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Pronunciamientos militares en España

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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Pronunciamientos militares de la historia de España

LOS MILITARES Y LA POLÍTICA EN EL SIGLO XIX

Tras la llegada al poder de Napoleón Bonaparte en los años posteriores a la Revolución francesa, los militares se convierten en uno de los principales actores en la vida política de los estados. Los militares condicionaron de forma activa o pasiva la realidad de dichos estados. La intención de los reformadores del siglo XIX era institucionalizar el poder militar: hacer del Ejército y de la Armada un poder institucionalizado. La mayor parte de las constituciones del siglo XIX insisten en delimitar el papel de los cuerpos militares en el seno de la organización estatal y dotar a los miembros de estos cuerpos de características legales excepcionales para mantener el control civil sobre el cuerpo militar.

Durante el reinado de las monarquías absolutas, el objetivo de las regulaciones de los militares tiene como objetivo la limitación del poder de la nobleza. En el siglo XIX, con las revoluciones liberales, aparece el ejército como un cuerpo independiente, con características propias y con capacidad de intervenir en la vida política con un programa ideológico. El soldado francés de la Revolución y, luego, del Imperio estaba muy motivado desde el punto de vista ideológico. Además, cualquier soldado podía llegar a ser mariscal porque estaba integrado en un Ejército popular, no en una milicia profesional.

Antes de la revolución liberal, los militares que llevaban a cabo la guerra lo hacían como funcionarios, nobles o familiares del monarca que los designaba para realizar la actividad militar. Los altos mandos del ejército lo eran prácticamente reflejo de su papel en la sociedad: ostentaban los altos mandos militares aquellos que ejercían esa misma función en el plano civil.

Tras las transformaciones sociales del siglo XIX, los militares comienzan a intervenir activamente en la política. Durante el siglo XIX se sucederán golpes militares (pronunciamientos) que se sucederán hasta 1936, comienzo de la guerra civil. Tras la aparición en los ejércitos de mandos militares procedentes de la clase media o de la burguesía durante el periodo de revoluciones liberales, estos mandos van a tener en muchas ocasiones un papel político progresista o, cuanto menos, liberal.

Los pronunciamientos militares españoles del XIX, empezando por el de Riego en 1820 al grito de ¡Viva la Constitución!, van a tener en general un papel potenciador del liberalismo e incluso (el motín de 1866 o el levantamiento del vicealmirante Topete en 1868 con el que se inicia el sexenio democrático), del ala más radical de este. El retorno al absolutismo en 1823, tras el trienio liberal (1829-1823) no fue obra de una conjura militar en el seno del ejército español, sino de un ejército extranjero: el ejército francés conocido como “Los cien mil hijos de San Luis”, llamado por Fernando VII.

En el siglo XIX, según va desapareciendo el peligro de una vuelta al absolutismo, los militares revolucionarios irán adoptando actitudes conservadoras, incluso reaccionarias cuando se trata de combatir los movimientos obreros que no jugaron papel alguno dentro del ejército.

«Aquellos coroneles y generales, tan atractivos por su temple heroico y sublime ingenuidad, pero tan cerrados de cabeza, estaban convencidos de su “idea”, no como está convencido un hombre normal, sino como suelos los locos y los imbéciles. Cuando un loco o un imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que al mismo tiempo cree que están convencidos todos los demás mortales. No consideran, pues, necesario esforzarse en persuadir a los demás, poniendo los medios oportunos; les basta con proclamar, con “pronunciar” la opinión de que se trata: en todo el que no sea miserable o perverso repercutirá la incontrastable verdad. Así, aquellos generales y coroneles creían que con dar ellos el “grito” en un cuartel, toda la anchura de España iba a resonar en ecos coincidentes. [...] Los “pronunciados” no creían nunca que fuese preciso luchar de firme para obtener el triunfo. Seguros de casi todo el mundo en secreto opinaba como ellos, tenían fe ciega en el efecto mágico de “pronunciar” una frase. No iban, pues, a luchar, sino a tomar posesión del Poder político. [...] El que, en efecto, quiere luchar, empieza por creer que el enemigo existe, que es poderoso; por tanto, peligroso; por tanto, respetable.» [José Ortega y Gasset: España invertebrada (1921), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. III, p. 82-83]

LOS PRONUNCIAMIENTOS MILITARES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX

El siglo XIX es el siglo en que los generales irrumpen en el gobierno y en la política como no lo habían hecho hasta ahora. Hasta entonces, ningún militar hubiera osado saltarse el marco de sus competencias para ocupar el gobierno. Incluso cuando se levanta el comandante Rafael Riego en 1820 no es para tomar las riendas del gobierno, sino para que este cambie de absolutista en constitucional, pero manteniendo al timón al monarca.

«Pero con las guerras carlistas, el panorama cambia. La debilidad del trono proporciona un culto a los militares que lo defienden. A medida que los periódicos les llaman salvadores de la patria, sostén de la monarquía, brazo fuerte al servicio del Estado, a medida que caen sobre ellos título tras título, va surgiendo en la mayoría de ellos una ambición nueva. La de gobernar, considerándose tan capaces de dirigir el país como lo ha sido de mandar una división. Y si el monarca no les llama, lo tomarán como una falta de agradecimiento hacia quienes tan bien se han portado con la patria y se lanzarán a la rebelión que, en hombres de disciplina militar, no se llama así sino “pronunciamiento”, palabra que ha pasado, como “guerrilla” y “junta”, a las lenguas extranjeras como un símbolo de la inestabilidad española. El militar triunfante considerará asombroso y petulante que otro general quiera alzarse contra él, y si logra capturarle, lo fusilará sin ambages.» [Díaz-Plaja 1973: 480]

El siglo XIX escenificará el llamado “baile de los generales”. Espartero es el primer general que ocupa el puesto de regente. Más tarde lo hará el general Serrano. Espartero, con sus plenos poderes, levanta celos de sus compañeros. Fusila a uno de ellos, Diego de León, pero es derribado por una coalición de los otros. Se subleva Zurbano contra Narváez, vence este último. Contra Narváez se levanta O’Donnell. Vuelve a entrar en escena Espartero, pero le sustituye O’Donnell alternando con Narváez. Se levantan Prim, Serrano y Topete. La reina Isabel tiene que abdicar, quedando Serrano como regente y Prim de primer ministro. Prim es víctima de un atentado. Se va el rey Amadeo de Saboya y viene la Primera República. Se levanta el general Pavía y acaba con la República. Vuelve a escena el general Serrano como presidente del poder ejecutivo. Se pronuncia el general Martínez Campos en Sagunto y se reinstaura la monarquía en la persona de Alfonso XII.

Pero al margen de su actividad política, los militares todavía tienen tiempo de ejercer su oficio, es decir, combatir: tres guerras carlistas, una guerra en Marruecos en 1859, la intervención en Italia para liberar al Papa, la lucha en Perú y Chile (1862-1866), la ayuda de Prim a la aventura de Macilimiano de Austria (1869), la expedición a Cochinchina (1863) y el final de Cavite y Santiago de Chile.

La ideología de estos generales es varia: Espartero es liberal progresista, Narváez es liberal moderado, O’Donnell es centrista, siguen Serrano, Prim, Quesada, Dulce, Diego de León. Naváez es el más derechista, pero compartía muchos sentimientos liberales de sus compañeros. Casi todos se declaran liberales por haber conseguidos sus triunfos en la lucha contra el carlismo absolutista que quería volver a establecer el Antiguo Régimen. Los militares carlistas vencidos podían pasar al ejército nacional conservando sus grados. Pero en el siglo XX, cuando se vuelva a plantear la lucha entre tradición y revolución, los herederos de los liberales de antaño combatirán en las filas del general Franco.

La importancia del Ejército en el siglo XIX español deriva fundamentalmente del activo papel que jugó en la política del país. Entre 1814 y 1870 puede decirse que se constituye en el más importante protagonista de la vida política española. De los militares españoles en el siglo XIX se decía que era muy fácil sacarlos de los cuarteles pero muy difícil hacerlos volver a ellos.

Un pronunciamiento militar es una acción militar, normalmente dirigida por un dirigente de alto rango del ejército, para derrocar al gobierno existente y establecer un nuevo gobierno o para obligar al gobierno a cambiar algún tipo de ley.

A lo largo del siglo XIX y XX en España hubo varios pronunciamientos militares que fueron decisivos para la evolución política de la época y del país.

Entre 1814 y 1874, son numerosos los momentos en que los que se produce en España un pronunciamiento militar: una crisis política que cuenta con la decisiva participación del Ejército, o un sector de él, que inicia la rebelión contra el gobierno y se autoproclama portavoz de una voluntad nacional que cree peligrar la libertad.

Los militares involucrados sacan sus tropas a la calle y hacen público el pronunciamiento por medio de arengas, bandos y proclamas. Explican las causas por las que actúan en favor de un grupo y amenazan con utilizar la fuerza al tiempo que apelan al pueblo al que siempre dicen representar y servir. Provocan una respuesta de las masas populares. Es esta participación popular la que convierte una intervención militar de este tipo en un pronunciamiento y no en un simple golpe de estado palaciego.

Desde los primeros pronunciamientos habidos en los años que siguen al retorno a España del deseado Fernando VII (1814) hasta que el general Martínez Campos, en los últimos días de 1874, se pronuncie en Sagunto a favor de la proclamación de Alfonso XII (Restauración borbónica), la intervención de los altos mandos militares en la política española fue manifiesta, constante y decisiva.

Este intervencionismo se diferencia de la posterior intromisión de los generales en la vida pública del siglo XX. En el siglo XIX no se llegó a dar una suplantación total del régimen civil por un directorio militar. Cuando alguno de los miembros de la alta jerarquía del ejército actúa, lo hace como un hombre político de partido. Se habrá ayudado de las fuerzas que el estado dispone para su defensa. Gobernará con ministros civiles y despertará oposición también entre los propios militares de opinión política contraria. Los pronunciamientos derrocaron tanto a gobiernos presididos por civiles como por militares, a moderados como progresistas, a una Monarquía como a una República.

Tras la guerra de la Independencia, se produce una serie de cambios en el ejército español. Nace una nueva concepción del ejército: si en 1808 escoltaban a Fernando VII soldados del rey, ahora lo hacían soldados de la nación. El ejército real pasa a ser el ejército nacional.

El Bonapartismo explica el intervencionismo militar en la política española durante las primeras décadas del siglo XIX. La figura de Napoleón fue un claro ejemplo a imitar. Su ascenso al poder fue un modelo a seguir en muchos de los soldados de Europa.

Cuando sube al trono Fernando VII (1814), dentro del ejército había cierto sentimiento de frustración. Había sobreabundancia de mandos que provocó el estancamiento de carreras de muchos militares. No había un criterio objetivo para el ascenso, más bien siguiendo las preferencias reales: los liberales serán postergados. Las Cortes de Cádiz abrieron las puertas de los Colegios Militares a todos lo que quisieron entrar a formar parte del ejército y habilitaron a los jefes de las partidas y guerrillas con empleos propios del ejército regular. Tras su regreso, Fernando VII trató con desconsideración a la mayoría de estos soldados.

Los políticos pasaron de una postura de recelo al principio a la interesada aceptación de las intervenciones de los militares en la vida pública, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX.

«Concluida la guerra carlista, los generales, tantas veces idealizados o caricaturizados por los cronistas de su tiempo, irrumpieron con fuerza en la vida política. Entre 1840 y 1870 los jefes militares conquistan los salones de la corte y, contagiados por las luchas partidistas, se imponen como cabezas de las agrupaciones liberales, exhibiendo su poder para subvertir las decisiones del gobierno, el resultado de unas elecciones desfavorables o los deseos de la reina. Los pronunciamientos se suceden sin pausa. Unas veces el movimiento insurreccional encabezado por el general o militar de prestigio encauza el descontento social y logra la inmediata adhesión de las guarniciones y las ciudades, triunfando sin oposición. Otras hay lucha y silban las balas y los soldados muertos decoran las calles y las esquinas de la urbe sublevada. Es el tiempo de Espartero y Narváez, que, encumbrados en los campos de batalla, coinciden en las capas superiores de la sociedad española con la alta burguesía y los vestigios del viejo orden –nobleza y jerarquía eclesiástica– y se travisten de jefes de los partidos progresista y moderado. El torbellino político del siglo XIX reflejaría la flaqueza de los grupos civiles y la impotencia de la burguesía para llevar por sí sola su revolución. Con todo, la omnipresencia del ejército en el inestable escenario de la España isabelina no derivó en militarismo. Tanto Espartero como Narváez, al igual que luego Prim, O’Donnell y Serrano, actuarían como mero brazo ejecutor de la conspiración política y tras llegar al poder a golpe de bayoneta gobernarían mediante civiles de un partido.» [García de Cortázar 2003: 193 ss.]

En España han sido frecuentes los levantamientos militares. Durante el siglo XIX, se produjeron cerca de doscientos pronunciamientos o intentos de golpes de estado, encaminados a cambiar por la fuerza a reyes, presidentes del gobierno, regentes y regímenes políticos; en definitiva, salvar a la Nación, la Patria, el Rey.

Algunos acontecimientos conocidos, entre otros, fueron: la Vicalvarada (1854), el Golpe de Pavía (1874), la Revolución Gloriosa (1868) o el Motín de la Granja (1836).

Primer pronunciamiento militar

Fue efectuado en 1820 al mando del teniente coronel Rafael de Riego en la población sevillana de Cabezas de San Juan. Riego comandaba las tropas españolas que iban a ser embarcadas rumbo a América para sofocar a los insurgentes que luchaban por la independencia de los países hispanoamericanos.

La causa fue el descontento social y la inestabilidad económica del régimen absolutista, marcado por la crisis del antiguo régimen iniciada en el reinado de Carlos IV y agraviada por la guerra de independencia y durante el reinado absolutista de Fernando VII.

Este pronunciamiento militar obligó a Fernando VII a firmar la Constitución liberal de 1812, redactada por las Cortes de Cádiz y a establecer un régimen liberal en el gobierno de España.

Segundo pronunciamiento militar

Fue llevado a cabo en 1836 por un grupo de sargentos en el palacio real de la Granja de San Ildefonso, que entraron en el palacio a la fuerza y obligaron a la reina regente María Cristina, mujer del difunto Fernando VII, a suspender el Estatuto Real de 1834, restablecer la Constitución liberal de 1812 y establecer un nuevo gobierno progresista al mando de Canovas del Castillo, que sería una de las figuras más influyentes de la política española de la segunda mitad del siglo XIX, al ser el mayor artífice del sistema político de la Restauración, convirtiéndose en el máximo dirigente del Partido Conservador. Se denomina «canovismo» a la corriente política que tiene por fondo la implantación de una democracia no revolucionaria y tradicional al modelo británico. Esta, sustentada en la monarquía, creía en el bipartidismo y la alternancia del poder.

Este pronunciamiento fue realizado debido al descontento del sector más progresista del liberalismo, provocado por la elaboración del estatuto real, que era de corte muy moderado, y por obligar la reina regente a Juan Álvarez Mendizábal, recién llegado al mando del gobierno, a dimitir.

El baile de los generales durante el reinado de Isabel II

Las guerras carlistas desarrollaron una nueva mentalidad militar. Antiguos cadetes de academia, exguerrilleros, aristócratas, exseminaristas y suboficiales ascendidos por méritos conseguidos en las guerras independentistas americanas formaban un cuerpo heterogéneo. Les unía la lucha contra un enemigo común, el antiliberalismo, que estaba aliado con el clero. Esto les condujo a desarrollar una ideología anticlerical que les llevó a apoyar a los grupos progresistas. Los militares ostentaban poder frente a un gobierno civil incapaz de cumplir los plazos de suministros y pagas al ejército. En el verano de 1837 se amotinaron varios soldados llegando a asesinar a generales. El general Espartero, convertido ya en héroe popular por sus victorias contra los carlistas, se comprometió con el gobierno de Madrid a restaurar la disciplina en los ejércitos del norte si el gobierno pagaba puntualmente y atendía sus propuestas de ascensos por méritos. El gobierno aceptó y Espartero formó un “partido militar” en el norte para terminar con la primera guerra carlista. Los gobiernos dependían ahora del poder militar. Los gastos de la guerra les impedía emprender reformas económicas.

Terminada la primera guerra carlista, los militares se convirtieron en los protagonistas de la política nacional, el poder militar era superior al civil. Comienza el “baile de los generales” que abarca el reinado de Isabel II en el que tres generales, Espartero, Narváez y O’Donnell se fueron alternando en casi todos los gobiernos, ejerciendo el liderato del poder político como presidentes, regentes o árbitros.

Espartero era progresista, Naváez conservador y O’Donnell centrista, fue el que demostró más capacidad de adaptación a la vida civil. Convencidos o no de sus ideas, nunca cambiaron de partido, pero siempre se sintieron más caudillos que políticos, y su actuación política fue más autoritaria que defensora del constitucionalismo.

Los “ayacuchos” fue el mote con el que los oponentes al general Baldomero Espartero designaban a los militares agrupados en torno a él y que formaban una "camarilla" que tuvo una notable influencia durante su regencia (1840-1843) y con el que compartían la orientación política liberal-progresista (entre otros: José Ramón Rodil, García Camba, Isidro Alaix, Antonio Seoane y el general Linaje, su secretario militar). El nombre proviene de que todos ellos habían participado en la Batalla de Ayacucho (1824) que puso fin a las guerras de independencia hispanoamericanas, aunque Espartero no llegó a participar en la batalla de Ayacucho, pues fue capturado al poco de desembarcar.

Se empleó también la expresión “espadón” para referirse a los militares que protagonizaron la vida política del reinado de Isabel II de España, de diferente orientación política. La política española durante el reinado de Isabel II estuvo jalonada por los grandes “espadones” Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim y Serrano. Narváez marcó la política española durante veinticinco años. Moriría como jefe de Gobierno, contestando al sacerdote que le conminaba a perdonar a sus enemigos, según la leyenda: «No puedo perdonar a ninguno, porque los he matado a todos.»

Tercer pronunciamiento militar

Sucedió en el año 1854 y fue el llevado a cabo por el general O'Donnell en Vicálvaro (La Vicalvarada) para protestar por la corrupción y la inestabilidad de los moderados en el poder y para reclamar una serie de derechos individuales que no se incluían en la Constitución de 1845, que era de carácter moderado. Derechos que estaban reflejados en el manifiesto de Manzanares, escrito por Cánovas y proclamado por O'Donnell.

El pronunciamiento supuso el inicio de la revolución de 1854 y obtuvo apoyos de las capas populares, progresistas y demócratas y provoco insurrecciones populares en todo el país. El resultado fue que la reina Isabel II mandara al general Espartero que formara un gobierno de corte progresista para que gobernara a España.

Cuarto pronunciamiento militar

Tuvo lugar en el año 1868 en Cádiz al mando del almirante Topete y de los generales Serrano y Prim, que se unieron al pacto de Ostende para derrocar a la reina Isabel II. El acuerdo había sido firmado el 16 de agosto de 1866 en la ciudad belga de Ostende por el Partido Progresista y por el Partido Demócrata, por iniciativa del general progresista Juan Prim, para derribar la monarquía de Isabel II de España. Este pacto, al que a principios de 1868 se sumó la Unión Liberal, fue el origen de «La Gloriosa», la revolución que en septiembre de 1868 (Septembrina) depuso a la reina española.

Mediante el manifiesto España con honra, critican la crisis política, económica y social y la impopularidad de la reina Isabel II, razones por las cuales se realizó el pronunciamiento y la consecuente revolución.

También se reclamaba la elaboración de una constitución muy progresista y el reconocimiento de numerosos derechos individuales. El resultado del pronunciamiento y la posterior revolución fue el exilio de la reina Isabel II a Francia, la derrota de los realistas y la creación de un gobierno provisional con Serrano como regente y Prim como jefe del gobierno, que acto seguido elaboraron una constitución que satisfacía lo reclamado en la revolución y que era la más liberal hasta el momento.

Los últimos dos pronunciamientos militares del siglo XIX sucedieron durante el periodo de la Primera República, en el año 1874. El primero fue el llevado a cabo por el general Pavía para disolver las Cortes ante la amenaza de que los más progresistas se rebelaran en contra del gobierno moderado que estaba ejerciendo Castelar, lo que llevó a la presidencia al general Serrano, que continuó realizando cambios conservadores en la república con ayuda de los aquellos liberales que no apoyaban la república federal.

Debido a esta inestabilidad en el gobierno de la república, a los problemas de la guerra de Cuba, a la tercera guerra carlista y a la grave crisis financiera, el general Martínez Campos realizo un pronunciamiento militar en Sagunto que acabo con la república e impulso la Restauración borbónica en la figura de Alfonso XII como rey de España y el establecimiento del sistema de gobierno creado por Cánovas y expuesto en el manifiesto de Sandhurst.

El primer pronunciamiento militar del siglo XX fue el efectuado en 1923 por Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, mediante un manifiesto en el imponía una dictadura militar hasta que mejorara la situación del país. Fue aceptado por la mayor parte de la población, ya que se presentaba como la solución a la tremenda crisis que afectaba a España en los ámbitos económico (depresión posterior a la primera guerra mundial), político (fragmentación de los partidos y corrupción), social(movimiento obrero y terrorismo anarquista), regional (triple alianza de vascos, gallegos y catalanes), colonial (Marruecos, desastre de anual e informe Picasso) y militar (política de ascensos). La dictadura de Primo de Rivera fue consentida por el rey Alfonso XIII.

El pronunciamiento supuso el inicio de la dictadura de Primo de Rivera, que duró hasta 1930 y tuvo un directorio civil y uno militar. El directorio militar, formado justo después del pronunciamiento, adopto medidas como la supresión de congreso y senado, persecución de la corrupción, supresión de ayuntamientos y designación de gobernadores militares, supresión de la mancomunidad catalana o el cierre del expediente Picasso, como solución a la crisis que afectaba a España. Durante este periodo se consiguió la pacificación de Marruecos y el establecimiento de la paz social y del orden público, razones por las que Primo de Rivera decide formar un directorio civil.

El segundo pronunciamiento militar del siglo XX tuvo lugar durante la Segunda República y fue el efectuado por el general José Sanjurjo en Sevilla en 1932. Conocido como La Sanjurjada, fue el precursor del futuro levantamiento militar del general Francisco Franco en Marruecos, que dio origen a la guerra civil.

El golpe de Sanjurjo fue rápidamente aplastado y solo logró triunfar en Sevilla. Fue debido a la política militar del gobierno de Manuel Azaña: reducción del número de oficiales, ley de retiro, supresión de la ley de jurisdicciones y la academia militar de Zaragoza, reducción a la mitad del número de unidades o la política de ascensos favoritista.

Las consecuencias de La Sanjurjada fueron la suspensión de numerosos periódicos derechistas durante meses y la encarcelación de todos los participantes, en el caso de Sanjurjo a cadena perpetua en derogación de la sentencia de muerte. Después de ser amnistiado en 1934, durante el gobierno cedista, se exilió a Portugal, desde donde ejerció como líder golpista del pronunciamiento de 1936 hasta que falleció en un accidente de aviación.

El pronunciamiento militar de 1936 marcó el principio de una guerra civil que duraría tres años y es el pronunciamiento militar más importante del siglo XY. Comenzó el 17 de julio con la sublevación de la Legión y de los regulares de Melilla, siguió con el alzamiento de las tropas del protectorado de Marruecos al mando del general Francisco Franco el día 19 y se extendió rápidamente al resto de la península entre el 17 y el 19 de julio.

El pronunciamiento fue organizado por un grupo de altos mandos del ejército desde 1935. Estos altos mandos habían sido destinados por la República a destinos alejados del centro peninsular: el general Goded a Baleares, el general Mola a Pamplona y el general Franco, a Canarias.

También participó en el levantamiento el general Sanjurjo desde Portugal, actuando como la cabeza visible del levantamiento hasta que murió durante su traslado a España en un accidente de aviación.

Las causas del levantamiento fueron esencialmente las mismas que las del levantamiento de Sanjurjo, acentuadas después de la llegada al gobierno del Frente Popular tras ganar a la CEDA en las elecciones y de la primavera trágica de 1936.

La consecuencia fue el inicio de una guerra civil de tres años, que dejaría un gran coste económico, un gran número de muertes y una notable disminución de la calidad de vida de los españoles, y finalizaría con la victoria del bando sublevado, posteriormente llamado nacional, y el comienzo de una dictadura dirigida por el general Francisco Franco que duraría hasta 1975.

El 23 de febrero de 1981 (23F) el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, con un grupo de guardias civiles, entra en las Cortes a golpe de pistola.

La debilidad institucional de la España moderna

«No es fácil, por ejemplo, explicar por qué un país que mostró tanta energía, actividad e incluso capacidad organizadora en el siglo XVI, haya sido incapaz, casi, en tiempos más recientes de alcanzar la unidad nacional y la cohesión institucional. En el siglo XIX, el cuadro institucional español, que cien años antes había mostrado su aptitud para sobrevivir a pesar del colapso económico y militar, se quebró. Sólo entonces quedó al descubierto la fragilidad del edificio nacional. Casi toda la historia política española del siglo XIX es el resultado de la búsqueda de una estructura adecuada de gobierno.

Tradicionalmente existían dos instituciones importantes en la vida española: la monarquía y la Iglesia. Durante más de 300 años después de Fernando e Isabel, los españoles fueron devotamente monárquicos, y las reformas del siglo XVIII sólo sirvieron para consolidar el poder real. Pero durante el reinado de Carlos IV (1788-1808) se detuvo el desarrollo del régimen borbónico. La incompetencia del rey, la perniciosa influencia de la reina, la impopularidad de un favorito inteligente pero excesivamente ambicioso, la oposición de grupos aristocráticos y grupos con intereses regionales, la polarización política favorecida por la revolución francesa, una política internacional débil y desastrosa, se aunaron para quebrantar la aparente unidad fraguada por el despotismo ilustrado. Las "dos Españas" del siglo XIX -una liberal y anticlerical, la otra absolutista y clerical- tomaron forma.

El año 1808 fue un momento decisivo en la historia de España, no sólo a causa de la invasión napoleónica, sino ante todo por el colapso interno de la monarquía española que quedó dividida entre el rey y su heredero, entre oligarquías regionales y centralistas. El fracaso político de Carlos IV tenía más bien causas internas que internacionales. Su destitución, impuesta por el grupo "fernandista" -y subrayada por el primer motín popular contra el rey en la historia reciente española- precedió a la invasión y preparó su camino. La independencia nacional fue recuperada en la Guerra de la Independencia (1808-1814) pero no pudo restaurarse la unidad institucional que la monarquía había procurado durante tres siglos.

La decadencia religiosa fue más gradual y al principio menos visible, pero la generación de 1790-1815, que vio poner en tela de juicio los principios políticos tradicionales, fue también testigo de la infiltración del pensamiento racionalista en el monopolio espiritual de la Iglesia -al menos entre la reducida clase culta del país.

En la década de 1830-1840 tuvo lugar el asalto de las clases altas y medias contra las tierras de la Iglesia que fueron confiscadas casi completamente durante esa década y la siguiente, y también pudieron observarse en esa época los primeros signos del resentimiento radical de las clases bajas contra el orden social y económico vigente. En las grandes ciudades, este resentimiento encontró su expresión más violenta en el odio vengativo contra la Iglesia, a la que los revolucionarios del siglo XIX acusaban de prostitución espiritual.

La agitación del siglo XIX español no fue, sin embargo, causada sólo por la rebelión de los elementos liberales. El papel de la derecha tradicionalista, que no aceptaba nada de cuanto había ocurrido después de 1808, fue quizás más importante aún: el liberalismo, el republicanismo o el sindicalismo no fueron los solos movimientos de masas de este periodo, sino también el carlismo campesino y reaccionario. No menos de cinco guerras civiles, grandes y pequeñas, fueron provocadas por los intransigentes tradicionalistas.

Las tensiones del carlismo y de la rebelión liberal se agravaron a causa de la apatía cívica de la mayoría de la población, analfabeta o no, y por la extraordinaria persistencia de fidelidades regionales que impedían el nacimiento de un nacionalismo en el sentido moderno de la palabra.

Las diferentes regiones españolas -Cataluña, Levante, el País Vasco, incluso Galicia y Andalucía- nunca se habían integrado completamente en una unidad política y administrativa. Habían permanecido simplemente federadas bajo una dinastía común. Cuando desapareció ese principio de autoridad, resurgió el regionalismo medieval.

Durante la guerra de la Independencia, el país entero volvió a su estructura de la Edad Media, en la cual ciudades y provincias, separadas por las operaciones militares, funcionaban a veces como cantones autónomos. Después de la guerra, permanecieron desunidas. Razones geográficas son en parte la causa de este fenómeno ya que España está dividida por abruptas cadenas montañosas y verdaderos desiertos; pero más determinante que la geografía fue el retraso del desarrollo cívico y económico. El desigual crecimiento industrial y comercial de las diferentes regiones durante el siglo XIX no tendió a unificarlas, sino a separarlas más aún ya que las regiones litorales fueron casi las únicas que alcanzaron prosperidad.

La irresponsabilidad cívica no fue debida a la ausencia de clases medias (las capas medias en la sociedad española eran casi tan amplias como en Italia), sino a la ausencia de vigor, determinación, capacidad para la acción e independencia, de los miembros de estas clases. Las clases medias españolas estaban hundidas en la rutina y la apatía, se preocupaban más de mantener el statu quo y de eludir responsabilidades que de imponer su voz en el gobierno o crear nuevas oportunidades económicas.

Las clases altas no tenían mayor conciencia social y a menudo daban pruebas de tener aun menos energía, mientras que los campesinos y los obreros asimilaban rápidamente las ideas modernas y exigían más de lo que la sociedad les daba. Desde el siglo XVI, España ha tenido una población flotante de personas sin trabajo que llegaba a representar un 3 o un 4 % de la población total, y en el siglo XIX esas gentes aprovechaban cualquier oportunidad de agitación.

Estas divisiones verticales y horizontales, causadas por una conjunción de factores regionales, ideológicos, económicos y sociales, dieron lugar a sesenta años de política calidoscópica. La lucha entre ideas e intereses diferentes provocaron media docena de guerras civiles y el mismo número de constituciones y formas de gobierno. En última instancia, esas divisiones sólo podían ser conciliadas por la fuerza. De esta situación nació un nuevo árbitro de los asuntos del país: el ejército. Se convirtió en un factor fundamental de la política, no tanto porque los militares fuesen ambiciosos o voraces, sino porque la sociedad política española se había quebrado.

En los modernos Estados occidentales, los militares se han encargado normalmente de defender al país contra los ataques o las intervenciones exteriores y mantener la seguridad interior. Esta última función, de la que se habla sólo en segundo término en los sistemas constitucionales contemporáneos de occidente, fue sin embargo la principal razón del desarrollo de los ejércitos modernos jerarquizados y disciplinados. El ejército moderno, desde que empezó a tomar forma al final de la Edad Media, fue empleado tanto para defender en el interior del país las bases del Estado monárquico, como para llevar a cabo guerras exteriores. En este proceso, los primeros Estados modernos monárquicos se las arreglaron para mantener una autoridad institucional razonable sobre las fuerzas militares.

El militarismo moderno, en el que las fuerzas militares organizadas luchan por conseguir sus propios objetivos y por influenciar o dominar a su vez a otros sectores del Estado, apareció por primera vez durante la revolución francesa a causa del nacimiento de nuevos grupos de presión incapaces de realizar sus fines por las vías políticas normales. Sin embargo, al aumentar las fuerzas liberales de la Europa occidental su influencia, durante la primera mitad del siglo XIX, redujeron al mismo tiempo el papel, la influencia, el número, el prestigio y los recursos financieros de los militares. Al contrario, en la mayoría de los Estados europeos más grandes -Rusia, Prusia y el Imperio de los Habsburgo- los militares continuaron desempeñando el principal papel en el interior del país al mantener la autoridad del gobierno.

Si el papel del ejército en los asuntos españoles parece insólito al comparar España con Francia, Inglaterra o los Estados Unidos durante el siglo XIX, no lo parece tanto si se recuerda la realidad militar y política en la Europa central y oriental - aunque España se diferenciaba de los Estados orientales en que estos últimos conservaban aparentemente instituciones monárquicas muy fuertes a las que los militares servían en teoría, mientras que los grupos militares españoles se sintieron llamados a veces a sustituir a un gobierno inadecuado.

La historia del ejército español en cuanto institución política se extiende durante 125 años, desde 1814 a 1939, y alcanza su cumbre en la guerra civil de 1936-1939 y durante la larga pax armata de Francisco Franco que le ha sucedido. La importancia primordial del ejército en la vida pública no fue debida a la inteligencia de sus líderes o a la eficacia de su organización, sino simplemente al hecho de que era una fuerza armada capaz, al menos transitoriamente, de sostener o de reprimir a otros grupos. A pesar de ello, le fue difícil al ejército ejercer su papel de poder moderador debido a sus inherentes deficiencias de educación, disciplina y unidad.» Payne, Stanley G.: Los militares y la política en la España contemporánea. Paris, 1968 – Introducción]

«Según observa De Riquer; “la centralización fue, en la práctica, mucho más un instrumento político subordinado a los intereses partidistas que no un principio general y coherente de organización de Estado y de nacionalización”. [...] El Estado existís, sí, pero como una especie de predio común mal vigilado del que algunos obtenían rentas y sinecuras, llegando incluso a parcelar algún que otro coto privado; mientras que otros, la gran mayoría, lo percibían como una jungla impenetrable y, sobre todo, ajena, de la que emanaban normas y decisiones arbitrarias, de considerable peligro para su vida diaria.

Hay algo que no puede negarse: que todos los observadores describían la España del siglo XIX, e incluso de comienzos del XX, como un país fragmentado, provinciano, a muchos de cuyos rincones apenas conseguía llegar la mano del Gobierno. [...] Según Ignacio Olábarri, “España seguía siendo, en los siglos XIX y XX, una realidad plural, con fuertes contrastes territoriales en todos los planos (demográfico, económico, social, cultural, religioso, etcétera)”.» [Álvarez Junco, José: Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid: Taurus, 2001, p. 542-543]

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