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Realismo de la filosofía española

Justo Fernández López

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Muchos autores españoles han considerado el realismo como un rasgo característico de toda la filosofía española. He aquí algunas citas:

«Que España es “país de luz”, en el más literal sentido de la expresión, lo saben bien cuantos viajeros cierran sus ojos soñolientos en la raya de Francia y los abren de nuevo, vencidos ya la noche y el sueño, a la cruda e hiriente claridad de la paramera de Ávila. Que lo es también en sentido metafórico, lo demuestra cumplidamente el tantas veces nombrado y comentado “realismo” de los españoles. Sea metafísico, como en el mente de Suárez [1548-1617], o solo sensorial, como en la mollera de Sancho Panza.»

[Laín Entralgo, Pedro: España como problema. Madrid: Aguilar, 1962, p. 751]

«La actitud habitual del español frente a la realidad del mundo es a un tiempo sustantiva y sensorial. Frente al hecho, muy cierto, de que el español sus existir en la realidad según la esperanza que en ella tiene –con otras palabras: según lo que esa realidad “puede ser”, no conforme a lo que actualmente “es”–, hay que poner, como contrapunto, otro hecho no menos cierto: la afección vehemente e incontenible del hombre hispánico al ejercicio de sus sentidos corporales, incluso frente a las realidad que no pueden verse ni oírse. Por eso he hablado de una actitud a la vez “sensorial” y “sustantiva” ante el mundo, y por eso ha podido constituirse en tesis tópica el famoso “realismo” español.» [Laín Entralgo, Pedro: España como problema. Madrid: Aguilar, 1962, p. 730]

«Es, sin duda, uno de los rasgos más característicos de la filosofía española contemporánea, desde Ortega a Ferrater, el deponer fuertemente de relieve el papel de la realidad, como punto de arranque de la reflexión filosófica. Con ese rasgo va también este otro: se establece una cierta distinción entre realidad y “ser”; no se da por válida filosóficamente la sinonimia que registra el lenguaje ordinario.

La razón más genérica que podría darse a quien hubiera de ser introducido desde fuera en el pensamiento así caracterizado, sería quizá ésta: “ser” tiene implicaciones de diversos tipos, que han suscitado y suscitarán problemas muy complejos; no puede, pues tomarse simplemente como punto de arranque. Por otra parte, es absolutamente imprescindible a una sana reflexión filosófica –incluso con todo el relieve que pueda y deba dar a la subjetividad– saberse desde un principio en un ámbito que desborde al sujeto, al mismo tiempo que lo constituye. Para nombrar esta condición originaria, es necesario una palabra más “neutral”, menos “comprometida”, que ser. Ninguna parece ofrecerse para ello con tan buena recomendación (un historial limpio y una fuerza grande de sugestión) como “realidad”.

Cesa ya aquí el acuerdo estricto entre los autores que emplean la distinción de ser y realidad. Para Ortega y Marías la relación parece centrarse en que “ser” es interpretación de la realidad (de “lo que hay”, dicen frecuentemente, buscando otra expresión neutra). Por el ser –es decir, por el lenguaje especulativo, que tiene como su clave la bóveda en el ser– interpreta el hombre de una determinada manera, y con una historia concreta, la realidad en la que se vive implantado.

Para Ferrater, “ser” (al igual que “sentido”) es un concepto-límite “concepto polar”, que “no denota realidades, sino evidencia tendencias exhibidas por éstas”.

Es, indudablemente, Zubiri quien ha dedicado en sus obras más explícita atención a una determinación exacta de la relación del “ser” a la “realidad”. Ser es la “ulterior actualidad” de la realidad en cuanto “mundo”, es decir, en cuanto transida por vínculos de respectividad. [...] En sí mismas las realidades son respectivas; no es nuestro nombrarlas lo que las constituye en tales. Los nombres son instrumentos en el pensamiento realista de Zubiri.»

[Gómez Caffarena, José: “‘Ser’ como interpretación de la realidad”. En Homenaje a Xavier Zubiri. Madrid: Editorial Moneda y Crédito, 1970, tomo I, p. 693-694]

«En lo fundamental, el español romano y el español medieval filosofa dentro del la unidad del pensamiento que significa Roma o París.

Será por tanto aventurado calificar con adjetivos nacionales lo que de filosofía han producido los hombres de este recinto peninsular sobre todo en los quince primeros siglos de nuestra era. El realismo, o sentido práctico, o buen sentido humano, con matiz ecléctico notado por Menéndez y Pelayo, subrayado por Bonilla y San Martín y recogido por Grabmann, es efectivamente un rasgo que nos divide de muchos modos de filosofar más allá del Pirineo y que brilla desde Séneca hasta Santayana, pero es siempre un dato extrínseco, temperamental más que doctrinal.»

[Martínez Gómez, Luis: “Síntesis de la filosofía española”. En Hirschberger, Johannes: Historia de la filosofía. Barcelona: Herder, 1968, vol. 1, p. 527]

«El misticismo castellano ha hecho voto de un impávido realismo y una alianza inmaculada con el ideal. Él es Don Quijote cuerdo.»

[Jorge Santayana: Apología pro mente sua, en The Phylosophy of Santayama. Chicago, 1940, p. 604]

«De ahí mi empeño en subrayar –dentro de la línea de inquebrantable objetivismo en que me muevo– el evidente carácter realista e integrador de gran parte del pensamiento español, que, por obvias razone, no puede pasar sin imprimir honda huella en el espíritu desarraigado y extremista del hombre contemporáneo.

El pensamiento español, tomado en sus manifestaciones peculiares, ofrece un signo marcadamente integracionista. Este carácter determina la interpretación que suele dar a los principales problemas de la Filosofía y la vección netamente positiva de su marcha, como puede verse en su actitud frente al método fenomenológico, su reivindicación del mejor pensamiento trascendental y existencial, su arraigo realista, su tensión de trascendencia y –no en último término– su fidelidad a las exigencias de los diversos estratos de lo real –en Antropología, Ética, Estética–, etcétera.

Más que una doctrina, el integracionismo es un espíritu que informa la búsqueda y se condensa en un método. Hablando en términos necesariamente muy generales, puede afirmarse que la línea metodológica más característica del pensamiento español actual se orienta hacia la integración de vertientes entitativas aparentemente contrapuestas, pero en el fondo complementarias, por vía de ahondamiento en las capas más hondas de la realidad. Para el realismo hispano no hay forma más genuina de síntesis que la que se asienta en las fuentes mismas de la unidad de lo real con una actitud de inquebrantable fidelidad a lo dado, visto en toda su amplitud sin prejuicios envarantes.

A guisa de ilustración y con vistas a ofrecer al lector una cierta perspectiva que dé al recorrido de las páginas que siguen la distancia de una segunda lectura, juzgo útil dejar constancia telegramática de algunas manifestaciones fácilmente constatables de la tendencia integracionista susodicha:

Se intenta integrar

Si el pensamiento español se replegó en buena medida cuando el hombre occidental fue seducido por el éxito fulgurante que acompañó a la consagración del análisis como método de investigación, todo nos hace sospechar actualmente que, en la época de apertura a lo real que se avecina, nuestra innata capacidad intuitiva puede granar en espléndidos frutos con la sola condición de que nos decidamos a entender la intuición como un esforzado quehacer, hermanado con el más paciente discurso, y no como un fácil recurso expeditivo.»

[López Quintás, Alfonso: Filosofía española contemporánea. Madrid: BAC, 1970, p. VII-VIII]

«Yo soy un hombre español, es decir, un hombre sin imaginación. No os enojéis, no me llaméis antipatriota. Todos venían a decir lo mismo. El arte español, dice Alcántara, dice Cossío, es realista. El pensamiento español, dice Menéndez y Pelayo, dice Unamuno, es realista. La poesía española, la épica castiza, dice Menéndez Pidal, se atiene más que ninguna otra a la realidad histórica. Los pensadores políticos, según Costa, fueron realistas. ¿Qué voy a hacer yo, discípulo de estos egregios compatriotas, sino tirar una raya y hacer la suma? Yo soy un hombre español que ama las cosas en su pureza natural, que gusta de recibirlas tal y como son, con claridad, recortadas por el mediodía, sin que se confundan unas con otras, sin que yo ponga nada sobre ellas; soy un hombre que quiere ante todo ver y tocas las cosas y que no se place imaginándolas: soy un hombre sin imaginación.

Y lo peor es que el otro día entré en una catedral gótica... Y no sabía que dentro de una catedral gótica habita siempre un torbellino; ello es que apenas puse el pie en el interior fui arrebatado de mi propia pesantez sobre la tierra –esta buena tierra donde todo es firme y claro y se puede palpar las cosas y se ve dónde comienzan y dónde acaban–. Súbitamente, de mil lugares, de los altos rincones oscuros, de los vidrios confusos de los ventanales, de los capiteles, de las claves remotas, de las aristas interminables, se descolgaron sobre mí miríadas de seres fantásticos, como animales imaginarios y excesivos, grifos, gárgolas, canes monstruosos, aves triangulares; otros, figuras inorgánicas, pero que en sus acentuadas contorsiones, en su fisonomía zigzagueante se tomarían por animales incipientes.  todo esto vino sobre mí rapidísimamente, como si habiendo sabido que yo iba a entrar en aquel minuto de aquella tarde se hubiera puesto a aguardarme cada cosa en su rincón o en su ángulo, la mirada alerta, el cuello alargado, los músculos tensos, preparados para el salto en el vacío. [...]

Hombre sin imaginación, a quien no gusta andar en tratos con criaturas de condición equívoca, movediza y vertiginosa, tuve un movimiento instintivo, deshice el paso dado, cerré la puerta tras de mí y volví a hallarme sentado fuera, mirando la tierra, la dulce tierra quieta y áurea de sol, que resiste a las plantas de los pies, que no va y viene, que está ahí y no hace gestos ni dice nada. Y entonces recordé que, obedeciendo un instante no más a la locura de toda aquella inquieta población interior del templo, había mirado arriba, allá, a lo altísimo, curioso de conocer el acontecimiento supremo que me era anunciado, y había visto los nervios de los pilares lanzarse hacia lo sublime con una decisión de suicidas, y en el camino trabarse con otros, atravesarlos, enlazarlos y continuar más allá sin reposo, sin miramientos, arriba, arriba, sin acabar nunca de concretarse; arriba, arriba, hasta perderse en una confusión última que se parecería a una nada donde se hallara fermentando todo. A esto atribuyo hacer perdido la serenidad.

Tal aventura acontece siempre a un hombre sin imaginación, para quien sólo lo finito existe, cuando comete el desliz de ingresar en una cárcel gótica, que es una trampa armada por la fantasía para cazar el infinito, la terrible bestia rauda del infinito.

Sin embargo, estas conmociones son oportunas; aprendemos en ellas nuestras limitaciones, es decir, nuestro destino. Con la limitación que ha puesto en nuestros nervios una herencia secular, aprendemos la existencia de otros universos espirituales que nos limitan, en cuyo interior no podemos penetrar, pero que resistiendo a nuestra presión nos revelan que están ahí, que empiezan ahí donde nosotros acabamos. De esta manera, a fuerza de tropezones con no sospechados mundos colindantes, aprendemos nuestro lugar en el planeta y fijamos los confines de nuestro ámbito espiritual, que en la primera mocedad aspiraba a henchir el universo.

Sí; donde concluye el español con su sensibilidad ardiente para las llamadas cosas reales, para lo circunscripto, para lo concreto y material; donde concluye el hombre sin imaginación, empieza un hombre de ambiciones fugitivas, para quien la forma estática no existe, que busca lo expresivo, lo dinámico, lo aspirante, lo transcendente, lo infinito. Es el hombre gótico que vive de una atmósfera imaginaria.

He aquí los dos polos del hombre europeo, las dos formas extremas de la patética continental: el pathos materialista o del Sur, el pathos transcendental o del Norte. [...]

Prefiero la honda pesadumbre románica, dice el hombre del Sur. Ese misticismo, esa suplantación de este mundo por otro me pone en sospechas.»

[Ortega y Gasset, José: “Arte de este mundo y del otro”. En Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. I, p. 186-189]

 

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