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Restauración - Regencia de María Cristina

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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La Restauración borbónica (1875)

LA REGENCIA DE MARÍA CRISTINA DE HABSBURGO (1885-1902)

Cuando murió el Alfonso XII en 1885 víctima de la tuberculosis, la reina estaba embarazada y no había un heredero varón –Alfonso y María Cristina, casados el 29 de noviembre de 1879, habían tenido dos hijas—. Así la muerte de Alfonso XII creó un cierto vacío de poder, que algunos temían que fuera aprovechado por los carlistas o por los republicanos para acabar con el régimen de la Restauración. De hecho, en septiembre de 1886, se produjo una sublevación republicana liderada por el general Manuel Villacampa del Castillo y organizada desde el exilio por Manuel Ruiz Zorrilla. Fue la última intentona militar del republicanismo y su fracaso lo dividió profundamente. Pero la muerte del rey no desestabilizó el sistema bipartidista pactado entre Cánovas y Sagasta.

A Alfonso XII la sucedió en el trono su hijo póstumo, Alfonso XIII, cuya minoría de edad estuvo encabezada por la regencia de su madre, la reina viuda, María Cristina de Habsburgo-Lorena.

María Cristina de Habsburgo-Lorena (1858-1929), reina consorte (1879-1885) y regente de España (1885-1902), nació en Gross-Seelowitz (Moravia), hija de los archiduques Carlos Fernando de Austria e Isabel de Austria-Este-Módena. El 29 de noviembre de 1879 se convirtió en la segunda esposa del rey español Alfonso XII.

La Regencia de María Cristina de Habsburgo es el periodo del reinado de Alfonso XIII de España en el que debido a la minoría de edad del rey Alfonso XIII la jefatura del Estado fue desempeñada por su madre María Cristina de Habsburgo-Lorena. La regencia empieza en noviembre de 1885 cuando fallece el rey Alfonso XII, meses antes de que naciera Alfonso XIII, y termina en mayo de 1902 cuando Alfonso XIII cumple los dieciséis años y jura la Constitución de 1876, iniciándose así su reinado personal.

El periodo de regencia de María Cristina fue tranquilo gracias a la firma del Pacto de El Pardo entre Antonio Cánovas y Práxedes Mateo Sagasta, jefes respectivamente de los dos partidos dinásticos principales, el Conservador y el Liberal: el pacto fijaba un pacífico ‘turnismo’ (alternancia en el poder) de ambos partidos. El 17 de mayo de 1902, su hijo Alfonso XIII subió al trono. A partir de ese momento la reina madre se dedicó a obras de beneficencia, quedando en un segundo plano en cuestiones políticas. Murió en 1929 en Madrid.

La regente no fue bien recibida al principio por ser extranjera, pero mantuvo un exquisito respeto a la Constitución y al sistema bipartidista de alternancia en el gobierno. Durante su regencia, el sistema se estabilizó y conoció el desarrollo de políticas liberales.

En el exterior, la regencia tuvo que enfrentarse con la guerra colonial, que llevó a la pérdida de las últimas colonias de ultramar tras el Tratado de París de 1898.

En el interior, emergen los regionalismos y nacionalismos periféricos y se fortalece el movimiento obrero de doble filiación, socialista y anarquista, y la persistencia decreciente de las oposiciones republicana y carlista.

EL PACTO DE EL PARDO de 1885

Para hacer frente a la situación de incertidumbre creada por la muerte del rey, se reunieron los líderes de los dos partidos del turno, Antonio Cánovas del Castillo por el Partido Conservador y Práxedes Mateo Sagasta por el Partido Liberal-Fusionista, para acordar la sustitución Cánovas por Sagasta al frente del gobierno.

El 24 de noviembre de 1885, en el Pacto de El Pardo los líderes de los dos partidos de turno acordaron la alternancia en el gobierno sin sobresaltos entre ambas formaciones políticas. Los dos líderes acordaron la necesidad de cierta voluntad de consenso en un período crítico para el devenir político del país. La reunión entre Cánovas y Sagasta fue acordada con la mediación del general Martínez-Campos. Los dos partidos acordaron turnarse en el Gobierno a cambio de acatar la Constitución de 1876. El turno instaurado en el Pacto del Pardo se prolongó hasta 1909. El pacto ya existía de forma implícita desde 1881, fecha en la que Sagasta asumió el poder por primera vez en el periodo de la Restauración.

En el Pacto del Pardo los conservadores mostraron cierta «benevolencia» respecto del nuevo gobierno liberal de Sagasta. Pero la facción del Partido Conservador, encabezada por Francisco Romero Robledo, no aceptó la cesión del poder a los liberales y abandonó el partido para formar uno propio, denominado Partido Liberal-Reformista, al que se sumó la Izquierda Dinástica de José López Domínguez, en un intento de crear una alternativa al bipartidismo, un espacio político intermedio entre los dos partidos del turno.

Las facciones liberales habían alcanzado un acuerdo, que permitió restablecer la unidad del partido y consistía en desarrollar las libertades y los derechos reconocidos en el Sexenio Democrático (1868-1874), entre ellos el sufragio universal. A cambio aceptaban la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, en que se basaba la Constitución de 1876. Quedó fuera del partido liberal-fusionista la facción liderada por el general López Domínguez.

EL «PARLAMENTO LARGO» DE SAGASTA (1885-1890)

Canovas dimite y María Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda de Alfonso y regente constitucional, nombró primer ministro al liberal Sagasta. Los líderes de los dos grandes partidos vieron que en este momento lo mejor era un Gabinete liberal.

En abril de 1886, cinco meses después de formar el gobierno y un mes antes del nacimiento del futuro Alfonso XIII, los liberales convocaron elecciones para dotarse de una mayoría sólida en las Cortes y poder desarrollar así su programa de gobierno, aunque ya habían podido comenzar a aplicarlo gracias a la benevolencia de los conservadores.

A este período se le llamó el Gobierno Largo de Sagasta o también el Parlamento Largo, ya que fueron las Cortes de más larga duración de la Restauración y las únicas que estuvieron a punto de agotar su vida legal, pero no le fue fácil a Sagasta mantener su partido y su gobierno unidos, ya que durante esos cinco años tuvo que superar varias crisis. Sin embargo, durante este periodo se llevaron a cabo reformas de perfil social y político, por lo que algunos consideran este el «período más fecundo» de la Restauración.

Cánovas y Sagasta reafirmaron en el denominado Pacto del Pardo (1885) el funcionamiento del sistema de turno. Durante el "gobierno largo" de Sagasta (1885-1890) aprobó diversas medidas de reforma política con la intención de liberalizar oficialmente la monarquía. En 1887 se aprueban las libertades de cátedra, asociación y prensa, suprimiendo la censura. En 1890 se restaura el sufragio universal masculino, lo que debilitó las tendencias republicanas. Las primeras elecciones con el nuevo sistema de sufragio las hizo un gobierno conservador.

Sin embargo, el sistema de turno siguió basándose en la adulteración sistemática de las elecciones, aunque el sufragio universal permitió que los republicanos obtuvieran un puñado de diputados en las ciudades, donde no tenían influencia los caciques. Los métodos de falsear el sufragio y confeccionar previamente el Parlamento por medio del encasillado fueran diferentes con el nuevo sufragio. El caciquismo siguió funcionando, los métodos de falseamiento evolucionaron llegándose a la compra directa de votos.

La posibilidad de falsear las elecciones y de fabricar diputados se fue haciendo cada vez más difícil, sobre todo en las grandes ciudades. En 1893 obtienen la mayoría por Madrid. Frente a una España oficial o legal iba tomando fuerza cada vez más la España real.

La primera gran reforma del Gobierno Largo de Sagasta (1885-1890) fue la Ley de Asociaciones (1887), que permitió que las organizaciones obreras pudieran actuar legalmente, ya que incluía la libertad sindical, lo que dio un gran impulso al movimiento obrero en España. Así se extendió la anarcosindicalista FTRE, fundada en 1881 como sucesora de la FRE-AIT del Sexenio Democrático, y nació el sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT), fundado 1888.

El 30 de junio de 1890 Sagasta introduce por ley el sufragio universal (masculino), con el objetivo de asegurar la unidad del partido y del gobierno satisfaciendo una reivindicación histórica del liberalismo democrático. Otro objetivo era incorporar al partido liberal los republicanos «posibilistas» de Emilio Castelar. El sufragio universal masculino (cinco millones en 1890), con independencia de sus ingresos (como ocurría en el sufragio censitario), no supuso la democratización del sistema político. El fraude electoral se mantuvo gracias al caciquismo. La inmensa mayoría masculina con derecho al voto estaba compuesta por unas masas rurales, extremadamente pobres y analfabetas, completamente ajenas al proyecto político, con la esperanza de una revolución social en la mitad sur del país, y del triunfo del carlismo en parte del norte; unas masas, que además, habían sufrido una fuerte represión policial o la derrota en una guerra civil. Así pues, en términos prácticos nada cambió. Los diputados siguieron siendo, más o menos, los mismos; ningún grupo social, salvo contadas excepciones, accedió al poder legislativo.

El gobierno fracasó en su intento de reforma del Ejército. La causa última del fracaso fue la autonomía de que gozaba el Ejército, que fue el precio que hubo que pagar para que aceptara el sometimiento al poder civil. El proyecto de ley de junio de 1887 no fue aprobado por las Cortes debido a la fuerte oposición que encontró entre los conservadores, empezando por el propio Cánovas, y entre los militares tanto conservadores como liberales que eran parlamentarios.

GOBIERNO CONSERVADOR DE CÁNOVAS DEL CASTILLO (1890-1892)

El gobierno de Cánovas lleva a España del librecambismo del gobierno liberal anterior a una política proteccionista con el arancel de 1891, que favorecía a los agricultores del Centro y a la industria catalana y vasca. Esto fomentaría el desarrollo industrial español.

Culminado su programa de reformas con la aprobación del sufragio universal (masculino), Sagasta dio paso a Cánovas del Castillo que formó gobierno en julio de 1890. El nuevo gobierno no modificó las reformas introducidas por los liberales. «Quedaba así sellada una nota básica del sistema canovista: los avances liberales eran respetados por el conservadurismo, de modo que el régimen se consolidaba a partir de un equilibrio entre la conservación y el progreso» (Suárez Cortina).

El gobierno de Cánovas presidió las primeras elecciones por sufragio universal celebradas en febrero de 1891, en las que la maquinaria del fraude volvió a funcionar y los conservadores obtuvieron una amplia mayoría en el Congreso de los Diputados (253 escaños, frente a los 74 de los liberales, y los 31 de los republicanos).

El Arancel Cánovas de 1891 derogó el librecambista Arancel Figuerola de 1869 y estableció fuertes medidas proteccionistas para la economía española, que fueron complementadas con la aprobación al año siguiente de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas. Con este arancel el gobierno satisfacía las demandas de la agricultura cerealista castellana y del sector textil catalán, sumándose así a la tendencia internacional de favorecer el proteccionismo en detrimento del librecambismo.

GOBIERNO LIBERAL DE PRÁXEDES MATEO SAGASTA (1893-1895)

En el gobierno conservador de Cánovas convivieron dos tendencias opuestas del conservadurismo: la representada por Francisco Romero Robledo, que encarnaba el dominio de las prácticas clientelares, de la manipulación electoral y del triunfo del pragmatismo más crudo; y la de Francisco Silvela, que representaba el reformismo conservador, que pretendía restablecer el prestigio de la ley y cortar todo abuso.

El presidente Cánovas del Castillo se inclinó hacia el «pragmatismo» de Romero Robledo ante la implantación del sufragio universa (1890), por lo que Silvela salió del gobierno en noviembre de 1891 y su marcha provocó la mayor crisis interna de la historia del Partido Conservador.

En diciembre de 1892 un caso de corrupción en el ayuntamiento de Madrid provocó la crisis del gobierno de Cánovas, que la regente solventó llamando de nuevo a Sagasta.

En las elecciones que se celebraron en marzo de 1893 los liberales obtuvieron 281 diputados, frente a 61 de conservadores (divididos entre canovistas, 44, y silvelistas, 17), más 7 carlistas, 14 republicanos posibilistas y 33 republicanos unionistas.

El gobierno tuvo que hacer frente al terrorismo anarquista de la «propaganda por el hecho» justificado por sus partidarios como una respuesta a la violencia de la sociedad y del Estado burgueses, que hacía desesperada la vida de muchos trabajadores. Su escenario principal fue la ciudad de Barcelona. El 24 de septiembre de 1893 tuvo lugar un atentado contra el general Arsenio Martínez Campos, capitán general de Cataluña y uno de los personajes claves de la Restauración. Martínez Campos sólo resultó herido levemente. El autor del atentado, el joven anarquista Paulino Pallás fue fusilado dos semanas más tarde.

El 7 de noviembre de 1873, el anarquista Santiago Salvador lanzó dos bombas al patio de butacas del Teatro del Liceo de Barcelona y mató a 22 personas.

El gobierno de Sagasta intenta la solución del problema de Cuba con el fracaso del proyecto Maura de introducir una Diputación General para toda la isla.

La primera mitad de la última década del siglo XIX, constituye el periodo de «plenitud» del régimen político de la Restauración instaurado por Antonio Cánovas del Castillo. En estos cinco años de relativa estabilidad, se produjo la normalización del turno entre conservadores y liberales.

Pasado este período, el régimen tendrá que hacer frente a nuevos problemas: el problema obrero, la cristalización de un nacionalismo periférico y, finalmente, la propia cuestión colonial que llevó a la guerra de emancipación cubana, cuya derrota marca la crisis final de siglo, más tarde.

El gobierno cayó en marzo de 1895 porque Sagasta dimitió al no aceptar las exigencias del general Martínez Campos de que fueran juzgados por tribunales militares los periodistas de dos diarios cuyas redacciones habían sido asaltadas por un grupo de oficiales descontentos con las noticias que habían publicado que consideraban injuriosas.

Cánovas volvió a ocupar la presidencia del gobierno. Un mes antes había comenzado la guerra de Cuba.

GOBIERNO CONSERVADOR DE CÁNOVAS DEL CASTILLO (1895-1897)

Cánovas vuelve a gobernar de 1895 a 1897, año en que fue asesinado por un anarquista.

El 7 de junio de 1896 tuvo lugar un atentado anarquista en Barcelona durante el paso de la procesión del Corpus en el que seis personas murieron en el acto, y otras cuarenta y dos resultaron heridas. La represión policial fue brutal e indiscriminada y dio lugar al famoso proceso de Montjuic, durante el cual 400 «sospechosos» fueron encarcelados en el castillo de Montjuic, donde fueron brutalmente torturados. A continuación, varios consejos de guerra condenaron a muerte a 28 personas. El proceso de Montjuic tuvo una gran repercusión internacional, dadas las dudas que había sobre las pruebas en que se habían basado las condenas. En la prensa española se desató una campaña contra los «verdugos», en la que destacó el joven periodista Alejandro Lerroux.

En ese ambiente exaltado de protestas por los procesos de Montjuic se produjo el asesinato del presidente del gobierno Antonio Cánovas del Castillo por el anarquista italiano Michele Angiolillo el 8 de agosto de 1897, en el balneario de santa Águeda, municipio de Mondragón (Guipúzcoa). El anarquista estaba inscrito en el establecimiento como corresponsal del periódico italiano Il Popolo. El motivo fue la venganza por las muertes de los anarquistas detenidos en Barcelona a raíz del atentado contra la procesión del Corpus en junio de 1896.

Práxedes Mateo Sagasta se tuvo que hacer cargo del gobierno.

«Después de la muerte de Don Antonio, todos los políticos podemos llamarnos de tú» (Práxedes Mateo Sagasta). En 1901, Alfonso XIII concedió a su viuda el título de duquesa de Cánovas del Castillo. En 1975 el Ayuntamiento de Málaga erigió un monumento en homenaje a este político malagueño y en 2009 se instaló una placa en su honor en el salón de plenos de la Casa consistorial de Málaga.

LA ESPAÑA RURAL

A pesar de la industrialización, 70 % de la población continuó siendo campesina. La España campesina no era homogénea, había grandes diferencias en los regímenes de propiedad y en la producción:

En la zona cantábrica, con tierras ricas y húmedas, la propiedad estaba muy dividida en minifundios: había muchos pequeños propietarios y muy pocos jornaleros.

En Levante y Cataluña la propiedad estaba también dividida, pero los cultivos eran muy rentables: vid, productor de huerta, crítricos. Las propiedades familiares podía alimentar a la población.

En el interior de la mitad norte, las propiedades tampoco eran muy grandes, pero el rendimiento económico era menor (terreno secano) y los productos agrícolas eran menos valiosos: cereales, legumbre, ganadería lanar y de cerda.

En el resto del país, la mitad meridional, predominaba el latifundio, cuyos dueños no residía en el campo y no cultivaban directamente las tierras. Las tierras tenían un rendimiento económico muy bajo. Los pequeños propietarios y jornaleros vivían de forma mísera y no existían apenas clases medias campesinas.

Solo un 9 % de la población habitaba en las ciudades, lo que predomina de forma aplastante es la España rural y agraria en las que las desamortizaciones de las décadas anteriores a la Restauración fueron básicamente una transferencia de propiedades de las manos de la Iglesia y los municipios a la clase adinerada que las pudo comprar en subasta pública. Esto agravó el latifundismo, la concentración de tierras en unas pocas manos en el centro y sobre todo en el sur de la Península. La Restauración no llevó a cabo una reforma agraria, más bien consagró la acumulación de tierras en manos de unos pocos, fortaleciendo a los terratenientes. La modernización de la agricultura no se produjo hasta finales de siglo.

Los grandes propietarios tradicionales y la alta burguesía agraria seguían constituyendo el grupo dominante. Pero pronto se fue produciendo una estrecha alianza entre la alta burguesía agraria y uno nuevo emergente, las grandes familias del mundo de los negocios y de la industria. Esta alta burguesía se fue haciendo con títulos de nobleza y sus patrones de vida se asemejaron pronto a los del viejo orden. También se integraron en este grupo los profesionales, abogados, políticos, intelectuales, que formaban parte de los entresijos del poder.

Un escalón inferior lo formaba la burguesía media: propietarios intermedios, algún pequeño industrial, y la denominada clase media: comerciantes, funcionarios, artesanos, labradores, los protagonistas de las novelas de Benito Pérez Galdós.

Los escalones inferiores de esta sociedad los ocupaban los trabajadores del campo, de las fábricas y de las minas, las denominadas clases populares, que marcan la frontera con la miseria.

«Nada más engañoso que el lento avance de la economía española abrumadoramente atrasada, con la gran mayoría de la población dedicada a la agricultura. Todavía a finales del siglo del motor y la fábrica, la Edad Media quedaba a escasas horas de tren de las capitales de provincia. El régimen canovista no hizo nada por romper el contraste entre la España moderna y capitalista de la periferia y la España interior, campesina y profunda, cautiva de su estructura caciquil y la tiranía de los latifundistas, que gracias a sus alianzas con el gobierno controlaban gran parte de la superficie cultivable de Castilla, Extremadura y Andalucía. A muchos españoles no les quedó otro recurso que la protesta, el desengaño o la huida. Para muchos braceros y proletarios agrícolas la emigración habría de ser la única forma posible de escapar de una vida bruñida de sudor y carne de cementerio. España volvía a hacer las Américas cuatro siglos después de su descubrimiento, pero ahora los conquistadores eran hombre desarmados, sin imperios que descubrir ni Dorados que alcanzar, hombres desterrados por la pobreza de los caseríos españoles y los ríos familiares que murmuraban en las huertas. En los primeros veinte años del siglo XX alrededor de dos millones de españoles recalarían en las tierras de Argentina, Uruguay, Chile, Brasil o Cuba.» [García de Cortázar 2004: 221-222]

EL DESARROLLO INDUSTRIAL

Se fomenta la explotación minera impulsada por el aumento de la demanda de minerales en bruto en Europa. La explotación correrá a cargo de grandes empresas extranjeras: británicos, franco-belgas, que convirtieron en pocos años a España en el primer productor de hierro, cobre y plomo de Europa, aunque con una repercusión muy limitada para la economía nacional.

El sector industrial asistió al despegue de la siderurgia en el País Vasco. La andaluza sucumbía ante las dificultades de acceso al carbón y la asturiana languidecía limitada por la escasa calidad de su mineral. Las relaciones entre Bilbao e Inglaterra, basadas en el tráfico de hierro vasco y de carbón británico, convirtieron a la ciudad en una urbe de casi 100.000 habitantes, sede también de una próspera banca.

Cataluña continuó potenciando su desarrollo durante estos años. Al algodón se sumará ahora la lana. Poblaciones como Tarrasa y Sabadell se convirtieron en grandes centros fabriles dedicados a la lana. Este período se ha denominado la fiebre del oro para la burguesía catalana. A partir de los años 80 la industria catalana se orienta hacia sectores como el papelero o el químico. Barcelona duplicó su población, pasando del medio millón de habitantes, y se convirtió en un magnífico y bello ejemplo del desarrollo urbano de la época. El País Vasco y Cataluña se industrializan, dejando atrás a otras regiones. El desarrollo de las vías ferroviarias posibilitó el tráfico e intercambio de bienes y personas.

«Todo este hervidero de iniciativas engrandecerá el papel de Cataluña en la economía peninsular hasta hacer de ella la “fábrica de España”. No todo fueron avances; atrapada por el alto coste de las materias primas y por un mercado consumidor mortecino, la industria española creció a la sombra protectora del Estado, resguardada de las embestidas de la competencia europea. Un recurso excepcional, que todos los países consideraron imprescindible en las primeras etapas de la industrialización, terminará en España por convertirse en la salida fácil de un empresariado timorato acostumbrado a un mercado interior sin riesgos. Al promover la prosperidad del norte y noreste español, la industria aceleró la tendencia al despoblamiento del centro en favor de la periferia, donde la llegada masiva de proletarios transformación vertiginosamente las ciudades con la construcción de miserables barrios. Para mayor complejidad, el asentamiento de los recién legados trajo consigo un elemento cultural convulsivo al predominar el componente castellano frente a las renacidas conciencias del País Vasco y Cataluña. Por contra, el centro y el sur permanecerán cautivos de su estructura agraria y caciquil, responsable de graves conmociones, y con una industria colonizada por extranjeros o por empresarios del norte. La imagen de las dos Españas, los supuestos agravios del nacionalismo periférico o el llanto estetizante del 98 por Castilla serán hijos del desdoblamiento industrial.» [García de Cortázar 2003: 314]

MOVIMIENTOS OBREROS DE FINAL DE SIGLO XIX

Al compás del auge económico e industrial va tomando fuerza la burguesía. Los grupos políticos estaban formados por conservadores, liberales, republicanos, divididos en unionistas y federales, los primeros socialistas y los primeros anarquistas. Pero la mayoría de ellos, a parte de los de acción directa, habían dejado la política a los políticos y se preocupaban solo de la vida diaria. Solo había un grupo violentamente opuesto a la estabilidad, el anarquista, que pasa a ser el objeto de persecución por parte de la policía. Era “el hombre de la bomba, cuyo objetivo era “limpiar, a fuerza de dinamita, la sociedad corrompida y burguesa. El Estado se defiende con la misma violencia. Este desafío anarquista a la burguesía era desaprobado por los socialistas, que buscaban resolver las reivindicaciones sociales por medios pacíficos como la huelga general, que para el Gobierno era vista como una forma más de violencia destructiva.

La aprobación de la ley de asociaciones fortaleció a las organizaciones obreras que se habían formado al amparo de la liberalización política puesta en marcha por el primer gobierno de Sagasta de 1881-1883 y que les había permitido actuar en la legalidad. Fue el caso de la anarcosindicalista Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) fundada en Barcelona en septiembre 1881 y que llegó casi a alcanzar los 60.000 afiliados agrupados en 218 federaciones, en su mayoría jornaleros andaluces y obreros industriales catalanes.

Sin embargo la FTRE se disolvió en 1888 al imponerse el sector del anarquismo que se oponía a una organización pública, legal y con una dimensión sindical que anulaba todo «espontaneísmo». Todo tipo de organización limitaba la autonomía individual y además propiciaba su «aburguesamiento».

La postura contraria era la «sindicalista», que propugnaba el fortalecimiento de la organización para mediante huelgas y otras formas de lucha arrancar a los patronos mejoras salariales y de las condiciones de trabajo. Al triunfo de la tendencia «espontaneísta» e «insurreccionalista» contribuyó la brutal represión que desató el gobierno sobre los anarquistas andaluces a raíz de los asesinatos y robos atribuidos a la "Mano Negra" en 1883, una misteriosa y supuesta organización anarquista clandestina que no tenía nada que ver con la FTRE. El movimiento anarquista siguió presente en publicaciones e iniciativas educativas, pero la disolución de la FTRE abrío el camino para las acciones individuales de carácter terrorista, para la propaganda por el hecho que habría de proliferar en la década siguiente.

En mayo de 1879 los socialistas habían fundado el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) con el objetivo de «procurar la organización de la clase trabajadora en un partido político, distinto y opuesto a todos los de la burguesía». En agosto de 1888, los socialistas convocaron un Congreso Obrero en Barcelona del que nació el sindicato Unión General de Trabajadores (UGT). Díez días después, se celebró en Barcelona el I Congreso del PSOE, que ratificó a Pablo Iglesias como su presidente. El PSOE se integró en la Segunda Internacional.

Frente al rápido crecimiento de las organizaciones anarquistas, el crecimiento del PSOE y de su sindicato UGT fue muy lento y nunca consiguió arraigar ni en Andalucía ni en Cataluña. En las elecciones de 1891, los socialistas obtuvieron poco más de 1.000 votos en Madrid y 5.000 en toda España. Hasta 1910, presentándose en solitario, el PSOE no pasó nunca de los 30.000 votos en todo el país; y no consiguió ningún diputado.

Una de las causas del lento crecimiento de las organizaciones obreras fue el papel del republicanismo, que se había constituido en referencia política para los sectores obreros y populares. A diferencia del anarquismo y del socialismo, el republicanismo no formaba organizaciones exclusivamente obreras, sino partidos interclasistas; no cuestionaba los fundamentos de la sociedad capitalista. Luchaba por conseguir reformas: el fomento del cooperativismo, la constitución de jurados mixtos entre patronos y obreros, la concesión de créditos baratos a los campesinos o el reparto de algunas tierras.

A raíz de la publicación de la encíclica papal "Rerum novarum" (1891), que alentaba a que se tomaran iniciativas en el campo social, el mundo católico intentó crear un movimiento obrero con esa significación confesional. En España surgieron los Círculos Católicos de Obreros, promovidos por el jesuita Antonio Vicent, así como las asociaciones profesionales de carácter mixto, obrero y patronal.

PÉRDIDA DE LAS ÚLTIMAS COLONIAS DE UTRAMAR (1898)

Cuba era, junto con Puerto Rico y Filipinas, el único resto del Imperio que le quedaba a España después de los movimientos de independencia de principios de siglo en el continente americano. Cuba era la auténtica joya de la corona, con cuyo aprovechamiento intensivo se intentó compensar las pérdidas suscitadas por la desaparición del Imperio. A lo largo del siglo se fueron estrechando los lazos económicos y sociales entre la isla y la metrópoli, alcanzando Cuba su período de máxima prosperidad en los años de la Restauración, auge no empañado por el estallido de los conflictos a que se ha hecho mención en líneas anteriores.

La Paz de Zanjón no había solucionado los problemas cubanos, pero entre su firma y el estallido de la guerra del 95, la isla pasó por una de las etapas más fecundas de su historia colonial, con una transformación social y económica, unida a un creciente desarrollo de una clase intelectual y a la reactivación de la vida política.  Pero, ante la creciente influencia de los EE UU en la vida económica cubana, el gobierno de la Restauración fue incapaz de hacer las reformas necesarias que permitiesen afianzar la presencia española en Cuba, lo que terminaría llevando a un divorcio cada vez mayor entre la isla y la metrópoli y finalmente al desastre.

En 1898, dentro de un sistema político bastante estable, irrumpe el Desastre colonial del 98. España pierde las últimas colonias de ultramar: Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en una guerra con Estados Unidos que resultó humillante para toda la sociedad española. Este periodo es conocido como el del "desastre" y conmocionó todo el sistema social español.

Cánovas había hecho una política de contención frente a las potencias emergente, como Estados Unidos y Alemania. No estaba lejos el desastre español en la Batalla de Trafalgar. Cánovas era consciente de que España no tenía capacidad militar ni la energía necesaria para mantener sus colonias ultramarinas.

La situación cubana estaba enquistada: los grandes hacendados se oponían a las cortapisas que les iba poniendo el gobierno y no deseaban ninguna modificación de la situación, pero la burguesía criolla, que se había enriquecido gracias a la emigración y al incremento del mercado azucarero con EE UU, defendía las posiciones independentistas.

El inspirador del movimiento emancipador cubano fue José Martí, nacido en La Habana de padres españoles. Su Partido Revolucionario proporcionó la base ideológica al movimiento y Antonio Maceo se convirtió en el cabecilla militar de un movimiento que tuvo su base principal entre el campesinado de la parte oriental de la isla. Ante la imposibilidad de introducir reformas, el 24 de febrero de 1895, el grito de Baire marcó el inicio de la segunda y definitiva guerra de la independencia cubana. Pero la muerte del líder e ideólogo independentista, José Martí, dejó descabezado el movimiento.

Martínez Campos, el vencedor de la anterior contienda, fue enviado de nuevo a Cuba, pero se encontró con un movimiento independentista fuerte y organizado. Fracasados los intentos de negociación y ante la imposibilidad e una solución militar, Martínez Campos fue sustituido en 1896 por Valeriano Weyler. La metrópoli no escatimó esfuerzos en la contienda: "Hasta el último hombre y la última peseta" (Cánovas).

El asesinato de Cánovas en 1897 provocó un cambio político que tuvo su repercusión en el conflicto cubano. Sagasta sustituyó a Weyler y promulgó la vieja ley de autonomía, pero esta era ya insuficiente. La independencia era el objetivo final e irrenunciable de los nacionalistas cubanos.

El conflicto se agravó con la intervención abierta de los EE UU tras la voladura del crucero norteamericano Main el 15 de febrero, debida, según algunos, a los propios norteamericanos que buscaban una excusa para intervenir en la isla. En abril, Washington presenta un ultimátum en el que exigía la retirada de las tropas españolas en tres día. Así el conflicto con Cuba se convirtió en una guerra con EE UU. Cuba estaba dentro de su zona de influencia comercial y militar.

La prensa jaleaba y atizaba el patriotismo: el león español liquidaría sin problema al cerdo yanqui. Los toros mansos se les llamaba “yanquiformes”. El novelista Vicente Blasco Ibáñez protestaba contra tanta parafernalia: «Por el honor de España tenemos que guardar fusil en mano los millones de los negreros jubilados; debemos conservar la isla para que no se interrumpan las remesas de ladrones.» (El Pueblo, 08.03.1895). Los políticos empujan a la guerra hinchados de patrioterismo, mientras que los militares advierten que «la armada de los EE UU es tres o cuatro veces más fuerte que la nuestra. La guerra nos conducirá a un desastre, seguido de una paz humillante y de la ruina más espantosa.» (almirante Pascual Cervera).

La guerra hispano-norteamericana tuvo un rápido desenlace debido a la desigualdad de las fuerzas en conflicto y a la increíble ceguera de los políticos. Winston Churchill, que fue reportero en la guerra del 98 (donde se aficionó a los puros habanos), escribió asombrado, según cuenta el profesor Dardé, «que los españoles tenían el mismo concepto y usaban el mismo lenguaje para su patria y para sus colonias». La prensa española sacó a relucir de nuevo lo que el historiador padre Ribadeneyra sostenía en el siglo XVI:

«... que la armada no podía fallar, porque tenía a su lado un gran número de santos y santas, y el arzobispo de Madrid-Alcalá no se queda atrás: “Dios tiene en sus manos el triunfo y lo dará a quien le plazca. Se lo dio a España en Covadonga, en las Navas, en el Salado, en el río de Sevilla, en la vega de Granada, en mis combates... Dios, dánosla ahora. Y si la Iglesia sueña, la política delira. En la increíble alucinación colectiva que muestran los políticos y periodistas antes del desastre, solo hay unos pocos con sentido común y son los militares profesionales, que hacen patente que van a una catástrofe.» [Díaz Plaja 1973: 519-521]

Y se cumplió aquello que contaba quejoso el romance medieval: « Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos». El 15 de julio de 1898 capituló Santiago de Cuba; el 25 de julio, Puerto Rico; el 14 de agosto capitula Manila, capital de Filipinas. La Paz de París se firma el 10 de diciembre; por ella España cede todas sus posesiones a Estados Unidos. Las últimas colonias en el Pacífico se venden a Alemania en 1899, por medio del tratado Germano-Español, debido a la imposibilidad del gobierno de mantenerlas.

Un país que había tenido el mayor imperio conocido durante más de tres siglos, un imperio “en el que no se ponía el sol”, perdía sus últimas colonias de ultramar tras una humillante derrota militar y en el momento en que los todos demás países estaban en expansión colonial.

El conjunto de valores que sustentaba el entramado ideológico de la Restauración sufrió un importante golpe. En la revisión crítica que se estaba produciendo en diversos sectores minoritarios, el desastre colonial actuó como catalizador. Estos hechos se produjeron, por otra parte, en el marco más amplio de otra serie de noventa y ochos que afectaron a diversos países del suroeste de Europa. La crisis italiana en Abisinia, el Ultimátum británico a Portugal, el Fachoda francés, son otros tantos ejemplos de crisis coloniales acompañadas de repercusiones políticas, sociales, morales en la Europa latina del fin de siglo.

«Aquella tarde del domingo 3 de julio de 1898 había corrida de toros en Madrid y los madrileños pasaban distraídos las horas, ignorantes de que la flota española había sido hundida por los norteamericanos a la salida de la bahía de Santiago de Cuba, cerrando el ciclo histórico de la proyección de España en el mundo. Entre un mar ahíto de naufragios y los cañonazos de los buques yanquis, el 98 se llevaba un relicario de glorias y héroes nacionales sin que los españoles desprendieran una lágrima. Luego la historia, contada por ensayistas y poetas, transmitirá una imagen de España sumergida en el llanto y obsesionada por ajustar sus cuentas con el presente desde la nostalgia del pasado. [...] “Lo más sensato era negociar la paz que se pueda, amén”, confesó Maura, pero en la primavera de 1898 fueron pocas las voces que se aventuraron a aconsejarlo en medio de la algarabía patriótica de unas clases dirigentes henchidas de orgullo militar y una población que consideraba Cuba una porción de tierra andaluza.» [Gracía de Cortázar 2002: 223-224]

El desastre colonial fue un mazazo que dio alas a un grupo de intelectuales que ya había advertido que el camino de España estaba en Europa y no en la Historia, no en el recuerdo del pasado, sino en la promesa de un futuro; no en la espada, sí en el arado y la fábrica, como pedía Ángel Ganivet:

Sean la escuela, el taller y el surco

los solos campos de batalla, en donde

tu razón y tus fuerzas ejercites.

El desastre dará oportunidad a una nueva generación literaria de preguntarse qué era realmente España, cuál era la España “real” y qué quedaba de la España “gloriosa”.

TRATADO DE PARÍS DEL 10 DE DICIEMBRE 1898

Mediante el Tratado de París de 1898, firmado el 10 de diciembre de 1898, terminó la Guerra hispano-estadounidense. España abandonó sus demandas sobre Cuba, que declaró su independencia. Filipinas, Guam y Puerto Rico fueron oficialmente entregadas a los Estados Unidos por 20 millones de dólares. El Tratado de París de 1898 fue el punto final del Imperio español de ultramar y el principio del período de poder colonial de los Estados Unidos.

España no pudo introducir ninguna enmienda y no tuvo más remedio que aceptar todas y cada una de las imposiciones estadounidenses, puesto que había perdido la guerra y el superior poderío militar estadounidense podría poner en peligro otras posesiones españolas en Europa (Islas Canarias) y en el norte de África o en Guinea Ecuatorial.

En Madrid, las Cortes rechazaron el tratado, pero la Reina Regente se decidió a firmarlo, habilitada para ello por una cláusula en la Constitución española.

En el Senado de Estados Unidos también hubo discusión, porque el tratado oficializaba la sustitución de un imperio por otro y violaba los principios más básicos de la Constitución de los Estados Unidos: ni el Congreso ni el Presidente tienen el derecho de aprobar leyes que rigen a pueblos colonizados, si los ciudadanos de esos pueblos no estaban representados y participaban en la redacción de esas leyes. Al final, el tratado fue aprobado el 6 de febrero de 1899 por solo un voto más de la mayoría de dos tercios necesaria.

El tratado se firmó sin la presencia de los representantes de los territorios invadidos por Estados Unidos, lo que provocó un gran descontento entre la población de esas excolonias, especialmente en el caso de Filipinas, que acabaría enfrentándose contra los Estados Unidos en la guerra Filipino-Americana.

EL REGENERACIONISMO

El Tratado de París, firmado el 10 de diciembre de 1898, sella la decadencia española como potencia colonial. La convulsión es total. Las naciones europeas encasillan a España entre las naciones en vías de extinción. En España surge un movimiento de reacción a la depresión nacional: el Regeneracionismo como fórmula mágica y revulsivo para sanear la corrupta y equivocada política y modernizar el país acercándolo a Europa. El duque de Alba culpa del desastre del 98 al «desastroso, infame y ya insufrible caciquismo que tenía a los españoles divididos, no en regiones ni en provincias, sino en feudos.» Joaquín Costa llegaría a decir que España «era un estado social propio de una tribu de eunucos sojuzgada por una cuadrilla de salteadores.»

Joaquín Costa (1846-1911) fue una de las más relevantes figuras del regeneracionismo. Republicano federalista y formado en el krausismo, ya iniciada la Restauración y el reinado de Alfonso XII, impartió clases de derecho y de historia en la Institución Libre de Enseñanza al no conseguir acceder al desempeño de la enseñanza universitaria por motivos políticos. Desde 1898 hasta 1902, durante la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena, publicó tres obras clave de su pensamiento: Colectivismo agrario en España (1898), El problema de la ignorancia del derecho (1901) y la fundamental Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España (1902). En 1903, tras acceder al trono Alfonso XIII, se acercó al republicanismo y fue elegido en la candidatura de Unión Republicana, pero rechazó acudir al Congreso de los Diputados. Costa fue el principal pensador del regeneracionismo, movimiento de lucha contra el caciquismo, la verdadera lacra del sistema político de la Restauración como encubridor del carácter falsamente representativo del régimen monárquico. Costa intentó movilizar a los que estaban hartos del del bipartidismo pactado, del “turnismo” político entre conservadores y liberales. Fracasó al intentar «formar un partido que no tiene más política que la de no ser políticos», como le reprocharía Leopoldo Alas Clarín. El partido solo duró unos meses y sus dirigentes se pasaron pronto a los partidos de turno. Sin embargo, Joaquín Costa ejercería un enorme influjo en la llamada Generación del 98.

Tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar, en España se producen movimientos que tratan de superar una crisis que es también de identidad. La reacción al desastre colonial llega a muchos intelectuales y políticos a preguntarse por las causas del desastre y a proponer nuevas políticas para encontrar un camino nuevo en todos los órdenes.

Tras el gobierno de Sagasta y su protagonismo en el Desastre, se impuso un cambio de gobierno, encargado a los conservadores, presidido por Francisco Silvela. Tras la pertinente disolución de las Cortes, se convocan elecciones el 16 de abril de 1899, con la intervención del Ministerio de Gobernación, regentado por Dato. El partido del gobierno consigue la mayoría holgada con 222 escaños, aunque no resultó tan espectacular como de costumbre. Los liberales, con 93 actas, cosechaban el mejor resultado para el partido al que no le correspondía el turno de gobierno.

En este gabinete, los problemas de la Hacienda Pública caracterizaron el tránsito de siglo, y dieron al traste con el gobierno en octubre de 1900. Tras un gobierno puente del General Azcárraga, Sagasta accedió, por última vez, a la presidencia del ejecutivo. De la manera habitual, disolvía las Cortes, y convocó elecciones para mayo de 1901. Obtuvo una atomización muy fuerte de la Cámara y los liberales consiguieron un cómodo resultado con 233 actas. Los republicanos iniciaban una lenta recuperación, con intentos de renovación marcados por la alianza de Alejandro Lerroux con los históricos de Nicolás Salmerón.

La cultura tradicionalista de la Restauración estuvo marcada por el escritor, político y erudito español Marcelino Menéndez Pelayo (1856–19121), que se consagró fundamentalmente a la historia de las ideas (heterodoxas), la crítica e historia de la literatura y la filología hispánica.

Pero a finales del siglo XIX irrumpe un grupo de intelectuales que postulan la necesidad de regenerar la política y la sociedad españolas, son los regeneracionistas:

V. Almirall

España, tal como es.

Ángel Ganivet

Idearium español.

R. Macía Picavea

El problema nacional

Lucas Mallada

Los males de la Patria.

Joaquín Costa

Oligarquía y caciquismo como la actual forma de gobierno en España:

memoria y resumen de la información.

Este grupo de intelectuales, viejos y jóvenes krausistas, republicanos o federalistas, analizaron con vehemencia y mordacidad el estado de postración en el que se encontraba el país, denunciando la corrupción política reinante en el régimen oligárquico de la Restauración.

«La Restauración no era un paraíso político, ni España el centro de la cultura y de la ciencia internacionales, sino más bien un país con un altísimo índice de analfabetismo, escasas escuelas públicas, maestros mal pagados y poquísimas bibliotecas; un país con una estructura social tradicional y una economía principalmente agraria, aunque empezaban a despuntar algunas industrias. Esas carencias serán denunciadas por los regeneracionistas, por algunos de los integrantes de la Generación del 98, con el Unamuno de antes de 1900 a la cabeza, y por el propio Ortega y Gasset. Mas al mismo tiempo, España disfrutaba de un régimen político liberal y la sociedad empezaba a modernizarse y liberalizarse, aunque un régimen político democrático no estuviese en el horizonte próximo. En este sentido se expresa Santos Juliá cuando habla de “Liberalismo temprano, democracia tardía: el caso español”.» [Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Janés, 2002, p. 25-30]

El desastre del 98 provocó una crisis de conciencia y un pesimismo angustiado entre la clase intelectual española, aunque los principales problemas los tenía en el interior del país: el regeneracionismo y el regionalismo. España era un país empobrecido y atrasado, en el que el sector agrario era mayoritario. Con un alto índice de analfabetismo y con la enseñanza en manos de la Iglesia y con una enseñanza universitaria más que mediocre. Ante el atraso cultural de España y tras el desastre del 98, Joaquín Costa propuso la completa regeneración de España bajo el lema: "Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid".

El regeneracionismo pretendía conseguir la transformación interna de la persona para proyectarse luego sobre el resto de las actividades humanas. El eslogan de Costa era: “Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro de El Cid”. La escuela se entendía como el instrumento básico de transformación de la persona, todo ello acompañado de un pragmatismo en lo económico y de un giro radical en la tradicional política “quijotesca” española hacia terrenos e intereses más cercanos y directos.

En el campo cultural se consiguieron logros notables en casi todos los aspectos, hasta el punto de que se puede hablar de una ‘edad de plata’: distintas generaciones creativas, como la del 98, la del 13 o la del 27, contribuyeron a ello desde una perspectiva cercana al análisis de lo que se dio en llamar el “problema de España”.

En el terreno económico, las iniciativas regeneracionistas fueron interesantes, desde la política hidráulica a la forestal, pasando por otra serie de actividades que sirvieron para impulsar la economía, favorecida a su vez por la neutralidad española durante la I Guerra Mundial.

En lo político, el acierto no resultó tan evidente. El acceso en 1902 a la mayoría de edad del rey Alfonso XIII coincidió prácticamente con el inicio de la crisis de los partidos dinásticos (el Conservador y el Liberal), incapaces de conectar los problemas reales del país y demasiado ocupados con los problemas internos de sus propias estructuras partidistas. Aunque en ambas formaciones políticas había significadas figuras defensoras del regeneracionismo (Maura y Canalejas), su propia inestabilidad no permitió que los gobiernos enfrentaran convenientemente la crisis de 1917, lo cual produjo la definitiva descomposición del sistema de la Restauración, y desembocó en 1923 en la dictadura de Primo de Rivera, que trajo consigo el final de la vigencia de la Constitución de 1876, eje legal de un régimen que desapareció definitivamente en 1931, con la proclamación de la II República.

El bipartidismo dejaba fuera del gobierno a los elementos republicanos y no daba entrada a nuevas ideas ni movimientos de renovación política. El desarrollo de la industria provocó la aparición de un fuerte proletariado que vivía en pésimas condiciones, que fueron mejoran ya en el siglo XX gracias al movimiento obrero, dominado por el anarquismo.

LOS GOBIERNOS «REGENERACIONISTAS» (1898-1902)

En marzo 1899 el nuevo líder conservador, Francisco Silvela, se hizo cargo del gobierno, lo que supuso un gran alivio para Sagasta a quien le había tocado estar al frente del Estado durante los días del desastre del 98. Francisco Silvela se hizo eco de las demandas de "regeneración" de la sociedad y del sistema, lo que se tradujo en una serie de medidas reformistas. El proyecto de Silvela consistía en una fórmula de regeneración conservadora que trataba de salvaguardar los valores patrios en un momento de crisis nacional.

Las corrientes revisionistas o reformistas que criticaban diversos aspectos del sistema político de la Restauración monárquica 1874 eran anteriores al desastre del 98. Dentro del sistema ya habían ido surgiendo proyectos de índole reformista: reorganización de la administración local de Silvela (1891), revisión de la administración colonial cubana de Maura (1893).

En el sector educativo, la Institución Libre de Enseñanza, surgida del conflicto universitario en los orígenes de la Restauración, fue reuniendo a muchos intelectuales críticos con el sistema. El desastre de 1898 contribuyó a poner de manifiesto lo necesario de las reformas desde tantos ámbitos exigidas y convirtió en un clamor las críticas al sistema.

Surgió el regeneracionismo, movimiento que englobaba diversas corrientes dentro de una burguesía media que no aceptaba el sistema político de la Restauración y que propugnaba una modernización política y económica que el régimen parecía incapaz de llevar adelante.

El representante principal de este grupo es Joaquín Costa, autor de Oligarquía y Caciquismo (1901-1902), y activista en defensa de sus ideas a través de las Cámaras Agrarias. El movimiento regeneracionista, la literatura regeneracionista, tenía un terreno abonado en la sociedad española conmocionada por el desastre colonial del 98. Estos movimientos, catalizados por el desastre colonial del 98, avivaron un sentimiento renovador de la vida política española.

Los primeros años del siglo XX traerían a escena a una nueva generación de políticos de clara raigambre reformista. Desaparecidos los grandes líderes, Cánovas y Sagasta, serán Maura, Dato o Canalejas, jóvenes revisionistas nacidos en los años cincuenta, los encargados de emprender la difícil tarea de modernizar el sistema diseñado por Cánovas en la década de los setenta. Junto a ellos, figuras como Pablo Iglesias, Lerroux, Vázquez de Mella, tomarán el relevo en los grandes debates que se avecinan.

La reforma más importante fue la tributaria, diseñada para hacer frente a la difícil situación financiera del Estado como consecuencia del aumento del gasto público provocado por la guerra. Esta reforma estuvo acompañada de la aprobación en 1900 de las dos primeras leyes sociales de la historia española, impulsadas por el ministro Eduardo Dato: una sobre accidentes laborales y otra sobre el trabajo de mujeres y niños.

Silvela intentó integrar en su gobierno al nacionalismo catalán representado de la Lliga Regionalista que acababa de irrumpir en la vida pública.

El único movimiento de oposición importante con el que tuvo que enfrentarse el gobierno conservador de Silvela fue la huelga de contribuyentes, promovida entre abril y julio de 1900 por la Liga Nacional de Productores, organización creada por el regeneracionista Joaquín Costa y por las Cámaras de Comercio. Pero este movimiento acabó fracasando cuando la abandonaron las burguesías vasca y catalana que pasaron a apoyar al gobierno de Silvela. Joaquín Costa se orientó entonces hacia el republicanismo.

El general Polavieja se opuso a una reducción del gasto público, cuyo objetivo era alcanzar el equilibrio presupuestario, el general exigía mayores dotaciones económicas para modernizar al Ejército. Estas tensiones acabaron provocando la caída del gobierno de Silvela en octubre de 1900.

Le sucedió el general Marcelo Azcárraga Palmero, con un gobierno que sólo duró cinco meses. En marzo de 1901 el liberal Sagasta volvía a presidir el gobierno que sería el último de la Regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena y el primero del reinado efectivo de Alfonso XIII.

Los primeros años del siglo XX traerían a escena a una nueva generación de políticos de raigambre reformista. Desaparecidos los grandes líderes, Cánovas y Sagasta, y sus delfines más destacados como Romero Robledo o el propio Silvela, serán Maura, Dato o Canalejas, jóvenes revisionistas nacidos en los años cincuenta los encargados de emprender la difícil tarea de modernizar el sistema diseñado por Cánovas. Junto a ellos, figuras como Pablo Iglesias, Lerroux, Vázquez de Mella, tomarán el relevo en los grandes debates que se avecinan.

LOS REGIONALISMOS A FINALES DEL SIGLO XIX

Los problemas con las colonias de ultramar tuvieron graves consecuencias económicas para España, pues agudizaron los problemas sociales. Con la pérdida de las colonias, la industria textil catalana, que dominaba el mercado nacional y colonial y se mantenía gracias al fuerte proteccionismo estatal, sufrió grandes pérdidas, lo que suscitó un sentimiento regionalista contra el poder central. Esto llevó a plantear el problema de la autonomía frente al resto del país, lo que posteriormente se endureció con exigencias nacionalistas e independentistas.

En España siempre ha habido una gran tensión entre las tendencias centralistas y las tendencias autonomistas de la periferia geográfica del Estado. En el período anterior a la Restauración, los republicanos federalistas habían adquirido gran importancia. El movimiento cantonalista acabó la el intento de la Primera República. El poder central no accedía a una serie de peticiones económicas.

Pero a las reivindicaciones económicas se fueron sumando las motivaciones culturales (Reinaxença catalana) y lingüísticas en un contexto europeo de nacionalismo liberal que defendía la idea de una Nación un Estado. El carlismo también se unía a este planteamiento, aunque por otras causas.

A fines del siglo XIX, nacen en Cataluña y el País Vasco movimientos que cuestionan la existencia de una única nación española. Su argumento fundamental es que Cataluña y el País Vasco son naciones con derecho al autogobierno que poseen realidades diferenciales: lengua, derechos históricos (fueros), cultura y costumbres propias. Estos movimientos tendrán planteamientos más o menos radicales: desde el autonomismo al independentismo o separatismo.

El primer movimiento importante de despertar de la conciencia regional con manifestaciones culturales fue la Renaixença catalana. Literatos como Verdaguer, Guimerá o Maragall relanzaron con fuerza la literatura catalana, sobre todo su poesía. En Galicia hubo un pequeño renacimiento con la lírica de Rosalía de Castro como representante principal, y algunas manifestaciones en Valencia. Pero el paso importante en estos movimientos se dará en el último cuarto de siglo, cuando en algunas regiones, básicamente Cataluña, Euskadi y Galicia, este espíritu adquiera manifestaciones políticas.

En 1885 la presentación del Memorial de Greuges supuso el inicio de la incorporación de la burguesía industrial al catalanismo.  En 1887 algunos de los miembros más pragmáticos y conservadores del Centre Català, creado por Almirall en 1882, se separaron para formar la Lliga de Catalunya, de la que salieron las Bases de Manresa (1892), que han sido consideradas como los fundamentos del autonomismo catalán. En el manifiesto, redactado por el joven Prat de la Riba, intelectuales y profesionales regionalistas pedían la autonomía administrativa y política, así como un mayor apoyo a la economía catalana. Este manifiesto era aún socialmente moderado y no separatista. Habrá que esperar al fin de siglo para que este regionalismo de la burguesía catalana se haga nacionalista.

En Galicia entre 1885-1890 y en paralelo con lo que sucedía en Cataluña, el provincialismo, nacido en la década de los años cuarenta en las filas del progresismo, basaba el particularismo de Galicia en el supuesto origen celta de su población, a lo que se unían su lengua y su cultura propias (Rexurdimento), se transforma en regionalismo.

Existen tres tendencias de este incipiente galleguismo: una liberal, heredera directa del provincialismo progresista, y cuyo principal ideólogo es Manuel Murguía; otra federalista, de menor peso; y una tercera tradicionalista encabezada por Alfredo Brañas. Estas tres tendencias confluirán en la creación de la primera organización del galleguismo, la Asociación Regionalista Gallega, que duró poco (1890-1893), debido a la tensión existente entre tradicionalistas y liberales, especialmente aguda en Santiago de Compostela.

LA APARICIÓN DE LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS

Producto de esta situación es el desarrollo de iniciativas que fomentarán los nacionalismos periféricos: Prat de la Riba en Cataluña; Sabino Arana en el País Vasco; Murguía y Brañas en Galicia; Blas Infante en Andalucía y Secundino Martínez en las Islas Canarias.

El nacionalismo o regionalismo gallego y valenciano, finalmente, fueron fenómenos muy minoritarios.

Como reacción se desarrolla el llamado nacionalismo españolista, propagado por Ramiro de Maeztu con su idea de la “Hispanidad”, que afirma la existencia de una única nación española.

Los nacionalismos seguirán siendo en el siglo XX-XXI uno de los problemas que no ha encontrado una solución definitiva.

En el País Vasco, el pensamiento nacionalista comenzó a configurarse durante estos años de la Regencia. La supresión de los Fueros en 1876 fue considerada como un ataque por determinados sectores vascos, que se organizaron en torno a líderes como Sagarmínaga, fundador de la Sociedad Euskalerría.

En el mundo rural el carlismo seguía siendo una fuerza no desdeñable y la alta burguesía industrial y comercial se integraba sin problemas en la oligarquía del sistema. En las últimas décadas del siglo, la sociedad tradicional vasca, y sobre todo vizcaína, se transformaba con rapidez ante el avance de la industrialización, el desarrollo urbano y la llegada de inmigrantes. En este contexto surgió la figura de Sabino Arana, auténtico motor del movimiento nacionalista vasco.

En el caso gallego, el movimiento nacionalista está relacionado con figuras como Manuel Murguía y Alfredo Brañas. Este último, de ideología próxima al carlismo, fue autor de una obra titulada El Regionalismo (1889) en la que resume los principios del nacionalismo gallego, obra muy leída en los ambientes nacionalistas vascos y catalanes. Vinculada a Murguía desde 1890 se encuentra la Asociación Regionalista Gallega, de gran importancia en la difusión del galleguismo político, que ya a finales de siglo manifestará dos tendencias principales: una liberal centrada en La Coruña y otra tradicionalista en Santiago.

En 1898, con la pérdida de las últimas colonias de ultramar, España pierde el discurso nacional en favor de las tendencias y sensibilidades centrífugas que hacen ineficaces las invocaciones oficiales a la grandeza de la patria para movilizar las masas.

«Envuelto en los efluvios y brumas del Romanticismo, el nacionalismo catalán, que manera una imagen idealizada de la historia del Principado, saltaba a la arena política y atraía a su redil conservador a la pequeña burguesía, con recetas sacadas del renacimiento cultural de Cataluña y del afán regeneracionista de España. Por los mismos años y entre sectores de la ultraderecha católica, prendía el credo antiliberal de Sabino Arana, cuya invención de la nación vasca con su carga de odio a España estaba destinada a romper, un siglo más tarde, la convivencia de los habitantes de Euskadi. Pronto sonrió la fortuna a los catalanistas. Y su habilidad maniobrera sorprendió a los republicanos que les reprochaban sus “puerilidades románticas” y más tarde les tildarían de antiespañoles. De espaldas a la gran burguesía vizcaína, el nacionalismo vasco solo recibiría un empujón, entrado el siglo XX, cuando el posibilismo empresarial llegó a un ambiguo sincretismo mezcla de campanario y aldea y consejo de administración. Por su lado, la Iglesia y la derecha militante inspiraban su patriotismo en la obra monumental de Menéndez y Pelayo y monopolizaban la idea de España, traicionando el espíritu de 1812 a través de la elaboración del nacionalcatolicismo y abriendo un abismo insalvable entre el sentir nacional progresista y el conservador.» [García de Cortázar 2004: 227]

El nacionalismo catalán

Cataluña y los demás reinos de la Corona de Aragón habían perdido sus leyes y fueros particulares con los Decretos de Nueva Planta, tras la guerra de Sucesión. Durante el siglo XIX, con el resurgimiento del nacionalismo en toda Europa, el sentimiento nacionalista se reavivó entre una burguesía que estaba protagonizando la revolución industrial. Así se fue construyendo el nacionalismo catalán en varias etapas.

En pleno período romántico, década de 1830, se inicia la Renaixença, movimiento intelectual, literario y apolítico, basado en la recuperación de la lengua catalana.

En 1879 Valentí Almirall creó el primer periódico en catalán y la multitud de asociaciones voluntarias que en estas décadas se crearon en Cataluña contribuyeron también a popularizar la cultura catalana en sectores cada vez más amplios. En 1882, Almirall creó el Centre Catalá, organización política que reivindicaba la autonomía y denuncia el caciquismo de la España de la Restauración.

Enric Prat de la Riba fundó la Unió Catalanista (1891) de ideología conservadora y católica.

En 1892 esta organización aprueba las Bases de Manresa, programa que reclama el autogobierno y una división de competencias entre el estado español y la autonomía catalana. Fuertemente nacionalista, la Unió Catalanista no tuvo planteamientos separatistas.

En 1898, tras el desastre colonial, la fragilidad del país y de sus efímeros gobiernos era evidente. Sin los negocios de ultramar las tensiones autonomistas cobran nuevos bríos en Cataluña, la región más industrializada y próspera. Los comerciantes e industriales tenían que abandonar los grandes intereses que tenían en las Antillas. Ahora confían al catalanismo su desahogo contra los gobiernos de la monarquía que se habían mostrado incapaces de mantener el mercado colonial, en la práctica, monopolio de Barcelona. El régimen político de la Restauración era visto ahora como un estorbo para el desarrollo de Cataluña.

En 1901 nace la Lliga Regionalista con Francesc Cambó con principal dirigente y Prat de la Riba como ideólogo. Es un partido conservador, católico y burgués con dos objetivos principales: Autonomía política para Cataluña dentro de España. La Lliga nace alejada de cualquier independentismo. Cambó llegó a participar en el gobierno de Madrid, pese a no conseguir ninguna reforma ante el cerrado centralismo de los gobiernos de la Restauración.

Defensa de los intereses económicos de los industriales catalanes. Defensa de una política comercial proteccionista. El nacionalismo catalán se extendió esencialmente entre la burguesía y el campesinado. Mientras tanto, la clase obrera abrazó mayoritariamente el anarquismo.

El nacionalismo vasco

Las tres Guerras Carlistas supusieron derrotas para el Pueblo Vasco, tras las cuales se fueron eliminando paulatinamente los Fueros, en un complicado proceso que, iniciado por la Ley de 25 de octubre de 1839 de Reforma de los Fueros Vascos, culminó con la Ley de 21 de julio de 1876, que supuso la definitiva liquidación del ordenamiento foral.

La defensa de los fueros vascos quedó asociada a la causa carlista durante todo el siglo XIX. La burguesía vizcaína, enriquecida por la naciente revolución industrial, fue el terreno social en el que nació el nacionalismo vasco.

El Partido Nacionalista Vasco (PNV) fue fundado por Sabino Arana Goiri en 1895. Arana, que había nacido en el seno de una familia carlista y ultracatólica, formuló los fundamentos ideológicos del nacionalismo vasco:

 Independencia de Euskadi y creación de un estado vasco independiente en el que se incluirían siete territorios, cuatro españoles (Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Navarra) y tres franceses (Lapurdi, Benafarroa y Zuberoa).

Exaltación de la etnia vasca y búsqueda del mantenimiento de la pureza racial, lo que implicaba la prohibición de matrimonios entre vascos y maketos (habitantes del País Vasco procedentes de otras zonas de España). Rechazo y desprecio de los españoles inmigrantes, en su mayoría obreros industriales venidos de las regiones pobres del país.

Integrismo religioso católico: “Euskadi se establecerá sobre una completa e incondicional subordinación de lo político a lo religioso, del Estado a la Iglesia” (Arana). El lema del PNV será “Dios y Leyes Viejas” Este aspecto es un claro elemento de continuidad con el carlismo.

Promoción del idioma y de las tradiciones culturales vascas. Euskaldunización de la sociedad vasca y rechazo de la influencia cultural española, calificada de extranjera y perniciosa.

Idealización y apología de un mítico mundo rural vasco, contrapuesto a la sociedad industrial "españolizada". Conservadurismo ideológico, tanto en el terreno social como en el político, que lleva al enfrentamiento con el PSOE, principal organización obrera en Vizcaya.

El nacionalismo vasco se extendió sobre todo entre la pequeña y media burguesía, y en el mundo rural. La gran burguesía industrial y financiera se distanció del nacionalismo, y el proletariado, procedente en su mayor parte de otras regiones españolas, abrazó mayoritariamente el socialismo o el anarquismo. Se extendió en Vizcaya y Guipúzcoa. Su influencia en Álava y Navarra fue mucho menor.

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