo, se añaden nuevos privilegios reales a la Mesta, como pasará a ser conocida, junto con una fiscalización especial para protegerla de los agricultores, lo que provocó largos e incontables pleitos hasta el año 1836, en que se abolió.

Los privilegios de que disfrutaba el Concejo de la Mesta impidieron el desarrollo de la agricultura, haciendo prevalecer la ganadería e imposibilitando la vida del pequeño propietario, a quien con frecuencia los ganados destruían sus sembrados.

Lo que el absolutismo del siglo XVIII no consiguió fue cambiar la estructura de la propiedad recortando la potencia nobiliaria.

«Es necesario tener en cuenta el escaso avance del Estado del XVIII en el proceso de reintegración de dominios territoriales en manos de los privilegiados. El realengo está ahora mucho mejor gobernado, pero no se desarrolló una auténtica política antiseñorial; seguramente no era posible todavía. Los extensos dominios señoriales y las masas que los pueblan escapan en gran medida al poder real y a la autoridad del Estado; es la “tiranía feudal” que denostaba Tanucci, el ilustrado ministro napolitano de nuestro Carlos III. Este monarca excepcional, “en su lucha contra los poderes feudales, buscó el apoyo de los juristas procedentes de la baja nobleza, de los magistrados, del clero medio y de representantes de la burguesía naciente... [Pero], debido al poder de los grupos dominantes de los estamentos privilegiados, no pudo prescindir del apoyo de las fuerzas tradicionales, y su política de reformas estuvo condicionada, en todo momento, por el respeto y el temor inspirados por estas fuerzas” (G. Anes: El Antiguo Régimen. Los Borbones, pp. 363-364).

A fines del siglo todavía la mitad del territorio y de la población españolas eran de señorío secular, eclesiástico o de Órdenes Militares. A la Monarquía pertenecían 126 ciudades (por 22 que eran de señorío) pero solo 1.700 villas frente a más de 3.000 de señorío.

Según datos de Artola, “las propiedades de la Iglesia ocupaban grandes zonas en Extremadura (35 por ciento), Cataluña (27 por ciento), Galicia (51 por ciento), La Mancha (28 por ciento), Aragón (20 por ciento)... La propiedad noble, mucho más importante, comprendía un 50 por ciento de los campos de Extremadura, el 55 por ciento de Asturias y León, el 70 por ciento de La Mancha”.» [González Antón 1998: 396-397]

Intentos de solución al problema agrario en España

La desamortización fue un proceso político y económico en el cual la acción estatal convirtió en bienes nacionales las propiedades y derechos que hasta entonces habían constituido el patrimonio amortizado (sustraído al libre mercado) de diversas entidades civiles y eclesiásticas (manos muertas) para enajenarlos inmediatamente en favor de ciudadanos individuales. Las medidas estatales afectaron a las propiedades plenas (fincas rústicas y urbanas), a los derechos censales (rentas de variado origen y naturaleza) y al patrimonio artístico y cultural (edificios conventuales, archivos y bibliotecas, pinturas y ornamentos) de las instituciones afectadas.

Las “manos muertas” eran las tierras pertenecientes a la Iglesia, ayuntamiento, etc. que no se podían comprar ni vender. “Manos muertas” hacía referencia tanto a bienes civiles como eclesiásticos, aunque se utilizó principalmente para significar la propiedad eclesiástica. Eran los bienes de la Iglesia Católica y de las Órdenes religiosas que estaban bajo la protección de la Monarquía Hispánica. Ninguna autoridad eclesiástica las podía enajenar bajo pena de ser suspendida a divinis o sufrir excomunión. El que adquiriera dichos bienes y luego los perdía, podía proceder legalmente contra el vendedor, pero no contra la Iglesia.

El patrimonio de las “manos muertas” no era ni libre (se trataba de una propiedad amortizada), ni pleno (en ocasiones, había cesión del dominio útil de la propiedad al censatario), ni individual (la titularidad correspondía colectivamente a una institución). La entrada de esta masa de bienes en el mercado se efectuó, en general, a través de dos procedimientos: la subasta al mejor postor como fórmula preferente y más extendida en el caso de propiedades plenas, y la redención por el censatario cuando se trataba de derechos.

La desamortización en España fue un largo proceso histórico, económico y social iniciado ya a finales del siglo XVIII por Godoy (1798), ministro de Carlos IV, siguió la de la guerra de la Independencia, la del trienio liberal (1820-1823); pero las más importantes fueron las leyes de desamortización de Mendizábal (1836-1851) y la de Pascual Madoz (1855-1924). El proceso desamortizador se cerró ya muy entrado el siglo XX (16 de diciembre de 1924). Significó un cambio fundamental en el sistema de propiedad y tenencia de la tierra.

Algunos planes de desamortización quedaron solo en proyectos, o fueron realizados parcialmente por concesión papal y el clero local como una contribución al mantenimiento de la monarquía en situación financiera precaria.

Los intentos de dar una solución al problema agrario comenzaron en la segunda mitad del siglo XVIII. La España de la Ilustración buscaba los remedios a los males económicos y el progreso de la sociedad. Un gran obstáculo para el progreso económico lo constituía la amortización de la propiedad, que impedía su libre circulación y era la causante de la despoblación, el empobrecimiento del Estado y el atraso y la decadencia de la agricultura y el comercio. La tradición histórica, las opiniones de los teólogos y el papado se oponían hacer cambios radicales que afectaran a la propiedad de las tierras.

Los economistas eran conscientes de la necesidad de dar a la propiedad movilidad, que no tenía por la falta de interés en aplicar el capital necesario, la apatía para aumentar la producción y la gran extensión de la propiedad. El abandono general de la agricultura quedaba reflejado en las condiciones de vida de los colonos, debido a la libre amortización de la propiedad, que la privaba de la libre circulación. Solo las tierras de propietarios de tierras sin vincular disponían de movilidad. Era necesario introducir movilidad.

Los reformistas del siglo XVIII ya habían pensado en cambiar el sistema señorial de propiedad de la tierra, preocupados por obtener el máximo rendimiento de los recursos naturales, fuente de riqueza y fortaleza del Estado. Los ilustrados redactarán grandes escritos pidiendo la desvinculación de la propiedad: el informe de Melchor de Macanaz, el informe de la Ley Agraria, de Jovellanos, y el Tratado de la regalía de amortización (1765), del conde de Campomanes.

Pero no será hasta la Revolución liberal del siglo XIX, con el gobierno de Mendizábal (1835), que el programa desamortizador se cumpla en toda su extensión, como ocurrió durante la Revolución francesa (1789). Este último programa no cumplió su objetivo de crear una clase media, pues solo favoreció a la acumulación de propiedades por parte de una oligarquía que tenía dinero para adquirirlas en la subasta, lo que acarreó grandes pérdidas de tesoros culturales, tanto edificios, como obras de arte.

Toda la burguesía, incluso la izquierda, estaba a favor de la desamortización. La desamortización sirvió en la etapa Mendizábal para salvar al gobierno de la bancarrota y ayudarle a ganar la guerra civil. En la etapa de Madoz, la desamortización sirvió para financiar la construcción de la red ferroviaria.

En el Antiguo Régimen, gran parte de la tierra era de manos muertas, tierras vinculadas a dominios monásticos o a municipios, que, además de no tributar, no podían ser vendidas por sus titulares. Estaban fuera del mercado, por lo que no podían ser capitalizadas ni mejoradas. Era necesario hacer una reforma agraria que convirtiera estas tierras en bienes privados susceptibles de ser explotados económicamente. La desamortización de esos bienes permitiría al Estado recaudar medios para amortizar la deuda pública.

El gobierno de Manuel Godoy (1798), impelido por la necesidad de buscar nuevos recursos ante el déficit que generó la intervención española en la Guerra de la Convención, puso en marcha un tímido intento de desamortización, que afectó únicamente a bienes marginales dentro del patrimonio eclesiástico (bienes raíces de hospitales, instituciones benéficas y obras pías, así como de la extinta Compañía de Jesús). El objetivo era sostener la sociedad tradicional, pero estas medidas favorecían, paradójicamente, a los liberales en su lucha por enterrar el Antiguo Régimen. La desamortización se prolongaría hasta 1808. Durante este periodo pasó una sexta parte de las propiedades de la Iglesia a las manos de comerciantes y terratenientes, al carecer los labradores que cultivaban las fincas desamortizadas de medios para entrar en la subasta pública. Los campesinos se verán obligados a mendigar un trabajo en los latifundios.

En 1805 el gobierno consiguió la autorización papal para poner en venta bienes eclesiásticos por un valor de 6,4 millones de reales, pero las ventas quedaron suspendidas en 1808 por el inicio de la Guerra de la Independencia, de ahí que se desconozca su magnitud. Sin embargo, la desamortización eclesiástica continuó aplicándose durante el conflicto bélico como fuente de recursos para uno y otro bando. José I Bonaparte, tras decretar la supresión de las órdenes religiosas, impuso la enajenación de sus bienes en las zonas bajo dominio francés. La desamortización bonapartista afectó también a la nobleza opuesta a la ocupación francesa, cuyos bienes fueron expropiados y utilizados para recompensar a los afrancesados. Tras la guerra, los bienes enajenados fueron devueltos a sus antiguos poseedores.

Por su parte, las Cortes de Cádiz promulgaron una abundante legislación desamortizadora. La Constitución liberal de 1812 liquida los señoríos jurisdiccionales: viejas relaciones que la nobleza y la Iglesia tenían sobre los habitantes de un determinado territorio gracias a los privilegios que les habían concedido los reyes en la Edad Media durante el proceso de la Reconquista. La mitad de los pueblos y dos tercios de las ciudades españolas continuaban sometidos al arbitrio de los antiguos señores y el clero. Los diputados en las Cortes de Cádiz derogan los gremios para dar paso a las modernas relaciones de producción capitalista; suprimen los privilegios medievales de la Mesta y reconocen el derecho de los pueblos a poner límites a sus tierras comunales; intentan hacer realidad la reforma agraria proyectada en el siglo XVIII por Jovellanos decretando la venta pública de las tierras municipales.

En 1813, las Cortes dieron un decreto de desamortización general, que, inspirado en una memoria de José C. Argüelles, estableció la nacionalización de los bienes raíces confiscados a los afrancesados, además de los ya incluidos en la legislación anterior, más los de las órdenes militares y las casas eclesiásticas suprimidas o destruidas durante el conflicto, y parte del patrimonio real y de los baldíos municipales. Estos bienes podrían comprarse parte en metálico y parte en títulos de deuda pública.

El decreto de 1813 tuvo escasa repercusión práctica, pues la obra legisladora de la Constitución de 1812 fue anulada por Fernando VII a su regreso a España en 1814: el rey devolvió sus privilegios al clero y a la nobleza. Tras el restablecimiento del absolutismo en 1814 los bienes fueron devueltos a sus antiguos dueños. Sin embargo, el decreto de 1813 constituyó el referente normativo básico de los grandes procesos desamortizadores posteriores, sobre todo porque la desamortización se concebía como una medida de carácter fiscal destinada a solventar los problemas inmediatos de liquidez del Estado, mucho más que como un proyecto de redistribución de la propiedad de la tierra que hiciera posible la necesaria reforma agraria.

Así aplicada, la desamortización sólo podía beneficiar a las clases medias y altas, acaparadoras de los valores de deuda pública y del capital necesario para adquirir los bienes desamortizados al precio del mercado libre, y perjudicar al campesinado pobre, que desde tiempos medievales venía beneficiándose de forma más o menos furtiva de las tierras eclesiásticas y de los baldíos concejiles.

La legislación desamortizadora de 1813 volvió a entrar en vigor de manera efímera durante el Trienio Constitucional (1820-1823), pero la reacción absolutista posterior impidió de nuevo su puesta en práctica, de modo que, al iniciarse el reinado de Isabel II, la desamortización continuaba siendo la gran cuestión pendiente de la revolución burguesa española. Esta se convirtió durante las décadas siguientes en un objetivo prioritario de los gobiernos liberales y en la principal arma política con que los liberales modificaron el régimen de la propiedad del Antiguo Régimen, para implantar el nuevo Estado liberal durante la primera mitad del siglo XIX.

El proceso se hizo en dos pasos: el Estado se adueñaba de los bienes, que dejaban de ser “manos muertas” (estar fuera del mercado) y se convertían en bienes nacionales. En un proceso posterior, se ponían en venta mediante subasta pública. La ganancia obtenida la aplicaría el Estado a amortizar la deuda pública.

Su finalidad fue no solo acrecentar la riqueza nacional y sanear la economía pública, sino también crear una burguesía y clase media de labradores propietarios.

La Iglesia ve desaparecer la casi totalidad de sus tierras y reducirse el número de sus frailes y monjas. También su prestigio se había erosionado, tras haber apoyado el absolutismo de Fernando VII y a los carlistas. La Iglesia solo pudo conservar control del sistema educativo y un holgado presupuesto de cultos y clero.

El Concordato de 1851 concedía ambas cosas a condición de que la Iglesia reconociera la legitimidad de Isabel II como reina de España y aceptara la desamortización como hecho consumado.

El último proceso desamortizador, el de O’Donnell, a finales de los cincuenta, fue negociado con el Vaticano.

Desamortización de Mendizábal (1836)

Bajo la trama política de los distintos gobiernos, guerras civiles de sucesión y “pronunciamientos” militares en el siglo XIX, se realiza en España una profunda transformación social, caracterizada, sobre todo, por las Leyes de desamortización (1836-1855).

Juan Álvarez Mendizábal (1790-1853), político y financiero, presidente del gobierno (1835-1836), fue una destacada figura del que habría de ser llamado Partido Progresista. En junio de 1835, ya iniciada la primera Guerra Carlista, fue nombrado ministro de Hacienda. En septiembre del mismo año, por orden de la regente María Cristina de Borbón, se hizo cargo de la presidencia del gobierno. Entre las reformas hacendísticas y administrativas proyectadas para aliviar la delicada situación financiera —contenidas en su Memoria de 1837 y reconocidas como una de las principales leyes desamortizadoras españolas—, destacó la supresión de las órdenes religiosas y la incautación por el Estado de sus bienes (con la salvedad de las dedicadas a la enseñanza de niños pobres y a la asistencia de enfermos), que permitió la formación de una quinta militar de 50.000 hombres para luchar contra el carlismo.

«El gran problema de la regente María Cristina es que, contra la izquierda, no puede invocar a la derecha porque esta es su enemiga dinástica. Las cartas de que dispone son, pues limitadas. Una consiste en quitar fuerza a la izquierda, aceptando sus principios... Y un día los habitantes de la católica España se enteran, asombrados, de la más revolucionaria de las medidas; en nombre de la reina de las Españas, doña Isabel II... “Se declaran en estado de venta... todos los predios rústicos y urbanos... pertenecientes... al clero, a las Órdenes Militares, a las Cofradías”. La ley se conoce con el nombre de desamortización, y su propugnador tiene un nombre que citarán con susto las beatas españolas:

 

Mendizábal... ese hereje,

el que a los frailes echó,

el que cerró las ermitas

y mató de hambre a los curas;

el hombre que dejó a oscuras

a las ánimas benditas.

 

Se trataba de dar vida a las “manos muertas”, pero, mucho más que eso, se trataba de proveer a la burguesía española, entonces naciente, de un soporte económico que la congraciara con el sistema monárquico constitucional, rechazando, tanto al proletariado que podía quitárselo con la revolución, como al carlismo que se lo quitaría por decreto, si vencía. Era la misma idea que había tenido éxito en Francia con la Revolución de 1789, en Inglaterra con la reforma religiosa de Enrique VIII.

Los que compraron esos bienes fueron, en general, los aristócratas y grandes propietarios anteriores que aumentaron su poder económico y, por tanto, político.» [Díaz-Plaja 1973: 472-474]

La revolución liberal heredó del reinado de Fernando VII grandes problemas económicos y deuda pública. Es en 1836 cuando el ministro Mendizábal se aventura a realizar el proyecto desamortizador adelantado por la Constitución de Cádiz de 1812 y el Trienio liberal. El objetivo era sanear las arcas del Estado y ganar la adhesión de la burguesía en la lucha contra el carlismo. Con estas medidas se eliminaban del campo las arbitrarias exigencias heredadas del Antiguo Régimen. Pero Mendizábal no se atrevió a poner en duda los títulos de propiedad de la nobleza sobre las viejas tierras de los señoríos. Los liberales, en guerra con los carlistas, no querían enfrentarse a la nobleza. La soñada reforma agraria se quedó en un apaño: la aristocracia mantuvo la titularidad de sus viejas propiedades y la burguesía se preocupó más de invertir en el campo los beneficios de la desamortización, preocupándose menos de participar en el desarrollo de la industria. Así nacían los modernos latifundios de Extremadura, La Mancha y Andalucía. La aristocracia mantenía su categoría social frente a la burguesía.

«Vender una masa de bienes que han venido a ser propiedad de la nación es abrir una fuente abundantísima de felicidad pública, vivificar una riqueza muerta, desobstruir los canales de la industria, crear una copiosa familia de propietarios.

Art. 1. Quedan declaradas en estado de venta desde ahora todos los bienes raíces de cualquier clase que hubiesen pertenecido a las comunidades y corporaciones religiosas extinguidas.»

Las amortizaciones realmente importantes fueron, sobre todo, las de Juan Álvarez Mendizábal, ministro de la regente María Cristina de Borbón, en 1836, pues tuvieron unas consecuencias muy importantes para la historia social de España, aunque sus resultados fueron relativamente pobres.

Como la división de los lotes se encomendó a comisiones municipales, estas se aprovecharon de su poder para hacer manipulaciones y configurar grandes lotes inasequibles a los pequeños propietarios, pero pagables en cambio por las oligarquías muy adineradas, que podían comprar tanto grandes lotes como pequeños. Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por nobles y burgueses adinerados, de forma que no pudo crearse una verdadera burguesía o clase media en España que sacase al país de su marasmo.

Los terrenos desamortizados por el gobierno fueron únicamente eclesiásticos, principalmente aquellos que habían caído en desuso. A pesar de que expropiaron gran parte de las propiedades de la Iglesia, esta no recibió ninguna compensación a cambio. Por esto la Iglesia tomó la decisión de excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras, lo que hizo que muchos no se decidieran a comprar directamente las tierras y lo hicieron a través de intermediarios o testaferros.

Quedaron en manos del Estado y se subastaron no solo tierras, sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres. En 1837, otra ley amplió la acción, sacando a la venta los bienes del clero secular. Mendizábal ordenó la exclaustración de los veinticuatro mil regulares que componían el censo de la Iglesia española.

Objetivos de la desamortización:

 

Fortalecer el nuevo régimen liberal logrando el apoyo social de la burguesía al régimen liberal y creando una base social de apoyo al liberalismo, los propietarios de la tierra.

Evitar el triunfo del carlismo y la vuelta del absolutismo y pertrechar al ejército en el acoso de las guerras carlistas.

Castigar a la Iglesia por su apoyo al carlismo.

Amortizar la deuda pública para que el Estado se pudiera presentar como solvente y suscribir nuevos empréstitos en el extranjero en condiciones más favorables.

La política económica de Mendizábal fracasó estrepitosamente debido a su incapacidad para mantener el esfuerzo de guerra, y la llegada al poder de los moderados en 1837 suspendió las medidas desamortizadoras. Habría que esperar hasta la vuelta de los liberales al gobierno en 1840 para que se acometiera en toda su magnitud el proceso desamortizador iniciado por Mendizábal.

Desamortización de Espartero (1841)

El 2 de septiembre de 1841, el general Espartero, regente del reino, dio un nuevo decreto de desamortización que significó un paso decisivo en el proceso de liquidación de la propiedad eclesiástica. La nueva legislación afectó fundamentalmente a los bienes del clero secular. Esta ley durará escasamente tres años y al hundirse el partido progresista la ley fue derogada.

Durante el lustro siguiente, la venta de bienes desamortizados se desarrolló con fluidez, lo que dio lugar a la mayor transferencia de tierras desde tiempos de la Reconquista. Se calcula que, antes de iniciarse el proceso desamortizador, la Iglesia poseía el 18 % del total de las tierras cultivables. Aunque se desconoce el total de la superficie liberada entre 1836 y 1844, se estima que la desamortización eclesiástica produjo el cambio de dueño de una banda que oscilaría entre el 12 y el 15 % de la tierra útil: unos 10 millones de hectáreas.

«Art. 1. Todas las propiedades del clero secular son bienes nacionales.

Art. 2. Se declaran en vente todas las fincas, derechos y acciones del clero catedral, colegial, fábricas de las iglesias y cofradías.»

El proceso de desamortización se paralizó en las fases de gobiernos moderados y se reanudó en las de gobiernos progresistas. Con este decreto Espartero inicia su regencia, una vez expulsada María Cristina, que había paralizado el proceso desamortizador.

En 1845, durante la Década Moderada, el Gobierno intentó restablecer las relaciones con la Iglesia, lo que lleva a la firma del Concordato de 1851.

Desamortización de Madoz (1855)

Siguiendo la moda desamortizadora, los gobiernos liberales de Isabel II extendieron las medidas a la propiedad municipal, bienes que desde el siglo anterior ya estaban bajo el punto de mira de los ilustrados. Pascual Madoz completa así en 1855 el proceso desamortizador iniciado por Mendizábal en 1836. Madoz liquida el patrimonio formado por las fincas públicas junto con latifundios del clero de la Corona que no habían sido vendidos en anteriores pujas.

La desamortización salvó el Estado y la revolución liberal: una cuarta parte entró en los circuitos comerciales; se redujo la deuda pública; los nuevos ingresos estatales dieron un empujón a la expansión del ferrocarril. Pero todas estas medidas no lograron eliminar la desigualdad y las tierras siguieron en poder de la nobleza o fueron a parar a las manos de la burguesía latifundista, que de esta manera se adueñaba del poder municipal, lo que dio origen al caciquismo de fin de siglo.

«Se declaran en estado de venta todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes: al Estado, al clero, a las órdenes militares, a las cofradías, obras pías y santuarios, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia, a la instrucción pública y cualesquiera otros pertenecientes a las manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores.»

Durante el Bienio Progresista (al frente del que estuvo nuevamente Baldomero Espartero junto a O'Donnell) el ministro de Hacienda Pascual Madoz realiza una nueva desamortización con su Ley de Desamortización General (1855). Era una “desamortización general” porque se ponían en venta todos los bienes de propiedad colectiva: los bienes eclesiásticos que no habían sido vendidos en la etapa anterior, todas las propiedades del Estado, del clero, de las Órdenes Militares (Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén), cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y los comunes de los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública, con las excepciones de las Escuelas Pías y los hospitalarios de San Juan de Dios, dedicados a la enseñanza y atención médica respectivamente puesto que reducían el gasto del Estado en estos ámbitos.

Eran llamados bienes propios de los pueblos los que proporcionaban, por estar arrendados, una renta al Concejo, en tanto que los comunes eran los que no proporcionaban renta y eran utilizados por los vecinos del lugar.

Fue la que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores. Su importancia reside en su duración, no concluyó hasta 1924, y en el gran volumen de bienes movilizados y las grandes repercusiones que tuvo en la sociedad española.

Después de haber sido motivo de enfrentamiento entre conservadores y liberales, ahora todos los partidos políticos reconocen la necesidad de acabar con las manos muertas para alcanzar un mayor desarrollo económico del país. 

En conjunto, se calcula que de todo lo desamortizado, el 30 % pertenecía a la iglesia, el 20 % a beneficencia y un 50 % a las propiedades municipales, fundamentalmente de los pueblos.

El dinero recaudado fue dedicado a financiar la industrialización del país y la construcción de una red de ferrocarriles. En este caso, el Estado no era el propietario de los bienes, sino los ayuntamientos, pero el Estado custodiaba los fondos de los ayuntamientos y los utilizaba para el bien común.

La llegada de los moderados al poder en 1856 suspendió de nuevo la legislación desamortizadora. La vuelta de O'Donnell al gobierno la restableció en octubre de 1858. Las leyes de abril de 1860 y abril de 1861 solo introdujeron modificaciones de detalle para permitir la enajenación de los bienes eclesiásticos pertenecientes a la Iglesia antes de 1860 aún sin desamortizar.

Objetivos de las leyes de desamortización

La desamortización se propuso varios objetivos específicos. El nuevo régimen de propiedad serviría para congraciarse con la burguesía, para concitar el apoyo de los compradores de bienes nacionales a la causa nacional y para debilitar las bases económicas de los enemigos de la revolución liberal.

Los propietarios crearían la base social para el liberalismo apoyando al gobierno liberal del que habían adquirido sus títulos. Sus propiedades correrían la misma suerte que la del régimen político, por tanto deberían apoyarlo y sostenerlo.

La recaudación conseguida mediante las ventas y subastas públicas sería aplicada a la amortización de la Deuda Pública y contribuiría a paliar las crecientes necesidades hacendísticas del Estado.

La disminución de la Deuda Pública sería el requisito para la concertación de nuevos créditos; financiación de gastos extraordinarios, especialmente guerras y obras públicas esenciales; o aumento de los ingresos fiscales ordinarios a través de la nueva carga impositiva de los bienes desamortizados.

El objetivo era abolir el régimen señorial, suprimiendo los derechos jurisdiccionales y señoriales, y liquidar las limitaciones jurídicas a la libre disposición sobre los bienes, en especial, de la nobleza. Por ello, la desamortización pretendía formar una propiedad coherente con el sistema liberal: la instauración de la propiedad libre, plena e individual que permitiera maximizar los rendimientos y el desarrollo del capitalismo en el campo.

El patrimonio de las manos muertas no era ni libre (se trataba de una propiedad amortizada), ni pleno (en ocasiones, había cesión del dominio útil de la propiedad al censatario), ni individual (la titularidad correspondía colectivamente a una institución). La entrada de esta masa de bienes en el mercado se efectuaría a través de dos procedimientos: la subasta al mejor postor como fórmula preferente y más extendida en el caso de propiedades plenas, y la redención por el censatario cuando se trataba de derechos.

Consecuencias económicas de la desamortización

La privatización de fincas rústicas afectó a una extensión equivalente al 25% del territorio español, y, en general, ratificó la estructura de la propiedad preexistente. El cometido financiero fue cubierto satisfactoriamente, a juzgar por las cantidades que Hacienda percibió en títulos y en metálico por la venta de los bienes desamortizados (14.435 millones de reales).

Se produjo un aumento de la superficie cultivada y de la productividad agrícola, asimismo se mejoraron y especializaron los cultivos gracias a nuevas inversiones de los propietarios. En Andalucía, por ejemplo, se extendió considerablemente el olivar y la vid. Todo ello sin embargo influyó negativamente en el aumento de la deforestación.

El volumen total de tierra que cambió de manos llegó hasta el 50 % de la tierra cultivada. Al liberalizarse la tenencia y la explotación de la tierra, en algunas zonas se produjeron procesos de inversiones, mejora y especialización de los cultivos. Se crearon explotaciones hortofructícolas en Levante y se extendieron el olivar y la vid en Andalucía. Estos productos se pudieron destinar a la exportación.

La mayoría de los pueblos sufrieron un revés económico que afectó negativamente a la economía de subsistencia, pues las tierras comunales que eran utilizadas fundamentalmente para pastos, pasaron a manos privadas.

En el escrito político El Ministerio de Mendizábal, Espronceda se detiene en la gran cuestión de la venta de bienes nacionales. Reconoce que Mendizábal pensó “que con dividir las posesiones en pequeñas partes evitaría el monopolio de los ricos, proporcionando esta ventaja a los pobres, sin ocurrírsele que los ricos podrían comprar tantas partes que compusiesen una posesión cuantiosa. Mezquino en verdad y escaso de discurso ha andado el señor ministro”. Pero Mendizábal no había proyectado ninguna reforma agraria, sino una movilización de la riqueza del país con vistas al crédito público y sobre todo a la conducción de la guerra.

En 1860, la repartición de las tierras no había hecho apenas avances. El censo de esas fechas menciona los datos siguientes:

 

2.354.000

 

obreros agrícolas o proletarios rurales

1.466.000

 

pequeños propietarios (a menudo arruinados)

808.000

 

criados

665.000

 

artesanos

333.000

 

pequeños comerciantes

262.000

 

indigentes “oficiales” o pobres de solemnidad

150.000

 

obreros fabriles

100.000

 

personas con instrucción superior y profesiones liberales

70.000

 

empleados

63.000

 

miembros del clero (de ellos 20.000 religiosos)

23.000

 

mineros

[Fuente: Becarud / Lapouge: Los anarquistas españoles. Barcelona: Anagrama, 1972, p. 16]

 

La desamortización no afectó sustancialmente a la estructura de la propiedad de la tierra en España. Contribuyó, por el contrario, a fortalecer el régimen latifundista dominante. En ningún momento existió un proyecto de redistribución de los bienes desamortizados sobre el criterio de una mayor justicia socioeconómica, a no ser de forma vagamente ideal.

La desamortización sirvió al Estado para obtener ingresos líquidos con los que subsanar de forma inmediata el perpetuo desbarajuste de la Hacienda española. Los bienes puestos en circulación se vendieron, pues, al mejor postor, sin que existiera un control selectivo por parte del Estado.

R. Herr apoya plenamente la tesis de que la desamortización no varió significativamente el régimen de propiedad. La tierra habría cambiado de manos, pero no se habría concentrado o dividido de manera sustancial. A juicio de Herr, la consecuencia más importante de la desamortización del siglo XIX no fue de carácter político o social, sino económico, y habría consistido en la puesta en cultivo de grandes extensiones de tierras hasta entonces incultas o deficientemente explotadas. El incremento de la superficie cultivada habría permitido alimentar a una población cuyo constante crecimiento había provocado un alza acelerada del precio de los alimentos y de la propia tierra. La desamortización habría servido, de esta forma, para resolver dos problemas acuciantes: por una parte, la baja producción agrícola y, por otra, el déficit crónico de las arcas del Estado.

La desamortización resultó un gran negocio para la aristocracia, que, a cambio de perder sus derechos señoriales, a menudo de carácter meramente simbólico, obtuvo la plena propiedad sobre unas tierras que en muchas ocasiones no le pertenecían en sentido estricto, y su libre disposición para enajenarlas a su antojo. La liberación de un porcentaje de tierras permitió a la aristocracia adquirir nuevos bienes raíces, lo que habría contribuido a fortalecer el régimen latifundista.

Nadal y Giralt han afirmado que la desviación de capitales hacia la compra de tierras dificultó el despegue industrial, al impedir la inversión en el sector secundario. A juicio de este último autor, la desamortización provocó un trasvase de capitales desde la economía urbana a la rural que limitó enormemente el capital disponible para el desarrollo industrial.

Según R. Carr, la desamortización fue obra de políticos radicales que deseaban crear una base económica que revolucionara la estructura social española y apoyara el triunfo del liberalismo frente al absolutismo. Lo que buscarían los políticos progresistas era crear un campesinado revolucionario, "una burguesía rural de izquierda", pero no alcanzaron a calcular las consecuencias negativas que el proceso desamortizador tendría para el campesinado.

Consecuencias culturales

La desamortización llevó al expolio y pérdida de bienes culturales de los antiguos monasterios. Muchos monumentos arquitectónicos se arruinaron. Bienes culturales muebles, como pinturas, bibliotecas, etc., fueron vendos a precios irrisorios y, en parte, fueron a parar al extranjero.

«La desamortización eclesiástica de 1836 trajo consigo diversas iniciativas de remozamiento de los cascos antiguos al poner en el mercado a precio de saldo numerosos solares de iglesias y conventos, aptos para ser trasformados en casas de vecindad. [...]

Madrid, la vieja ciudad de los conventos, levantados al abrigo de la Corte, se volvía laica, víctima de la furia anticlerical de las masas y de las medidas desamortizadoras de Mendizábal, pero también del interés inversor de los capitales. En los ocho años siguientes al de la ley de desamortización de 1836 más de quinientas cuarenta fincas ocupadas por instituciones religiosas pasaban a manos de los enriquecidos comerciantes madrileños. Por su excelente emplazamiento y dimensión, la venta de estos solares pudo haber servido para ordenar la Villa, pero la inestabilidad política y el capitalismo incontinente frustraron la utopía. No obstante, sobre ellos se edificará la nueva ciudad burguesa y buena parte del Estado naciente, cuyas instituciones, Congreso, Senado, ministerios, aprovechan no pocos solares y edificios secularizados para sus sedes.

A la larga, la descomunal oferta de suelo tiene sus efectos perniciosos. El afán especulativo –espoleado por la ley liberalizadora de los inquilinatos de 1842– fomenta continuas subidas del precio de los solares y, lo que es peor, serias resistencias los ensanches. De esta forma el conservadurismo inversor coartaba el desarrollo armónico de la urbe con efectos perversos en las grandes capitales. Frente a lo que ocurre en el campo donde la desamortización impulso el latifundismo, en las ciudades abre camino a una clase media de pequeños propietarios que bloquea todo intento de diseñar grandes avenidas o jardines como los que la burguesía francesa y Napoleón III trazaban en París. Muy al contrario, Madrid fue el reino de los “caseros2 de Mesonero Romanos o Galdón, incapaces de ver más allá de sus rentas. Una sensación de agobio se apodera entonces de la capital, pues los promotores de viviendas se empeñaron en elevar la altura de las construcciones –cuatro o cinco pisos–, al igual que se hacía en las demás capitales europeas, sin tener en cuenta la diferencia de anchura entre las avenidas parisinas y las apretadas calles madrileñas, ni la mala calidad de los materiales vernáculos.» [García de Cortázar: Biografía de España. Barcelona, 2003, p. 323-325]

Consecuencias políticas y sociales de la desamortización

Uno de los objetivos de la desamortización fue permitir la consolidación del régimen liberal y que todos aquellos que compraran tierras formaran una nueva clase de pequeños y medianos propietarios adictos al régimen. Sin embargo, no se consiguió este objetivo, al adquirir la mayor parte de las tierras desamortizadas, particularmente en el sur de España, los grandes propietarios.

En cuanto al objetivo político de consolidar la causa liberal, la extracción social de los compradores, restringida inicialmente a los círculos más acaudalados, se diversificó a medida que se cubrían las etapas del proceso. En conjunto, no obstante, fueron los miembros de la burguesía (comerciantes, hombres de negocios, miembros de las profesiones liberales y campesinos acomodados) quienes capitalizaron las fincas más preciadas y de mayor extensión. Por el contrario, tanto el campesino pobre como el colono dispusieron de menores posibilidades de acceso a la propiedad.

La burguesía compradora se convirtió en terrateniente. El proceso de desamortización no sirvió para hacer un reparto de tierras entre los campesinos y así crear nuevos propietarios y una clase campesina económicamente fuerte. Le único objetivo que perseguía el Estado era el de conseguir dinero para sanear su economía y hacer el gobierno liberal atractivo a la burguesía conservadora.

El volumen general de la producción agrícola aumentó, al trabajar los nuevos propietarios tierras que antes no habían sido labradas. Pero la expulsión de los campesinos de los nuevos latifundios y la concentración de la propiedad de la tierra generó, al mismo tiempo, una gran masa de campesinos sin tierra, un proletariado agrícola, que a mediados de siglo superaba los dos millones de personas.

Se pusieron a la venta bienes municipales (comunales, propios y baldíos), fundamentales para la subsistencia de la población rural. Estas tierras habían sido secularmente de aprovechamiento común. La venta privó al campesinado de unos recursos esenciales para el mantenimiento del ganado a pequeña escala y del aprovechamiento tradicional de montes, leñas y pastos.

Los campesinos carecían de recursos para comprar los bienes que habían salido a la venta pública. Los bienes eclesiásticos fueron adquiridos por la burguesía adinerada, creando una nueva clase de terrateniente, en parte absentista, y expulsando al campesinado adscritos a aquellas propiedades desde hacía generaciones, convirtiéndolo así en jornalero o, a lo sumo, en arrendatario. Esto creó una situación social explosiva de más de dos millones de campesinos sin tierra.

La reforma agraria liberal no pretendía mejorar la situación del campesinado, sino cambiar el sistema de propiedad de la tierra, ganándose así el apoyo de las clases beneficiadas al nuevo sistema liberal-burgués. Esta política agraria de los gobiernos liberales ya no era nada parecido a la reforma agraria de contenido social que pretendían hacer los ilustrados del siglo XVIII, Olavide, Jovellanos y Campomanes.

Pero la reforma agraria seguía siendo un asunto pendiente. En el siglo XX se vuelve a plantear el problema de la propiedad de la tierra, primer problema que tendrá que abordar la Segunda República (1931-1936): la expropiación de latifundios y el asentamiento de los cultivadores en régimen de propiedad. Ahora el proletariado agrícola, creado por las desamortizaciones del siglo XIX, reclama el “reparto”. La reforma agraria de la Segunda República tropieza con la oposición de burguesía y no logra avanzar.

Consecuencias para el campesinado

La desamortización benefició a las clases medias y altas, acaparadoras de los valores de deuda pública y del capital necesario para adquirir los bienes desamortizados al precio del mercado libre. El perjudicado fue el campesinado pobre, que desde tiempos medievales venía beneficiándose de forma más o menos furtiva de las tierras eclesiásticas y de los baldíos municipales.

La intención de los economistas liberales era hacer productivas las tierras creando un campesinado fuerte, compuesto de pequeños propietarios, como había hecho Francia con los “bienes nacionales”. Pero el resultado no fue el esperado: en la práctica, al poner los bienes a subasta pública, fueron comprados por la nobleza y la burguesía urbana, pues los campesinos carecían de capital para competir en las subastas. Se incrementó así el latifundismo y se creó un proletariado rural.

 

«Antes los pobres podían coger leña, cazar y sembrar los terrenos comunales. De tal manera que, si bien eran pobres los campesinos, no sabían lo que era el hambre. Hoy, todas estas tierras son de dominio privado, el campesino se muere de hambre y si se hace con algo va a la cárcel.» [Crónica de la época]

«Los liberales del XIX emprendieron un conjunto de reformas que, en vez de mejorar la situación de los labriegos, los convirtieron en vasallos de la modernidad, al arbitrio de viejos y nuevos amos.

En clara inferioridad, los liberales consiguieron eliminar de los campos españoles las arbitrarias exigencias heredadas del feudalismo, pero no se atrevieron a poner en duda los derechos nobiliarios sobre las tierras. De esta manera la pretendida revolución agrícola se quedó modestamente en un simple apaño entre la aristocracia, que mantuvo su preeminencia social, y la burguesía, más preocupada por amarrar en el campo los beneficios de la desamortización que por subirse al tren de la industria. Debido a este arreglo, la economía española seguiría colgada del campo, donde la ganancia era segura, y retrasaría su ingreso en la modernidad del motor y la fábrica. [...]

Desde las Cortes de Cádiz la burguesía sabe que la tierra es un bien privado al que se puede acceder sin cortapisa alguna. Sus anhelos de cambio chocaban, no obstante, con los privilegios ganaderos, las fincas de manos muertas o las propiedades de titularidad colectiva. Aunque la asamblea gaditana había incorporado los señoríos jurisdiccionales al Estado, se permitió a los nobles seguir cobrando las rentas y se les reconocieron sus títulos de propiedad, harto dudosos. Nadie quería enfadar a la nobleza. [...]

Las ventas no lograron modificar el mapa español de la desigualdad y las tierras siguieron, más o menos, en poder de los de siempre, agigantándose los latifundios en Andalucía, la Mancha y Extremadura, de acuerdo con una tendencia que se acelera en el reinado de Alfonso XIII, al tener que malvender sus bienes los labradores arruinados por la crisis de final de centuria. [...] Tanto nobles como burgueses, todos terminan siendo terratenientes. Los campesinos resultaron los más perjudicados de los nuevos aires capitalistas al perder el escudo que los comunales ofrecían y quedar sometidos al juego de la oferta y la demanda en los contratos de trabajo y en el arrendamiento del suelo. Ironía de vivir en la despensa de España y no tener con qué dar de comer a sus familias. Son los pobres de la desamortización, gente desesperada dispuesta a incorporarse en las filas del carlismo o a tomar el camino de las ciudades para hacerse proletaria de la nueva industria.» [García de Cortázar: Biografía de España. Barcelona, 2003, p. 295 ss.]

Las desamortizaciones desataron desenfrenadas y fabulosas especulaciones; las tierras enajenadas pasaron a engrosar los terrenos de los antiguos señores y a servir de base para nuevos latifundios: el 1 % de los propietarios poseía cerca de la mitad de la propiedad agraria del sur, el resto de la población rural de Andalucía lo formaban unos pocos labradores y arrendatarios y una gran masa de braceros y jornaleros sin tierras que dependían del trabajo, frecuentemente estacional, en dehesas y cortijos. Los grandes perdedores del proceso desamortizador fueron, pues, los campesinos, a quienes estas leyes convirtieron en vasallos de la modernidad, sujetos al arbitrio de los nuevos y viejos dueños de las tierras. Ellos fueron las víctimas al quedarse sin la despensa que los bienes comunales les ofrecían.

«Los campesinos se verán obligados a engrosar las muchedumbres jornaleras, ríos cenicientos que malviven a la sombra de los señores. Son los pobres de la desamortización, campesinos del norte –vascos de misa y utopía, navarros de braveza, catalanes de guerrilla, castellanos labrados como la tierra– dispuestos a integrarse en las filas del carlismo o a tomar el camino de las ciudades para hacerse proletarios de la nueva industria, y campesinos del sur –extremeños de rebeldía callada y estoica, andaluces de furia mesiánica– que estallan esporádicamente en violentos motines, dispuestos en todo momento a quemar los dudosos archivos que garantizaban una propiedad tenida por injusta.» [García de Cortázar: Historia de España. Barcelona: Planeta, 2004, p. 190]

El Estado promovió la industria y la prosperidad del norte y noreste español. La industria aceleró la tendencia al despoblamiento del centro en favor de la periferia. La llegada masiva de proletarios campesinos del sur a las zonas industrializadas del norte transformará las ciudades con la construcción de miserables barrios. El centro y el sur permanecían cautivos de su estructura agraria y caciquil, responsable de graves conmociones sociales.

La desamortización de los bienes del clero pudo ser una verdadera reforma agraria, que estabilizase la suerte del campesino castellano, extremeño o andaluz, y se limitó a ser una transferencia de bienes de la Iglesia a las clases económicamente fuertes (grandes propietarios, aristócratas y burgueses), de la que el Estado sacó el menor provecho y los campesinos y labradores gran daño. Consecuencias de esta medida fue la consolidación del régimen liberal – los conservadores, compradores de bienes nacionales, se vincularon por interés a la causa de Isabel II. Las desamortizaciones llevaron a la expansión del neolatifundismo, mucho más poderoso y egoísta que el creado durante los siglos XIII al XV.

Consecuencias para la Iglesia – anticlericalismo

La Iglesia fue también la gran perdedora en todo este proceso de desamortización, pues pasó a depender por completo del Estado, no estando ya en condiciones, como hasta ahora, de prodigar limosnas a los más necesitados o sostener los gastos de los centros de enseñanza que funcionaban desde hacía siglos. La Iglesia continúa, sin embargo, teniendo el monopolio de la enseñanza. La asociación, hasta entonces tan natural, del Estado y de la Iglesia católica se va perdiendo. La desamortización produce en el clero bajas a mansalva.

«La desamortización tuvo unos efectos laterales que muy pocos pudieron entonces prever. Las expropiaciones forzosas de unas fincas pertenecientes a un estamento social tan poderoso como la Iglesia significaron el bandazo de salida para la pérdida de respeto hacia una institución que se considerable intocable. [...]

Muchos siglos de despotismo se acumularon sobre las conciencias de las gentes humildes que, irritadas por la militancia carlista de la Iglesia, arremetieron con los frailes, a los que acusan de envenenar fuentes públicas e instigar a los “carvernícolas”.

En 1834, los incendiarios de las Cortes dan paso a las teas populares que se ensañan con los conventos de Madrid y sus inquilinos antes de extenderse a Aragón, Cataluña y Murcia. Desde esa hora, todos los avances de la conquista de los derechos de los españoles vendrían acompañados de explosión de anticlericalismo, con una salvedad, la del amanecer de las libertades, a la muerte de Franco, en cuya fiesta democrática la Iglesia participa. [...] La imagen del Cristo pobre crucificado por los curas ricos se entrevé en las antorchas de los anticlericales, cuyo fanatismo purificador fue instrumentalizado por los burgueses con el fin de defender los otros poderes, políticos o económicos, de la cólera de las masas.» [García de Cortázar: Biografía de España. Barcelona, 2003, p. 295 ss.]

Las secularizaciones fueron indudablemente desastrosas para la Iglesia española desde el punto de vista económico. A menudo se ha afirmado que la Iglesia perdió su antiguo poder sobre las clases medias y que, durante el resto del siglo, se dedicaría a recuperar su ascendiente sobre las elites sociales. Sin embargo, Carr ha negado que la Iglesia hubiera perdido el control sobre las conciencias de las clases dominantes. Según este autor, el ateísmo estaba limitado a ciertos grupos republicanos y obreros de la Barcelona de la década de 1850. Solo la total ausencia de un catolicismo liberal en España habría empujado a los liberales a adoptar una actitud vagamente descreída, ya que la Iglesia significaba por antonomasia la oposición al progreso, simbolizada en la existencia de enormes propiedades eclesiásticas amortizadas y, por lo tanto, sustraídas a la producción y al desarrollo de la riqueza nacional. Por otra parte, la desamortización eclesiástica tuvo efectos nefastos en la conservación del patrimonio artístico y documental español. Numerosos edificios valiosos fueron abandonados o derruidos y los objetos artísticos que contenían a menudo se perdieron o pasaron a manos de particulares. Muchos archivos y bibliotecas corrieron una suerte parecida y sus fondos fueron destruidos o se dispersaron.

«Las expropiaciones forzosas de las fincas pertenecientes a la Iglesia fomentaron la pérdida de respeto hacia una institución que hasta entonces se había considerado intocable. Mucho tiempo de despotismo se acumuló sobre la conciencia de las gentes humildes que a partir de ahora, a veces irritadas por la militancia carlista de los púlpitos, a veces alboradas por los discursos incendiarios de las Cortes, acompañarán los avances en la conquista de las libertades con explosiones anticlericales que arrasan conventos, destruyen iglesias y matan frailes y monjas. Tres siglos de mirar a la Iglesia con ojos sumisos, el pueblo español cambiaba los cirios de las procesiones por las estacas del linchamiento, inventando su propio anticlericalismo, mezcla de fervor ético-religioso, confesionalismo laico y hostilidad a la jerarquía eclesiástica. Un movimiento de larga duración a veces manipulado por la burguesía con el fin de defender los otros poderes, políticos y económicos, de la cólera de las masas.» [García de Cortázar, o. c., p. 191]

«La Iglesia española no era lo que había sido. Tras el proceso desamortizador de 1835 a 1860, había visto desaparecer la casi totalidad de sus tierras y reducirse drásticamente el número de sus frailes y monjas, también su prestigio estaba muy erosionado, tras haber apoyado a Fernando VII y a los carlistas. Y como el mundo liberal iba dejando de ser aquel vendaval que amenazaba tronos y altares, parecía llegada la hora de empezar a reconciliarse con él. La, en teoría, liberal reina Isabel II estaba acercándose a las posiciones del catolicismo conservador, llamado por entonces neocatolicismo, debido a la influencia de una camarilla real muy beata, en la que sobresalían sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, y el padre Claret, confesor real desde 1857, por no mencionar al propio consorte regio don Francisco de Asís, que hasta tuvo algo que ver con la intentona carlista de La Rápida. Las diferencias entre las dos ramas disminuían de día en día y se hablaba sin cesar de proyectos de uniones matrimoniales entre ellas. El clero tenía motivos para ir abandonando el insurreccionalismo carlista: reclamar la monarquía absoluta y la Inquisición era cada día más anacrónico; el pragmatismo exigía instalarse en posiciones confortables dentro de un régimen monárquico o parlamentario de corte oligárquico, asegurándose al menos el control del sistema educativo y un holgado presupuesto de culto y clero. El Concordato de 1851 había concedido ambas cosas –llevar ese acuerdo a la práctica era ya otro cantar–, a cambio de que la Iglesia reconociera la legitimidad de Isabel II y aceptara la desamortización como un hecho consumado; el último impulso desamortizador, el de O’Donnell, a finales de los cincuenta, incluso se negoció con el Vaticano.» [Álvarez Junco, José: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid: Taurus, 2001, p. 393]

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