IDEARIO DE MIGUEL DE UNAMUNO
Justo Fernández López
La fe es, pues, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.
La razón por sí sola mata, y la imaginación es la que da vida.
De razones vive el hombre, de sueños sobrevive.
(Miguel de Unamuno)
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Me creo un espíritu bastante complejo; pero podría señalar a Hegel, Spencer, Schopenhauer, Carlyle, Leopardi, Tolstói como mis mejores maestros. De españoles desde luego ninguno.
Mi alma es poco española. A lo que he vuelto es al cristianismo llamado protestantismo liberal.
Mis lecturas en economía me hicieron socialista, pero pronto comprendí que mi fondo era y es, ante todo, anarquista.
No quiero poner paz entre mi corazón y mi cabeza, entre mi fe y mi razón, sino quiero que se peleen y se nieguen recíprocamente, pues su combate es mi vida.
(Miguel de Unamuno)
Unamuno, el filósofo a su pesar – La razón de la sinrazón
«Para analizar el pensamiento de Unamuno en términos filosóficos es necesario tener presente que no escribió libros de filosofía de carácter “profesional”, y, sin embargo, su trato con ella no es el de un escritor que incurre en la filosofía sin saberlo. Su relación fue activa y consciente, pero... negativa. Unamuno penetró en la filosofía, pero lo hizo sobre todo para combatirla. Así, su obra “filosófica”, como la de Kierkegaard (1813-1855) –Unamuno estudiaba a Kierkegaard en 1901–, y la de W. James (1842-1910), de Nietzsche (1844-1900), o de sus compañeros de generación Dewey (1859-1952), o Bergson (1859-1940), o Blondel (1861-1949), es una obra esencialmente polémica que pretende invalidar las tradiciones de la filosofía. Esta actitud llevó a Unamuno a profesar en forma extremada un irracionalismo iconoclasta.
Pero el antirracionalismo de Unamuno y el de otros filósofos congéneres suyos, tiene, como punto de partida, un sólido argumento. La aparente incapacidad de la razón para afrontar promisoriamente los temas que entonces emergían como los más auténticos problemas filosóficos –la Historia y el hombre–, justifica que, en cuanto organon de conocimiento, la razón entre en crisis. Y esta efectiva crisis puede conducir a negar la validez del fundamento de la filosofía, que consiste, precisamente, en la fe, la confianza en la razón, y, en consecuencia, a desembocar en el irracionalismo. Las que podemos considerar como tesis centrales de la filosofía de Unamuno representan una de las más categóricas y vehementes formulaciones de este planteamiento y conclusión.
Veamos mediante algunos expresivos textos cuáles han sido el núcleo y el argumento de su pensamiento. El problema dominante es el hombre mismo. “El hombre concreto, de carne y hueso –yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuanto pesamos sobre la tierra–, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos.” Pero la reflexión ha de tener un comienzo: “Buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar; pero suelen descuidad buscarle el punto de partida práctico y real, el propósito. ¿Cuál es el propósito al hacer filosofía, al pensarla y exponerla luego a los semejantes? ¿Qué busca en ello y con ello el filósofo? ¿La verdad por la verdad misma?” De ningún modo, replicará Unamuno: “¡La verdad por la verdad” Eso es inhumano... La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre”. Así, pues, el hombre filosofa desde su integridad y acerca del hombre; mas, ¿cuál es ese anunciado propósito? “El filósofo filosofa para algo más que para filosofar; como el filósofo, antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar; y de hecho filosofa para vivir.”
Pero el término vivir, en estas filosofías que innovan la consideración de lo humano, es el concepto clave, a la vez que el más complejo e inaprensible. Para Unamuno vivir, en radical sentido, es sinónimo del “ansia de no movir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con que tenemos que persistir indefinidamente en nuestro ser propio”. Y afirma, a la vez, que “es eso la base efectiva de todo conocer, y el punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre para hombres... ¿Por qué quiero saber de dónde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea? Porque no quiero morir del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente”. El propósito y la finalidad de la filosofía son, pues, muy explícitamente expuestos por Unamuno.
Pero esa certidumbre así postulada, ¿es alcanzable? Cabe, viene a decir, tres soluciones: a) la certeza de la aniquilación, o b) al contrario, la de la perduración, o c) la imposibilidad de salir de la disyuntiva; porque –y con ello ingresamos en el centro de su pensamiento, o, como él preferiría decir, de su congoja –“vivir es una cosa, y conocer otra, y acaso hay entre ellas una tal oposición, que podamos decir que todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital. Y ésta es la base del sentimiento trágico de la vida”.
La crisis de la confianza en el racionalismo es, por tanto, el eje sobre el que se debate la doctrina de Unamuno. “Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone enfrente de ese nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos lo contradice. Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida... Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte, como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a entidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo y relación en que se nos ocurra. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla... ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida?” Pero –agrega– “aún hay más, y es que en el problema concreto, vital que nos interesa, la razón no toma posición alguna. En rigor, hace algo aún peor que negar la inmortalidad del alma, lo cual sería una solución, y es que desconoce el problema. Esto de la inmortalidad del alma, de la persistencia de la conciencia individual, no es racional, cae fuera de la razón. Es, como problema, y aparte de la solución que se le dé, irracional”. El individuo, la concreta persona que cada cual somos, piensa, pues, Unamuno, es desdeñado por la razón. [...] La vida y la razón se moverían en órbitas excéntricas, pero a la vez ocurre, afirma Unamuno, que se hallan forzosamente vinculadas. “Si la fe, la vida, no se puede sostener sino sobre razón que la haga transmisible, la razón, a su vez, no puede sostenerse sino sobre fe, sobre vida... Y, sin embargo –concluye–, ni la fe es transmisible o racional, ni la razón es vital.”
Pero en esta antinomia, “en el fondo del abismo”, halla Unamuno un asidero. “La razón me lleva al escepticismo vital..., a negar que mi conciencia sobreviva a mi muerte. Este escepticismo vital viene del choque entre la razón y el deseo.” Mas, y al decirnos esto Unamuno entreabre, según creo, sus penetrales, “de este choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo, nace la santa, la dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro consuelo”. Es decir, que este choque es abrazo, y de él mana una incertidumbre, pero ésta es santa, dulce, salvadora. De suerte que para Unamuno ese conflicto, “esa desesperación puede ser base de una vida vigorosa, de una acción eficaz, de una ética, de una estética, de una religión y hasta de una lógica”.
Esta es, en síntesis definitiva, la solución que dio o halló Unamuno a sus problemas. [...] En sus escritos no ha aspirado a mostrar “la verdad verdadera, lo que es independiente de nosotros”, sino –dice– “una verdad cordial y antirracional, suya” que condensa en estos términos: “la inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál es su prueba moral? Podemos formularla así –afirma–: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir”.»
[Garagorri, Paulino: Unamuno, Ortega, Zubiri. Madrid: Editorial Plenitud, 1968, p. 19-23]
Unamuno o la tensión agónica entre el pensamiento y el ensueño
«Unamuno es el mejor exponente del sustrato filosófico-moral que anima y respalda la labor crítica emprendida por los regeneracionistas del 98.
La solidez, profundidad y originalidad del pensamiento de Miguel de Unamuno, expresado en un lenguaje diáfano, a la vez que lírico, y por un vivo y atormentado sentimiento místico, hacen de él la personalidad humanística de su época.
Su filosofía, que no era sistemática, sino más bien una negación de cualquier sistema y una afirmación de “fe en la fe misma”, impregna toda su producción. Formado intelectualmente en el racionalismo y en el positivismo, durante su juventud simpatizó con el socialismo, escribiendo varios artículos para el periódico El Socialista. Siendo en un primer momento favorable a la europeización de España, adoptaría posteriormente una postura más nacionalista proclamando la necesidad “iberizar a Europa”.
Unamuno es, junto a Ortega y Gasset y Xavier Zubiri, el filósofo español más importante del siglo XX. Fue el primero y único filósofo existencialista hispano. Fue un hombre muy polifacético: novelista, poeta, ensayista, filósofo, dramaturgo. Durante casi 50 años polemizó Unamuno sobre toda clase de temas. Como él decía, vivía con un ventrículo de su corazón en la Edad Media y con el otro en la revolución francesa. Políticamente no fue ni socialista (a pesar de su profesión de socialista en su juventud) ni liberal, fue más bien un anarquista cuasi conservador sui géneris, aunque parezca paradójico. Estuvo siempre contra los gobernantes y contra el empleo de la fuerza en la Iglesia y en el Estado. Sus reacciones imprevistas y fuertes no le hacían muy querido en las tertulias de intelectuales, donde solía atraer la atención hacia sí por el patos personal con que exponía sus ideas.
Tras la crisis religiosa de su pubertad, Unamuno quiso crear aquello en lo que no creía. Las cosas cambian, solamente el hombre permanece con sus ensueños y con sus anhelos. Y el anhelo fundamental del hombre es el de no morir; es decir, el de permanecer verdaderamente vivo de carne y hueso. Es la pregunta fundamental del hombre: Soy de verdad o soy un sueño de alguien, el ensueño de otros:
Mi novela, mi leyenda... el Unamuno de mi novela, el de mi leyenda, el que hemos hecho juntos mi yo amigo y mi yo enemigo, mis amigos y mis enemigos; este Unamuno me da vida y muerte, me crea y me destruye, me sostiene y me ahoga. Es mi agonía.
Unamuno vivió con la congoja de tener que llenar a toda costa un vacío trascendental, y de objetivizar los anhelos y ensueños de su corazón mediante formulaciones de su cabeza.
El poema Al Cristo de Velázquez (1913-1920) es el breviario de esa religiosidad buscada, que Unamuno identifica con la mística popular y la religiosidad de la raza española. Unamuno centra su actividad literaria e intelectual en lo que él llama “la única cuestión”: la inmortalidad personal del hombre concreto, que vive y muere y no quiere morir del todo. En un momento histórico en el que la ciencia vigente no roza esta cuestión de la muerte, Unamuno hace de ella su problema central, el eje de toda su vida. Su fe religiosa y agónica (La agonía del cristianismo) no le satisface. Al no poder creer en la eternidad garantizada por un Dios personal, Unamuno se debate con el problema de cómo ser inmortal.
Muerte e inmortalidad, vida como ensueño e ideación de sí mismo, el problema de qué es ser y cómo se deviene persona. Estos son sus temas centrales. Cada persona es ideación de otra persona, que a su vez es ideación. Al leer participamos en los sueños de otro, que quizás así nos soñó a nosotros. Somos un sueño de Dios y solamente existimos mientras Dios duerme. Cantamos a Dios y con nuestras canciones, ritos y liturgias le adormecemos para que no deje de soñarnos y podamos seguir existiendo como un sueño divino.
Todas estas ideas no las expuso Unamuno en libros de filosofía, sino en sus poesías y, sobre todo, en sus novelas o nivolas, como le gustaba llamarlas. Inmerso en el irracionalismo de su generación, influido por el filósofo y psicólogo estadounidense William James (1842-1910), por el filósofo y teólogo danés Søren Kierkegaard (1813-1855) y por el filósofo vitalista francés del élan vital Henri Bergson (1859-1941), cree Unamuno que la razón nunca podrá aprehender la vida en conceptos rígidos porque la razón despoja a la vida de su fluidez temporal y la mata o la congela.
Pensamiento = muerte; sentimiento y anhelo = vida; pero tenemos que pensar constantemente nuestros sentimientos y anhelos para darles vida, para poder vivirlos conscientemente porque, si no lo hacemos, se nos escapan, se diluyen en la fluidez temporal y nada queda de nosotros. Esta es la paradoja, la agonía o lucha entre la cabeza y el corazón, la razón y el sentimiento, el pensamiento y el ensueño. Esta tensión agónica entre estos dos polos es lo que inspirará a Unamuno sus mejores obras.
Condicionado por esta concepción temática, Unamuno usará como medio expresivo de sus ideas no la razón, ni los conceptos puros, ni la forma poética solamente, sino la imaginación, que es para él la “facultad esencial”. Ya que no se puede apresar la realidad vital de modo racional, hay que intentarlo imaginativamente, viviéndola y así previviendo la muerte en el relato y en el ensueño poético. Vivir la vida es previvir la muerte: “con cantos a la muerte henchir la vida, tal es nuestro consuelo”.
La vida es algo que se narra, no es nada fijo, es más ficción pasajera que realización de un sentido teleológico. De ahí que Unamuno use la novela como método de conocimiento y expresión filosófica. Su forma original de novela se podría llamar, según Julián Marías, novela personal o existencial. Toda novela de Unamuno es la prueba de la lucha agónica entre la vida y la muerte, el pensamiento y el sentimiento.
La literatura es un consumo, una consumición. El que pone por escritos sus pensamientos, sus sentimientos y sus ensueños los va consumiendo, los va matando. Todo pensamiento escrito queda muerto y no será más nuestro que lo será el esqueleto de nuestro cadáver. La historia, lo único vivo es el presente eterno, el momento huidero que se queda pasando, que pasa quedándose, y la literatura no es más que muerte. Muerte de la que otros pueden sacar vida. Porque el que lee una novela puede revivirla, el que lee un poema puede recrearlo (poesía es creación y poema es criatura). El lector al recrear el poema recrea al autor. El mismo autor puede recrear sus poemas y así volver a encontrar la eternidad del momento pasado que hace el presente eterno. Es como cuando uno mira un retrato suyo de hace 30 años. El presente eterno es el misterio trágico, es la tragedia misteriosa de nuestra vida histórica y espiritual.
La duda como doctrina que puede aclarar todo menos la duda del dudador: “Si un hombre fuera tan inteligente que pudiera ocultar que estaba loco, podría volver loco al mundo entero”.
Vivir es desvivirse, nacer es “desnacer”. Vida, muerte, Dios, el yo, la fama, los ensueños, la ensoñación de sí mismo, son temas centrales en Unamuno. El intento agónico de unir los contrarios lo llevó a la recreación paradójica.
«En el caso de Unamuno sería injusto limitarse a consignar los temas de carácter objetivo tratados en su obra, ya que su gran tema, el que expuso una y otra vez con insistencia a veces casi obsesiva, es su propia personalidad. Cuando se trata de un pensador tan abrupta y unilateralmente “existencial” como Unamuno, cobran valor decisivo las cuestiones de método, estilo y temple, pues justamente la tarea de su vida fue proclamar el sinsentido de establecer escisiones en el tejido orgánico del ser humano.
Aferrado a su propia existencia con toda decisión, con fiereza ibérica, Unamuno reacciona violentamente contra toda doctrina que fomente –a su juicio– la huida de lo concreto, la exaltación de lo meramente teórico, y se acoge a la corriente vitalista como a un seno nutricio, fuente misteriosa de unidad y vínculos inquebrantables. De aquí arranca el conflicto entre vida y razón, en Unamuno –como en su admirado Kierkegaard– eternamente irresuelto, acogido dramáticamente en virtud de una aceptación a ultranza del propio existir y sobrenadar en un mundo inquietante de paradojas. Unamuno quiso decididamente jugar la carta del hombre total de carne y hueso contra los profesionales del pensamiento puro. De ahí su fervorosa atenencia al vocablo vida, que en su tiempo suscitaba –de modo tanto más sugestivo cuanto más ambiguo– ideas de integralidad y autenticidad existencial. “¿Cómo, pues, va a abrirse –escribe– la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón” (cf. Del sentimiento trágico de la vida, c. 5).
Este conflicto “vida-razón” facilita el esquema sobre el cual se plantean uniformemente los problemas peculiares del pensamiento unamuniano: la apertura de la conciencia y el surgimiento de la angustia; la sed nunca colmada de plenitud y el hambre de inmortalidad; el conocimiento como autopercepción y exigencia de la existencia; la verdad como subjetividad, autenticidad, paradoja; el riesgo de la fe y la vivencia de Dios.» [López Quintás, Alfonso: Filosofía española contemporánea. Madrid: BAC, 1970, p. 23]
Unamuno entre la Religión y la Ciencia
«Aunque el positivismo decimonónico marcó una etapa decisiva en el proceso español de modernización, no dejó de provocar una fuerte reacción adversa que conocemos como modernismo. Este movimiento representa una reacción filosófica contra el positivismo y es la otra cara de lo que fue la reacción contra el naturalismo literario realizado por la generación del 98.
Miguel de Unamuno es la figura arquetípica de esa doble reacción. Por un lado, escribe novelas y dramas de corte simbolista que nada tienen que ver con el naturalismo anterior, hasta el punto de que –consciente de ello– llama a sus novelas nivolas. Por otro lado, toda su filosofía de madurez –y de modo paradigmático su gran libro Del sentimiento trágico de la vida– es una reacción contra la razón positivista que había recibido en su etapa de formación universitaria en Madrid en los primeros ochenta del siglo XIX. El positivismo y el darwinismo que entonces inundaban el ambiente intelectual de la Corte –principalmente en el Ateneo de Madrid– empaparon su espíritu y le llevaron al marxismo materialista, hasta que, movido por la fuerte crisis de 1897, inicia una reacción de corte espiritualista, reivindicando los derechos de una vida más allá de la muerte que él identifica con la fe religiosa. Razón y vida –en clara contraposición antitética y dialéctica– se convierten en protagonistas de una lucha agónica, que él identifica con el sentimiento trágico de la vida. Es la lucha entre el positivismo naturalista y una vida que se rebela contra todo reduccionismo materialista.»
[Abellán, José Luis: “Xavier Zubiri: Una meditación desde la posmodernidad”. En: Gracia, Diego (editor): Desde Zubiri. Granada: Comares, 2004, p. 16]
Razón y verdad en Miguel de Unamuno
«La razón tiende de por sí, según Unamuno, a moverse en el plano teórico cuando se desarraiga de la vida –de la cual es fruto– y se convierte en un elemento contrapuesto a la misma.
La fe se un absurdo racional postulado imperiosamente por la vida. Esta confluencia de aceptación por parte de la voluntad y negación a comprender por parte de la razón es denominada por Unamuno incertidumbre. En la línea de su concepción del ser como afirmación simultánea y antitética de contraposiciones, Unamuno entiende la fe como lucha agónica nunca superada contra el absurdo en el que se debate infructuosamente la razón que anhela comprender.
La injerencia de la razón convierte la adhesión de la fe pístina u oblativa en incertidumbre y riesgo. Si se parte de que la razón se halla en actitud de enemistad respecto a la fe y tiende a disolverla, la fe prerracional y contrarracional se autoafirma y alcanza el grado supremo de certeza.
En esta línea de pensamiento, Unamuno establece como “verdad radical” la verdad moral o ecuación del lenguaje externo con el juicio interno del sujeto. La verdad es, así, veracidad, y la falta de verdad se define como mentira. “La vida es el criterio de la verdad y no la concordancia lógica, que lo es sólo de la razón. Si mi fe me lleva a crear o aumentar vida, ¿para qué queréis más pruebas de mi fe?” (Ensayos, Madrid: Aguilar, 1954, t. 2, p. 181). La verdad es, por tanto, autenticidad. Vale más el error en que se cree que no la realidad en que nos e cree; que no es el error, sino la mentira lo que mata al alma” (t. 1, p. 786-7). Más que saber la verdad, debe el hombre serla.
Desde estos presupuestos vitalistas abordó Unamuno una amplia serie de temas filosóficos colindantes en gran parte con el ámbito teológico, tales como la inmortalidad personal, el pecado, la existencia de Dios, el sentido del cristianismo, la figura de Cristo, la significación de la vida, etc.»
[López Quintás, Alfonso: Filosofía española contemporánea. Madrid: BAC, 1970, p. 30]
Del sentimiento trágico de la vida
«En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía, la que más cosas nos explica. [...]
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado. Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre. [...]
Hegel hizo célebre su aforismo de que todo lo racional es real y todo lo real racional; pero somos muchos los que, no convencidos por Hegel, seguimos creyendo que lo real, lo realmente real, es irracional; que la razón construye sobre irracionalidades. Hegel, gran definidor, pretendió reconstruir el universo con definiciones, como aquel sargento de Artillería decía que se construyen los cañones tomando un agujero y recubriéndolo de hierro.»
[Unamuno, Miguel: Del sentimiento trágico de la vida, cap. 1]
«Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone enfrente de ese nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos le contradice. Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida.
Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a identidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en dos momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo hay que menguarlo o destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se comprende? [...]
Cierto es que hay quienes aseguran que con la razón les basta, y nos aconsejan desistamos de querer penetrar en lo impenetrable. Mas de éstos que dicen no necesitar de fe alguna en vida personal eterna para encontrar alicientes de vida y móviles de acción, no sé qué pensar. También un ciego de nacimiento puede asegurarnos que no siente gran deseo de gozar del mundo de la visión, ni mucha angustia por no haberlo gozado, y hay que creerle, pues de lo totalmente desconocido no cabe anhelo, por aquello de nihil volitum quin praecognitum; no cabe querer sino lo de antes conocido; pero el que alguna vez en su vida o en sus mocedades o temporalmente ha llegado a abrigar la fe en la inmortalidad del alma, no puede persuadirme a creer que se aquiete sin ella. Y en ese respecto apenas cabe entre nosotros la ceguera de nacimiento, como no sea por una extraña aberración. Que aberración y no otra cosa es el hombre mera y exclusivamente racional. [...]
El absoluto relativismo, que no es ni más ni menos que el escepticismo, en el sentido más moderno de esta denominación, es el triunfo supremo de la razón raciocinante.
Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo; pero esta segunda, la razón, procediendo sobre la verdad misma, sobre el concepto mismo de la realidad, logra hundirse en un profundo escepticismo. Y en este abismo encuéntrase el escepticismo racional con la desesperación sentimental, y de este encuentro es de donde sale una base —¡terrible base!— de consuelo. Vamos a verlo.»[Unamuno, Miguel: Del sentimiento trágico de la vida, cap. 5]
La fe como forma de vida
«“P. –¿Qué cosa es fe?
R. –Creer lo que no vimos”.
¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo, y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo, viviéndolo otra para otra vez crearlo..., y así en incesante tormento vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua, y, por tanto, muerte incesante. ¿Crees acaso que vivirías si a cada momento no murieses?
La fe es la conciencia de la vida en nuestro espíritu, porque pocos vivos la tienen de que viven, si es que puede llamarse vida a esa suya.
La fe es confianza ante todo y sobre todo; fe en sí mismo tiene quien en sí mismo confía, en sí y no en sus ideas; quien siente que su vida le desborda y le empuja y le guía; que su vida le da ideas y se las quita.
No tiene fe el que quiere, sino el que puede; aquel a quien su vida se la da, porque es la fe don vital y gracia divina si queréis. Porque, si tienes fe inquebrantable en que has de llevar algo a cabo, fe que transporta montañas, no es en rigor la fe esa la que te da potencia para cumplir ese transporte, sino que es la potencia que en ti latía la que se te revela como fe. No espolees, pues, la fe, que así no te brotará nunca. No la hurgues. Deséala con todo tu corazón y todo tu ahínco, y espera, que la esperanza es ya fe. ¿Eres débil? Confía en tu debilidad, confía en ella, y ocúltate, bórrate, resígnate, que la resignación es también fe.
No busques, pues, derecha e inmediatamente, fe; busca tu vida, que si te empapas en tu vida, con ella te entrará la fe. Por tu hombre exterior al unísono del interior, y espera. Espera, porque la fe consiste en esperar y querer.
La fe se alimenta del ideal y sólo del ideal, pero de un ideal real, concreto, viviente, encarnado y, a la vez, inasequible; la fe busca lo imposible, lo absoluto, lo infinito y lo eterno: la vida plena. Fe es comulgar con el universo todo, trabajando en el tiempo para la eternidad, sin correr tras el miserable efecto inmediato exterior; trabajar, no para la Historia, sino para la eternidad. Fe es si predicas de noche, en medio del desierto, mirar el parpadeo de las estrellas y confiar en que te escuchan y hablarles al alma, como San Antonio de Padua predicaba a los peces.
El intelectualismo es quien nos ha traído eso de que la fe sea creer lo que no vimos, prestar adhesión del intelecto a un principio abstracto y lógico, y no confianza y abandono a la vida, a la vida que irradia de los espíritus, de las personas, y no de las ideas, a tu propia vida. A tu propia vida, sí, a tu vida concreta, y no a eso que llaman la Vida, abstracción, también, ídolo.»
[Unamuno, M.: Ensayos. Madrid: Aguilar, 1954, t. 1, p. 259-60]
Sobre el marasmo actual de España
Tienen los partidos políticos sus “ilustres jefes”, sus santones, que tienen que oficiar de pontifical en las ocasiones solemnes, sea o no de su gusto el hacerlo; que confirman y expiden encíclicas y bulas; hay en ellos cismas, de los que resultan ortodoxias y heterodoxias; dentro de sus círculos celebran concilios.
Un individualismo egoísta y excluyente va acompañado de la falta de personalidad completa, la insubordinación íntima va de par con la disciplina externa; se cumple, pero no se obedece.
En esta sociedad, compuesta de camarillas que se aborrecen sin conocerse, hay un atomismo salvaje: comités, comisiones, subcomisiones, programas cuadriculados y otras tonterías. Es la huida en la organización férrea y disciplinada.
Y como en nuestras viejas edades, acompaña a este atomismo la fe en lo de arriba, en la ley externa, en el gobierno, a quien se toma por el mismo Dios (otras veces por el demonio). Dios y el demonio son las dos personas de la divinidad en que crece nuestro maniqueísmo intraoficial.
Extiéndese y se dilata por la realidad nacional una enorme monotonía, resuelta en atonía general, la uniformidad mate de una losa de plomo de una ingente ramplonería.
En nuestro estado mental llevamos también la herencia de nuestro pasado, con su haber y su debe. No se ha corregido la tendencia disociativa; persiste vivaz el instinto de los extremos, a tal punto que los supuestos justos medios no son sino mezcolanza de ellos.
Una de las disociaciones más hondas es la que aquí persiste entre ciencia y arte y los que ambas cultivan. Carecen de arte, de amenidad y de gracia los hombres de ciencia, solemnes y graves como un corcho; los literatos viven ayunos de cultura científica seria, cuando no desembuchan, y es lo peor, un montón de conceptos de una ciencia mal digerida.
Es un espectáculo deprimente el estado actual de nuestra sociedad española, tanto mental como moralmente. Debajo de una dura costra de gravedad formal, se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y una frivolidad de enorme vulgaridad. Cuando se lee lo que promueve en París un acontecimiento científico o literario, el hormiguear allí de escuelas y doctrinas, y aun de extravagancias, y volvemos enseguida mientes al colapso que nos agarrota, da honda pena.
No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral, que es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita la superficie tan sólo y a lo sumo revuelve el fondo y enturbia con fango el pozo. Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez espantosa. No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud.
He aquí la palabra terrible, no hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen reprimida. En otros países europeos aparecen nuevas estrellas, errantes las más y que desaparecen tan fugazmente como han aparecido; hay el gallito del día, el genio de la temporada; aquí, ni esto: siempre los mismos perros y con los mismos collares. Donde no hay juventud, tampoco hay verdadero espíritu de asociación, que brota del desbordamiento de la vida. Las sociedades nacen aquí osificadas, y esto cuando nacen, porque la insociabilidad es uno de los rasgos más característicos. Extendida a las relaciones sexuales, fomenta nuestra insociabilidad el brutalismo masculino, fuente de grosería, para acabar sometiendo a los hombres como marionetas a caprichos e intrigüelas mujeriles.
Asombra a los que vivimos sumergidos en este pantano el remolino de escuelas, sectas y agrupaciones que se hacen y se deshacen en otros países, donde pululan conventículos, grupos, revistas, y donde el fárrago de excentricidad demuestra por lo menos una borboteante y potente vida. Aquí las gentes no se asocian sino oficialmente, para dar dictámenes o informes, o para cobrar dietas.
Hay una asociación de escritores y de artistas que lo mismo podría pasar por de peluqueros; es como una cooperativa funeraria; su oficio, pagar el entierro a los que se mueren y hacer bailar a los vivos.
¿Está todo moribundo? No; el porvenir de la sociedad española espera dentro de su intrahistoria, en el pueblo desconocido. Eso del pueblo que calla, ora y paga y de que el pueblo es atrozmente bruto e inepto es un tópico. España está por descubrir, y solo la descubrirán españoles europeizados. Se ignora el paisaje, el paisaje y la vida toda de nuestro país. El despertar de la vida nacional y de las regiones tiene que ir a la par con una abertura a Europa. Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en pueblo al mismo tiempo.
[Miguel de Unamuno: “En torno al casticismo” (1895). En: Obras Completas, III, p. 97-113]
Amor, vida y muerte en la poesía de Miguel de Unamuno
Un rasgo de la literatura española es el constante paralelismo de realismo e idealismo, Sancho Panza y su reverso Don Quijote. La tensión y dialéctica entre los dos: un idealismo que es tal solamente por contraste con lo real, y un realismo cuya fuerza radica en su constante alianza dialéctica con el idealismo –un realismo ideal que en el fondo es un idealismo muy real.
Unamuno es el representante de esta dialéctica en su forma más idealista. Es un hombre de la “idea” descarnada (sin carne), pero de una idea que lucha por sobrevivir en “carne y hueso”. Como la concepción erótica de Miguel de Unamuno es bastante negativa, amar es para él algo pasajero, algo que no garantiza la eternidad ni la sobrevivencia. Solamente en la descendencia se consigue la eternidad, pero no la sobrevivencia de los amantes. Hay que buscar la vida eterna en la idea, en la ficción, en la novela (“nivola”). La vida hay que hacerla a fuerza de sueños, de ficciones, de producción intelectual. La vida es una lucha quijotesca: D. Quijote, Santa Teresa de Jesús y los místicos son para Unamuno los representantes de esta visión del mundo.
El amor carnal es solamente pura procreación y en su forma más pasional causa la muerte aniquiladora. No hay metáfora, hay idea, lucha agónica por la vida, constante presencia de la muerte.
Amar es desvivirse. Vivir es vivir en agonía, es estar a la muerte. Soñar es vivir. El hombre es ficción: “somos un sueño de Dios” al que el hombre con sus cantos y ritos tiene que arrullar en el sueño para impedir que despierte y deje de soñarnos. El despertar de Dios = la aniquilación del hombre: “con cantos a la muerte henchir la vida, tal es nuestro consuelo”. Américo Castro: “el español se muere desviviéndose en un vivir desgarrado”, en un perpetuo estar sin ser.
Al hombre sólo le queda la lucha prometeica por la sobrevivencia mediante la constante producción de ficciones o “nivolas”. La vida es sueño y los sueños vida son. El amor erótico no es eterno, es pasajero, es vano y no da la vida perdurable.
UNAMUNO
LORCA
HERNÁNDEZ
Idea / ficción
Símbolo / mito
Metáfora / materia
Desnaturalización de la vida: sueño y ensueño.
Sobrenaturalización de la vida: mito
Naturalización de la vida: materialización
Antierotismo. Idea contra materia.
Erotismo imposible.
Símbolo contra materia.
Rematerialización del erotismo: Amor-sexo.
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