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ORTEGA Y GASSET - Textos

Justo Fernández López

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El raciovitalismo

«El hombre no es res cogitans, sino res dramatica. No existe porque piensa, sino, al revés, piensa porque existe. [...]

El filósofo idealista se engaña así mismo cuando partiendo en busca de lo positivo y dado, de lo no puesto por él, cree hallarlo en la pura conciencia que es fabricación suya y pura ficción. [...] Creer que suspendiendo la ejecutividad de una situación primaria, de una “conciencia ingenua”, se ha evitado la posición que ésta hace, es una doble ingenuidad y un olvido de que hay el modo “tollendo ponens”. Al hacerme la ilusión de que quito la posición de mi anterior “conciencia primaria” no hago sino poner una realidad nueva y fabricada: la “conciencia suspendida”, cloroformizada. Hay que proceder inversamente: en el momento de partir en busca de lo que verdaderamente hay, o realidad radical, detenerse, no operar hacia adelante, no dar un nuevo paso intelectual, sino, al revés, caer en la cuenta de que lo que verdaderamente ha es eso: un hombre que busca la realidad pura, lo dado. Por tanto, no algo nuevo, que no estaba ya ahí y que requiere manipulaciones de “reducción” para ser obtenido, en rigor, fraguado, sino lo que al comenzar a pensar filosóficamente hay ya, a saber, este propósito filosófico y todos los motivos antecedentes de él, todo lo que fuerza a ese hombre a ser filósofo, en suma, la vida en su incoercible e insuperable espontaneidad e ingenuidad.

Lo “puesto por sí”, lo impuesto al pensamiento del filósofo, es aquello de donde éste viene, que lo engendra y, por lo mismo, queda a su espalda. El hacer filosófico es inseparable de lo que había antes de comenzar él y está unido a ello dialécticamente, tiene su verdad en lo prefilosófico. El error más inveterado ha sido creer que la filosofía necesita descubrir una realidad nueva que sólo bajo su óptica gremial aparece, cuando el carácter de la realidad frente al pensamiento consiste precisamente en estar ya ahí de antemano, en preceder al pensamiento. Y el gran descubrimiento que éste puede hacer es reconocerse como esencialmente secundario y resultado de esa realidad preexistente y no buscada, mejor aún, de que se pretende huir.

Este fue el camino que me llevó a la Idea de la Vida como realidad radical. Lo decisivo en él –la interpretación de la fenomenología en sentido opuesto al idealismo, la evasión de la cárcel que ha sido el concepto de “conciencia” y su sustitución por el de simple coexistencia de “sujeto” y “objeto”, la imagen de los Dii consentes, etcétera– fue expuesto en una lección titulada “Las dos grandes metáforas”, dada en Buenos Aires en 1916.

El análisis de la conciencia permitió a la fenomenología corregir el idealismo y llevarlo a su perfección, esa perfección que es el síntoma de la agonía, como la cima es la prueba de que la montaña está ya debajo de nuestros pies. Pero una nueva insistencia analítica sobre el concepto fenomenológico de la conciencia me llevó a encontrar en él un agujero, e quindi uscimmo a riveder le stelle

[Ortega y Gasset: “Prólogo para alemanes” (1958). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. VIII, p. 52-54]

«La ciencia usada está llena de problemas que se dejan intactos por ser incompatible con los métodos. [...] La ciencia está repleta de ucronismos, de calendas griegas. [...]

Todo mi pensamiento filosófico ha emanado de esta idea de las calendas griegas. Ahí está en simiente toda mi idea de la vida como realidad radical y del conocimiento como función interna a nuestra vida y no independiente o utópica. [...] Porque la vida es lo contrario que estas calendas. La vida es prisa y necesita con urgencia saber a qué atenerse y es preciso hacer de esta urgencia el método de la verdad. El progresismo que colocaba la verdad en un vago mañana ha sido el opio entontecedor de la humanidad. Verdad es lo que ahora es verdad y no lo que se va a descubrir en un futuro indeterminado.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema y del Imperio Romano” (1941). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. VI, p. 22]

«La irracionalidad de los principios en la cual desemboca el racionalismo –tesis hasta entonces no expresada formalmente y con ese decisivo sentido por nadie– proviene de que se entiende por razón la “razón pura”, esto es, la razón “sola” y aparte; pero desaparece si se funda la razón “pura” en la totalidad de la “razón vital”. Por eso, desde hace muchos años, califico mi actitud filosófica como racio-vitalismo. Ahora bien: esta faena de fusión e integración es la que El tema de nuestro tiempo plantea. Esto es lo que Dilthey ha querido decir y ha querido pensar sin acabar de poseerlo.»

[Ortega y Gasset, José: “Guillermo Dilthey y la idea de la vida” (1933). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. VI, p. 196 n.]

«Lo espiritual no es una sustancia incorpórea, no es una realidad. Es simplemente una cualidad que poseen unas cosas y otras no. Esta cualidad consiste en tener un sentido, un valor propio. Los griegos llamarían a la espiritualidad de los modernos nous pero no psique –alma. Pues bien: el sentimiento de lo justo, el conocimiento o pensar la verdad, la creación y goce artísticos tienen sentido por sí, valen por sí mismos, aunque se abstraigan de su utilidad para el ser viviente que ejercita tales funciones. Son, pues, vida espiritual o cultura.

Las secreciones, la locomoción, la digestión, por el contrario, son vida infraespiritual, vida puramente biológica, sin ningún sentido ni valor fuera del organismo. A fin de entendernos, llamaremos a los fenómenos vitales, en cuanto no trascienden de lo biológico, “vida espontánea”. Por tanto, las actividades espirituales son también primariamente vida espontánea. El concepto puro de la ciencia nace como una emanación espontánea del sujeto, lo mismo que la lágrima. [...]

Cuando se oye hablar de “cultura”, de “vida espiritual”, no parece sino que se trata de otra vida distinta e incomunicante con la pobre y desdeñada vida “espontánea”. Cualquiera diría que el pensamiento, el éxtasis religioso, el heroísmo moral pueden existir sin la humilde secreción pancreática, sin la circulación de la sangre y el sistema nervioso. El culturalista se embarca en el adjetivo “espiritual” y corta las amarras con el sustantivo “vida” sensu stricto, olvidando que el adjetivo no es más que una especificación del sustantivo y que sin éste no hay aquél. Tal es el error fundamental del racionalismo en todas sus formas. Esta raison que pretende no ser una función vital entre las demás y no someterse a la misma regulación orgánica que éstas, no existe; es una torpe abstracción y puramente ficticia.

No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad sin vitalidad, en el sentido más terre a terre que se quiera dar a esta palabra. Lo espiritual no es menos vida ni es más vida que lo no espiritual.»

[Ortega y Gasset, José: “El tema de nuestro tiempo” (1923). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. III, p. 167-168]

«La razón es sólo una forma y función de la vida. La cultura es un instrumento biológico y nada más. Situada frente y contra la vida, representa una subversión de la parte contra el todo. Urge reducirla a su puesto y oficio.

El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. [...]

Se trata de un nuevo sesgo de la cultura. Se trata de consagrar la vida, que hasta ahora era sólo un hecho nulo y como un azar del cosmos, haciendo de ella un principio y un derecho. Parecerá sorprendente apenas se repare en ello; mas es el caso que la vida ha elevado al rango de principio las más diversas entidades, pero no ha ensayado nunca hacer de sí misma un principio. Se ha vivida para la religión, para la ciencia, para la moral, para la economía; hasta se ha vivido para servir al fantasma del arte o del placer; lo único que no se ha intentado es vivir deliberadamente para la vida.»

[Ortega y Gasset, José: “El tema de nuestro tiempo” (1923). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. III, p. 178-180]

«El concepto no puede ser como una nueva cosa sutil destinada a suplantar las cosas materiales. La misión del concepto no estriba, pues, en desalojar la intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida.

Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!»

[Ortega y Gasset, José: Meditaciones del Quijote (1914). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. 1, p. 353]

«La vida como realidad es absoluta presencia: no puede decirse que hay algo si no es presente, actual. Si, pues, hay pasado, lo habrá como presente y actuando ahora en nosotros. Y, en efecto, si analizamos lo que ahora somos, si miramos al trasluz la consistencia de nuestro presente para descomponerlo en sus elementos como pueda hacer el químico o el físico con un cuerpo, nos encontramos, sorprendidos, con que nuestra vida, que es siempre ésta, la de este instante presente y actual, se compone de lo que hemos sido personal y colectivamente. Si hablamos de ser en el sentido tradicional, como ser ya lo que se es, como ser fijo, estático, invariable y dado, tendremos que decir que lo único que el hombre tiene de ser, de “naturaleza”, es lo que ha sido. El pasado es el momento de identidad en el hombre, lo que tiene de cosa, lo inexorable y fatal. Mas, por lo mismo, si el hombre no tiene más ser eleático que lo que ha sido, quiere decirse que su auténtico ser, el que, en efecto, es –y no sólo “ha sido”–, es distinto del pasado, consiste precisa y formalmente en “ser lo que no se ha sido”, en un ser no-eleático. Y como el término “ser” está irresistiblemente ocupado por su significación estática tradicional, convendría libertarse de él. El hombre no es, sino que “va siendo” esto y lo otro. Pero el concepto “ir siendo” es absurdo: promete algo lógico y resulta, al cabo, perfectamente irracional. Ese “ir siendo” es lo que, sin absurdo, llamamos “vivir”. No digamos, pues, que el hombre es, sino que vive.

Por otra parte, conviene hacerse cargo del extraño modo de conocimiento, de comprensión, que es ese análisis de lo que concretamente es nuestra vida, por tanto, la de ahora. Para entender la conducta de Lindoro ante Hermione, o la del lector ante los problemas públicos; para averiguar la razón de nuestro ser o, lo que es igual, por qué somos como somos, ¿qué hemos hecho? ¿Qué fue lo que nos hizo comprender, concebir nuestro ser? Simplemente contar, narrar que antes fue el amante de esta y aquella mujer, que antes fui cristiano; que el lector, por sí o por los otros hombres de que sabe, fue absolutista, cesarista, demócrata, etc. En suma, aquí el razonamiento esclarecedor, la razón, consiste en una narración. Frente a la razón pura físico-matemática hay, pues, una razón narrativa. Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia. Este hombre, esta nación hace tal cosa y es así porque antes hizo tal otra y fue de tal otro modo. La vida sólo se vuelve un poco transparente ante la razón histórica.

Las formas más dispares del ser pasan por el hombre. Para desesperación de los intelectualistas, el ser es, en el hombre, mero pasar y pasarle: la “pasa ser” estoico, cristiano, racionalista, vitalista. [...]

El hombre se inventa un programa de vida, una figura estática de ser que responde satisfactoriamente a las dificultades que la circunstancia le plantea. Ensaya esa figura de vida, intenta realizar ese personaje imaginario que ha resuelto ser. Se embarca ilusionado en ese ensayo y hace a fondo la experiencia de él. Esto quiere decir que llega a creer profundamente que ese personaje es su verdadero ser. [...]

El hombre “va siendo” y “des-siendo” –viviendo. Va acumulando ser –el pasado–: se va haciendo un ser en la serie dialéctica de sus experiencias. Esta dialéctica no es de la razón lógica, sino precisamente de la razón histórica –es la Realdialektik con que en un rincón de sus papeles soñaba Dilthey, el hombre a quien más debemos sobre la idea de la vida y, para mi gusto, el pensador más importante de la segunda mitad del siglo XIX.

¿En qué consiste esta dialéctica que no tolera las fáciles anticipaciones de la dialéctica lógica? ¡Ah! Eso es lo que hay que averiguar sobre los hechos. Hay que averiguar cuál es esa serie, cuáles son sus estudios y en qué consiste el nexo entre los sucesivos. Esta averiguación es lo que se llamaría historia, si la historia se propusiese averiguar eso, esto es, convertirse en razón histórica. Por tanto, la razón histórica es, como la física, una razón a posteriori.

Ahí está, esperando nuestro estudio, el auténtico “ser” del hombre –tendido a lo largo de su pasado. El hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. [...] Las experiencias de vida hechas estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado.

En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene... historia. O, lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia –como res gestae– al hombre. Una vez más tropezamos con la posible aplicación de conceptos teológicos a la realidad humana. Deus cui hoc est natura quod fecerit..., dice San Agustín. Tampoco el hombre tiene otra naturaleza que lo que ha hecho.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema y del Imperio Romano” (1941). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, vol. VI p. 39-41]

 

El perspectivismo

«Esta idea [la liberación del “sustancialismo” en la idea del ser que lleva a cabo Heidegger] la expongo desde hace muchos años en cursos públicos y como está enunciada en el prólogo de ese mi primer libro [Meditaciones del Quijote] y desarrollada en las varias exposiciones del perspectivismo (si bien hoy prefiero a este término otros más dinámicos y menos intelectuales).»

[Ortega y Gasset, José: “Pidiendo un Goethe desde dentro” (1932). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IV, p. 403 n.]

«Cuanto es hoy reconocido como verdad, como belleza ejemplar, como altamente valioso, nació un día en la entraña espiritual de un individuo, confundido con sus caprichos y humores. [...]

Todo lo general, todo lo aprendido, todo lo logrado en la cultura es sólo la vuelta táctica que hemos de tomar para convertirnos a lo inmediato. Los que viven junto a una catarata no perciben su estruendo; es necesario que pongamos una distancia entre lo que nos rodea inmediatamente y nosotros, para que a nuestros ojos adquiera sentido.

Los egipcios creían que el valle del Nilo era todo el mundo. Semejante afirmación de la circunstancia es monstruosa, y, contra lo que pudiera parecer, depaupera su sentido. Ciertas almas manifiestan su debilidad radical cuando no logran interesarse por una cosa si no se hacen la ilusión de que es ello todo o es lo mejor del mundo. Este idealismo mucilaginoso y pueril debe ser raído de nuestra conciencia. No existen más que partes en realidad; el todo es la abstracción de las partes y necesita de ellas. Del mismo modo no puede haber algo mejor sino donde hay otras cosas buenas, y sólo interesándonos por éstas cobrará su rango lo mejor. ¿Qué es un capitán sin soldados?

¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva? Dios es la perspectiva y la jerarquía: el pecado de Satán fue un error de perspectiva. [...]

Hemos de buscar para nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo. No detenernos perpetuamente en éxtasis ante valores hieráticos, sino conquistar a nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En suma: la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre.

Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo. [...]

Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.»

[Ortega y Gasset, José: Meditaciones del Quijote (1914). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. 1, p. 321-322]

 

Ideas y creencias

«Vivir es tener que habérselas con algo –con el mundo y consigo mismo. Mas ese mundo y ese “sí mismo” con que el hombre se encuentra le aparecen ya bajo la especie de una interpretación, de “ideas” sobre el mundo y sobre sí mismo.

Aquí topamos con otro estrato de ideas que un hombre tiene. Pero ¡cuán diferente de todas aquellas que se le ocurren o que adopta! Estas “ideas” básicas que llamo “creencias” no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario, esas ideas que son, de verdad, “creencias” constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma –son nuestro mundo y nuestro ser–, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido. [...]

De las ideas-ocurrencias –y conste que incluyo en ellas las verdades más rigurosas de la ciencia– podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es ... vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás –si hablamos cuidadosamente– con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión “estar en la creencia”. En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros.

Hay, pues, ideas con que nos encontramos –por eso las llamo ocurrencias– e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar.»

[Ortega y Gasset: “Ideas y creencias” (1940). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, vol. V, p. 384-385]

«Sólo se entiende bien qué nos es algo cuando no nos es realidad, sino idea.» [o. cit., p. 403]

«Cuando intentamos determinar cuáles son las ideas de un hombre o de una época, solemos confundir dos cosas radicalmente distintas: sus creencias y sus ocurrencias o “pensamientos”. En rigor, sólo estas últimas deben llamarse “ideas”.

Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas “vivimos, nos movemos y somos”. Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la “idea” de esa cosa, sino que simplemente “contamos con ellas”.

En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas, sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda nuestra “vida intelectual” es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria. Se preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la verdad o falsedad de una idea es una cuestión de “política interior” dentro del mundo imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad. Ésta consiste en todo aquello con que de hecho contamos al vivir. Ahora bien, de la mayor parte de las cosas con que de hecho contamos no tenemos la menor idea, y si la tenemos –por especial esfuerzo de reflexión sobre nosotros mismos– es indiferente porque no nos es realidad en cuanto idea, sino, al contrario, en la medida en que no nos es sólo idea, sino creencia infraintelectual.» [o. cit., pp. 377-388]

«Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto. Pero es preciso reparar bien en lo que semejante situación implica. Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ello un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde tiempo. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa actividad de conocimiento. Éste nace de la duda y conserva siempre viva esta fuerza que lo engendró. El hombre de ciencia tiene que estar constantemente ensayando dudar de sus propias verdades. Éstas sólo son verdades de conocimiento en la medida en que resisten toda posible duda. Viven, pues, de un permanente boxeo con el escepticismo. Ese boxeo se llama prueba. [...]

El que cree posee certidumbre precisamente porque él no se la ha forjado. La creencia es certidumbre en que nos encontramos sin saber cómo ni por dónde hemos entrado en ella. Toda fe es recibida. Por eso, su prototipo es “la fe de nuestros padres”. Pero al ocuparnos en conocer hemos perdido precisamente esa certidumbre regalada en que estábamos y nos encontramos teniendo que fabricarnos una con nuestras exclusivas fuerzas. Y esto es imposible si el hombre no cree que tiene fuerzas para ello.» [o. cit., p. 407]

«El “mundo poético” es, en efecto, el ejemplo más transparente de lo que he llamado “mundos interiores”. En él aparecen con descuidado cinismo y como a la intemperie los caracteres propios de éstos. Nos damos cuenta de que es pura invención nuestra, engendro de nuestra fantasía. No lo tomamos como realidad y, sin embargo, nos ocupamos con sus objetos lo mismo que nos ocupamos con las cosas del mundo exterior, es decir –ya que vivir es ocuparse–, vivimos muchos ratos alojados en el orbe poético y ausentes del real. [...

Pero de la poesía nos hemos acostumbrado a hablar sin gran patetismo. Cuando se dice que no es cosa seria, sólo los poetas se enfadan, que son, como es sabido, genus irritabile. No nos cuesta, pues, gran trabajo reconocer que una cosa tan poco seria sea pura fantasía. La fantasía tiene fama de ser la loca de la casa. Mas la ciencia y la filosofía, ¿qué otra cosa son sino fantasía? El punto matemático, el triángulo geométrico, el átomo físico, no poseerían las exactas calidades que los constituyen si no fuesen meras construcciones mentales. Cuando queremos encontrarlos en la realidad, esto es, en lo perceptible y no imaginario, tenemos que recurrir a la medida, e ipso ipso se degrada su exactitud y se convierten en un inevitable “poco más o menos”. ¡Qué casualidad! Lo propio que acontece con los personajes poéticos. Es indudable: el triángulo y Hamlet tienen el mismo pedigree. Son hijos de la loca de la casa, fantasmagorías.

El hecho de que las ideas científicas tengan respecto a la realidad compromisos distintos de los que aceptan las ideas poéticas y que su relación con las cosas sea más prieta y más seria, no debe estorbarnos para reconocer que ellas, las ideas, no son sino fantasías y que sólo debemos vivirlas como tales fantasías, pese a la seriedad.

Para vivir tiene el hombre que hacer algo, que habérselas con lo que le rodea. Mas para decidir qué es lo que va a hacer con todo eso, necesita saber a qué atenerse respecto a ello, es decir, saber qué es. Como esa realidad primaria no le descubre amistosamente su secreto, no tiene más remedio que movilizar su aparato intelectual cuyo órgano principal –sostengo yo– es la imaginación. El hombre imagina una cierta figura o modo de ser la realidad. Supone que es tal o cual, inventa el mundo a un pedazo de él. Ni más ni menos que un novelista por lo que respecta al carácter imaginario de su creación. La diferencia está en el propósito con que la crea. Un plano topológico no es más ni menos fantástico que el paisaje de un pintor. Pero el pintor no ha pintado su paisaje para que le sirva de guía en su viaje por la comarca, y el plano ha sido hecho con esta finalidad. El “mundo interior” que es la ciencia, es el ingente plano que elaboramos desde hace tres siglos y medio para caminar entre las cosas. Y viene a ser como si nos dijéramos: “suponiendo que la realidad fuera tal y como yo la imagino, mi comportamiento mejor en ella y con ella debía ser tal y tal. Probemos si el resultado es bueno”. La prueba es arriesgada.» [o. cit., p. 403-404]

«El mundo del conocimiento es sólo uno de los muchos mundos interiores. Junto a él está el mundo de la religión y el mundo poético y el mundo de la sagesse o “experiencia de la vida”. [...]

Todos esos mundos, incluso el de la ciencia, tienen una dimensión común con la poesía, a saber: que son obra de nuestra fantasía. Lo que se llama pensamiento científico no es sino fantasía exacta. Más aún: a poco que se reflexione se advertirá que la realidad no es nunca exacta y que sólo puede ser exacto lo fantástico (el punto matemático, el átomo, el concepto en general y el personaje poético). Ahora bien, lo fantástico es lo más opuesto a lo real; y, en efecto, todos los mundos forjados por nuestras ideas se oponen en nosotros a lo que sentimos como la realidad misma, al “mundo exterior”.

El mundo poético representa el grado extremo de lo fantástico, y, en comparación con él, el de la ciencia nos parece estar más cerca del real. Perfectamente; pero, si el mundo de la ciencia nos parece casi real comparado con el poético, no olvidemos que también es fantástico y que, comparado con la realidad, no es sino fantasmagoría. Pero esta doble advertencia nos permite observar que esos varios “mundos interiores” son encajados por nosotros dentro del mundo real o exterior, formando una gigantesca articulación. Quiero decir que uno de ellos, el religioso, por ejemplo, o el científico, nos parece ser el más próximo a la realidad, que sobre él va montado el de la sagesse o experiencia espontánea de la vida, y en torno a éste el de la poesía. El hecho es que vivimos cada uno de esos mundos con una dosis de “seriedad” diferente o, viceversa, con grados diversos de ironía.

Apenas anotado esto, surge en nosotros el obvio recuerdo de que ese orden de articulación entre nuestros mundos interiores no ha sido siempre el mismo. Ha habido épocas en que lo más próximo a la realidad fue para el hombre la religión no la ciencia. Hay una época de la historia griega en que la “verdad” era para los helenos –Homero, por tanto– lo que se suele llamar poesía.» [o. cit., p. 406]

«Cualquiera que sea el lugar del espacio y la hora del tiempo en que el hombre está, donde verdadera y propiamente está es en alguna creencia, más exactamente, en un repertorio de creencias. Cree que el mundo y él mismo son de una cierta manera, tiene una determinada contextura y cree, consecuentemente, que su relación con el mundo consista en ciertas posibilidades e imposibilidades.  Es característico de lo que llamo “creencia” que no aparece como tal, sino que se la toma como siendo la realidad misma.

En la figura de realidad que sus creencias le constituyen se encuentra el hombre colocado. Su vida consistirá en moverse dentro de esa figura de realidad, en “ser en vista de ella”. De aquí que lo primero que tenemos que hacer para intentar entender una vida humana es precisarnos sus creencias principales, el perfil del Universo en que existió sumergida. De lo que este sea en cada época depende en qué precisos problemas, esfuerzos y ocupaciones consistirá esa vida. Porque la vida humana, que es siempre un drama, tiene siempre un argumento. [...]

No se confundan las creencias de un hombre con sus “ideas”. Las ideas son pensamientos que, más o menos deliberadamente, se forja sobre la realidad en que se encuentra y que sus efectivas creencias le constituyen. Esas ideas pueden parecerle “verdaderas” –por ejemplo, las “verdades científicas”–, mas no por eso dejan de ser meras “ideas que piensa”, en tanto que las creencias son “realidades en que está”. Las ideas son ya reacción al estrato primario sobre que la vida actúa y que consiste solo en las auténticas y automáticas creencias. [...] Es ya de sobra bastante problemático en qué medida las ideas de una época serán representativas de su auténtica realidad histórica, pero aun admitiéndolo, no basta que sean representativas de un tiempo para que sean constitutivas de él.

Lo contrario acontece con las creencias. Son lo que verdadera y primariamente constituye la vida en cada época, pero no la representan. La razón me parece sencilla: las efectivas creencias del hombre operan automáticamente detrás de su conciencia expresa. De puro serle la realidad misma no suelen adquirir forma de pensamientos, no se le presentan en actos de conciencia especiales y no ha lugar, por tanto, a que se las formule. Las efectivas creencias de una época o de un hombre no se hacen por sí mismas manifiestas, sino que actúan ocultas, de modo implícito y no explícito. De suerte que si no se hacen presentes ni a quien las cree mal pueden sernos a nosotros representativas de él.

No quisiera que esta doctrina pareciese abstrusa al lector. Para hacerla diáfana le invita a imaginar que resuelva salir a la calle, pero que al llegar al portar se encuentra con que no hay calle, sino un abismo insondable. Esta averiguación producirá en él una sorpresa de bastante calibre. La sorpresa resulta siempre de que no hay lo que firmemente esperábamos. Pero es el caso que antes el lector había pensado solo “salir a la calle”. Por mucho que busque no encontrará en su recuerdo haber pensado además que “hay calle”. Sin embargo, este “hay calle” en algún modo estaba.

Se imponía, pues, al historiador la forzosidad de penetrar más allá de las ideas que una época expresa y esforzarse en averiguar el repertorio de sus efectivas creencias, que son, por esencia, secretas.» [Ortega y Gasset, José: “Vistas sobre el hombre gótico”, Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, tomo IX, p. 336-337]

«Las ideas son pensamientos que nosotros tenemos, bien porque hayan sido producidas por nosotros, bien porque las hayamos recibido. Son ocurrencias individuales para las que buscamos y encontramos razones de suerte que incluso puedan ser demostradas. Entonces las llamamos verdades científicas porque estamos convencidos de ellas. Mas, precisamente porque están erigidas sobre razones, siempre encuentran a su vez contra-razones. Por eso son y no pueden ser más que fluctuantes interpretaciones de la realidad.

Pero hay otro estrato de ideas que un hombre tiene, diferentes de todas aquellas que se le ocurren o que adopta. Esas “ideas” básicas que llamo “creencias” no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especia más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas son, de verdad, “creencias” constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de esta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma –son nuestro mundo y nuestro ser–, pierden, por tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podrían muy bien no habérsenos ocurrido.

Cuando se ha caído en la cuenta de la diferencia existente entre esos dos estratos de ideas aparece, sin más, claro el diferente papel que juegan en nuestra vida. Y, por lo pronto, la enorme diferencia de rango funcional. De las ideas-ocurrencias –y conste que incluyo en ellas las verdades más rigurosas de la ciencia– podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es... vivir en ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, no siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos, ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás –si hablamos cuidadosamente– con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión “estar en la creencia”. En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros.

Hay, pues, ideas con que nos  encontramos –por eso las llamo ocurrencias– e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar.

Esta concepción obliga a crear nuevos métodos y nueva técnica en historia. Hay que convertirse en minero de humanidades. Este estudio de las creencias como tales nos revela los diversos estados por que pasan. Un mismo contenido de fe puede actuar en épocas sucesivas de modos diferentes. Sin meternos en más finuras topamos, desde luego, con estos tres estados de una misma creencia: cuando es fe viva, cuando es fe inerte o “muerta” y cuando es duda.

Sin ides, bien entendido, el hombre no podría vivir. Cuando Goethe dijo “En el principio era la acción”, decía una frase poco meditada porque evidentemente una acción no es posible sin que antes exista el proyecto, el bosquejo de esta acción. Y este proyecto para la acción es precisamente la previa idea. Las ideas, por tanto, las ocurrencias, los pensamientos de los individuos son aquello que las generaciones posteriores engranan en la capa de las creencias; se convierten en creencias y desaparecen como ideas.

Pero al principio las ideas son fuerzas destructoras, porque desarraigan a los hombres de una u otra creencia y finalmente, al cabo del tiempo, pueden destruir toda la creencia de un pueblo. Este destino sufrió, naturalmente en conexión con otras muchas causas, progresivamente, lo que parecía férrea creencia de los romanos.» [Ortega y Gasset, José: “Un capítulo sobre la cuestión de cómo muere una creencia” (1954). En Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, tomo IX, p. 720 ss.]

«Dije, frente a Heidegger, que la filosofía no nace de la extrañeza que el mundo nos produce cuando falla como sistema de enseres u utensilios, falla que nos descubriría esa su independencia de nosotros que llamamos su Ser; e indiqué que esto me parecía un error, porque no ha habido ni puede haber un momento en que el hombre no esté extrañado del mundo, y sin embargo, no siempre –menos aún, casi nunca– ha pensado que las cosas tuviesen un Ser, o lo que es igual: casi nunca se ha ocupado en filosofar. Dije, en cambio, que la filosofía nace y renace cuando el hombre pierde su fe o sistema de creencias tradicionales, y, por tanto, cae en la duda al tiempo que se cree en posesión de una nueva vía o método para salir de ésta. En la fe se está, en la duda se cae y en la filosofía se sale de ésta al Universo. De estos dos temas, el más intrincado es el primero. Razón para que comencemos con el segundo.

Hice notar que la filosofía no puede ser una actitud primeriza del hombre, sino que supone siempre otra anterior en la cual el hombre vive desde creencias. Es vergonzoso que no exista una descripción esencial de la forma que tiene la vida cuando es existir desde creencias, como no lo es menos que no se haya nunca contado persuasivamente el acontecimiento más importante, más grave, que puede darse en la Historia y que muchas veces se ha dado: la pérdida o volatilización de una fe, esa extraña y dramática peripecia en la cual un amplio grupo humano pasa de creer a pie juntillas en una figura del mundo a dudar de ella. Mientras esto no se haga, no podrá haber plena claridad ni sobre el origen de la Filosofía ni sobre lo que ésta es. Muy especialmente me ha sorprendido siempre que un hombre como Dilthey, pertrechado como nadie para esclarecer esto, no haya sabido nunca ver cómo nació en cierto instante de la vida griega la actitud filosófica. En su Introducción a las ciencias del espíritu empieza tranquilamente exponiendo las primeras doctrinas filosóficas, como si hacer filosofía fuera lo más natural del mundo. Es ello un síntoma más de que Dilthey, cuyo genial y tenaz esfuerzo se dirigió precisamente a superar todo naturalismo en la consideración del hombre, quedó siempre y en última instancia prisionero de él, y no consiguió nunca pensar la realidad humana como algo a rajatabla histórico, sino que recayó siempre de nuevo en la idea tradicional de que el hombre tiene y es una “naturaleza”.

Si se hubiera hecho aquella diagnosis de la “vida como estar en la creencia”, habríase visto que en ella no existe la idea de Verdad. Esta no puede formarse sino cuando el hombre encuentra eficazmente ante sí otras creencias, es decir, las creencias de otros. Lo que importaría explicar es en qué coyuntura precisa tiene que estar ya, por sí, una “vida como creencia” para que tenga con otras creencias lo que llamo encuentro eficaz. El tema es de enorme interés humanístico. La clave para que la explicación se logre está donde menos podría en abstracto imaginarse; a saber: en aclarar el hecho opuesto, consistente en que a estas horas conviven en Sudán Occidental y regiones próximas innumerables pequeños pueblos o tribus, en trato constante unos con otros, y, sin embargo, adscrito cada dual a sus creencias tradicionales, sin que hagan mella en lo compacto de su fe la presencia y contacto permanente de otros pueblos que creen con igual impasibilidad en sus dogmas divergentes. Los Glidyi-Ewe de Togo dicen de un hombre que pertenece a otra tribu o familias: “Ese baila con otro tambor”. Quien es de verdad aficionado a humanidades, se deleita siempre que un hecho le patentiza la condición “ondulante y diversa” del ente humano. Así en este caso. El tambor es el instrumento que simboliza el sistema de creencias y normas para muchísimos pueblos primitivos. Y ello, porque la acción religiosa e “intelectual” por excelencia –esto es, de relación con la transcendencia que es el mundo– es la danza ritual colectiva. La cosa es estupenda, y ella me obliga a insinuar a mi amigo Heidegger que para los negros de África filosofar es bailar y no preguntarse por el Ser. Quien no sea capaz de ver y entender estas sorprendentes homologías, no es capaz de Humanidades. Porque resulta que danza ritual colectiva, con asistencia patética de toda la colectividad, era lo que en la Grecia creyente constituía el acto religioso fundamental en que el hombre se dirige a Dios y Dios se hace presente al hombre, y, por tanto, era esa danza y la asistencia a su espectáculo el estricto homólogo de la meditación y la plegaria, era sus “ejercicios espirituales”. Ahora bien: ¡mire usted cómo es este demonio de la realidad humana”: a esa fiesta de danza ritual se llamó en Grecia teoría. Dígaseme si es arbitrario y gana –que juzgo para mí repugnantísima y pueril– de andar solicitando los datos, decir que para el negro africano filosofar es bailar.

Sólo cuando el hombre cae en la cuenta de que frente a sus propias creencias existen otras, que una vez advertidas le parecen a él mismo poco más o menos tan dignas de crédito como las suyas, es cuando en el hombre surge una nueva necesidad: la de poder discernir cuál entre los dos convolutos de creencias es el que últimamente merece ser creído. Esa necesidad, ese haber menester o menesterosidad de decidir entre dos creencias, es lo que llamamos “verdad”. Ahora, creo, se hace palmario por qué mientras se vive de lleno en la creencia no cabe sentir, ni siquiera cabe entender, qué cosa es eso de Verdad. Como he mostrado en otro estudio, lo característico de las “creencias” frente a las “ideas” u opiniones –incluyendo en éstas las doctrinas más rigorosamente científicas– es que la realidad, plena y auténtica realidad, no nos es sino aquello en que creemos, y nunca aquello que pensamos. No es sino lo mismo, visto por su envés, decir que nuestras “creencias” no nos aparecen nunca como opiniones ni personales, ni colectivas, ni universales, sino la “realidad misma”. Es más: de buena parte de nuestras creencias no tenemos siquiera noticia. Actúan en nosotros por detrás de nuestra lucidez mental, y para descubrirlas no hemos de buscarlas entre las “ideas que tenemos”, sino entre las “cosas con que contamos”. La forma de conciencia que en nosotros tienen las “creencias”, no es un “darse cuenta”, una noésis, sino un simple y directo “contar con”.

Darse cuenta de una cosa sin contar con ella –como nos pasa con el centauro, con los teoremas matemáticos, con la teoría de la relatividad, con nuestra propia filosofía–, eso es una “idea”. Contar con una cosa sin pensar en ella, sin darse cuenta de ella –como nos pasa con la solidez de la tierra sobre que vamos a dar el próximo paso, con el sol que va a salir mañana–, eso es una “creencia”. De ello se sigue que no creemos nunca en una idea, y como la teoría –ciencia, filosofía, etc.– no es sino “ideas”, no tiene sentido pretender del hombre que crea en la teoría; y a todo el que, violentando las cosas, por manía de ser heroico o por la tendencia al histrionismo –nada de esto deja de ser así porque a veces al maniático, al histrión y al mimo le cuesta la vida–, ha querido fingir que creía en sus ideas, se le ha conocido en la cara la honorable superchería. Las “ideas” nos persuaden, no nos convence, son “evidentes” o son “probadas”; pero son todo eso porque no dejan nunca de ser meras ideas nuestras y no nos son nunca la realidad misma, como nos es aquello en que creemos. De ahí que la teoría, las ideas, aun las más firmes y demostradas, posean en nuestra vida un carácter espectral, irreal, imaginario, no últimamente serio. Digo esto porque no somos nunca nuestras ideas, no las confundimos con nosotros, sino que meramente las pensamos, y todo pensar no es, hablando en concreción, sino fantasía. La ciencia es pura fantasía exacta, y ya indiqué alguna vez que esto es una perogrullada, porque claro está que nada puede ser exacto más que una fantasía, una imaginación, algo que se inventa ad hoc para que sea exacto, como veremos luego al entrar en el método más rigoroso de la actual Matemática. Es curioso cómo Descartes y Leibniz, a quienes todo inducía a hacer de la Matemática “entendimiento puro”, no tienen más remedio, pulcros como eran al teorizar, que reconocer la Matemática como obra de la imaginación. Un paso más, y habrían perdido su terror metódico a la fantasía, reconociendo que todo “entendimiento” es imaginación. Pero el caso es que a estas horas no se ha reconocido aún, por razones de tenaz e inconcebible superstición, que pensar no es sino fantasea. De ahí que sintamos siempre la “idea” como algo que nosotros hacemos, como hacemos el centauro y la quimera. Por eso no podemos ni, claro está, debemos tomar nuestras “ideas”, tomar la teoría completamente en serio. A fuer de tener éstas una dimensión que nos las presenta como creaciones nuestras, nos damos automáticamente cuenta de que, como las hicimos, las podemos deshacer, que son, por tanto, revocables. Las creencias, en cambio –todo aquello con que, queramos o no, contamos–, constituyen el estrato de pavorosa e irrevocable seriedad que es en postrera instancia nuestra vida.

Yo expreso este distinto cariz diciendo que las “ideas” las tenemos y sostenemos; pero que en las “creencias” estamos; es decir, que son ellas quienes nos tienen, nos sostienen y nos retienen. La teoría científica, ni más ni menos que la poesía, de quien es gemela, pertenece al mundo irreal de lo fantástico. Lo real de la ciencia es su aplicación, su práctica, y toda teoría es en principio practicable. Pero ella misma es irrealidad y fantasmagoría.»

[Ortega y Gasset: La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva. En Obras completas, 1962, vol. VIII, p. 285-289]

«Si abrimos el Discurso del Método, que ha sido el programa clásico del tiempo nuevo, vemos que culmina en las siguientes frases: “Las largas cadenas de razones, todas sencillas y fáciles, de que acostumbran los geómetras a servirse para llevar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión para imaginarme que todas las cosas que puedan caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen las unas a las otras en esta misma manera, y que sólo con cuidado de no recibir como verdadera ninguna que no lo sea y de guardar siempre el orden en que es preciso deducirlas unas de las otras, no puede haber ninguna tan remota que no quepa, a la postre, llegar a ella, ni tan oculta que no se la pueda descubrir” (Oeuvres, ed. Adam et Tannery, t. VI, pág. 19).

Estas palabras son el canto del gallo del racionalismo, la emoción de alborada que inicia toda una edad, eso que llamamos la Edad Moderna. Esa Edad Moderna de la cual muchos piensan que hoy asistimos nada menos que a su agonía, a su canto de cisne.

Y es innegable, por lo menos, que entre el estado de espíritu cartesiano y el nuestro no existe floja diferencia. ¡Qué alegría, qué tono de enérgico desafío al Universo, qué petulancia mañanera hay en esas magníficas palabras de Descartes! Ya lo han oído ustedes: aparte los misterios divinos, que por cortesía deja a un lado, para este hombre no hay ningún problema que no sea soluble. Este hombre nos asegura que en el Universo no hay arcanos, no hay secretos irremediables ante los cuales la humanidad tenga que detenerse aterrorizada e inerme. [...] El hombre va por fin a saber la verdad sobre todo. [...]

En los últimos años del siglo XVI y en estos primeros del XVII en que Descartes medita, cree, pues, el hombre de Occidente que el mundo posee una estructura racional, es decir, que la realidad tiene una organización coincidente con la del intelecto humano, se entiende, con aquella forma del humano intelecto que es la más pura: con la razón matemática. Es ésta, por tanto, una clave maravillosa que proporciona al hombre un poder, ilimitado en principio, sobre las cosas en torno. Fue esta averiguación una bonísima fortuna. Porque imaginen ustedes que los europeos no hubieses en aquella sazón conquistado esa creencia. En el siglo XVI, las gentes de Europa habían perdido la fe en Dios, en la revelación, bien por la hubieses en absoluto perdido, bien porque hubiese dejado en ellos de ser fe viva. Los teólogos hacen una distinción muy perspicaz y que pudiera aclararnos no pocas cosas del presente, una distinción entre la fe viva y la fe inerte. Generalizando el asunto, yo formularía así esta distinción: creemos en algo con fe viva cuando esa creencia nos hasta para vivir, y creemos en algo con fe muerta, con fe inerte, cuando, sin haberla abandonado, estando en ella todavía, no actúa eficazmente en nuestra vida. La arrastramos inválida a nuestra espalda, forma aún parte de nosotros, pero yaciendo inactiva en el desván de nuestra alma. No apoyamos nuestra existencia en aquel algo creído, no brotan ya espontáneamente de esta fe las incitaciones y orientaciones para vivir. La prueba de ello, que se nos olvida a toda hora que aún creemos en eso, mientras que la fe viva es presencia permanente y activísima de la entidad en que creemos. (De aquí el fenómeno perfectamente natural que el místico llama “la presencia de Dios”. También el amor vivo se distingue del amor inerte y arrastrado en que lo amado nos es, sin síncope ni eclipse, presente. No tenemos que ir a buscarlo con la atención, sino, al revés, nos cuesta trabajo quitárnoslo de delante de los ojos íntimos. Lo cual no quiere decir que estemos siempre, ni siquiera con frecuencia, pensando en ello, sino que constantemente “contamos con ello”). Muy pronto vamos a encontrar un ejemplo de esta diferencia en la situación actual del europeo (1).

Durante la Edad media había éste vivido de la revelación. Sin ella y atenido a sus nudas fuerzas, se hubiera sentido incapaz de habérselas con el contorno misterioso que le era el mundo, con los tártagos y pesadumbres de la existencia. Pero creía con fe viva que un ente poderoso, omniscio, le descubría de modo gratuito todo lo esencial para su vida. Podemos perseguir las vicisitudes de esta fe y asistir, casi generación tras generación, a su progresiva decadencia. Es una historia melancólica. La fe viva se va desnutriendo, palideciendo, paralizándose, hasta que, por los motivos que fuere, hacia mediados del siglo XV, esa fe viva se convierte claramente en fe cansada, ineficaz, cuando no queda por completo desarraigada del alma individual. El hombre de entonces comienza a sentir que no le basta la revelación para aclararle sus relaciones con el mundo; una vez más, el hombre se siente perdido en la selva bronca del Universo, frente a la cual carece de orientación y mediador. El XV y XVI son, por eso, dos siglos de enorme desazón, de atroz inquietud; como hoy diríamos, de crisis. De ellas salva al hombre occidental una nueva fe, una nueva creencia: la fe en la razón, en las nueve science. El hombre recaído renace. El Renacimiento es la inquietud parturienta de una nueva confianza en la razón físico-matemática, nueva mediadora entre el hombre y el mundo.

Las creencias constituyen el estrato básico, el más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas. Pensamos en lo que nos es más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas, las somos.

Cabe simbolizar la vida de cada hombre como un Banco. Este vive a crédito de un encaje oro que no suele verse, que yace en lo profundo de cajas metálicas ocultas en los sótanos de un edificio. La más elemental cautela invita a revisar de cuando en cuanto el estado efectivo de esas garantías –diríamos de esas creencias, base de crédito.

Hoy es urgente hacer esto con la fe en la razón de que tradicionalmente –en una tradición de casi dos siglos– vive el europeo. [...]

Aparte de lo que crean los individuos como tales, es decir, cada uno por sí y por propia cuenta, hay siempre un estado colectivo de creencia. Esta fe social puede coincidir o no con la que tal o cual individuo siente. Lo decisivo en este asunto es que, cualquiera sea la creencia de cada uno de nosotros, encontramos ante nosotros constituida, establecida colectivamente, una vigencia social, en suma, un estado de fe. [...].

Lo específico, lo constitutivo de la opinión colectiva es que su existencia no depende de que sea o no aceptada por un individuo determinado. Desde la perspectiva de cada vida individual aparece la creencia pública como si fuera una cosa física. [...] A este carácter de la fe social doy el nombre de vigencia. Se dice de una ley que es vigente cuando sus efectos no dependen de que yo la reconozca, sino que actúa y opera prescindiendo de mi adhesión. Pues lo mismo la creencia colectiva, para existir y gravitar sobre mí y acaso aplastarme, no necesita de que yo, individuo determinado, crea en ella. Si ahora acordamos, para entendernos bien, llamar “dogma social” al contenido de una creencia colectiva, estamos listos para continuar nuestra meditación.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema y del Imperio Romano” (1941). En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, vol. VI p. 15-19]

«Creencia no es una idea a que prestamos nuestra mental adhesión, una idea que nos convence, por ejemplo, una “verdad científica”. Las ideas, y especialmente esas “verdades científicas”, nacen, se nutren y sostienen en la discusión, viven de razones. Pero las auténticas creencias no se nos presentan como ideas. Si así fuese, no las “creeríamos”. Creer algo es sernos la realidad misma; por tanto, algo que no se nos ocurre poner en cuestión, discutir ni –hablando con rigor– sostener. Son las creencias quienes nos sostienen a nosotros, porque se nos presentan como la pura realidad en que “nos movemos, vivimos y somos”.

Ahora bien: es muy difícil que una creencia, en el sentido rigoroso de mi término, pueda existir bajo la forma de creencia individual o de un grupo particular. La creencia, precisamente porque no es una mera opinión, una idea, una teoría, es normalmente un hecho colectivo. No se cree normalmente por cuenta propia, sino junto con los demás: se cree en común. La creencia actúa como instalada en nuestro contorno social, en forma de “vigencia colectiva”, lo cual significa que no necesita ser defendida y sustentada por ningún individuo o grupo determinado. Cuando, para ejercer algún influjo en la sociedad, una opinión ha menester de que se combata por ella, incluso que mueran por ella más o menos individuos, quiere decirse que no ha llegado aún a constituirse en efectiva creencia, o que ha dejado de serlo. Será una convicción privada, una idea que entusiasma y en la lucha por la cual nuestra vida cobra un sentido, pero nada más. Lejos de producir la concordia, la convicción de un grupo lleva a la revolución.

No se trivialice, pues, el asunto. La concordia sustantiva, cimiento último de toda sociedad estable, presupone que en la colectividad hay una creencia firma y común, incuestionable y prácticamente incuestionada, sobre quién debe mandar. ¡Y esto es tremendo! Porque, si no la hay, es ilusorio esperar que la sociedad se estabilice. Las ideas, incluso las grandes ideas, se pueden improvisar; las creencias, no. Sin duda, las creencias fueron primero ideas, pero ideas que lentamente llegaron a ser absorbidas por las multitudes, perdiendo su carácter de ideas para consolidarse en “realidades incuestionables”. [...]

Cada uno de los Estados europeos ha vivido durante siglos en concordia radical, porque creía con fe ciega –toda fe es ciega– que debían mandar los “reyes por la gracia de Dios”. Pero, a su vez, creían esto porque creían con creencia firme y común que Dios existía. El hombre no estaba solo, solo con sus ideas; sentía ante él, presente siempre, una realidad: Dios, con la cual no tenía más remedio que contar. Esto es creencia: contar con algo porque nos está ahí. Y eso es realidad: aquello con que, queremos o no, contamos. Cuando la colectividad dejó de creer en Dios, los reyes perdieron la gracia que tenían y se los fue llevando por delante el vendaval de las revoluciones. La alianza entre el “trono y el altar” era, pues, cosa tan justificada como, por lo visto, inútil. [...]

Cuando esa realidad, única cosa que disciplina y limita a los hombres de manera automática y desde dentro de ellos mismos, se desvanece la volatilización de la creencia, quedan solo pasiones en el ámbito social. El hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento, que proporciona a las almas una ilusión aerostática. Cada cual proclama lo que le dicta su interés o su capricho o su manía intelectual: para huir del vacío íntimo y para sentirse apoyado, corre a alistarse bajo cualquier bandera que pasa por la calle. Con frecuencia es el más frívolo y superficial amor propio quien decide el partido que se toma. Porque, partida la sociedad, no quedan en ella más que partidos. En estas épocas se pregunta a todo el mundo, si “es de los unos o de los otros”, lo contrario de lo que pasa en las épocas creyentes.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema” (1941), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, t. VI, p. 61-63]

«Sobre la volatilización de una fe

En librete Ideas y creencias, hago observar que al preguntarse el historiador por las ideas de un hombre o una época hace una pregunta equívoca. Bajo el título general “ideas” se esconden dos cosas muy distintas. Hay las ideas que el hombre tiene, que piensa, que inventa, que se le ocurren: las ideas-ocurrencias. Y hay otras ideas que, lejos de ocurrírsele a este hombre, a esta época, se las encuentra ahí; por tanto, fuera mejor decir que se encuentra con ellas, que no las ve como ideas suyas, sino al contrario, como siendo la realidad misma. Son ideas que no se le ocurren a uno, sino, al revés, ideas en que se cree: las ideas-creencias. Se refieren a los órdenes más diferentes del Universo –no se entienda por creencias sólo las religiosas. Lo esencial en ellas es que tienen para nosotros el carácter de realidades y no de mero pensamientos nuestros, por “científicos” que éstos sean. Tanto es así, que muchas de nuestras creencias actúan eficazmente en nuestra vida sin que nos apercibamos de ellas –tan fundamentales, tan elementales son para nosotros. Se vive siempre desde ciertas creencias, y por lo mismo no las vemos, como no vemos el espacio de tierra sobre que tenemos puestos los pies y que nos sostiene.

Es evidente que estas dos clases de ideas –las ocurrencias y las creencias– representan dos estratos de muy distinto rango en la arquitectura de nuestra vida. Las creencias son los cimientos que portan y sustentan todo lo demás. Cuanto hacemos y pensamos se mueve ya en el horizonte delimitado por el sistema de las creencias. Y el historiador lo primero que necesita averiguar, de un hombre o de una época, es este sistema de creencias. La historia se convierte así en conocimiento de profundidades. Porque las creencias, al no ser simplemente las ideas “que tenemos” –es decir, que enunciamos, parlamos, escribimos– no están, sin más, en la superficie visible y audible de una época, de una vida. Para descubrirlas hay que descender so el haz del paisaje histórico, dejando atrás todas las psicologías y caracteriologías y morfologías hasta ahora usadas, cuya utilidad no es desdeñable, ni mucho menos, pero que en comparación con el afloramiento de las creencias latentes son de orden subalterno.

Este estudio de las creencias como tales nos revela los diversos estados por que pasan. Un mismo contenido de fe puede actuar en épocas sucesivas de modos diferentes. Sin meternos en más finuras, topamos, desde luego, con estos tres estados de una misma creencia: cuando es fe viva, cuando es fe inerte o “muerta” y cuando es duda. Porque el estado de duda pertenece al mismo estrato de las creencias, es un modo deficiente de creer. Dudar no es simplemente creer que no frente a creer que sí, ni tampoco vacío de creencia. Por el contrario, es un creer doble. Estamos en la duda porque dos creencias incompatibles batallan dentro de nosotros, y entre ambas oscilamos, fluctuamos.

Otra de las cosas que la teoría de las creencias nos enseña es que no puede darse una creencia, en la plenitud del término, si no es colectiva. Como individuo, puedo llegar a estar plenamente convencido, esto es, persuadido de algo, y esa convicción ser tan vigorosa y compacta que se aproxime mucho a la índole de las creencias. Pero siempre habrá entre aquélla y éstas diferencias y distancia. Los nombres mismos las declaran. Convicción, persuasión, dan a entender que son estados a los cuales hemos llegado por nuestra cuenta en virtud de razones y, cuando no, de motivos. Pero una creencia auténtica, en la cual de verdad estamos, no se funda en razones ni en motivos. En el momento en que esto aconteciese, no sería pura creencia. Tenían razón los teólogos cuando hablaban de que la fe es ciega. Sólo que ellos tenían de la fe una idea menos franca y resuelta que yo. Estos teólogos eran, en el fondo, snobs de la razón, a la cual miraban constantemente con el rabillo del ojo y delante de la cual no querían quedar mal. La razón ha sido y será siempre lo esencialmente “distinguido”. Por eso el snobismo ante ella está muy justificado y ha sido de gran fecundidad en el desarrollo humano. [...]

Cuando creemos de verdad en algo, no se nos ocurre buscar razones para esa fe. Ello significaría hacérnoslo cuestión, y la creencia es lo incuestionable. Mas parece sumamente difícil que nos sea incuestionable lo que en nuestro derredor vemos cuestionado. En esto me fundo para pensar que una creencia plenaria sólo es posible cuando nuestro contorno social participa de ella y tiene en su ámbito plena vigencia. Al comenzar a vivir nos es inyectada por la sociedad a que pertenecemos, y cuando empezamos a ser personas la tenemos ya dentro; en rigor, la somos. Esto explica que no necesite de razones y que no sepamos por qué vías mentales –pruebas, motivaciones, experiencias– hemos llegado a ella. En una creencia no se entra, sino que mágicamente se encuentra uno en ella desde siempre. La fe, al menos el prototipo de una fe, es siempre “la fe de nuestros padres”, es decir, algo que estaba ya ahí antes de que nosotros llegásemos. De las meras ideas se entra y se sale, tienen puertas y ventanas. Pero la creencia es algo, en efecto, mágico: se está en ella, y entonces es para nosotros la realidad misma. Un buen día nos despertamos, y no menos mágicamente se ha volatilizado, sin dejar rastro. Una idea superada, en cambio, deja indeleble huella en la nueva idea con que la sustituimos. [...]

Cuando se ha aprendido a ver lo que para la vida humana representa una fe sólida y a la vez rica de contenido, no hay hecho que supere en dramatismo a su volatilización. ¿Cómo, no obstante, es ésta la hora en que los historiadores no han explicado a fondo qué es lo que pasó para que aquel magnífico sistema de creencias se evaporase? Sin que haya alguna claridad sobre esto, es vano querer entender las existencias de los europeos entre 1400 y 1500, y muy particularmente la de la generación de Vives.

El hecho de que no se haya estudiado aún por qué y cómo la fe medieval se desvaneció, hasta para revelarnos hasta qué punto lo que se llama “ciencia” histórica ha sido hasta ahora una ingenua faena. Porque ése es el acontecimiento más grave del pasado occidental y su consideración lo más importante para el futuro. Y ello es así no porque el contenido particular de aquella fe fuera el cristianismo. La cuestión a que me refiero no es de doctrinas, no versa sobre la importancia mayor o menos que se atribuya a determinadas ideas, en este caso las cristianas, sino sobre el estado de creencia consolidada y plena de que gozaron esas doctrinas o ideas.

Más aún es falso reducir la fe medieval a cristianismo. En primer lugar, el cristianismo tenía dentro de sí una dosis enorme de cultura grecorromana, y al inundar el Occidente, como Nilo abundoso, fue impregnando las glebas europeas de légamo clásico. Pero, además, la fe medieval tiene muchas dimensiones: es todo un sistema de creencia en el cual se creía pro indiviso. Hay primero la fe en el Dios de la Biblia y del dogma. Sobre ese estrato, sin duda el más profundo y sustentador del resto, soldado con él por soldadura autógena, hay todo un inmenso repertorio de creencias extrarreligiosas sobre el mundo, una “ciencia”, cuya armazón principal constituye el escolasticismo. A pesar de ser “ciencia”, la verdad es que sobre sus temas decisivos no existía duda. En el escolasticismo había innumerables cuestiones, puntos sobre los que se disputaba. Es más: la forma del pensamiento activo en aquella época era precisamente la disputa y no, como en la época moderna, la investigación. De aquí que todas aquellas famosas “cuestiones” se parecen muy poco a los “problemas” de nuestra ciencia actual. Surgían y se multiplicaban con un sobrecrecimiento vegetativo, dentro del marco intangible de lo incuestionado. La cultura moderna, en cambio, ha nacido y vivido de la duda. En ello consiste su gran paradoja. Es la moderna cultura, como toda cultura, una fe: la fe en la razón. Pero la razón en que se ha creído desde 1600 hasta la fecha es una extraña cosa que lleva dentro la duda. Razonar implica dudar, y es, constitutivamente, reacción elástica de nuestra mente ante lo dudoso, cuestionable y cuestionado. Esta extraña, acrobática e inverosímil fe en la razón parte, como creencia fundamental, de que existe la duda sobre todo, que todo es, en principio, dubitable, pero cree al mismo tiempo en que el hombre posee la facultad y una técnica para moverse y afianzarse en el fluctuante elemento de lo dudoso –una aguja para marear en el “mar de dudas”. Esa facultad, esa técnica, son la razón–, que incluye en sí conciencia de lo problemático y confianza en la prueba, en poder “dar razón” de lo que al pronto parece carecer de ella. [...]

Platonismo y aristotelismo no fueron nunca en Grecia objeto de fe. Fueron meras ideas o, en mi terminología, ocurrencias. Pero en la Edad Media entran en las almas fundidas con las creencias religiosas y adquieren una solidez de efectivas creencias. Ahora bien: ambas filosofías, que en última instancia son dos caras de la misma, son una interpretación del mundo que hace de éste una pluralidad de realidades inmóviles. Pluralidad e invariabilidad última son, en efecto, los dos rasgos decisivos del universo medieval.»

[Ortega y Gasset, José: “Vives” (1940-1941). Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, vol. V, 1964, p. 499-504]

Sentido deportivo y festivo de la vida

«Todos los actos utilitarios y adaptativos, todo lo que es reacción a premiosas necesidades, son vida secundaria. La actividad original y primera de la vida es siempre espontánea, lujosa, de intención superflua, es libre expansión de una energía preexistente. No consiste en salir al paso de una necesidad, no es un movimiento forzado o tropismo, sino, más bien, la liberal ocurrencia, el imprevisible apetito. [...]

Así, pues, podemos distribuir los fenómenos orgánicos –animales y humanos– en dos grandes formas de actividad: una actividad originaria, creadora, vital por excelencia –que es espontánea y desinteresada–; otra actividad en que se aprovecha y mecaniza aquélla y que es de carácter utilitario. La utilidad no crea, no inventa, simplemente aprovecha y estabiliza lo que sin ella fue creado.

Dejando a un lado las formas orgánicas y atendiendo sólo a las acciones, la vida plena nos aparece siempre como un esfuerzo, pero este esfuerzo es de dos clases: el esfuerzo que hacemos por la simple delectación de hacerlo, como dice Goethe: “Es el canto que canta la garganta, el paso más gentil para el que canta”; y el esfuerzo obligado a que una necesidad impuesta y no inventada o solicitada por nosotros nos apura y arrastra. Y como este esfuerzo obligado, en que estrictamente satisfacemos una necesidad, tiene su ejemplo máximo en lo que suele el hombre llamar trabajo, así aquella clase de esfuerzos superfluos encuentra su ejemplo más claro en el deporte.

Esto nos llevará a transmutar la inveterada jerarquía y considerar la actividad deportiva como la primaria y creadora, como la más elevada, seria e importante en la vida, y la actividad laboriosa como derivada de aquélla, como su mera decantación y precipitado. Es más, vida propiamente hablando es sólo la de cariz deportivo, lo otro es relativamente mecanización y mero funcionamiento. Lo vital es la formación del brozo y su repertorio de posibles movimientos; dado el brazo y sus posibilidades, su trayectoria en cada caso es cuestión simplemente mecánica. Asimismo, una vez hecho el ojo, las leyes de la óptica física se cumplen en la visión, pero con las leyes físicas no se hace un ojo. A Descartes, que sostenía la naturaleza mecánica de los cuerpos vivos, ya decía Cristina de Suecia que “ella no había visto nunca que su reloj diese a luz relojitos”.

En modo alguno quiero decir con esto que la acción utilitaria no reobre a su vez, no inspire y dé pretexto a nuevas creaciones de la potencia deportiva; lo único que estrictamente quisiera insinuar es que, en todo proceso vital, lo primario, el punto de partida, es una energía de sentido superfluo y libérrimo, lo mismo en la vida corporal que en la vida histórica. Al hacer la historia de toda existencia viviente hallaremos siempre que la vida fue primero una pródiga invención de posibilidades y luego una selección entre ellas que se fijan y como solidifican en hábitos utilitarios. [...]

Lo más necesario es lo superfluo, el que se contente con responder estrictamente a la necesidad que sobreviene será arrollado por ella; la vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente par la victoria de otra.

Por esto la palabra que más sabor de vida tiene para mí y una de las más bonitas del diccionario es la palabra “incitación”. Sólo en biología tiene este vocablo sentido. La física la ignora. En la física no es una cosa incitación para otra, sino sólo su causa.»

[Ortega y Gasset, José: “El origen deportivo del Estado” (1924). En Obras Completas, vol. II, 1963, p. 609-612]

«Las ocupaciones felices, conste, no son meramente placeres; son esfuerzos, y esfuerzo son los verdaderos deportes. No cabe, pues, distinguir el trabajo del deporte por un más o menos de fatigas. La diferencia está en que el deporte es un esfuerzo hecho libérrimamente, por pura complacencia en él, mientras el trabajo es un esfuerzo hecho a la fuerza en vista de su rendimiento. Esta es la contraposición “vivida” en el significado originario de la palabra “deporte”, es decir, en su etimología.

La palabra “deporte” ha entrado en la lengua común procedente de la lengua gremial de los marineros mediterráneos, que a su vida trabajosa en la mar oponían la vida deliciosa en el puerto. “Deporte” es “estar en el portus”. Pero la vida de puerto no es sólo el marino plantado en el muelle, con las manos en los bolsillos del pantalón y la pipa entre los dientes, que mira obseso al horizonte como si esperase que en su líquida línea fuesen de pronto a brotar islas. Hay, ante todo, los coloquios interminables en las tabernas portuarias entre marinos de los pueblos más diversos. Esas conversaciones han sido uno de los órganos más eficientes de la civilización. En ellas se transmitían y chocaban culturas dispares y distintas. Hay, además, los juegos deportivos de fuerza y destreza. En la cultura trovadoresca de Provenza aparece ya recibida la palabra, y con frecuencia en esta pareja deports e solatz, donde, al revés que ahora, deport es, más bien, el juego de conversación y poesía, mientras solaces representa los ejercicios corporales: caza, cañas, justas, anillos y danzas. La pareja, pues, resume una vez más el eterno repertorio felicitario. En la Crónica oficial de Don Enrique IV se emplea el verbo “deportar” referido a la caza. Hoy juzgaríamos este uso como galicismo, y probablemente lo fue entonces –fue un “provenzalismo”. Porque conviene recordad que los galicismos no son invento de estos últimos decenios.»

[Ortega y Gasset, José: “A ‘Veinte años de caza mayor’ del Conde de Yebes” (1942). En Obras Completas, vol. VI, 1961, p. 428 n.]

 


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