|
Transición y recuperación de la memoria histórica (comp.) Justo Fernández López España - Historia e instituciones
|
La Ley Amnistía
¿Olvidar o asumir el pasado inmediato? A juicio de la mayoría de sus actores, la transición desde el franquismo a la monarquía parlamentaria exigía el olvido de las responsabilidades de unos y de otros durante la guerra civil y el régimen autoritario. No había que abrir heridas ya cicatrizadas.
El 15 de octubre de 1977, fue promulgada la Ley de Amnistía, que entra en vigor el 17 de octubre. Incluía la amnistía de los presos políticos. Su objetivo era eliminar algunos efectos jurídicos que pudieran hacer peligrar la consolidación del nuevo gobierno democrático.
Años más tarde, las denuncias interpuestas por delitos contra la humanidad como genocidio y desaparición forzada, cometidos durante la Guerra Civil Española y el régimen franquista, se encontraron con el obstáculo infranqueable de la ley, que impedía juzgar delitos pertenecientes a esa época. Human Rights Watch y Amnistía Internacional solicitaron al Gobierno de España la derogación de la citada ley, al considerarla incompatible con el Derecho internacional, pues impide juzgar delitos considerados imprescriptibles. El 10 de febrero de 2012, Navanethem Pillay, representante de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos pidió formalmente a España la derogación de la ley, argumentando que incumplía la normativa internacional sobre Derechos Humanos. Pero los juristas españoles argumentaron que la Constitución de 1978 impedía tal derogación, pues la reactivación de una responsabilidad penal que ya ha sido extinguida violaría el principio de irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables establecido en el artículo 9.3 de la Constitución Española.
Echar al olvido
«Nadie estaba muy seguro a mediados de los setenta de cuál habría de ser la conducta de los españoles tras la muerte de Franco. La derecha apostaba por la formación de un gran partido democratacristiano, capaz de mantener durante décadas en la oposición a un poderoso partido comunista. La izquierda soñaba con que un Gobierno provisional abriría, apoyado en una movilización popular y una huelga general, un proceso constituyente. Para los más pesimistas, España volvería a un sistema pluripartidista polarizado, anuncio de un periodo de caos y de enfrentamientos políticos o que un hombre fuerte mantendría las cosas más o menos como estaban. Nadie había previsto que un Gobierno emanado en línea directa del régimen de Franco encontraría un terreno de encuentro con los partidos de la oposición, hasta muy poco antes fuera de la ley, por el que avanzar en un proceso constituyente, neutralizando posibles bloqueos e involuciones. Y esto fue, en definitiva, lo que ocurrió. El Gobierno formado en julio de 1976 por políticos de segunda fila, pero buenos conocedores de la Administración, se presentó con una declaración programática en la que reconocía por vez primera la soberanía popular, prometía una amplia amnistía, anunciaba su decisión de someter a referéndum una Ley para la Reforma Política y se comprometía a convocar elecciones generales antes del 30 de junio del año siguiente.
El Gobierno mantuvo su programa y los electores repartieron casi por la mitad sus preferencias a derecha e izquierda, sin conferir a ningún partido mayoría absoluta, empujando de nuevo la acción política bajo el signo de la moderación y del consenso. Todos los partidos con representación parlamentaria tuvieron ocasión de exponer sus programas en el primer debate parlamentario de julio de 1977. Ampliar la amnistía, superar los residuos de la guerra civil, hacer frente a la crisis económica, elaborar una Constitución con la participación de todos los grupos de la Cámara, reconocer la personalidad de las regiones y nacionalidades, restablecer los derechos históricos de Euskadi: tales fueron los propósitos enunciados por los líderes de los partidos en nombre de sus respectivos grupos parlamentarios.
Lo primero que se debatió fue un proyecto de Ley de Amnistía presentado conjuntamente por los grupos centrista, socialista, comunista, minorías vasca y catalana, mixto y socialistas de Cataluña. Borrar el pasado para posibilitar la reconciliación fue la sustancia de aquel debate que ha dado pie a una tesis según la cual la transición habría sido posible gracias a un 'pacto del olvido' firmado por unos taimados y astutos dirigentes políticos sobre el fondo de una amnesia colectiva, de un desistimiento masivo provocado por el miedo o fruto de la ausencia de una verdadera cultura cívica; un pacto de olvido que nos habría impedido mirar atrás y que, hacia delante, habría sido la causa de un insuperable déficit democrático.
Sin embargo, ni la decisión de olvidar el pasado se formulaba entonces por vez primera, ni la amnistía aprobada guardaba relación alguna con un vaciado de memoria. En castellano, contamos de antiguo con una preciosa expresión para designar lo ocurrido aquellos días, que el primer Diccionario de la Real Academia Española definía perfectamente: 'Echar al olvido, u en olvido: Frase que vale olvidarse voluntariamente de alguna cosa'. Pero, ¿cómo podría olvidarse nadie voluntariamente de algo si al mismo tiempo no lo recordara, si sufriera amnesia? Se olvida voluntariamente sólo cuando se rescata el recuerdo de lo que se quiere olvidar. Olvidar voluntariamente es el tipo de olvido que tenía presente Cicerón cuando, dos días después del asesinato de César, pedía en el Senado que todo recuerdo de la discordia se sepultara en el olvido; el mismo al que recurría Enrique IV cuando promulgaba el Edicto de Nantes, que ponía fin a las guerras de religión y ordenaba taxativamente que la memoria de todo lo ocurrido de una parte y otra 'permanecerá borrada como cosa no sucedida'.
El debate parlamentario que inauguró las primeras Cortes de la nueva democracia no hizo más que insistir en esta misma clase de olvido evocando una imagen que era ya común entre muchos españoles; la representación de la guerra civil como catástrofe nacional, tragedia, guerra fratricida, estéril e inútil matanza; una representación de la guerra que había emergido desde 1940 en círculos de la oposición y se había extendido progresivamente entre los disidentes de la misma dictadura.
Lo nuevo de aquellos meses consistió en llevar hasta una imprevista consecuencia el principio de amnistía general y renuncia a represalias enunciado de tiempo atrás como exigencia de la apertura de un proceso constituyente: la amnistía, reclamada por la izquierda y por los nacionalistas, acabó cubriendo también a todas las burocracias civiles y a las fuerzas policiales de la dictadura.
Ese fue el precio pagado entonces para que las primeras elecciones pudieran culminar algún día en una Constitución democrática que cerrara el tajo infligido a la sociedad española por la rebelión militar y el golpe de Estado de 1936.
El día 22 de julio de 1977 nacía de las urnas el primer Parlamento democrático; unos días después, el 28, España presentaba la solicitud formal de ingreso ante la Comunidad Económica Europea y, poco más tarde, el 14 de octubre, las Cortes aprobaban una proposición de Ley de Amnistía. Esas medidas se tomaban, no hay que decirlo, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios que muy pronto tuvieron también sobre la mesa el primer borrador de texto constitucional. Fue en verdad un annus mirabilis en la historia política de España, un año al que no hay razón alguna para sepultar, como vuelve a estar de moda, bajo la acusación de que en él los españoles, paralizados por el miedo, olvidaron su historia. No la olvidaron, no; sino que, por recordarla, decidieron no repetirla.»
[Santos Juliá: “Echar al olvido”, en EL PAÍS – 15.06.2002]
¿Quedó alguna deuda pendiente en la transición?
«Algunos pensamos que aquello nos sabía a poco, que hubiéramos querido una transición más radical, pero hoy creo que era una cuestión de edad. A pesar del mal saber de boca, de lo relativamente frustrante que nos parecía el que no fuera más radical y que muchos no pagaran las culpas, hubo cosas admirables y aquello nos enseñó que la política es el arte de lo posible. Muchas historias de los dos bandos quedaron tapadas, pero creo que es mejor no menearlo; sería contraproducente.»
[Gabriel Tortella: “La historia es violencia al pasado”, en El País, 04.06.05]
«Tienen menos de 30 años. Nacieron cuando Franco ya había muerto. Son los nietos del desastre de la guerra civil. Durante la primera etapa de la Transición todavía jugaban con muñecas. Después comenzaron a oír por todas partes que en España la salida de la dictadura había sido una obra maestra de la democracia y que el resto del mundo admiraba ese milagro. Sus padres, si eran de izquierdas, callaban, lo daban por bueno; si eran de derechas, lo celebraban como una conquista propia; pero algunos maestros explicaron a estos jóvenes que la Transición tan modélica solo había sido un pacto tácito entre dos miedos.
Muerto el dictador, la derecha creía que los comunistas tenían minadas todas las alcantarillas de la sociedad; en cambio, la izquierda temía que los militares podían levantarse cualquier día para plancharla de nuevo. Se produjo un difícil equilibrio entre las dos fuerzas contrarias, cada una con las heridas del pasado abiertas todavía. Ambos bandos se neutralizaron mutuamente con un deseo inapelable: todo menos matarse otra vez, cualquier engendro político es preferible a otra tragedia. La izquierda sumida en un complejo de Estocolmo cedió mucho más en este equilibrio inestable. Las cunetas y barrancos estaban llenos de ejecutados que lucharon en el bando republicano. Desde la postguerra sus hijos no habían osado romper el silencio al que fueron obligados ni habían logrado sacudirse el terror de encima, pero habían conquistado derechos y amnistías, escaños en el Parlamento e incluso el poder en el Gobierno. Hay que dejarlo correr, dijeron. Pero los nietos de la izquierda, que no conocieron la dictadura, no se sienten obligados por el subconsciente a agradecer nada. Quieren que sus antepasados enterrados en barrancos y cunetas sean exhumados con honor para que sus almas reposen en paz y no vaguen como una sombra negra sobre la memoria colectiva. No se trata de política. Es solo una moral: están representando sin complejos la tragedia de Antígona.» [Manuel Vicent: “Los nietos”, en El País - 29/01/2012]
Del pensamiento único y de la memoria
«Algunos dicen ahora que fue el franquismo un periodo mucho más complejo de lo que suele proclamarse. Hombre, sobre todo, fue interminable y, después de enviar a bastantes miles de españoles al paredón y de tener a otros tantos encarcelados, se malcopió la seguridad social británica, se toleró la creación artística bajo la sombra acechante de la censura y de la policía, se intentó una política autárquica, que fracasó, y se siguió persiguiendo y ejecutando -menos, pero se siguió- hasta los días postreros del frío y cruel anciano de El Pardo.
Esta historia la tienen que aprender las jóvenes generaciones. Y que nadie diga que no les importa porque no es verdad: les importa, como nos importó a nosotros, los nacidos en la primera y segunda década del franquismo, y como a todos nos sigue importando la revolución soviética o la francesa o el holocausto o, más lejos, la dictadura de Julio César. La transición española y la voluntad, no de reconciliación sino de amnesia, deben darse por terminadas.»
[Miguel García-Posada: “Del pensamiento único y de la memoria”, en El País, 4 junio1998 - Nº 762]
Rastros del pasado
«España conoció hacia 1930 un momento de extraordinaria densidad cultural. La coincidencia de los prestigios que venían del 98 con la madurez de la generación del 14 y la avasalladora irrupción de la gente nueva, la que había nacido ya comenzando el siglo, convirtió con sus fuegos cruzados el marasmo que lamentaba Unamuno en aquel enjambre lleno de rumor renacentista que desde la lejanía evocaba Moreno Villa. No fue solo una explosión artística y literaria: arquitectos, ingenieros, físicos, químicos, matemáticos, pedagogos y hasta filósofos, gentes que iban y venían por Europa y Estados Unidos, que dominaban, con el del arte, el lenguaje de la ciencia.
Diez años después, de todo eso no quedó nada. Todo eso fue arrasado, exterminado. La magnitud de la represión y del exilio español de 1939 tuvo la dimensión de una catástrofe. Hasta Manuel de Falla, un beato en el más estricto sentido de la palabra, hubo de peregrinar a Argentina. No quedó nada, excepto cadáveres, campos de concentración, cientos de miles de prisioneros y exiliados, decenas de miles de ejecutados. Mil veces peor que la guerra, la represión desatada desde el día de la victoria dejó tras de sí un campo de desolación donde antes corrían torrentes de vida.
El espacio devastado por las ejecuciones y el exilio fue ocupado por gentes que venían del catolicismo, del fascismo o de ambas cosas a la vez. Falange se catolizó, los católicos se falangistaron y España produjo a mansalva aquel híbrido que fue el intelectual católico-fascista. De lo nacido de ese cruce quedaron numerosos rastros: ceremonias medievalizantes, exaltación del Caudillo como enviado de Dios, asalto a las posiciones de mando, cruzadas contra la anti-España, celebración de desfiles y procesiones, intelectuales en botas y correajes.
Un sector de quienes así ocuparon toda la escena en 1939 evolucionó con el tiempo y con la nueva perspectiva que introdujo la victoria de los aliados sobre el Eje. Algunos comenzaron entonces a prestar oído a los ecos que llegaban de aquel mundo borrado por la derrota. Intentaron ser “comprensivos” con una tradición de la que en 1939 todos habían abominado, establecieron relaciones con los más cercanos, les dieron cobijo en sus revistas aun a costa de sufrir las iras de los “excluyentes”, de quienes pretendían llevar a escritores tan inofensivos como Unamuno y Ortega a la hoguera de la Inquisición metiendo sus libros en el índice.
Convertidos a la tecnocracia autoritaria, los excluyentes acabaron por triunfar y los comprensivos por llevar a sus penúltimas consecuencias su intento de diálogo con la otra España, la exterminada o exiliada en 1939. En su nuevo caminar, sufrieron una considerable metamorfosis: devinieron liberales y demócratas, a la vez que construían una respetable obra personal y se erigían en mentores de las nuevas generaciones, las nacidas durante o inmediatamente después de la guerra. Pero, excepto uno, Dionisio Ridruejo, ninguno de ellos se enfrentó a cara de perro con su pasado católico-fascista: ni ellos, ni sus discípulos, que tienen aquello como un extravío en el que no es preciso insistir.
Quizá no sea preciso, en efecto, insistir: sólo insisten los maleducados. Pero, por lo que a esta generación se refiere, no es el caso de insistir, sino de conocer, pues los rastros que dejaron en el pasado han quedado como difuminados en sus memorias y recuerdos complacientes, o han sido calificados por sus discípulos como algo episódico y circunstancial que la transición a la democracia, con su exigencia de amnistía general, obligaba a olvidar. Y seguramente fue necesario olvidar como único medio de superar la escisión de la guerra, pero el olvido no se puede construir sobre un hueco de la memoria, sino sobre la comprensión de lo que fue.
Conocer para comprender: ésa es la tarea todavía pendiente. Nuestro trabajo no es el del juez, sino el del hermeneuta. No se trata de remover lo que sus mismos autores tuvieron, cuando demócratas, como basura, para satisfacer no se sabe qué asuntos pendientes. De lo que se trata es de que una comunidad política de ciudadanos libres no puede construirse sobre la censura del pasado, sobre obras completas cuidadosamente expurgadas. Esa generación intelectual ha desempeñado un alto magisterio y ha cultivado la búsqueda del supremo valor de la verdad: que la verdad se haga sobre su pasado será el mejor homenaje que pueda realizarse a su memoria.»
[Santos Juliá: “Rastros del pasado”, en El País, 25 de julio 1999 - Nº 1178]
El artículo más iluso
«Hace unos años, un venerable filósofo ya fallecido contó de viva voz, en una de esas charlas universitarias de verano, que al término de la Guerra Civil, y durante años, sus superiores académicos franquistas „le obligaron“ a espiar a sus colegas y a informar de sus „deslealtades“ o „desafecciones“ al régimen. El filósofo y profesor en cuestión, con su aura izquierdista en los últimos años de su vida, lo relató como una gracieta, como diciendo: „Fíjense qué cosas más chuscas pasaban en la dictadura“. Esto es, reconoció sin sonrojo haberse prestado a esa tarea delatora y no le concedió ninguna importancia. La prensa, entonces, contagiada por el tono casi festivo del conferenciante, o quizá obrando como precursora de esta impunidad ya generalizada e instalada del todo en nuestra sociedad, le rió la gracia y se hizo eco sin el menor escándalo y con idéntica ligereza, „Hay que ver qué cosas“. Como si el filósofo hubiera podido ser obligado a algo así en modo alguno. A espiar y chivarse nunca se obliga a nadie, a no ser con chantajes y amenazas que -aunque a veces sea muy difícil- uno siempre puede rechazar o desafiar o arrostrar. En todo caso, el profesor podía haber renunciado a su puesto en la Universidad, y así seguro que nadie lo habría „obligado“. Claro que ese filósofo, también por los mismos años cuarenta, era delegado de Tabacalera en su provincia natal (una prebenda mayúscula en aquellos tiempos), y en un libro de 1945 (convenientemente expurgado en los ochenta) hablaba del „triunfal alzamiento“, llamaba „aquellos días heroicos“ a los de la escabechina y tildaba de „jolgorio plebeyo“ el advenimiento de la República. Habría que preguntarse si también fue obligado a escribir todo eso y a ocupar su enjundioso cargo en Tabacalera.
Hace poco le exhumaron un viejo artículo de loas a Franco a un prestigioso columnista que se caracteriza por ser en apariencia muy exigente consigo mismo y sobre todo con los demás. Presume de aguafiestas y de no morderse la lengua, y en efecto no lo hace. Ni siquiera como yo en este escrito, en el que me abstengo de mencionar los nombres, aun a riesgo de parecer nebuloso o medroso (antes prefiero ésas que otras acusaciones posibles). Él no es medroso ni nebuloso, a menudo dice: „Fulano de Tal, lo recuerdo, lo conozco, hizo esto y aquello durante la dictadura o la guerra“. Ahora le han devuelto la moneda, y entre quienes lo han hecho hay un sujeto que fue director del periódico más franquista de todos, Arriba, y presidente de un sindicato vertical de ese régimen, y que a su vez quita importancia a tanta entrega. Lo sorprendente y lamentable es que el columnista hoy expuesto se haya mostrado extraordinariamente autoindulgente a la hora de justificarse. Tras citar él mismo -ahora, ya- párrafos de su desenterrada pieza de 1944 („la figura egregia del Caudillo Franco“, „el mensaje recto de destino y enderezador de Historia que José Antonio traía es fecundo y genial en el cerebro y la mano del Generalísimo“), añade: „Suave para lo que estaba pasando: para su capacidad de crimen: y mi situación. Eso sí, sobreviví. No morí en pie..., no mataron a mi padre: viví de rodillas. Luego, me levanté“. Y en otra ocasión ha agregado: „Lo que deseaba, y deseo, es sobrevivir, y a veces hay que cambiar el gesto para seguir adelante, uno tiene que plegarse a ciertas condiciones y personas“. Sin duda no le faltará razón pero luego iré con eso.
Un ejemplo más, hace sólo semanas. Un muy premiado novelista se dignaba responder en una entrevista a una pregunta sobre su actividad como censor en los años cuarenta. No se limitó a bufar esta vez, contestó: „Me hice censor para poder comer, para tener un mínimo sueldo... Entonces no había una perra para nadie“. Habría que preguntarse en este caso si fue también para poder comer por lo que en 1937, en plena Guerra Civil, se ofreció como delator de sus conocidos madrileños a las autoridades franquistas, o si fue para tener un mínimo sueldo por lo que se dejó condecorar por ese régimen en los años cuarenta, o en los cincuenta „subvencionar“ por un dictador suramericano y escribió una novela para él.
Los que hemos nacido después de la Guerra Civil y de la primera y más dura posguerra no tendríamos, en principio, apenas autoridad para juzgar lo que escribieron o hicieron quienes padecieron ambas plagas a edades ya responsables. Ninguno podemos saber a ciencia cierta cómo habríamos obrado en aquellas circunstancias, acaso habríamos incurrido en bajezas mayores, quién sabe. Lo malo para estas personas, lo malo para el filósofo, y el columnista, y el novelista, es lo mismo que es malo para el joven autor del volumen de artículos reseñado, a saber: que hay y hubo otros que no hicieron lo que hicieron ellos, en las mismas circunstancias. Y eso es lo inadmisible: lo ofensivo es que, para justificarse ellos, intenten pasar por buena la idea de que „otra cosa no se podía hacer“; o de que „se pringó todo el mundo“; o de que quien más quien menos se veía „obligado“ a actuar en contra de sus convicciones y su voluntad. Luego ellos, al fin y al cabo, son como los demás.
El problema es ése: que no son como los demás. Los hubo infinitamente peores, y mejores que éstos sí son ellos. Pero también los hubo de otra pasta, y a ésos no se los puede ofender. Hubo quien no tuvo un cargo ni un puesto ni trabajo alguno precisamente para que no pudieran „obligarlo“ a nada bajo la amenaza de quitárselos; hubo quien no entró en la Universidad porque ni siquiera se le permitió o porque no quiso jurar fidelidad a los principios del Movimiento, como era preceptivo; hubo quien jamás pudo volver a ejercer su profesión, de abogado, de médico, de arquitecto, de periodista; hubo quien no tuvo para comer, ni tan siquiera un mínimo sueldo, y no estuvo dispuesto a censurar y así conseguirlo; y para quien efectiva y literalmente no hubo una perra, y así lo pasó peor que el que se las sacó con argucia; hubo también quien no se puso de rodillas -quizá ni pudo elegir-, ni se plegó a ciertas condiciones y personas, quien no se prestó a escribir ninguna loa a Franco y a su cerebro y su mano, ni siquiera algo „suave“, porque le estaba prohibido publicar nada en la prensa; hubo quien se quedó en la cárcel y quien se exilió para no regresar; hubo quien vivió aquí en el llamado „exilio interior“, sin levantarse nunca; hubo quien vio cómo mataban a sus familiares. Y hubo quien fue fusilado o asesinado sin más, y ya no pudo seguir adelante ni hacer nada por sobrevivir, ni puede decir ahora nada para explicarse ni justificarse. Eso es lo malo. Que no sólo los hay peores con los que compararse, como parecen pretender estos autoindulgentes de hoy. Por mucho que intenten y les convenga olvidarse, también los hubo mejores. O simplemente -y vuelvo a las palabras en desuso, antiguas- más rectos, o más dignos, o más resistentes, o más orgullosos, o más escépticos, o más asqueados, o más derrotados, no sé: aquéllos a los que no quedaron acaso fuerzas ni ánimo para desear más nada, ni sobrevivir. Que sobreviva su memoria al menos, que no se borre su triste y languideciente o pasada existencia, por incómoda que resulte a los vivos o supervivientes que hacia ese espejo mejor, sin azogue y espectral y resquebrajado, nunca quieren ni se dignan mirar.»
[Javier María: “El artículo más iluso”, en El País, 26 de junio 1999 - Nº 1149]
1936
«Tienen razón sus señorías del PP al negarse a secundar la condena del golpe de Estado de 1936, que, al fracasar, dio paso a una guerra civil dirigida por los cuatro Pinochet del Ejército español, pero respaldado por una importante base social que hasta hace muy poco era llamada „franquismo sociológico“.
Donde se equivocan los del PP es en la utilización de la fracasada revolución izquierdista y separatista de 1934 como pretexto de la guerra civil.
Lo de octubre de 1934 fue una magnífica oportunidad para que el Gobierno liberal conservador de entonces dejara que los aspirantes a Pinochet ensayaran en la represión de Asturias procedimientos de guerra colonial, muy útiles después a lo largo de la guerra civil y de la inacabable posguerra.
Mayoritariamente ahijados, hijos o nietos de los ganadores de la guerra civil y evidentemente ganadores de la transición, sus señorías del PP no tienen por qué condenar a la gallina de sus huevos, me refiero a los de oro, naturalmente. Veteranos prohombres del PP actual en los años sesenta se jactaban de la represión de las huelgas mineras de Asturias que les eran contemporáneas y de tener un mosquetón preparado por si era necesario lanzarse al monte a defender la democracia orgánica.
Es lógico que herederos directos de estos personajes hayan protagonizado la batalla dialéctica de la condena o no condena del alzamiento militar del 36. La posmodernidad ha recuperado los valores de la familia y hay que ser un hijo o nieto agradecido de los que tanto hicieron para hacerles llegar la herencia de su hegemonía.
Los que desde la izquierda convencional plantearon la revisión crítica del alzamiento de 1936 son víctimas de la moda de los arrepentimientos ucrónicos que lanzó el Vaticano pidiendo disculpas por el turbio asunto de Galileo. La Iglesia católica necesita chupar cámara cueste lo que cueste porque pasa por un mal momento de instalación en el mercado de las religiones, pero las derechas están mejor que nunca, y a santo de qué han de arrepentirse de haber inventado aquel pinochetazo que les devolvió el poder para siempre.»
[M. Vázquez Montalbán: “1936”, en El País - 20 septiembre 1999 - Nº 1235]
Política de la historia
«La historia mal enterrada se rebela contra sus sepultureros cuando pretenden hacer política con ella. La prueba la han ofrecido los diputados del Congreso con dos proposiciones no de ley para conmemorar el 60 aniversario del exilio. Es irónico que la primera proceda del PSOE, que dispuso de 14 años de poder casi absoluto y de un aniversario algo más rotundo -el 50- para rendir tributo al exilio y no lo hizo. Quizá la poca práctica sea la causa de su confusión al definir el origen de aquel trauma como un „golpe fascista militar“, según se lee en la exposición de motivos, o un „levantamiento militar“, como se dice en la proposición. En el primer caso sobra lo de fascista, en el segundo lo de levantamiento; pues si se califica de fascista, de lo que se habla es de una conquista del poder desde fuera del Estado por un partido político, a la manera en que los socialistas lanzaron también su revolución en octubre de 1934; vaya una cosa por la otra, dicen quienes justifican el golpe militar de julio de 1936. Y si se habla de levantamiento, se le otorga una dimensión popular que lo legitima, como lo hizo el cardenal Pla y Deniel cuando lo bautizó como „plebiscito armado“.
Por el lado del PP, cogido a contrapié por un texto que era en verdad un trágala, el origen de la guerra no es que sea confuso, es que ni se menciona. Aquí lo que hubo fueron tres años de enfrentamiento fratricida, de siniestra y sangrienta guerra; una guerra como caída del cielo. Y tampoco es eso: acumular adjetivos suele nublar la claridad del concepto. La guerra, que no se entiende en su desarrollo sin las profundas escisiones que dividieron a la sociedad española y europea en los años treinta, fue el resultado inmediato de un golpe de Estado militar, al que no es preciso añadir ningún calificativo más. Si el Ejército se hubiera mantenido leal a la República, como en 1934 frente a la revolución socialista y a la proclama catalanista, o hubiera sido capaz de organizar un golpe unánime contra ella, como hizo en 1923 contra la Constitución monárquica, la guerra nunca habría sido posible: nadie más que los militares disponían de armas para iniciar una guerra.
En todo caso, la cuestión de los orígenes de una guerra civil tan catastrófica como la española será siempre motivo de debate político y de discusión histórica. Lo que no tiene sentido es que por presumir ahora de lo muy antifranquistas que son algunos señores diputados, el Congreso haya ofrecido el lamentable espectáculo de hacer política -electoral, para mayor escarnio- con un drama de tan irreparables consecuencias como fue el exilio y no haber llegado a una resolución unánime, de carácter institucional, acordada por todos los grupos. El exilio español de 1936-39 tuvo un alcance infinitamente superior y causó unos sufrimientos tan horribles al menos como los ocasionados por ETA en todos los años de su criminal actividad: es una vergüenza que por hacer política de la historia no hayan merecido las víctimas del exilio un tratamiento del Congreso exactamente igual al que han obtenido, con toda razón y justicia, las víctimas del terrorismo.»
[Santos Juliá: “Política de la historia”, en El País – 19.09.1999 - Nº 1234]
«Mary sale de paseo con los niños bajo un cielo acorazado de nubes negras y encuentra a su amigo Bart, pintando paisajes sobre las baldosas de la acera. Cuando empieza a tronar, los cuatro se cogen de las manos, cierran los ojos, saltan sobre el más bonito y... ¡Oh! Ahora están en un mundo de dibujos animados a todo color, donde los caballos vuelan y los peces bailan un fox-trot. ¿No es maravilloso?
Ese proceso, cerrar los ojos, cogernos de las manos y saltar sobre un paisaje de irreal felicidad, fue el precio del indiscutible éxito institucional de la Transición española. Es cierto que nos estaban apuntando desde las azoteas, pero lo que vale en una película, no funciona en la realidad. Renunciar a nuestra tradición democrática, omitir una ruptura oficial, expresa y contundente, con el golpe de Estado que causó la Guerra Civil, fingir que toda la sangre derramada durante 40 años no hizo mella en nuestras conciencias, produjo una democracia de colores, vistosa, fotogénica, pero congénitamente débil. Esa fragilidad de Estado sin memoria, sin raíces, edificado en el aire de su propia soberbia, se manifiesta en las grietas, las inconcebibles fisuras que consienten que un partido fascista, y orgulloso de serlo, siente en un banquillo al único juez que ha investigado los crímenes del franquismo. Basta ya. Porque Mary Poppins no era española. Y nunca es tarde para hacer las cosas bien.»
[Almudena Grandes: “Mary Poppins”, en El País - 19/04/2010]
«Hubo un acuerdo, después de la dictadura, de no pasar factura a nadie. Es algo que ahora la gente reclama mucho, pero olvida que aunque se hubiera querido hacer, en los 80 los únicos que mantenían las armas eran los del ejército que seguían siendo franquistas como se demostró con el fallido golpe de Estado del 23-F. Si alguien hubiera dicho ‘queremos que se juzgue a los culpables del franquismo’ habría caído en el vacío. Fue acertado no llevar a nadie al banquillo, aunque eso supusiera renunciar a muchas cosas. Pero sin duda eso contribuyó a que pasáramos a tener un país más o menos normal, por muy imperfecta que sea la democracia y más imperfecta que esté ahora. No sé si fue una bajada de pantalones, como dicen algunos, pero conseguimos mucho a cambio. Se olvida que los periodos de libertad en España se contaban por trienios y ahora llevamos cerca de 40 años.
Una cosa es que no se pasaran cuentas y existiera una especie de amnistía general y otra es que no se pudieran saber las cosas. Y ahí es donde quizá hubo una exageración, en el ocultamiento, y eso es más irritante porque es en lo que seguimos, hasta cierto punto. En la novela hay un personaje que quiere saber algo del pasado de un amigo y luego desiste. Dice que si perdiera esa amistad al involucrarse en lo que él hizo hace muchos años, y que luego ha reparado, sería el mayor imbécil de un país donde nadie está haciendo eso. Donde se están dejando pasar las cosas. Así renuncia a saber. Eso refleja la época, 1980, y lo que ha pasado en este país. Pero no es solo reflejo de una época española sino de la historia de la humanidad. En realidad, en casi todas partes el número de crímenes que han sido juzgados y castigados es mínimo. No se puede llevar a todo un país, y ni siquiera a medio, al banquillo, salvo en una dictadura, si eres Stalin, Franco o Hitler, y ¿quién quería eso?
No es que sea conformista, es la aceptación de que así son las cosas. Hay un momento en que dices: ‘Hay que convivir’. Pero me parece bien que queramos reclamar la verdad, y que se diga lo que sucedió. Una cosa es que no se lleve a nadie al banquillo y otra que algunos hubieran empezado a crearse biografías festivas. A veces los cambios de chaqueta son sinceros. Pero mi padre decía: ‘No creo en arte de magia’. En personas que un día están aquí y al día siguiente allá, hay que ver su desplazamiento. Tenía razón. Incluso muchos intelectuales tuvieron actuaciones dudosas u oportunistas y fueron cambiando, algunos de manera sincera. Nunca es lo mismo una guerra con los demás que con uno mismo.» [Javier Marías, en El País – 14.09.2014]
Incómodo pasado
«Con la muerte de Manuel Fraga la mayoría de los medios de comunicación nos regalaron la vista y el oído con unas cuantas horas de música celestial. El disco solo tenía cara A: hombre de Estado, político extraordinario, uno de los más importantes del siglo XX español, padre de todo lo bueno que puede exhibir la derecha actual en el poder. Pocos hicieron sonar la cara B, la otra cara del mismo disco, inseparable, compuesta con anterioridad, cuando la música tenía un solo director.
Fraga fue ministro de Franco, desde 1962 a 1969, y ministro del Gobierno de Arias Navarro que se formó tras la muerte de su caudillo, desde el 12 de diciembre de 1975 hasta el 1 de julio de 1976. Nunca fue ministro con la democracia. Su autoridad nació de la dictadura y tuvo después en sus manos durante unos meses, como ministro de Gobernación, todo el aparato represivo intacto, ese que cargaba en las calles contra los manifestantes, detenía y encarcelaba de forma arbitraria y sin garantías, torturaba en los cuarteles y comisarías y, si hacía falta, disparaba mortalmente a los trabajadores, como en Elda, Tarragona, San Adrián de Besós, Basauri o en el asalto policial a la iglesia vitoriana de San Francisco de Asís, una masacre que dejó cinco muertos y decenas de heridos. Y todo ello en apenas medio año, donde quedó al descubierto el talante reformista de los franquistas sin Franco, cómo trataban a opositores y huelguistas, "desórdenes callejeros" los llamaban, y la impunidad de las fuerzas armadas.
La historia de Europa del siglo XX proporciona abundantes ejemplos de políticos que transitaron desde las dictaduras a las democracias. Ocurrió en los países dominados por los fascismos hasta 1945, por el comunismo hasta 1989 y en Grecia, Portugal y España tras 1974-1975, los únicos lugares del continente donde seguían en pie dictaduras salidas del firmamento político de la ultraderecha.
Fraga no fue, por lo tanto, un caso excepcional ni caminó solo por la pedregosa senda que conducía del autoritarismo a la libertad. Y como otros muchos compañeros de viaje, tampoco tuvo que quitarse el caparazón franquista para distanciarse de los sectores más inmovilistas y participar en el cambio político.
En noviembre de 2005, 30 años después de la muerte del dictador, o 27 desde la aprobación de la Constitución, de la que dicen que fue uno de los padres, en una entrevista publicada en Corriere della Sera, hacía una desaforada defensa de Francisco Franco y de su régimen político, recordando a los italianos las excelencias del que fue durante tanto tiempo su jefe y los enormes beneficios que su sistema de gobierno ("ni fascista, ni totalitario") dejó a todos los españoles.
Una explicación de ese tipo puede causar sonrojo, cosas de don Manuel, del hombre de Estado. Ocurre, sin embargo, que se refiere a una historia real de asesinatos, tortura y violación sistemática de los derechos humanos, que destruyó a familias enteras e inundó la vida cotidiana de miedo, humillación y castigo. Y todo eso, además de las circunstancias de la muerte y paradero de decenas de miles de víctimas, es lo que intentó investigar Baltasar Garzón, juzgado ahora por la Sala Penal del Tribunal Supremo, ante la indiferencia y el desprecio de muchos, hacia él, hacia las víctimas y hacia todos aquellos que quieren honrarlas.
Fraga tenía poderosas razones para pensar eso de la dictadura de Franco, antecedente necesario de la democracia, a la que él tanto dio, como nos ha recordado la música orquestada por sus seguidores ideológicos y de partido. Y así, a través de imágenes autocomplacientes, libres de zonas oscuras, jaleadas por los medios de comunicación más afines, dicen que esa historia, no otras, ya es pasado y hay que mirar al futuro. Mientras tanto, el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia insiste en que el régimen franquista, tenía razón don Manuel, no fue "fascista ni totalitario". Y las políticas de gestión de la historia y memoria de ese pasado violento desaparecen con la excusa de la crisis, arrinconadas por los nuevos gobernantes. Y Garzón en el banquillo.» [Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, en El País - 05/02/2012]
Impressum | Datenschutzerklärung und Cookies
Copyright © 1999-2018 Hispanoteca - Alle Rechte vorbehalten