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Mentalidad nórdica y meridional según Ortega

Justo Fernández López

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«Largos años de experiencia docente me han enseñado que es muy difícil a nuestros pueblos mediterráneos –y no por casualidad– hacerse cargo del carácter peculiar, único entre todas las demás cosas del Universo, que constituye el pensamiento y la subjetividad. En cambio, a los hombres del Norte les es relativamente fácil y obvio. Y como la idea de la subjetividad es, según ya dije, el principio básico de toda la Edad Moderna, conviene dejar al paso insinuado que su incomprensión es una de las razones por las cuales los pueblos mediterráneos no han sido nunca plenamente modernos. Cada época es como un clima donde predominan ciertos principios inspiradores y organizadores de la vida; cuando a un pueblo no le va ese clima se desinteresa de la vida, como una planta en atmósfera adversa se reduce a una vita minima, o empleando un término deportivo, pierde «forma». Esto ha acontecido durante la llamada Edad Moderna al pueblo español. Era el moderno un tipo de vida que no le interesaba, que no le iba. Contra esto no hay manera de luchar; sólo cabe esperar. Pero imaginen ustedes que esa idea de la subjetividad, raíz de la modernidad, fuese superada –que otra idea más profunda y firme la invalidase total o parcialmente. Esto querría decir que comenzaba un nuevo clima –una nueva época. Y como esta nueva época significa una contradicción de la anterior, de la modernidad, los pueblos maltrechos durante el tiempo moderno tendrían grandes probabilidades de resurgir en el tiempo nuevo. España acaso despertaría otra vez plenamente a la vida y a la historia. ¿Qué tal si uno de los resultados de este curso fuese convencernos de que pareja imaginación es ya un hecho –de que la idea de la subjetividad está superada por otra –de que la modernidad –radicalmente– ha concluido?

Pero la idea de la subjetividad, de la primacía de la mente o conciencia como hecho primario del Universo es tan enorme, tan firme, tan sólida que no podemos hacernos ilusiones de superarla fácilmente; al contrario, tenemos que adentrarnos en ella, comprenderla y dominarla por completo. Sin esto no podríamos ni intentar superarla. En historia toda superación implica una asimilación: hay que tragarse lo que se va a superar, llevar dentro de nosotros precisamente lo que queremos abandonar. En la vida del espíritu solo se supera lo que se conserva -como el tercer peldaño supera a los dos primeros, porque los conserva bajo sí. En cuanto estos desaparecieran el tercer peldaño caería a no ser sino primero. No hay otro modo para ser más que moderno que haberlo sido profundamente. Por eso los seminarios eclesiásticos españoles no han conseguido superar las ideas modernas –porque no han querido realmente aceptarlas, sino que tozudamente se las han dejado fuera, para siempre, sin digerir ni asimilar. Al revés que en la vida de los cuerpos, en la vida del espíritu las ideas nuevas, las ideas hijas llevan en el vientre a sus madres.»

[Ortega y Gasset, José: “¿Qué es filosofía?” (1929). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, vol. VII, pág. 369-370]

 


El alma alemana y el alma meridional

«El hombre moderno es el hombre burgués. Con esto le hemos aplicado un atributo sociológico. Pero, además, el hombre moderno es un europeo occidental, y esto quiere decir que es, más o menos, germánico. Con esto le hemos dado una calificación etnológica. En la Europa meridional, el germano ha recibido dentro de sí una contención mediterránea. En Francia, una compensación celta. Kant es un germano sin compensaciones –no se advierte en él ningún síntoma de eslavismo que a veces apunta en el prusiano–, es un alemán. [...]

El alma alemana y el alma meridional son más hondamente diversas de lo que suele creerse. Una y otra parten de dos experiencias iniciales, de dos impresiones primigenias radicalmente opuestas. Cuando el alma del alemán despierta a la claridad intelectual se encuentra sola en el mundo. El individuo se halla como encerrado dentro de sí mismo, sin contacto inmediato con ninguna otra cosa. Esta impresión originaria de aislamiento metafísico decide de su ulterior desarrollo. Sólo existe para él con evidencia su propio yo; en torno a éste percibe a lo sumo un sordo rumor cósmico, como el del mar batiendo los acantilados de una isla.

Por el contrario, el meridional despierta, desde luego, en una plaza pública; es nativamente hombre de ágora, y su impresión primeriza tiene un carácter social. Antes de percibir su yo, y con superior evidencia, le son presentes el y el él, los demás hombres, el árbol, el mar, la estrella. La soledad no será nunca para él una sensación espontánea; si quiere llegar a ella, tendrá que fabricársela, que conquistarla, y su aislamiento será siempre artificial y precario. [...]

El alma meridional ha propendido siempre a fundar la filosofía en el mundo exterior. La cosa visible es para ella prototipo de realidad. Le es más evidente y primaria la existencia de las cosas en torno y de los otros hombres que la suya propia. De sí mismo sólo percibe –espontáneamente– la periferia, la sobrehaz del yo, donde parecen las cosas chocar, dejando su huella o impresión. En el alemán, por el contrario, la atención se halla como vuelta de espaldas al exterior y enfocando la intimidad del individuo. Ve el mundo, no directamente, sino reflejado en su yo, convertido en “hecho de conciencia”, en imagen o idea. Es un hombre que para mirar el paisaje se inclina sobre el borde del estanque y lo busca allí espejado en su fondo, transformado en líquido fantasma que el viento estremece, como el personaje de Lope de Vega en La Angélica, puesto de pechos sobre la borda de la nao que está anclada junto a Sevilla:

y por beber la octava maravilla

que la ciudad famosa representa,

como bebiendo él mismo el agua mueve,

piensa que casas y edificios bebe.

 

Al meridional puro le será siempre problemática, esquiva, evanescente, esa realidad del Yo-Conciencia, del Interior por antonomasia. Pero, además, reconozcamos que, no sólo desde el punto de vista meridional, sino racionalmente, es el hecho de la sensibilidad alemana algo muy extraño, sorprendente y punto menos que patológico. No existe la conciencia si no es conciencia de algo. El objeto extraconsciente es, pues, en el orden natural, el que parece ser primario. El darse cuenta de la conciencia, es decir, la conciencia como objeto, es un fenómeno secundario que supone el primero. Esta paradoja de una sensibilidad que empieza por lo que es segundo y hace de ello lo propiamente primario, debe ser reconocida como tal, bien subrayado su heteróclito carácter, si se quiere entender el espíritu alemán.

Como Midas encuentra cuanto toca permutado en oro, todo lo que el alemán ve con plena evidencia, lo ve ya subjetivado y como contenido en su yo. La realidad exterior, ajena al yo, le suena a manera de equívoco eco o resonancia vaga dentro de la cavidad de su conciencia.

Vive, pues, recluso dentro de sí mismo, y este “sí mismo” es la única realidad verdadera. Como decían los cirenaicos cuando imaginaron una propensión parecido, está condenado a habitar “cual en una ciudad sitiada” –ὣσπερ ἑν πολιορκία–, separado del universo, encerrado en sus estados personales.

Kant es un clásico de este subjetivismo nativo propio al alma alemana. Llamo subjetivismo al destino misterioso en virtud del cual un sujeto lo primero y más evidente que halla en el mundo es a sí mismo. Todo ulterior ensayo de salir afuera, de alcanzar el ser transubjetivo, las cosas, los otros hombres, será un trágico forcejeo. El contacto con la realidad exterior no será nunca, en rigor, contacto, inmediata evidencia, sino un artificio, una construcción mental precaria y sin firme equilibrio. El carácter subjetivo de la experiencia primaria se dilatará hasta el confín del universo, y dondequiera que el afán intelectual llegue, no verá sino cosas teñidas de Yo. La Crítica de la razón pura es la historia gloriosa de esta lucha. Un Yo solitario pugna por lograr la compañía de un mundo y de otros Yo -pero no encuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentro de sí.

Y es curioso que éste ha sido perennemente el sino de la filosofía alemana, aun en las épocas más hostiles a su ingénita sensibilidad. Puesto que el yo significa la realidad ejemplar, entenderá el alemán por filosofía el ensayo de construir intelectualmente un mundo que se parezca en lo posible a un Yo. El que nace solitario jamás hallará compañía que no sea una ficción.

En cambio, el meridional, que comienza inversamente por recibir el hecho radical de la existencia ajena -cosas, personas-, vivirá recíprocamente condenado al barullo de la gran plazuela cósmica y no se hallará jamás verdaderamente solo. Su problema, al revés que para el alemán, consistirá en penetrar dentro de sí mismo, en comprender el hecho del Yo. Llega así mismo después de haber visto las cosas corporales y el tú; llega de rebote sobre ellos y trayendo hacia su interior la norma de esas primarias evidencias. Tenderá, pues, a interpretar el yo desde fuera, como vemos desde fuera las cosas y los otros sujetos. De aquí que en toda la filosofía puramente meridional se haya construido el Yo en forma parecida al cuerpo y en unión con éste. Platón y Aristóteles ignoran el yo, la conciencia de sí mismo, esa realidad sorprendente que consiste en un saberse a sí propio, en un encorvarse hacia sí formando una absoluta Intimidad. Lo que no es cuerpo es casi-cuerpo y lo llaman alma. El alma aristotélica es de tal modo una entidad semi-corporal, que se halla encargada lo mismo de pensar que de hacer vegetar la carne. Esta revela que el pensar no está aún visto desde dentro, sino como un hecho cósmico parejo al movimiento de los cuerpos.

Hay una gran excepción; verdad es que se trata de un hombre en todos sentidos y órdenes excepcional y aun extraño: San Agustín. Es la única mente del mundo antiguo que sabe de la Intimidad característica de la experiencia moderna, esto es, germánica. Durante toda la Edad Media combaten en los claustros los hombres del Norte con los del Sur por libertar el alma de toda corporeidad y hacerla íntima. Hugo de San Víctor, Duns Scoto, Occam, Nicolás de Autrecourt buscarán el intimismo; Tomás de Aquino, buen italiano, renovará la idea aristotélica del alma «corporal.»

Es de suma importancia esta distinción entre el ver desde dentro o desde fuera, entre la visión stricto sensu íntima, inmanente, y la visión extrínseca. Un ejemplo tosco que la aclara puede ser la diferencia que hay entre ver correr a otro o sentirse uno corriendo. El que corre percibe su carrera desde el interior de su cuerpo como un conjunto de sensaciones musculares, de dilatación y constricción de los vasos, de aceleración del flujo sanguíneo. El prójimo que corre es, en cambio, un espectáculo visual y externo, un desplazamiento de una forma corporal sobre un fondo de espacio. Es interesante advertir que en algunas lenguas de pueblos salvajes se expresa con palabras de distinta raíz la acción que uno ejecuta y la que ve ejecutar a los demás. Se trata, en efecto, de dos fenómenos completamente distintos.

El griego halla originariamente ante sí los movimientos de los cuerpos y los pensamientos de los otros hombres -estos últimos bajo la especie corpórea de la palabra, lógos-. El movimiento no sabe que se mueve. Tampoco el pensamiento que el griego ve sabe que piensa. Va recto a su objeto, se materializa en el verbo. Para el alemán, por el contrario, es esencial al pensamiento saberse a sí mismo. Por eso le llama conciencia -término central de toda la filosofía moderna-. El Yo alemán no es alma, no es una realidad en el cuerpo o junto a él, sino conciencia de sí mismo -Selbstbewusstsein, un término que aún no ha podido verterse cómodamente a nuestros idiomas de tradición meridional-. Durante quince años de cátedra he podido adquirir la más amplia experiencia de la enorme dificultad con que una cabeza española llega a comprender este concepto. En cambio, me sorprendió muchas veces en los seminarios filosóficos alemanes la facilidad con que el principiante penetra dentro de él. Era el pato recién nacido que se lanza recto a la laguna, su elemento.

En el español usual conserva todavía la palabra conciencia su puro sentido germánico de reflexividad; sobre todo, cuando no se omite la s. Consciencia es darse cuenta de sí mismo, de nuestras ideas, pasiones, etc.: en suma, de nuestro yo.

¡Extraña naturaleza la de este Yo! Mientras las demás cosas se limitan a ser lo que son -la luz a iluminar, el son a sonar, la blancura a blanquear-, ésta sólo es lo que es en la medida en que se da cuenta de lo que es. Fichte, que fue el enfant terrible del kantismo, que dice a voz en grito lo que Kant musitaba o retenía, define taxativamente el Yo como el ser que se sabe a sí mismo, que se conoce a sí mismo. Su realidad no es otra que esta reflexividad. El yo está siempre consigo, frente afrente de sí mismo; su ser es un Ser-para-sí. A Hegel debemos la acuñación de esta nueva categoría –Fürsichsein.

En cambio, Aristóteles, sólo al cabo de su metafísica, cima y última adquisición de su conocimiento, descubre este fenómeno del pensarse a si mismo, y le parece cosa tan sublime y remota, que lo considera como exclusivo de Dios.

Cuando Sócrates propone a los griegos su gran imperativo Conócete a ti mismo, pone al descubierto el secreto meridional. Para el alemán no puede valer tal mandamiento; el alemán no conoce bien sino a sí mismo. En vez de un desideratum, es para él su realidad auténtica, la primaria experiencia. Pero el griego sólo conoce al prójimo -el yo visto desde fuera-, y su yo es, en cierto modo, un tú. Platón no usa apenas, y nunca con énfasis, la palabra yo. En su lugar, habla de nosotros. Es el hombre agoral y de foro. Viceversa, el puro germano, ¿por qué es tan torpe en la percepción del mundo plástico?, ¿por qué carece de gracia en sus movimientos?, ¿por qué es tan poco perspicaz en todo lo que implica fina intuición del prójimo? -en la política, en la conversación, en la novela-. Evidentemente, porque no ve con claridad el tú, sino que necesita construirlo partiendo de su yo. El alemán proyecta su yo en el prójimo y hace de él un falso tú, un alter ego. Su convivencia social será un perpetuo desacierto. El empieza precisamente donde el yo acaba, y es lo absolutamente distinto de mí.

Precisamente, esta diferencia entre mí y el otro es lo que el meridional considera como yo. De aquí su gracia incomparable en el trato, su astucia psicológica, su maquiavelismo originario. Percibe del y del yo las vertientes contrapuestas que el uno presenta al otro en el tráfico social. Casi hemos perdido la noción de la sociabilidad antigua. Para un romano o un griego, el destierro, el quedarse solo, era una de las penas máximas. Como el yo alemán vive de sentirse a sí mismo, el yo del Sur consiste principalmente en mirar al tú. Separado de éste, queda vacío. Cuando en las postrimerías del mundo antiguo el alma melancólica de Marco Aurelio intenta quedarse sola, sus Soliloquios nos suenan extrañamente a diálogo. No vemos allí un espíritu que se recoge dentro de sí mismo, sino, al contrario, un yo que se proyecta fuera de sí en ficticia duplicación, que hace de sí mismo un amigo exterior y le dirige prudentes amonestaciones y tibias confidencias. En la obra de Marco Aurelio falta precisamente intimidad.

Sólo sabe de intimidad quien sabe de soledad: son fuerzas recíprocas, Einsamkeit, Innerlichkeit... Tal vez no haya otras palabras que resuenen más insistentemente a lo largo de la historia alemana. En plena Edad Media, tiene la audacia el maestro Eckhart de afirmar que la realidad suma -la divina- se halla, no fuera, sino en lo más íntimo de la persona, y llama a esa realidad «el desierto silencioso de Dios». Leibniz fabricará intelectualmente un mundo compuesto de Yos, en cada uno de los cuales nada penetra. Las mónadas no tienen ventanas. Kant da el paso decisivo. Deja sólo una mónada, deja un solo y único Yo, centro y periferia de toda realidad.

Descartes y Kant, las dos figuras mayores de la filosofía moderna, levan ancla con idéntico estado de ánimo: la suspicacia. Más pronto surge la modalidad dispar en ambos. A primera vista parece que siguen coincidiendo: en los dos, la duda concluye cuando encuentran el yo. Pero Descartes no encuentra el yo solitario, sino junto, al lado de la materia, de la corporeidad. Para él son pensée y étendue dos realidades igualmente primarias. La consecuencia es que la pensée en Descartes queda teñida de una cierta materialidad meridional. La prueba es que la pensée se le convierte en alma, la cual habita en la extensión, es inquilina de lo externo. Y no le basta con localizarla vagamente, sino que la aloja en la glándula pineal. ¿Se concibe el Yo de Kant avecindado en una glándula? La subjetividad de Kant es incompatible con toda otra realidad: ella es todo. Nada positivo queda fuera. Se ha abolido el Fuera, hasta el punto de que, lejos de estar la conciencia en el espacio, es el espacio quien está en la conciencia.»

[Ortega y Gasset, José: “Kant. Reflexiones de centenario” (1929). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IV, pp. 32-38]

 


EPÍSTOLA A HORACIO

 

¡Bárbaros hijos de la edad presente!

Horacio, ¿lo creerás? graves doctores

Afirman que los hórridos cantares

Que alegran al sicambro y al escita,

O al germano tenaz y nebuloso,

Oscurecen tus obras inmortales

Labradas por las manos de las Gracias,

Cual por diestro cincel mármol de Paros.

¡Lejos de mí las nieblas hiperbóreas!

¿Quién te dijera que en la edad futura

De teutones y eslavos el imperio,

En la ley, en el arte y en la ciencia

Nuestra raza latina sentiría,

Y que nombres por ti no pronunciables,

Porque en tu hermosa lengua mal sonaran,

El habla de los Dioses enturbiando,

¿Tu nombre borrarían? Orgullosos

Allá arrastren sus ondas imperiales

El Danubio y el Rhin antes vencidos.

Yo prefiero las plácidas corrientes

Del Tíber, del Cefiso, del Eurotas,

Del Ebro patrio o del dorado Tajo.

[Marcelino Menéndez y Pelayo: “Oda a Horacio”. En Estudios poéticos. Madrid, 1878]

 


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