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El idealismo alemán visto por Manuel García Morente

(comp.) Justo Fernández López

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«La actividad del pensar es la que crea el objeto como objeto pensado. No es, pues, que el objeto sea, exista, y luego llegue a ser pensado (que esto sería el residuo de realismo aún palpitante en Descartes, en los ingleses y en Leibniz) sino que la tesis fundamental de Kant estriba en esto: en que objeto pensado no significa objeto de primero es y que luego es pensado, sino objeto que es objeto porque es pensado; y el acto de pensarlo es al mismo tiempo el acto de objetivarlo, de concebirlo como objeto y darle la cualidad de objeto. Y del mismo modo, en el otro extremo de la polaridad del pensamiento, en el extremo del sujeto, no es que el sujeto sea primero y por ser sea sujeto pensante. Éste es el error de Descartes. Descartes cree que tiene de sí una intuición, la intuición de la substancia, uno de cuyos atributos es el pensar. Pero Kant muestra muy bien que el sujeto, la substancia, es también un producto del pensamiento. De modo que el sujeto pensante no es primero sujeto y luego pensante, sino que es sujeto en la correlación del conocimiento, porque piensa, y en tanto y en cuanto que piensa. De esta manera Kant consigue eliminar totalmente el último vestigio de “cosa en sí”, vestigio de realismo que aún perduraba en los intentos de la metafísica idealista de los siglos XVII y XVIII.

Pero al mismo tiempo que Kant remata y perfecciones el pensamiento idealista, introduce en este pensamiento algunos gérmenes que vamos a ver desenvolverse y dilatarse en la filosofía que sucede a Kant. Esos gérmenes son principalmente dos: primero, esa “cosa en sí” que Kant ha logrado eliminar en la relación de conocimiento, esa cosa “en sí”, si nos fijamos bien en lo que significa, encontramos que su sentido es el de satisfacer el afán de unidad, el afán de incondicionalidad que el hombre, que la razón humana siente. Si en efecto el acto de conocer consiste en poner una relación, una correlación entre el sujeto pensante y el objeto pensado, resulta que todo acto auténtico de conocer está irremediablemente condenado a estar sometido a condiciones; es decir, que todo acto de conocimiento conoce, en efecto; una relación; pero esa relación, puesto que lo es, puesto que es relación, plantea inmediatamente nuevos problemas, que se resuelven inmediatamente también mediante el establecimiento de una nueva relación; y en esto de anudar relaciones, de determinar causas y efectos, que a su vez son causas de otros efectos y que a su vez son efectos de otras causas; en esta determinación de una red de relaciones, el afán cognoscitivo del hombre no descansa. Y ¿por qué no descansa? Porque no se hallará satisfecho sino cuando logre un objeto pensado, un objeto que luego de conocido, no le plantee nuevos problemas, sino que tenga en sí la razón integral de su propio ser y esencia y de todo cuanto de él se derive. Este afán de incondicionalidad, o afán de “absoluto”, no se satisface con la ciencia positivas; la cual no nos de más que contestaciones parciales, fragmentarias o relativas, mientras que lo que anhelamos es un conocimiento absoluto, esa “cosa en sí” que ingenuamente creen los realistas captar por medio del concepto aplicado a la substancia.

Pero ese afán de “absoluto”, aunque no puede ser satisfecho por la progresividad relativizante del conocimiento humano, representa, sin embargo, una necesidad del conocimiento. El conocimiento aspira hacia él; y entonces, ese absoluto incondicionado se convierte para Kant en el ideal del conocimiento, en el término al cual el conocimiento propende, hacia el cual se dirige o como Kant decía también: en el ideal regulativo del conocimiento, que imprime al conocimiento un movimiento siempre hacia adelante. Ese ideal del conocimiento, el conocimiento no puede alcanzarlo. Sucede que cada vez que el hombre aumenta su conocimiento y cree que va a llegar al absoluto conocimiento, ese encuentra con nuevos problemas y no llega nunca a ese absoluto. Pero ese absoluto, como un ideal al cual se aspira, es el que da columna vertebral y estructura formal a todo el acto continuo del conocimiento.

Esta idea novísima en la filosofía (que podríamos expresar diciendo: que lo absoluto en Kant deja de ser actual para convertirse en potencial) es la que cambia por completo la faz del conocimiento científico human; porque entonces, el conocimiento científico resulta ahora no un acto único, sino una serie escalonada y eslabonada de actos, susceptibles de completarse unos por otros, y por consiguiente susceptibles de progresar, de progreso. Esta primera idea es, pues, en Kant, fundamental, muy importante.

La segunda es que la consideración de ese mismo absoluto, de ese mismo incondicionado (que el conocimiento aspira a captar y que no puede captar; pero cuya aspiración constituye el progreso del conocimiento) ese mismo absoluto aparece, desde otro punto de vista, como la condición de la posibilidad de la conciencia moral. La conciencia moral, que es un hecho, no podría ser lo que es si no postulase ese absoluto, si no postulase la libertad absoluta, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Y esta primacía de la razón práctica o de la conciencia moral es la segunda de las características del sistema kantiano, que lo diferencia de sus predecesores; y toda la filosofía que ha de suceder a Kant arranca, precisamente, de esas dos características de Kant. La filosofía que sucede a Kant, toma su punto de partida de ese absoluto, que para Kant es el ideal del conocimiento por una parte, y por otra, el conjunto de las condiciones “a priori” de la posibilidad de la conciencia moral.

Y así, los filósofos que suceden a Kant se diferencian de Kant, de una manera radical y se asemejan a Kant de una manera perfecta. Se diferencian radicalmente de él en su punto de partida. Kant había tomado como punto de partida de la filosofía la meditación sobre la ciencia fisicomatemática, ahí existente, como un hecho; y también la meditación sobre la conciencia moral, que también es otro hecho, o, como Kant dice, “factum”, hecho de la razón práctica. Pero, los filósofos que siguen a Kant abandonan ese punto de partida de Kant; ya no toman como punto de partida el conocimiento y la moral, sino que toman como punto de partida lo “absoluto”. Ese algo absoluto e incondicionado es lo que da sentido y progresividad al conocimiento, y lo que fundamenta la validez de los juicios morales. Pero al mismo tiempo, digo que se asemejan a Kant; porque de Kant han tomado este nuevo punto de partida. Lo que para Kant era una transformación de la metafísica antigua en una metafísica ideal, es para ellos, ahora, propiamente, la primera piedra sobre la cual tiene que edificar su sistema. Y así, si me permiten ustedes el esfuerzo arriesgadísimo, aventuradísimo, de reducir a un esquema claro lo que hay de común en los tres grandes filósofos que suceden a Kant –Fichte, Schelling y Hegel– yo me atrevería audazmente a bosquejarles a ustedes el esquema siguiente.

Primero, estos filósofos, los tres, parten de la existencia de lo absoluto. A la pregunta metafísica fundamental que nosotros desde el principio de este curso hemos planteado (¿qué es lo que existe?) contestan: existe lo absoluto, lo incondicionado; existe algo, cuya existencia no está sujeta a condición alguna. Éste es para ellos el punto de partida. Algún perito en filosofía puede descubrir aquí la influencia que sobre estos pensadores ejerce Espinosa, que fue descubierto en Alemania precisamente en este momento, en la época de la muerte de Kant. Es, pues, para ellos, lo absoluto, el punto de partida.

Segundo, también común a los tres grandes pensadores que siguen a Kant, la idea de que ese absoluto, ese ser absoluto, que han tomado como punto de partida, es de índole espiritual. Es pensamiento, o bien acción, o bien razón, o bien espíritu. Es decir, que estos tres grandes pensadores consideran y conciben ese absoluto bajo una u otra especie, pero siempre bajo una especie espiritual; ninguno de ellos lo concibe bajo una especie material; ninguno de ellos con concibe materialísticamente.

En tercer lugar, los tres consideran también que ese absoluto, que es de carácter y de consistencia espiritual, se manifiesta, se fenomenaliza, se expande en el tiempo y en el espacio, se explicita poco a poco en una serie de trámites, sistemáticamente enlazados; de modo que ese absoluto, que tomado en su totalidad es eterno, fuera del tiempo, fuera del espacio, y constituye la esencia misma del ser, se tiende –por decirlo así– en el tiempo y en el espacio. Su manifestación da de sí, de su seno, formas manifestativas de su propia esencia; y todas esas formas manifestativas de su propia esencia fundamental constituyen lo que nosotros llamamos el mundo, la historia, los productos de la humanidad, el hombre mismo.

Por último, en cuarto lugar, también es común a estos grandes filósofos sucesores de Kant, el método filosófico que van a seguir y que va a consistir para los tres, en una primera operación filosófica que ellos llaman intuición intelectual, la cual está destinada, encaminada a aprehender directamente la esencia de ese absoluto intemporal, la esencia de esa incondicionalidad; y después de esta operación de intuición intelectual, que capta y aprehende lo que el absoluto es, viene una operación discursiva, sistemática y deductiva, que consiste en explicitar, a los ojos del lector, los diferentes trámites mediante los cuales ese absoluto intemporal y eterno se manifiesta sucesivamente en formas varias y diversas en el mundo, en la naturaleza, en la historia.

Por consiguiente, estos filósofos serán esencialmente sistemáticos y constructivos. La operación primera de la intuición intelectual les da, por decirlo así, el germen radical del sistema. La operación siguiente, de la construcción o de la deducción trascendental, les da la serie de los trámites y la conexión de formas manifestativas en el espacio y en el tiempo, en que esa esencia absoluta e incondicionada se explicita y se hace patente.

Todos estos caracteres, que digo que son comunes a los tres grandes filósofos que suceden a Kant, los ven ustedes perfectamente influido o derivados por esa transformación que Kant ha hecho en el problema de la metafísica. Kant ha dado al problema de la metafísica la transformación siguiente: la metafísica buscaba lo que es y existe “en sí”. Ahora bien; para el pensamiento científico nada es ni existe en sí, porque todo es objeto de conocimiento, objeto pensado para un sujeto pensante. Pero eso que buscaba la metafísica y que no es en sí, ni existe en sí, es sin embargo una idea regulativa para el conocimiento discursivo del hombre: las matemáticas, la física, la química, la historia natural. Y esa idea regulativa representa lo contrario de los objetos del conocimiento concreto. Si los objetos de conocimiento concreto son relativos, correlativos al sujeto, esa otra idea regulativa, representa lo absoluto, lo completo, lo total, lo que no tiene condición alguna, lo que no necesita condición. De aquí arrancan, entonces, los sucesores de Kant. De este absoluto es de lo que ellos partes, en vez de ser, como Kant, a lo que se llega.

Fichte, por ejemplo, parte de lo absoluto y verifica la intuición intelectual de lo absoluto; y entonces, merced a esa intuición intelectual de lo absoluto, intuye lo absoluto bajo la especie de yo. Bajo la especie de yo absoluto, no bajo la especie del yo empírico, sino del yo en general, de la subjetividad en general. Mas el yo absoluto, que es lo que el absoluto es (el absoluto es el yo), no consiste en pensar, sino que el pensar viene después. Consiste en hacer, en una actividad. La esencia de lo absoluto, del yo absoluto, es para Fichte la acción, la actividad. Y el yo absoluto, mediante su acción, su actividad, necesita para esa acción, para esa actividad, un objeto sobre el cual recaiga esa actividad; y entonces, en el acto primero de afirmarse a sí mismo como actividad, necesariamente tiene que afirmar también el “no yo”, el objeto, lo que no es el yo, como término de esa actividad. [...]

Pero como el yo del hombre empírico, es fundamentalmente acción, el conocimiento tendrá que venir como preparación para la acción. El conocimiento es una actividad subordinada. En Fichte reconocen ustedes la primacía de la conciencia moral de Kant. El conocimiento es una actividad subordinada, que tiene por objeto el permitir la acción, el proponerle al hombre acción. El yo es plenamente lo que es, cuando actúa moralmente. [...]

Tomemos ahora a Schelling. Schelling es una personalidad intelectual de tipo completamente distinto de Fichte. Fichte es un apóstol de la conciencia moral; es un apóstol de la educación popular. Fichte es un hombre para quien todo conocimiento y toda ciencia tiene que estar sometida al servicio de la acción moral. En cambio, Schelling es un artista; la personalidad de Schelling es la personalidad de un estético, de un contemplativo. Por eso la filosofía del uno y del otro, son completamente diferentes, dentro de ese mismo esquema general que les expuse a ustedes antes.

También Schelling parte de lo absoluto, lo mismo que Fichte; pero si lo absoluto para Fichte era el yo activo, para Schelling lo absoluto es la armonía, la identidad, la unidad sintética de los contrarios, aquella unidad total que identifica en un seno materno, en lo que llamaba Goethe las protoformas, o en la traducción de una palabra griega “las madres” (conceptos madres). Lo absoluto para Schelling es la unidad viviente, espiritual, dentro de la cual están como en germen todas las diversidades que conocemos en el mundo. Y así esa unidad viviente se pone primero, se afirma primero como identidad. Entre todo cuanto es y cuanto existe hay para Schelling una fundamental identidad; todo es uno y lo mismo; todas las cosas, por diferentes que parezcan, vistas desde un cierto punto, vienen a fundirse en la matriz idéntica de todo ser, que es lo absoluto.

El primer trámite de diversificación de este absoluto es el que distingue por un lado la naturaleza, y por el otro el espíritu. Esa distinción pone las primeras dos ramas del tronco común (por un lado, las cosas naturales y por el otro lado, los espíritus, los pensamientos, las almas). Pero la distinción nunca es abolición de la identidad. La naturaleza está colmada de espíritus; como el espíritu es a su modo también naturaleza.

Schelling tiene una visión extraordinariamente aguda para todos aquellos fenómenos naturales, como son los fenómenos de la vida, de los animales, de las plantas, que patentemente son fenómenos en donde la naturaleza está maridada, casada, unida con algún elemento viviente, trepidante y espiritual. Pero también fuera de la naturaleza vive, en la naturaleza inerte, inorgánica, encuentra Schelling los vestigios del espíritu, como en esas magníficas reflexiones que hace, sublimemente escritas, con una belleza de lenguaje extraordinaria; esas magníficas reflexiones que hace sobre la cristalización de los cuerpos, en donde muestra que un cuerpo, por pequeño que sea, que se cristalice, por ejemplo en exaedro, lleva dentro de sí la forma exaedro; por peque que sea, un átomo de cuerpo que cristalice en exaedro, si se machaca y se toma la más mínima partícula es también un exaedro. Tiene pues, alma de exaedro. Hay un espíritu hexaédrico dentro de él. Esa fusión o identificación está en todas las diversificaciones de la naturaleza y del espíritu. y en cualquiera de las formas, y en cualquiera de los objetos y en cualquiera de las cosas concretas que tomamos vemos y encontraremos la identidad profunda del lo absoluto.

Pues, si tomamos ahora a Hegel, nos encontraremos con un tercer tipo humano completamente distinto de los dos anteriores. Si Fichte fue un hombre de acción moral, un apóstol; si Schelling fue un delicado artista, Hegel es el prototipo del intelectual puro, el prototipo del hombre lógico, el pensador racional, frío. Cuando era estudiante, sus compañeros le llamaban “el viejo”. Porque realmente era viejo antes de tiempo y fue, toda su vida “el viejo”.

Para Hegel, lo absoluto –que es el punto de partida siempre– es la razón. Eso es lo absoluto. A la pregunta metafísica –¿qué es lo que existe?– contesta: existe la razón. Todo lo demás son fenómenos de la razón, manifestaciones de la razón. Pero ¿qué razón? Sin duda no la razón estática, la razón quieta, la razón como una especie de facultad captativa de conceptos, siempre igual en sí misma, dentro de nosotros. Nada de eso. Por el contrario: la razón es concebida por Hegel como una potencia dinámica, llena de posibilidades, que se van desenvolviendo en el tiempo; la razón es concebida como un movimiento; la razón es concebida, no tanto como razón, sino más bien como razonamiento.

Pensad un momento en lo que significa razonar en lo que quiere decir pensar. Razonar, pensar, consiste en proponer una explicación, en excogitar un concepto, en formular mentalmente una tesis, una afirmación; pero, a partir de ese instante, empezar a encontrarle defectos a esa afirmación, a ponerle objeciones, a oponerse a ella. ¿Mediante qué? Mediante otra afirmación igualmente racional, pero antitética de la anterior, contradictoria de la anterior.

Esa antítesis de la primera tesis plantea a la razón un problema insoportable; es menester que la razón haga un esfuerzo para hallar un tercer punto de vista, dentro del cual esta tesis y aquella antítesis quepan en unidad; y así, continuamente, va sacando la razón, por medio del razonamiento, de sí, un número infinitamente vasto de posibilidades racionales insospechadas. La razón, pues, es el germen de la realidad. Lo real es racional y lo racional es real; porque no hay posición real que no tenga su justificación racional, como no hay tampoco posición racional que no esté, o haya estado, o haya de estar en lo futuro realizada.

Por consiguiente, de esa razón que es lo absoluto, mediante un estudio de sus trámites internos –que llama Hegel lógica, dándole a la palabra un sentido hasta entonces no habitual– mediante el estudio de la lógica, o sea de los trámites que la razón requiere al desenvolverse, al explicitarse ella misma, la razón va realizando sus razones, va realizando sus tesis, luego las antítesis, luego otra síntesis superior; y así la razón misma va creando su propio fenómeno, va manifestándose en las formas materiales, en las formas matemáticas que lo más elemental de la razón, en las formas causales, que son lo más elemental de la física, en las formas finales que son las formas de los seres vivientes y luego en las formas intelectuales, psicológicas, en el hombre, en la historia.

Así, todo cuanto es, todo cuanto ha sido, todo cuando será no es sino la fenomenalización, la realización sucesiva y progresiva de gérmenes racionales, que están todos en la razón absoluta.

Todos estos filósofos han partido de lo absoluto. No han partido de datos concretos de la experiencia, ni tampoco el hecho de la ciencia fisicomatemática, ni del hecho de la conciencia moral, sino que han partido de lo absoluto, intuido intelectualmente y desenvuelto luego sistemática y constructivamente en esos magníficos abanicos de los sistemas, que se despliegan ante el lector, deslumbrándolo con la belleza extraordinaria de su deducción trascendental.

Llenaron estos hombres la filosofía de la primera mitad del siglo XIX. Pero estos hombres habían exagerado un poco. Su error consistió en que se separaron demasiadamente de las vías que seguía el conocimiento científico; se apartaron demasiado de ellas; no las tuvieron en cuenta ni como punto de partida ni como punto de llegada. Se empeñaron en que su deducción trascendental, esa construcción sistemática que partía de lo absoluto, comprendiera, también, en su seno, la ciencia de su tiempo. Y así se fue labrando, poco a poco, un abismo entre la filosofía y la ciencia. La filosofía, apartándose de la ciencia, y la ciencia, desviándose, apartándose también de la filosofía. Y ¿qué resultó de todo esto? Que a mediados del siglo XIX, esa ruptura, ese abismo entre la ciencia y la filosofía era tan grande, que trajo consigo un espíritu de hostilidad, de recelo y de amargo apartamiento con respecto a la filosofía. Sobrevino el espíritu que llamaríamos positivista

[García Morente, Manuel: Lecciones preliminares de filosofía. Buenos Aires: Losada, 1967, p. 327-337]


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