Ortega y Gasset - Valoraciones de su pensamiento
Justo Fernández López
«Quisiera referir brevemente dos recuerdos de Ortega y Gasset. Siguen en mi memoria como dignos de recordación.
El primer recuerdo se remonta al mes de agosto de 1951. Nos encontramos en la ciudad alemana de Darmstadt, donde en bien ceñido marco se celebran anualmente conferencias sobre un tema determinado. Aquel año versaban sobre el tema “El hombre y el espacio”. Entre los hombres de ciencia y arquitectos que habían sido requeridos a hablar, nos contábamos Ortega y yo. Después de mi conferencia, que llevaba el título “Edificar, habitar, pensar”, un orador empezó a disparar violentos ataques contra lo que yo había dicho y afirmó que mi conferencia no había resuelto las cuestiones esenciales, que más bien las había “despensado”, es decir, disuelto en nada por medio del pensamiento. En este momento pidió la palabra Ortega y Gasset, cogió el micrófono del orador que tenía a su lado y dijo al público lo siguiente: “El buen Dios necesita de los “despensadores” para que los demás animales no se duerman”. La ingeniosa salida hizo cambiar de golpe la situación. Pero no era sólo una salida ingeniosa, era sobre todo caballeresca. Este espíritu caballeresco de Ortega, manifestado también en otras ocasiones frente a mis escritos y discursos, ha sido tanto más admirado y estimado por mí pues me consta que Ortega ha negado a muchos su asentimiento y sentía cierto desasosiego por alguna parte de mi pensamiento que parecía amenazar su originalidad. Una de las noches siguientes volví a encontrarle con ocasión de una fiesta en el jardín de la casa del arquitecto municipal. En hora avanzada iba yo dando una vuelta por el jardín, cuando topé a Ortega solo, con su gran sombrero puesto, sentado en el césped con un vaso de vino en la mano. Parecía hallarse deprimido. Me hizo una seña y me senté junto a él, no sólo por cortesía, sino porque me cautivaba también la gran tristeza que emanaba de su figura espiritual. Pronto se hizo patente el motivo de su tristeza. Ortega estaba desesperado por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo. Pero se desprendía también de él al mismo tiempo una sensación de aislamiento que no podía ser producida por circunstancias externas. Al principio sólo acertamos a hablar entrecortadamente; muy pronto el coloquio se centró en la relación entre el pensamiento y la lengua materna. Los rasgos de Ortega se iluminaron súbitamente; se encontraba en sus dominios y por los ejemplos lingüísticos que puso, adiviné cuán intensa e inmediatamente pensaba desde su lengua materna. A la hidalguía se unió en mi imagen de Ortega la soledad de su busca y al mismo tiempo una ingenuidad que estaba ciertamente a mil leguas de la candidez, porque Ortega era un observador penetrante que sabía muy bien medir el efecto que su aparición quería lograr en cada caso.
El segundo recuerdo trae a mi memoria la gran casa abierta de un médico en los altos de la Selva Negra, donde una mañana de domingo, en un círculo de numerosos oyentes cruzamos con fuerza, pero con bella mesura, nuestros más afilados aceros. Estaba en discusión el concepto del “ser” y la etimología de este vocablo fundamental de la filosofía. La discusión puso de manifiesto lo muy versado que Ortega estaba en las Ciencias. También me puso de relieve una especie de positivismo que no me cumple juzgar, ya que conozco muy pocos escritos de Ortega y sólo en traducciones. La tarde de ese mismo día nos proporcionó a mi y a todos los presentes la impresión más recia y duradera de la magna personalidad de Ortega y Gasset. Habló de un tema que ni estaba previsto ni había sido formulado y que puede, sin embargo, cifrarse en el título “El hombre español y la muerte”. Cierto que lo que nos dijo le era familiar desde hacía largo tiempo, pero el cómo lo dijo nos desvela cuanto más avanzado estaba que sus oyentes en un campo que ahora ha tenido que traspasar. Cuando pienso en Ortega vuelve a mis ojos su figura tal como la vi aquella tarde, hablando, callando, en sus ademanes, en su hidalguía, su soledad, su ingenuidad, su tristeza, su múltiple saber y su cautivante ironía.»
[Martin Heidegger: "Encuentros con Ortega y Gasset", Clavileño 1956. El texto original alemán está en el Volumen 13 de la Edición integral]
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«Para muchos Ortega fue durante unos cuantos lustros el resonador que ha dejado oír en España la voz de todas las inteligencias fecundas de Europa. España debe a Ortega, en primer término, la incorporación viviente de lo más noble y exquisitamente intelectual que se ha producido durante este tiempo fuera de la Península. A y su aula acudieron muchos, ávidos de “ponerse al día”.
Mucho más importante que esta función resonadora ha sido su función propulsora. Sin restar a nadie lo que en estricta justicia le corresponde, Ortega ha sido el gran propulsor de la filosofía en España. No sólo ha importado filosofías: ha creado en España un ámbito propio para la filosofía y un ambiente donde poder filosofar con libertad. Para esto hace falta algo más que lecturas y catálogos: la creación de un ambiente filosófico no se logra más que filosofando, y Ortega filosofó efectivamente. Durante el siglo pasado [s. XIX], la llamada filosofía española había sido en gran parte cosa de secta y de partidos. En este sentido, la actuación de Ortega ha sido liberadora. No fue filosofía ni de izquierdas ni de derechas. Fue filosofía “simpliciter”. Esta influencia de Ortega ha cundido mucho menos que la primera, porque exige mucho más de quien la recibe. [...]
Pero hay aún estratos más hondos en la actuación pedagógica de Ortega. Ha creado en los que tuvieron contacto con él una sensibilidad filosófica especial. Los unos tal vez despertaron con él a la filosofía; los otros afinaron en él su sentido; todos los que fueron capaces para la filosofía aprendieron a su lado a sentirla de nuevo modo. Como sensibilizador filosófico, Ortega ha sido y es ejemplar. [...] Por gozar de una exquisita sensibilidad filosófica pudo detener su atención sobre temas oscuros entonces, prefiriéndolos a los problemas consagrados. Cuando no circulaba por Europa más que un corto número de ejemplares del libro de Brentano acerca de los muchos sentidos del término ser en Aristóteles, Ortega llamó la atención sobre este punto como uno de los temas centrales de la filosofía. Presentidos como pocos, ha podido mirar tranquilo al porvenir filosófico; y hacía falta cierta audacia para pensar hace veinticinco años que la filosofía iba a ser lo que es hoy. [...]
Ortega ha sido maestro en la acogida intelectual, no sólo por la riqueza insólita de su haber mental, sino por el calor de su inteligencia amiga. [...]
Los dos pensadores que la han suscitado la gigantomaquia que caracteriza nuestro tiempo y que mayor influjo ejercieron sobre las mentes de principios de silgo son Brentano y Dilthey. El primero –heredero de la teología tomista– pide a la filosofía evidencias estrictas. El segundo –hijo de la teología pietista de Schleiermacher– le pide vivencias filosóficas. Mientras que en el primero se acusan vigorosas la idea aristotélica del ser como cosa y la idea cartesiana de la evidencia racional, reclama el segundo la irreductibilidad del ser de la vida y la originalidad de la intelección histórica. Indudablemente, estamos en un grave punto de inflexión de la trayectoria de la filosofía. En él se dejan divisar nuevas posibilidades.»
[Zubiri, Xavier: “Ortega, maestro de filosofía” (1936). En: Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944). Madrid: Alianza Editorial, 2002, p. 266-270]
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«Lo que Ortega trajo de Alemania [en 1919] fue una mente atenazada por problemas.
Estos problemas se centraban en aquel momento para Ortega en dos puntos que siempre le han producido estricto mal humor. Aristóteles nos dice, a veces, que la filosofía nace del asombre, y otras que brota de la melancolía. Para Ortega diríase que sus reflexiones nacieron del mal humor que le producían, por un lado, el yo absoluto del idealismo, y por otro, el imperio tiránico de la razón científica, sobre todo en su forma físico-matemática. Todavía hace pocos años le oí decir: “Me encanta molestar a la geometría”. Esta nota de mal humor no fue un mero azar sentimental para un hombre como Ortega, que precisamente iba a encontrarse con el fenómeno de la vida. Aquel mal humor era indicio de la grave inquietud intelectual que le producían las dos tesis citadas, precipitado último de toda la aventura filosófica de la mente humana a partir de Descartes. Ortega se vio así retrotraído al punto último y problemático en que Descartes apoya toda la filosofía: el yo que duda.
La actitud de Ortega ante este punto crucial de la filosofía viene determinada por el hecho de que para él la propia duda cartesiana no es sino un diálogo interno entre el yo que duda y el mundo de cosas en que aquel yo vive. Recordando la frase de Descartes, según la cual alguna vez en la vida hay que ponerlo todo en duda, podría decirse que Ortega la continuó diciendo: “menos la vida misma”. En la época en que Ortega comenzó a filosofar, la vida no era ciertamente un tema nuevo. Pero para esta filosofía de la vida (Lebensphilosophie) la vida era lo irracional al margen de la razón. La actitud filosófica de Ortega, fue diametralmente opuesta. La vida consiste, precisamente, en un drama, en una acción o diálogo del hombre con las cosas de su entorno. No existe, pues, el yo en y por sí mismo, sino un yo viviendo con las cosas. “Yo soy –decía– yo y mi circunstancia”. La vida es por esto la realidad radical para Ortega. Y esta acción dramática en que la vida consiste no es irracional; todo lo contrario, es la razón misma, la razón vital. La razón vital no es vida más razón, ni razón más vida, sino la vida misma como forma radical de la razón. Por eso, la filosofía de Ortega no es ni racionalismo sin vida ni vitalismo irracionalista.
En este bracear denodado con la verdad de la vida y de las cosas, Ortega nos enseñó in vivo la radicalidad con que han de librarse, cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que perennemente nos une a su espíritu con plena admiración, profundo respeto e íntimo cariño. Otros salieron ciertamente de la inestable situación de la filosofía postcartesiana por otras rutas diferentes. Pero no es menos cierto que el vigor mental para recorrerlas se templó y puso en forma al calor de su ejemplar vida intelectual.»
[Zubiri, Xavier: Escritos menores (1953-1983). Madrid: Alianza Editorial, 2007, p. 225-227]
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«En el curso de 1952-53 (en las palabras de homenaje que dedica en una de sus clases a Ortega por su septuagésimo aniversario) recuerda Zubiri “las dos posiciones quiméricas de la filosofía” contra las que se batía Ortega y que le provocaban hasta “malhumor”:
“el yo absoluto del idealismo” y
“el imperio tiránico de la razón científica”,
de tal manera que Zubiri resalta en este contexto lo siguiente: “¡Cuántas veces, no hace muchos años le oía decir a Ortega: Nada me encanta tanto como molestar a la geometría!
Según Zubiri, la aportación de Ortega va más allá de la mera “filosofía de la vida” (que trataba de “los factores irreductibles a la pura razón” y los que se consideraba “irracionales”). Su actitud filosófica fue más profunda y consistió en rebasar la duda cartesiana haciendo ver que en la propia duda cartesiana había un “diálogo interno”, “acción”, en definitiva, “vida”. Eso es lo que quiso decir con su famosa frase “Yo soy yo y mi circunstancia”. Y es que la vida es acción, drama, aunque sin dejar fuera la razón; por consiguiente, se trata de una “acción eminentemente racional”, por lo que ha venido a significar lo mismo que “la idea de la razón vital”.»
[Conill, Jesús: “Ortega y Zubiri”. En: Balance y perspectivas de la filosofía de X. Zubiri. Granada: Comares, 2004, 495]
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«La filosofía orteguiana se desarrolla a dos niveles: el de la intuición individual, que es propio de la “vida”, y el de la intuición esencial, que es obra de la “razón”. Cuanto Ortega reúne ambos niveles, aparece la “razón vital” como órgano filosófico. Ahora podemos entender en todo su sentido textos como el siguiente:
Es constitutivo de lo que llamo ‘razón vital’ ser una disciplina abstracta que habla de una realidad (la vida humana) a quien es más esencial que a ninguna otra de las hasta ahora estudiadas, el ser concreto, el ser siempre ‘mi’ vida.
La razón vital desvela toda su originalidad al compararla con la tradicional “ciencia metafísica”. La filosofía clásica, la que procede de Grecia, parte, como es obvio, de la intuición individual, pero inmediatamente proyecta sobre la realidad esquemas apriorísticos: por ejemplo, el de naturaleza, el de sustancia, el de espíritu, etc. Ortega procede de modo muy distinto. Parte también de la actitud natural, pero define ésta de modo formalmente práctico, como “ejecutividad”, y no especulativo, como “naturaleza”, etc. La razón filosófica, por otra parte, no puede proceder de este último modo, sino de la forma señalada por Husserl, es decir, poniendo en práctica la reducción eidética para llegar a la esencia. Frente a la sustancia especulativa, la esencia fenomenológica. Por eso Ortega a veces se resiste a utilizar el término “metafísica”, en favor de “filosofía primera”. Como escribe a Curtius, “la ‘razón vital’ sensu stricto es una disciplina puramente filosófica, más aún, es la proté philosophía. (Lo es porque al buscar una realidad radical a que referir y en que fundar todas las demás ‘realidades’ nos encontramos con que ésta es el absoluto hecho de ‘mi vida’.” Frente a la metafísica sustancialista clásica, la filosofía primera fenomenológica. De hecho ya Husserl había escrito en la introducción a Ideas: “La fundamentación y el desarrollo sistemáticamente riguroso de esta primera de todas las filosofías es la indeclinable condición previa de toda metafísica y restante filosofía –que puede presentarse como ciencia”.
Con este espíritu escribe Ortega las Meditaciones del Quijote (1914). Se sabe que proyectó publicar en 1910 una serie de ensayos bajo el título de Salvaciones, los mismos que cuatro años después denominó Meditaciones. El cambio pudo deberse a la influencia de Husserl, quien tituló la sección segunda de Ideas: “Meditación fenomenológica fundamental”. Su primer epígrafe dice así: “El mundo de la actitud natural: yo y mi mundo circundante” (Die Welt der natürlichen Einstellung: Ich und meine Umwelt). Indudablemente aquí está la raíz próxima del apotegma orteguiano: “yo soy yo y mi circunstancia”. Ahora bien, conviene no olvidar que el texto completo de Ortega dice así: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Son dos planos, el primero el propio de la ejecutividad, de la vida, en el que hay dos polos, el yo y la circunstancia. Pero el filósofo no puede quedarse ahí, ha de elevar si razón al segundo plano; es decir, tiene que realizar la “meditación” o “salvación” racional de la vida, mediante la epojé fenomenológica. Por eso Ortega continúa: “En la escuela platónica se nos da como empresa de toda la cultura, ésta: ‘salvar las apariencias’, los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea”. Si a este segundo momento lo llamamos “razón” y al primero “vida”, su unidad constituye la “razón vital”, en la edificación de cuyo sistema cifra Ortega todos sus esfuerzos a la altura de 1914. [...]
Husserl en Alemania y Ortega en España hicieron posible un nuevo horizonte filosófico, dando inicio así a la auténtica filosofía contemporánea.»
[Diego Gracia: Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri. Madrid: Triacastela, 2007, p. 65-66]
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«Gran parte de la filosofía de Ortega es un intento de salir de la soledad en que el idealismo había inmerso el yo (su yo). La superación del idealismo era el tema de su tiempo y el suyo propio. Ya en las Meditaciones del Quijote, había dicho “salvémonos en el mundo, salvémonos en las cosas” y ahora lo volvía a repetir y decía que había que crear un mundo, una circunstancia al yo idealista. Más la superación del idealismo no podía ser una nueva caída en el realismo. Hacía falta un nuevo concepto de ser.
Para Ortega, el ser de las cosas no existía sino en la medida en que existiese para una vida humana, que es la realidad radical, aquella en la que el resto de realidades radican. Ortega buscaba una verdad absoluta como base de su filosofía y la encuentra en la realidad radical que es toda vida humana (yo y la circunstancia). Ésta es verdad absoluta en la medida en que existe con independencia de cualquier otra cosa y comprende en sí todo lo demás. Por otro lado, la vida es realidad radical no sólo para la filosofía sino también para sí misma. Todo lo que aparece, aparece en la vida. Incluso el pensar es pensar en la medida en que vivo. Las cosas son en cuanto son para mí, bien como cosas reales o irreales. En la vida no solamente hay cosas presentes y actuantes, sino también pasado y futuro, es decir, lo que ya ha aparecido y lo que puede aparecer, lo desconocido. En mi vida pueden actuar tres tipos de cosas: las que acaso hay, lo sepamos o no; las que erróneamente creemos que hay; y las que efectivamente hay. Todas las realidades que no aparecen en mi vida en alguna de estas formas no tienen, según Ortega, un ser efectivo, porque las cosas no tienen ser en sí mismas sino en la medida que actúan sobre mí. Al hombre le son dadas las cosas, pero no su ser. Es el hombre el que poner el ser a las cosas. Ortega diferencia entre cosa, que no tiene ser, y ente, que es la cosa más el ser, es decir, una cosa cuando me ocupo de su ser. El ser de las cosas no lo encontramos en ellas, sino que lo buscamos dentro de nosotros, ensimismándonos, porque el ente es como una presciencia, un a priori o reminiscencia, como había dicho Platón.
Ortega necesitaba diferencia entre el nuevo concepto de ser que él defendía y el concepto de ser substante e independiente de cualquier otra realidad para que su filosofía no pareciera una nueva recaída en el idealismo. Una cosa era el ser ejecutivo de la vida, el ser en cuanto viviendo, y otra cosa era esas mismas cosas cuando yo pienso su ser. Si hablamos de la luz como lo que me alumbra y como una teoría científica de por qué llega a alumbrarme, estamos hablando de dos conceptos distintos de ser. El primero es el ser ejecutivo, vivido por mí sin reflexión, y el segundo es ser en la medida en que yo me he hecho cuestión de él. En el primer caso, el ser no contiene la cosa, sino su relación con nosotros, con cada realidad radical. El ser de la cosa no es una construcción de la mente, sino una realidad efectiva en mi vivir. Pero ¿en el segundo caso...?
Ortega, a pesar de su esfuerzo, no conseguía superar plenamente el idealismo por el miedo a caer en el realismo, pues temía que éste podía llevar a su filosofía a un relativismo que negara la verdad absoluta e integral que estaba buscando. La verdad para Ortega existe eviternamente, aunque se descubre en un momento histórico, lo que le da un carácter temporal, que en realidad no es suyo, sino de la mente humana, de la edad de su descubrimiento. No es extraño que encuentre curiosamente el principio de la razón vital en la filosofía kantiana. En “Filosofía pura. Anejo a mi folleto Kant”, Ortega dice que lo ultravivo en Kant es que el sujeto es el que pone el ser en el objeto visto, sea real o ideal.
Al final del texto, Ortega añadía una nota a pie de página donde anunciaba que no tardaría en publicar su estudio Sobre la razón vital. Nunca llegó a publicarlo. [...] Lo que este libre debía incluir es la base de la filosofía orteguiana. Que luego Ortega pasar a interpretar la vida bajo la óptica de la razón histórica, que ya estaba presente desde mucho tiempo atrás en su cabeza, no es óbice para que la filosofía de la razón vital fuera desarrollada, entre otras cosas porque la razón histórica no por ser histórica deja de ser vital (biográfica). Ortega, a pesar de la dureza del exilio y del necesario planteamiento de muchas cuestiones por el azoramiento que debe producir la vivencia de varias guerras de forma tan directa, siguió escribiendo, pero no desarrolló los conceptos de su metafísica. Lo que había escrito lo dejó inédito. Dudaba de la verdad de su filosofía. Quizá aquí radica la grandeza del filósofo. [...]
La razón vital es el intento de que objetos antes irracionales sean ahora racionales bajo este nuevo modo de razón, que intenta no caer en la vieja metafísica. Mas si las cosas no tienen ser sino en la medida en que son para mí y yo soy para ellas, es difícil salvar el subjetivismo, porque aunque la realidad radical no sea el yo, sino el yo y la circunstancia, el que pone el ser es el yo, pues el único ser que puede ser ejecutivo es éste. La circunstancia no es ejecutiva, las cosas no tienen ser ejecutivo, ni siquiera el ser de los otros yoes es ejecutivo para mí, aunque lo sea para ellos, según Ortega.
El filósofo no pudo dejar de sentir esto con preocupación, porque él andaba buscando una verdad sobrehistórica, absoluta. [...] La salida a este potencial relativismo de su filosofía, que intentaba evitar, era el perspectivismo, calificativo que habían puesto los alemanes a su forma de filosofar, y que Ortega parecía aceptar a pesar de su nula pasión por los ismos. [...] Pero este perspectivismo no encontró un desarrollo más profundo que el que había tenido en El tema de nuestro tiempo (1923), y era fundamental para conseguir ver cómo el ser ejecutivo de los distintos yoes –no se entiendan ni el yo cartesiano, ni el kantiano, ni el fenomenológico, sino el vital– se compagina y si sus verdades eran compatibles e independientes del sujeto percipiente. Esa sí era la superación del idealismo, pero Ortega no la llevó satisfactoriamente a cabo.»
[Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Janés, 2002, p. 290-292]
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«A Ortega no se le escapaba que las cosas no pueden ser sólo entendidas como realidades radicadas en la realidad radical de la vida humana, pero no supo encontrar una explicación filosófica de estas realidades como independientes de una vida humana. No es sólo el hombre el que pone el ser a las cosas, más allá del sentido que Ortega otorga a esta puesta heideggeriana del ser-ahí como construcción de un mundo que es respuesta a la circunstancia. Este mundo construido por la realidad radical o cogido de las vigencias sociales podía acabar equiparándose en muchos puntos con el mundo idealmente construido por las filosofías moderna y contemporánea. Esto era algo que Ortega no deseaba, pero que no supo salvar. Tampoco conseguía aquí explicar satisfactoriamente cómo de la realidad radical de la vida de cada uno se podía pasar a una explicación general del mundo: “El hombre y su circunstancia pelotean el problema del ser”, lo que implica que el problema del ser “es de lo uno y de lo otro”, que ni las cosas ni el hombre tienen ser, sino que el hombre tiene que decidir su ser y el de las cosas, “pero mundo significa un orden unitario de las cosas: es el ser de ésta, y ésta y todas las cosas articulado en un ser universal. Mundo es orden, estructura, ley y comportamiento definido de las cosas; una absoluta variación no sería mundo” (Unas lecciones de Metafísica, OC, XII, pp. 95-96).
Era el momento de dar una respuesta, pero el final de la lección queda apuntado en unas notas que no permiten ver exactamente cuál era la solución orteguiana a tema tan complejo. El desarrollo de la razón histórica y el análisis de “lo social”, apuntado en estas notas, permiten intuir el camino, pero... no más. No obstante, la crítica no debe olvidar que llegar hasta ahí era andar mucho y señalar el camino, profundizar casi todo lo posible.»
[Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Janés, 2002, p. 378-379]
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«En su búsqueda de un idealismo objetivo, al tercer intento, tras su paso por Leipzig y Berlín, el joven aprendiz de filósofo había dado con el grupo neokantiano de Marburgo, que encabezaba Cohen y tenía a Natorp como principal referente. Con la perspectiva que dan los años, Ortega criticaba el dogmatismo estricto de sus maestros, de lo que ya le había avisado Unamuno en su juventud, y mostraba su separación intelectual del mismo, evidente desde antes de las Meditaciones del Quijote. Los neokantianos reducían el saber filosófico al estudio de Kant y de Platón, Descartes y Leibniz previamente traducidos al kantismo. Siendo estos nombres “egregios”, no caía, pensaba Ortega, reducción más estrecha de la historia universal. En realidad, sus maestros neokantianos no enseñaban filosofía, sino que daban por sabidas e incontestables las verdades de la filosofía kantiana según la traducción neokantiana hecha en disputa con los poskantianos, los positivistas y los psicologistas, a los que ni siquiera se estudiaba como muestra de desprecio. Por eso Ortega no se había enterado en su juventud de la existencia de dos miembros de la generación precedente a las dos neokantianas, Brentano y Dilthey, que se caracterizaban por su antikantismo y por la preponderancia que daban a lo psíquico. El objetivo de estos dos autores, a los que tanto debía ahora la filosofía de Ortega, era superar el intelectualismo, de ahí su posición antikantiana negadora del concepto de noumeno al considerar que la actividad es anterior a la cosa y que el todo es anterior a las partes. Para ellos, el ser como dinamismo y el todo eran hechos fácticos cognoscibles. [...]
Los jóvenes que en torno a 1911 estudiaban en Marburgo habían dejado de ser neokantianos en esa fecha. Estos jóvenes marburgueses de 1911 habían decidido abandonar “todo el continente idealista”, tenían una enorme voluntad de sistema, pero estaban convencidos de que el mismo sólo podría venir con los años, y se mostraban resueltos a ser veraces, pues creían firmemente que “la verdad es una necesidad constitutiva del hombre”. En ese instante, tuvieron la “buena suerte” de encontrar la fenomenología de Husserl, con la que ahora Ortega se mostraba mucho más crítico que quince años atrás. A pesar de los elogios, le parecía el culmen del idealismo, cuya superación era el tema de nuestro tiempo. [...] Si la fenomenología no pudo ser para los jóvenes el sistema que necesitaban, sí fue un buen instrumento en la medida en que, al interpretarla en sentido distinto al idealismo que llevaba en sí, les permitió superarlo.»
[Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Janés, 2002, p. 381-382]
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“El anhelo irresistible en Ortega por ser el primero en descubrir las cosas, esa conciencia, que Ortega parecía tener de que «comprender algo es comprender el primero» le lleva constantemente a desfigurar los hechos, a inventar, a ser víctima de ilusiones o errores.
También se echa de ver en este libro un reiterativo anhelo de señalar nuevos temas vírgenes, levantar caza sin cesar, como si Ortega hubiese asumido y aceptado esta tarea de «ojeador» que, desde el principio de su vida literaria, le señaló la crítica. También en este libro aparece, más abundante que ninguno, la voluptuosidad que Ortega sentía como descubridor, el entusiasmo de creerse el primero en ver, con ojos frescos, paisajes no vistos y acaso tan obvios que «es una vergüenza que otros no hayan caído en la cuenta».
Lo más verosímil es sospechar que Ortega mismo quedaba fascinado por sus propias hipótesis, sufriendo, en su virtud, un auténtico «proceso cataléptico», en el sentido que él atribuye a los estoicos y que le impedía considerar otras opciones. Este mecanismo mental explica también los lugares en que Ortega se escandaliza de que nadie haya visto, hasta él, determinada hipótesis o relación. Ese nadie acaso fuera el último libro que Ortega había leído sobre el tema; y la fuerza verdaderamente ejemplar, por otra parte, de su propia reacción, la viveza de la propia idea que se le ocurría (estimulada, las más de las veces, por la presión subterránea de alguna idea ajena, profundamente asimilada), le fascinaba de tal suerte que, estrechándole la franja de consciencia, le hacía olvidar a los otros que anteriormente habían tomado presencia en su espíritu.
Ortega es un gran maestro en el sentido más profundo de la palabra: no solamente por su eficacia «informativa» como profesor, sino por su eficacia estimuladora y configuradora de la actitud filosófica. Ortega es, en este sentido, una especie de predicador. La arrogancia y el énfasis de Ortega resultan, en esta perspectiva, agradables y significativos, pues dejan traslucir mucho de esa actitud olímpica, magnífica, «jovial» que Ortega ha predicado siempre como propia del filósofo. Por ello y en lo que a este aspecto se refiere, casi es lo de menos que esta arrogancia se ejercite sobre visiones erróneas o desenfocadas: lo importante es la actitud misma. Ortega, en cuanto predicador, nos infunde unos desiderata más que realidades positivas: nos comunica en sus obras el esquema de un desideratum filosófico, a saber, el del pensamiento auténtico y original, a la par que fluyente de la historia. Ortega nos transmite, más en concreto, el esquema adecuado de conducta del filósofo ante los demás: asumiendo textos, interpretándolos desde el juicio solitario y propio y no simplista, sino resultante de la lucha y pulimentación en la mente de las ideas eruditas entre sí. Lo que muchos clasifican en Ortega como mera literatura debe consignarse, más adecuadamente, a esta actitud, no sólo pedagógica, sino parenética del maestro. Una «frase brillante», una «cita curiosa», un «ejemplo» no son solamente virtudes expositivas. Un ejemplo es, a veces, más importante que la doctrina recibida. Pues significa que el hablante ha recreado lo que expone, lo ha calentado con su sangre, lo ha matizado y encarnado en un mundo propio y, sobre todo, real, efectivo, viviente. A fin de cuenta, la Sabiduría no existe en los libros, sino en la mente de los filósofos que la cultivan.”
[Gustavo Bueno: “La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva”, En Revista de Filosofía, año XVIII, nº 68, páginas 103-112, Madrid, enero-marzo 1959]
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"Ortega llegó ilusionado en el 45 creyendo que algo podía cambiar. Le sorprendió la vitalidad del país pero la decepción no tardó en llegar", dice José Varela Ortega, presidente de la Fundación Ortega-Marañón y nieto del filósofo. "En los años cincuenta tuvo buena relación con Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación, pero no con el régimen de Franco. No quiso pasar sus filtros. Vivía de sus colaboraciones en la prensa extranjera. De hecho, fundó el Instituto de Humanidades para no volver a la universidad oficial", afirma Varela Ortega para contradecir la tesis sostenida por Gregorio Morán -Varela alude expresamente a él- en El maestro en el erial (Tusquets, 1998) de que el pensador tuvo veleidades franquistas.
Para Varela Ortega, la nueva edición de las Obras completas de su abuelo es tan pulcra que "lo van a entender hasta los filósofos". ¿Y qué dicen los filósofos, o algunos filósofos? Para Fernando Savater, Ortega y Gasset es una lectura obligada: "Es un gran pensador, un semillero de ideas. Cuando voy a escribir sobre algo y sé que él escribió sobre eso, primero leo lo suyo". El escritor donostiarra recuerda, no obstante, los tiempos en los que su generación consideraba al autor de España invertebrada "el filósofo de papá", es decir, no el que les tocaba leer a ellos: "Estaba más arrinconado porque buscábamos figuras políticamente radicales. Hoy hemos arrinconado a los que leíamos entonces y seguimos leyendo a Ortega".
El propio Savater señala cómo terminaron topándose con el paisano al que trataban de evitar en los libros de autores extranjeros a los que leían con devoción: "Recuerdo la impresión de comprobar que Marcuse está lleno de elogios a Ortega. El hombre-masa inspiró su hombre unidimensional". Otro de sus maestros, Cioran, se había trasladado a Alemania desde Rumanía para escuchar al español. Para Fernando Savater, Ortega está a la altura de Bergson o Santayana: "No desmerece, está entre lo mejor del siglo XX. No hay tantos mejores que él. A Ortega habrá quien lo practique más o menos, pero ya nadie puede quitárselo de encima".
[Javier Rodríguez Marcos: “Una galaxia llamada Ortega y Gasset”, en El País, 09/02/2011]
El Derecho y la legitimidad política
Ortega y Gasset: Una interpretación de la Historia Universal, OC, IX, pp. 31, 98, 198, 113, 115, 118, 144 y 159 n. 1
«Desde mediados de diciembre de 1948 hasta mediados de marzo del año siguiente Ortega disertó sobre la historia universal, tomando como referente la voluminosa obra del historiador británico Arnold Toynbee. [...]
Toynbee le sirvió a Ortega de excusa para volver a exponer su filosofía raciovitalista y hablar por primera vez en España ante un gran auditorio de la razón histórica, método que oponía a la forma de hacer historia de Toynbee, mucho más próximo a la erudita acumulación de datos y, a la postre, aunque sin ser consciente de ello, decía Ortega del inglés, anclado en el ser substante del aristotelismo y del cartesianismo. [...]
Quizá porque consideraba que esa era la explicación histórica correcta, quizá porque buscaba una digna salida monárquica al régimen de Franco –desde 1946 se veía en Portugal con don Juan de Borbón–, Ortega hizo durante el curso una defensa de la legitimidad monárquica, sin referirse al caso concreto español, como única legitimidad verdadera. “El rey –decía– es, pues, el jefe del Estado no espontáneamente como el primitivo imperator, sino con título de legitimidad.” Esta legitimidad le venía dada por la gracia de Dios y por un consenso casi religioso entre los ciudadanos. El imperator, por el contrario, había accedido al poder por su carisma y porque había agrupado fuerzas en un momento dado, pero sin mayor legitimidad. Por tanto, afirmaba el filósofo, el imperator “tiene que desaparecer”, pero todo lleva su tiempo. Ortega pensaba que para solucionar la ilegitimidad del presente lo primero que había que hacer era tragársela, porque, como en el Imperio romano, no era una usurpación del poder sino un no saber cuál es la legitimidad. Ortega creía ahora que la legitimidad de la soberanía popular moderna y de la democracia no tenía “raíces profundas en el alma colectiva”. Para él todas las políticas eran malas y lo que había que intentar era que se neutralizasen entre sí. La política era una ortopedia necesaria porque la sociedad no es nunca verdadera sociedad sino conato o esfuerzo por llegar a serlo y siempre posibilidad de que se disocie lo vigente. Uno de los principales problemas, señalaba el filósofo, era que una de las vigencias sociales más importantes, el derecho, se había destruido porque se había violado desde todos los ámbitos. No obstante, era un error intentar, como hacía Kelsen, sustentar lo jurídico en lo jurídico, pues lo jurídico no es sino una parte del derecho, que a su vez tiene que estar fundamentado en principios políticos y vigencias sociales.
Ortega decía que la teoría de Kelsen no podía acabar sino en palinodia. ¡Y lo decía en 1948!, cuando faltaban cuatro años para que Kelsen pronunciase su famosa conferencia de despedida universitaria en Berkeley, ¿Qué es justicia? Otras citas de Ortega a la teoría del derecho de Kelsen y a la teoría pactista en “De Europa meditatio quaedam”, 1949, OC, IX, p. 256. Según Cepeda Calzada, el “antidemocratismo” se va acentuando en Ortega con los años desde una compatibilidad entre su aristocratismo y la democracia, vigente todavía en 1932, hasta una apuesta por la legitimidad tradicional en los años cuarenta. Para Cepeda, tras el repudio del liberalismo de los años treinta y principio de los cuarenta, vendría ahora una nueva etapa en el pensamiento político de Ortega, caracterizada por un conservadurismo positivista concretado en la idea de legitimidad monárquica (cfr. Las ideas políticas de Ortega y Gasset, pp. 103 y 126).»
[Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Janés, 2002, p. 471-472 y 618 n. 133]
Ortega y la ortodoxia católica
«Las autoridades católicas sabían bien que la filosofía de Ortega entrañaba un grave peligro para los estrechos y arcaicos márgenes del escolasticismo. Fueron muchas las críticas tras su muerte. Una de las más lacerantes, la del obispo auxiliar de Toledo, Francisco Miranda Vicente, que publicó en el órgano de Acción Católica MAS un artículo titulado “Lo que no se ha dicho de Ortega y Gasset”. Y lo que no se había dicho según su eminencia era textualmente:
Don José Ortega y Gasset ha muerto. Para su persona deseamos que realmente Dios le haya concedido la eterna salvación y la bienaventuranza. Pero las obras de Ortega, con su doctrina heterodoxa, sin retractación alguna, nos quedan aquí como atrayente prado florido, donde la juventud encontrará hierbas venenosas para sus almas. Por eso nos vemos obligados a denunciar el peligro y a escribir lo que no se ha dicho, para que no haya confucionismo.
La familia renunció a acudir a los numerosos actos religiosos públicos que se organizaron en memoria de Ortega para evitar que la confusión fuese creciendo, y escribieron al ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruiz Jiménez, explicando su postura:
Que nuestro Padre puso durante toda su vida –y a la vez que Dios estuvo presente en su obra– el más pulcro cuidado, dentro del máximo respeto de que todos sus actos –aún de los que pudieran parecer más nimios–, mostrasen su voluntad de vivir acatólicamente es cosa de la que a nadie cabe la menor duda. Y de que aún horas antes de la operación seguía en el mismo sentimiento y en semejante actitud no nos cabe tampoco a nosotros, por cosas que nos dijo a nosotros en esos momentos [...]. Atendimos al deseo ferviente de nuestra madre de que lo visitase el P. Félix García por cuya persona y cuya Orden había tenido nuestro Padre siempre clara simpatía, y el P. Félix, según nos dijo, le administró la absolución “sub conditione” con la aquiescencia de nuestro Padre. Si esto lo hizo con la cabeza clara –que hasta ese mismo instante y en la medida que los ojos humanos de los médicos y de la familia pueden juzgar estaba impresionantemente perdida– o si lo hizo con la conciencia disminuida es punto que como ha dicho el P. Félix en su artículo de ABC –en el que demuestra tener gran corazón e inteligencia– pertenece al misterio de Dios.»
[Zamora Bonilla, Javier: Ortega y Gasset. Barcelona: Plaza Janés, 2002, p. 487]
El europeísmo de Ortega y Gasset
«Julián Marías resume el contenido de La rebelión de las masas en los siguientes términos:
En las páginas de La rebelión de las masas aparecen las grandes cuestiones de la época en que se escribió y las que han surgido durante medio siglo más. Se muestra allí lo que ha significado el fabuloso crecimiento de Europa y luego de América, desde comienzos del siglo XIX, y cómo ha estado ligado a la democracia liberal y la técnica. Se compara la "vida noble" presidida por el esfuerzo y la exigencia, a la "vida vulgar" que se abandona y no pide nada de sí misma (y todo de los demás). Se explica la tendencia del hombre-masa a la violencia y el aplastamiento de la libertad. Se ve cómo ha sido difícil formar apresuradamente hombres provistos de los recursos mentales y morales necesarios para vivir, con mayor actividad e intervención que nunca, en un mundo mucho más rico y complejo, y cómo el resultado ha sido una nueva forma de primitivismo. En estas páginas se desliza la alarma por la crisis de las vocaciones intelectuales, incluso científicas, a pesar del extraordinario éxito de la ciencia contemporánea. Declara Ortega que fascismo y comunismo son 'dos típicos movimientos de hombres-masa'; que, lejos de ser verdaderas innovaciones, son dos pseudo-alboradas, y que el único peligro es que Europa, atraída por el esfuerzo y la empresa del plan quinquenal, se deje llevar por algo que en el fondo le repugna y se entusiasme por el comunismo. El último diagnóstico de Ortega es que Europa se ha quedado sin moral, y la delicada operación social de 'mandar en el mundo' está vacante y sin legítimo sujeto titular.
Pero a pesar de ser La rebelión de las masas una de las obras más famosas de Ortega, no se ha prestado suficiente atención a su contenido europeísta al pasarse por alto una de sus tesis principales: la del advenimiento de los Estados Unidos de Europa (OC, IV, 242). Esa idea de Europa surgió en Ortega como respuesta a la crisis de desmoralización que sufría el continente europeo (OC, IV, 270; 272; 275). Ortega realizó en La rebelión de las masas un certero análisis del proceso de nacionalización e incorporación de los países europeos, una teoría de la nación como forma de sociedad y de Estado, mostrando cómo las naciones de Europa son insuficientes, porque sus problemas van más allá de las fronteras de cada una, y no podrían tener solución más que en su conjunto. Las naciones eran naciones de Europa y, por lo tanto, ésta es, desde hace siglos, una unidad, pero hacía falta que llegara a ser una unión, con instituciones comunes. Ortega postuló con toda energía, como única solución, la Unión Europea, lo que llama los Estados Unidos de Europa.
Este conjunto de ideas, plenamente elaborado en 1930, cobraría fuerza durante sus conferencias en Alemania en los años cincuenta. El 7 de septiembre de 1949, Ortega pronunció en la Universidad Libre de Berlín su conferencia De Europa meditatio quaedam, que tuvo una resonancia extraordinaria entre el público universitario (OC, IX, 246-248). El contenido de esta conferencia no difiere mucho de las ideas centrales que había desarrollado en La rebelión de las masas. Su argumento base fue la existencia de una sociedad europea secular, que ha tenido diversas formas de organización a lo largo del tiempo, pero que las circunstancias históricas actuales exigían que se formalizaran políticamente en un nuevo Estado nacional que comprendiera a las distintas patrias tradicionales. Su idea central fue que "dadas las condiciones de la vida actual, los pueblos de Europa sólo pueden salvarse si trascienden esa vieja idea esclerosada poniéndose en camino hacia una supranación, hacia una integración europea".» [J. M. San Baldomero Úcar. En: Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2007]
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«En la vital marcha del hombre por la existencia se iluminan, a su paso, las cosas, como el ser del bosque o la condición martillante del martillo. La inteligibilidad radical y primaria que posibilita el trato del hombre con las cosas no es, en los niveles representados por estos ejemplos, producto de una “retracción conceptual” frente a la realidad, sino de una inmersión espontánea en la misma. Toda actividad conceptual debe desempeñar un papel sucedáneo respecto a la fuente primigenia de luz que es la misma puesta en marcha de la vida a través de las circunstancias que rodean al hombre en cada momento. Si, al fundar situaciones perspectivísticas al hilo de la inserción en el entorno se alumbra el ser de las cosas, es la vida misma quien da razón de tal alumbramiento, y se constituye por derecho propio en “razón vital”. El modo de expresión propio de ésta será, lógicamente, la descripción pormenorizada del surgimiento sucesivo de aquellas situaciones, creadoras de inteligibilidad.
Estas ideas –decisivas para todo el pensamiento orteguiano– alcanzan su punto de más alta aplicación clarificadora –según testimonio de autorizados intérpretes– en la descripción de una cacería que realiza Ortega en el prólogo a la obra del conde de Yebes Veinte años de caza mayor (1942) [OC, VI, p. 455-457]. Según Julián Marías, esta narración constituye “un ejemplo de la razón vital en marcha”, “un estudio filosófico rigurosamente sistemático” y “el primer caso en que se hace un uso expreso y deliberado del método que es la razón vital” (Filosofía española actual, Madrid, 1956, p. 83).
Ortega intenta aquí ganar una relación de inmediatez con el fenómeno de la caza que le permite estar en presencia del mismo sin la mediación de teorías y definiciones que, al prescindir de pormenores concretos, corren el riesgo de engendrar un cierto modo de distancia. Por eso toma como base de su análisis un acontecimiento archiconcreto, totalmente circunstancializado: “eso que con tanta escrupulosidad, constancia y dedicación hace el conde de Yebes y que se llama ‘cazar’” (VI 421).
En este bellísimo texto destaca Ortega certeramente los elementos esenciales a ese acontecimiento dramático que es una cacería: el dinamismo expectante, la multiplicidad de perspectivas cambiantes, los efectos de transfiguración que opera sobre el paisaje la actividad que en é se realiza, el valor funcional de las características orgánicas de los seres que intervienen en la misma, etc. Al descubrir una forma de actividad que no reposa –como la danza– en sí misma, lo que importa destacar no son las vertientes plásticas o las morfológicas de los seres del entorno, sino las dinámicas; no el ser “en sí” de las cosas, sino el papel que desempeñan en la trama de la acción. Esta fluidificación de las cosas sustantes en haces de perspectivas tiene lugar en una forma de actividad humana –la caza– en la que el hombre se permite una “vacaciones de humanidad” (VI 476), reingresando pasajeramente en la naturaleza, mediante la rehabilitación transitoria de “lo que aún tiene de animal” (VI 484).
Se trata de un quehacer lúdico que tiene lugar entre dos animales, como enfronte que es de dos sistemas de instintos (VI 440), y que no sin graves riesgos puede ser tomado como ejemplo para explicar un hecho tan complejo como es el origen de la inteligibilidad propia de las múltiples formas de realidad que integran los diversos estratos de ser.»
[López Quintás, Alfonso: Filosofía española contemporánea. Madrid: BAC, 1970, p. 126-128]
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«Un análisis sincero y abierto de la obra de Ortega desde la perspectiva actual me ha permitido llegar a la gozosa convicción de que las intuiciones orteguianas fundamentales pueden alcanzar una fecundidad insospechada si se las libera de ciertos prejuicios metodológicos muy de los años 20. Esa liberación debe ser realizada –a mi entender– no por la vía negativa de la mera crítica, sino por la muy positiva de la integración de algunas vertientes de la realidad que, por razones hoy día no válidas, se había dado en considerar como antagónicas.»
[López Quintás, Alfonso: Filosofía española contemporánea. Madrid: BAC, 1970, p. 133-134]
De pronto, en este prologo se oyen ladridos
José Ortega y Gasset
«Hasta entonces no pasa nada en el campo. Sobre los cazadores pesan aún las cadenas del sueño. Los batidores cruzan remolones, aún mudos y sin jovialidad. Diríase que nadie tiene gana de cazar. Todo es aún estático. El escenario es todavía puramente vegetal y, por tanto, paralítico. A lo sumo, las puntas de retama, brezo y tomillar se estremecen un poco al peine del viento mañanero. Hay algunos otros movimientos de aspecto cinemático, sin dinamismo que revele fuerzas operantes. Aves vagas reman lentas hacia algún tranquilo menester. Más veloces, resbalan junto al oído insectos musicantes zumbando su aria de microscópicos violines. El cazador se recoge dentro de sí mismo. Se dicen a esa hora, claro está, cosas estúpidas que le invitan a encerrarse más dentro de sí. No hace nada. No desea hacer nada. La súbita inmersión en la campiña le ha entumecido y como anulado. Se siente planta, entidad botánica, y se entrega a lo que en el animal es casi vegetal: respirar. Mas ya llegan, ya llegan las jaurías..., e instantáneamente todo el horizonte se carga de una extraña electricidad; empieza a movilizarse, a distenderse elástico. Brota subitáneo el elemento orgiástico, dionisiaco, fluye y hierve en el fondo de toda cacería. Dionisos es el dios cazador; diestro cinegeta - kynegetas sophós- le llama Eurípides en Las Bacantes; ¡Sí, sí - responde el coro -; el dios es cazador! Y hay una vibración universal. Y a las cosas antes inertes y fláccidas les han salido nervios, y gesticulan, anuncian, presagian. ¡Ya está ahí, ya está ahí la jauría: baba densa, jadeo, coral de encías, y los arcos de los rabos inquietos fustigando el paisaje! Difícil contenerlos. No pueden más de ganas de cazar; les rezuma por ojo, morro y pelambre. Fantasmas de reses veloces atraviesan sus caletres enardecidos de can pura sangre, mientras, por dentro, están ellos ya en carrera loca.
Vuelve a haber una larga pausa de silencio e inmovilidad. Pero ahora la quietud está llena de movimiento retenido como la vaina está llena de espada. Se oyen lejanos los primeros gritos del ojeo. Ante el cazador todo sigue igual, y, sin embargo, le parece estar, ya que no viendo, palpando un comienzo de hervor latente en toda la mancha: breves desplazamientos de matorral a matorral, indecisas fugas, y toda la fauna menuda del monte que se yergue, empina la oreja, avizora. Sin quererlo, al cazador se le sale el alma fuera, quedando tendida sobre su campo de tiro como una red, agarrada aquí y allá con las uñas de la atención. Porque ya todo es inminencia y en cualquier instante cualquiera figura de mata puede transmutarse mágicamente en res a la vista.
De pronto, un ladrido de can apuñala el silencio reinante. Este ladrido no es meramente un punto sonoro que brota en un punto del monte y allí se queda, sino que parece estirarse rápido en una línea de ladra. Oímos y casi vemos correr suelto el ladrido, hilvanarse veloz por el espacio con algo de errática estrella. En un instante sobre la placa del paisaje se ha trazado la raya del ladrido. A éste siguen muchos de voces distintas avanzando en el mismo sentido., se adivina la res, que levantada, va en carrera vertiginosa, como viento en el viento, todo el campo se polariza entonces, parece imantado. El miedo del animal perseguido es como un vacío donde se precipita cuanto hay en el contorno, Batidores, perros, caza menor, todo allá va, y aun los pájaros, asustados, vuelan presurosos en esa dirección. El miedo que hace huir a la res sorbe entero el paisaje, lo succiona, se lo lleva corriendo tras de sí, y hasta el mismo cazador, que por fuera está quieto, le galopa el corazón montado en su taquicardia. El miedo de la res... Pero ¡es tan cierto que la res tiene miedo? Por lo menos su miedo nada tiene que ver con lo que es su miedo en el hombre. En el animal el miedo es permanente, en su modo de existir, es su oficio. Se trata, pues, de un miedo profesional, y cuando algo se profesionaliza es ya otra cosa. Por eso, mientras el pavor hace al hombre torpe de mente y moción, lleva las facultades del bruto a su mayor rendimiento. La vida animal culmina en el miedo. Sortea el venado, certero, el obstáculo; con precisión milimétrica se enhebra raudo por el hueco entre dos troncos. Hocico al venteo, corvo hacia atrás el cuello, deja gravitar a su peso la regia astamenta que equilibra su acrobacia, como el balancín la del funámbulo. Gana espacio con prisa de meteoro. Su pezuña apenas toca la tierra; más bien - como dice Nietzsche del bailarín- se limita a reconocerla con la punta de pie; reconocerla para eliminarla, para dejársela atrás. De súbito, sobre el lomo de un jaro aparece al cazador el ciervo; lo ve sesgar el cielo con garbo de constelación, lanzado allá al dispararse los resortes de sus cabos finísimos. El brinco de corzo o venado - más aún el de ciertos antílopes- es acaso el acontecimiento más bonito que se da en la Naturaleza. De nuevo gana el suelo a distancia y acelera su fuga porque le andan ya en los jarretes resoplando los perros - los perros, fautores de todo este vértigo, que han transmitido al monte su genial frenesí y ahora, en pos de la pieza, con la lengua péndula, tendidos a todo su largo los cuerpos, galopan obsesos: podenco, alano, sabueso, lebrel.»
[Ortega y Gasset, José: “A Veinte años de caza mayor del conde de Yebes” (1942), en Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, vol. VI, p. 455-457]
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