Amar - querer - gustar - encantar

© Justo Fernández López www.hispanoteca.eu

ARCHIVO DE CONSULTAS

  En alemán se puede “amar” todo: a la pareja, a los amigos, a la patria, el coche, la casa, y toda clase de comidas.

¿Cuál sería la traducción al español de la siguiente frase?

Alle Kinder lieben Schokolade.

Todos los niños aman el chocolate.

El amor es eterno mientras dura.

Liebe ist ewig, solange sie hält.

Liebe ist ewig, solange sie andauert.

Liebe ist ewig, solange sie währt.

·

Vivo en pecado mortal:

no te debiera querer;

por eso te quiero más.

[Antonio Machado]

El verbo alemán lieben –así como el francés aimer– no siempre significan en español ‘amar’, sino ‘gustar’, ‘querer’, ‘encantar’, ‘tener cariño’.

En español no se puede “amar” lo que se puede consumir o degustar con el paladar. No se ama el chocolate, la paella, la cerveza, el vino de La Rioja, etc. En estos casos se emplea en español el verbo gustar o, más fuerte, encantar (‘gustar en gran medida, agradar mucho’):

A los niños les encanta el chocolate.

A mí me encanta el cine.

El verbo encantar se puede usar con infinitivo, lo que no se puede hacer con amar.

A los niños les encanta comer chocolate.

A mí me encanta ir al cine todas las semanas.

Se pueden amar cosas más elevadas que agradan al espíritu: la música, el arte, etc., así como sentir amor hacia una persona, una cosa o una determinada idea:

Amar a la patria.

Amar la tradición.

Amar a los padres.

Amar a los niños.

Amar a la pareja.

Amar a las mujeres / a los hombres.

Amar la verdad.

Amar a la patria.

Amar a Dios.

El amor a una persona es el sentimiento que mueve a desear el bien de otro. El amor a otra persona es una inclinación noble y desinteresada.

Querer es pretender la exclusividad en el amor de alguien, amar con deseo. Querer a alguien es tenerle cariño. No se puede tener cariño a cosas que se pueden consumir: alimentos, comida, bebida, etc.

Desear es querer eróticamente a otra persona.

Estimar es amar apreciando la calidad del otro.

También se usa con el sentido de ‘gustar’.

Amar el bienestar.

El uso de amar se complementa con el de querer o tener cariño, siendo estos términos más normales en la vida diaria, mientras que amar pertenece a un estilo más formal o elevado.

 

 

Amar

(Moliner, María: DUE)

a)

Sentir amor por alguien: Amar a Dios, amar al prójimo, amar los niños.

No se emplea corrientemente en lenguaje ordinario y se sustituye por querer a alguien, tener cariño a alguien.

b)

Se aplica específicamente a la atracción afectivo-erótica entre parejas: Ama a una mujer mayor que él.

En lenguaje ordinario se substituye por querer a alguien, estar enamorado de alguien, gustarle alguien a alguien.

c)

Se usa humorísticamente: Ama a todas sus vecinas.

En tono humorístico significa ‘estar conversando con el novio o la novia’: Al anocheces la chica está todos los días amando.

d)

Usado como absoluto: Es bello amar.

c)

Adhesión apasionada a ‘cosas elevadas o de trascendencia para la vida’: Amar a la patria, amar la libertad, amar el peligro, amar la justicia.

En esta acepción se usa también en lenguaje corriente y no tiene verbo sustituto

d)

En lenguaje literario se emplea con el significado de ‘gustar’, cuando se trata de una afición entrañable: Desde niño amaba el mar.

En lenguaje ordinario se sustituye por gustar: Desde niño le gustaba el mar.

e)

En lenguaje literario puede descender a cosas menos elevadas, aunque importantes para el sujeto: Amar el lujo, amar las comodidades, amar el ocio.

 

 

Amor

(Moliner, María: DUE)

a)

Sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía.

Lo mismo que amar es sustituido en lenguaje corriente por querer, amor es sustituido por cariño (inclinación de amor o buen afecto que se siente hacia alguien o algo) cuando no se emplea para designar ese sentimiento en abstracto; pero en frases de sentido abstracto es de uso corriente: El amor maternal, el amor entre marido y mujer.

Cuando se aplica a conceptos elevados la palabra amor es insustituible: Amor a Dios, amor al prójimo, amor a la patria, amor a la humanidad.

En frases de sentido concreto o individualizado, da a la expresión un tono solemne o enfático: Con eso me probó el amor que me tenía. Hazlo por amor a tu madre.

También se emplea con aplicación a cosas tomadas en general. En este caso no puede ser sustituido por cariño ni por otro nombre de afecto y sí por palabras como afición, afán, sed, ambición: El amor a la música, al dinero, a las comodidades, a la vida regalada.

b)

Se aplica particularmente a la atracción afectiva entre parejas; pero es sustituido en el lenguaje corriente por cariño: Se tienen mucho cariño.

Se puede aplicar por extensión a la atracción entre animales de distinto sexo: El amor entre los pájaros.

c)

Persona amada: Aquella mujer fue el amor de mi vida.

Se emplea también en tono humorístico: La chica está escribiendo una carta a su amor.

d)

También en lenguaje informal, con o sin tono humorístico, se aplica a cosas: Su gran amor es la música. Su amor es su moto.

e)

En plural se aplica también e la persona amada y a las relaciones amorosas: Tiene amores con su prima. Tiene amores fuera de aquí.

f)

También puede significar ‘suavidad o blandura’ con que se trata a alguien: Los padres corrigen con amor.

g)

Se puede usar con referencia a cosas: Limpia con amor estas porcelanas.

h)

Con el significado de ‘deleite o gusto’ con que se ejecuta una obra: Trabajó con amor en esta obra durante muchos años.

i)

Gusto con que se accede a algo: Hacer algo con mil amores.

Expresiones:

al amor de la lumbre (cerca del fuego del hogar).

amor con amor se paga (se usa con frecuencia con ironía, refiriéndose a un mal trato correspondido en la misma forma).

con mil amores (frase amable con que alguien se presta a hacer algo que le pida otra persona).

hacer el amor (mostrarse enamorado con alguien: cortejar a una mujer).

por amor de Dios / por el amor de Dios (frase con que piden limosna los mendigos).

requerir de amores a una mujer (solicitar el amor de una mujer).

 

querer

1. tr. Desear o apetecer.

2. tr. Amar, tener cariño, voluntad o inclinación a alguien o algo.

3. tr. Tener voluntad o determinación de ejecutar algo.

gustar

Sentir y percibir el sabor de las cosas.

Agradar, parecer bien.

Dicho de una persona: Resultar atractiva a otra.

Desear, querer y tener complacencia en algo. Gustar de correr, de jugar.

encantar

Gustar en gran medida, agradar mucho: Le encanta el cine.

chiflarse

Tener sorbido el seso por alguien o algo: Se chifló por una chica.

adorar

Amar con extremo.

Gustar de algo extremadamente.

Tener puesta la estima o veneración en una persona o cosa. Adorar en alguien, en algo.

 

 

estar enamorado de

amar fuertemente a alguien

ser un enamorado de

gustar de algo extremadamente

sentir cariño

hacer algo con cariño

Inclinación de amor o buen afecto que se siente hacia alguien o algo.

Manifestación de dicho sentimiento.

Esmero, afición con que se hace una labor o se trata una cosa.

 

 

 

lieben

[mhd. lieben, ahd. liuben, -on, -en= jmdm. etw. angenehm machen]

1. a)

Liebe für jmdn. empfinden u. zum Ausdruck bringen: sein Kind, die Eltern, seinen Nächsten l.; sie haben sich l. gelernt; jmdn. von ganzem Herzen l.; eine liebende Mutter; mein geliebter Sohn;

b)

eine besonders starke geistige, körperliche, emotionale Bindung zu einem bestimmten Menschen haben: ich werde ihn immer l.; jmdn. leidenschaftlich, heiß, innig, abgöttisch, zärtlich, eifersüchtig l.; die beiden lieben sich; eine liebende Ehefrau; er ist unfähig zu l. (hat nicht die Fähigkeit, Liebe zu empfinden);

 

Sprichwort: was sich liebt, das neckt sich;

c)

ein stark gefühlsbetontes, positives Verhältnis zu einer Sache, Idee o. Ä. haben: das Vaterland, seinen Beruf l.; er liebt nur sein Geld; Berlin l. lernen.

2.     

mit jmdm. Geschlechtsverkehr haben: sich im Auto l.; er liebte sie mehrmals in einer Nacht; sie liebten sich ungeschützt.

3. a)

eine besondere Vorliebe, Schwäche für etw. haben: den Luxus, teure Kleider, gutes Essen l.; die Pflanze liebt sandigen Boden (gedeiht darin besonders gut);

 b)

etw. gern haben, mögen: ich liebe es, Mittelpunkt zu sein; er liebt es nicht, wenn man ihn unterbricht.

[Duden - Deutsches Universalwörterbuch, 6. Aufl. Mannheim 2006]

 

Ich liebe meine Frau.

Amo a mi mujer.

Ich liebe alle Frauen.

Me gustan todas las mujeres.

Ich liebe dich sehr.

Te quiero mucho.

Ich liebe meine Freunde.

Quiero mucho a mis amigos.

Ich liebe meinen Garten.

Me gusta mucho mi jardín.

Ich liebe meine neue Wohnung.

Estoy encantado con mi nueva vivienda.

Ich liebe mein Auto.

Me encanta mi coche.

Ich liebe Kino.

Me encanta el cine.

Kinder lieben Zeichentrickfilme.

A los niños les gustan los dibujos animados.

Ich liebe Paella.

Me encanta la paella.

Alle Kinder lieben Schokolade.

A todos los niños les encanta el chocolate.

Ich liebe Spargel, aber ich hasse Mangold.

Me encantan los espárragos, pero odio las acelgas.

Das liebe ich.

Es algo que me encanta.

Das liebe ich leidenschaftlich.

Es algo que me gusta con locura.

Das liebe ich leidenschaftlich.

Es algo que me chifla.

Ich liebe Fisch.

Me gusta mucho comer pescado.

Ich hasse Fisch.

El pescado es algo que aborrezco.

Wir alle lieben Mozart.

Ich liebe Pralinen über alles.

Me chiflan los bombones.

A todos nos encanta la música de Mozart.

Ich liebe es zu kochen, auch einmal zu feiern.

Me encanta cocinar, así como celebrar fiestas de vez en cuando.

Die Orientalen lieben eine bildhafte Sprache.

A los orientales les gusta expresarse en un lenguaje muy plástico.

Ich liebe die mediterrane Küche leidenschaftlich.

Soy un enamorado de la cocina mediterránea.

Cuando se habla de amor o de amar se suele pensar en el amor erótico y se suele olvidar las otras clases de “amor”. El sentimiento de ‘amor’ más extendido y que es la base de toda la sociedad y de la solidaridad entre los seres humanos es el amor diatrófico.

Amor diatrófico

Fue el neurólogo y médico psicosomático español Juan Rof Carballo (1905-1994) quien más recalcó la importancia del amor diatrófico:

«La palabra diatrófico ha sido preconizada por René A. Spitz [1887-1974, Vom Säugling zum Kleinkind] para designar la acción tutelar sin la cual el niño, ser que desde el punto de vista biológico nace prematuramente, no podría terminar su desarrollo. Merced a esta influencia diatrófica el hombre incorpora en su ser la “herencia social”. En griego τρόφιμος [trófimos], adjetivo derivado de τρέφω [trefo], es ‘el que alimenta o sostiene’. Las hormonas sexuales de la procreación difieren poquísimo, químicamente, de las hormonas, también “sexuales”, que gobiernan el desarrollo del nuevo ser. La circunstancia de que el vástago del hombre nazca en total desamparo, en suma invalidez, hace necesario para que subsista que entre en acción ese otro impulso, tan poderoso como el genésico, el hambre que siente todo ser humano ante esa cosa inerme e indefensa que es un recién nacido, de protegerle y modelarle, es decir, de transferirle nuestro ser más profundo. Somos todos hijos de esa doble herencia: la que nace del instinto de procreación, la herencia biológica, y la que nace del instinto de procura o de cuidado, la herencia cultural.

Diatrofos –en griego: apoyar, sostener– es una de las vertientes que tiene en el hombre la sexualidad, ya que no es exacto reducir esta a la simple escenografía de la procreación. Junto a las hormonas gonadales estrictas hay en todo organismo algo complejo tan indispensable como ellas, las hormonas del cuidado de la prole, sin las cuales la vida se extinguiría sobre la tierra, aunque el acto de reproducción estuviera perfectamente garantizado. La sexualidad, además de la procreación, ofrece una vertiente anaclítica, constituida por la necesidad de apoyo que tiene todo ser, tanto más cuanto más desvalido nace, y la vertiente diatrófica, es decir, el impulso a cuidad de otro, a protegerle y a ayudarle.»

Dostoiewski, en sus Memorias de la casa muerta, describe los criminales con los que se ha encontrado en los campos de trabajos forzados en Siberia, donde pasó 10 años condenado por haber tomado parte en un complot nihilista. Le llamó la atención la solicitud con la que los más torbos criminales se deshacían en cuidados con él porque lo veían tan enclenque y desvalido y le ayudaban con los grilletes, etc.

Amor erótico (del gr. ἔρως, amor)

El amor erótico es el conjunto de tendencias e impulsos sexuales de la persona. Según el psicoanalista y psicólogo social Erich Fromm (1900-1980), en el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno, maternal o amical. Es exclusivo solo en el sentido de que puede fundirse plena e intensamente con una sola persona.

Según el filósofo Ortega y Gasset:

«Desear algo es tendencia a la posesión de ese algo; donde posesión significa que el objeto entre en nuestra órbita y venga como a formar parte de nosotros. Por esta razón, el deseo muere automáticamente cuando se logra: fenece de satisfacción. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho. El deseo tiene un carácter pasivo, y en rigor lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación, donde espero que las cosas vengan a caer. Viceversa: en el amor todo es actividad. Y en lugar de consistir en que el objeto venga a mí soy yo quien va al objeto y estoy en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí: es tal vez el máximo ensayo que la naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella. En el amor nos sentimos unidos al objeto. En cambio, el odio nos separa del objeto, en el mismo sentido simbólico; nos mantiene a una radical distancia, abre un abismo. Amar una cosa es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente. Esto viene a ser lo mismo que estarle continuamente dando vida en lo que de nosotros depende, intencionalmente. Amar es vivificación perenne, creación y conservación intencional de lo amado. Odiar es anulación y asesinato virtual –pero no es un asesinato que se ejecuta una vez, sino que estar odiando es estar sin descanso asesinando, borrando de la existencia al ser que odiamos.»

Ágape (del lat. agăpe, y este del gr. ἀγάπη, afecto, amor).

Era la comida fraternal de carácter religioso entre los primeros cristianos, destinada a estrechar los lazos que los unían. Hoy significa el banquete (comida para celebrar algún acontecimiento). Es un amor altruista y no sensual.

Agápē (en griego ἀγάπη) es el término griego para describir un tipo de amor incondicional y reflexivo, en el que el amante tiene en cuenta sólo el bien del ser amado. Algunos filósofos griegos del tiempo de Platón emplearon el término para designar, por contraposición al amor personal, el amor universal, entendido como amor a la verdad o a la humanidad. Aunque el término no tiene necesariamente una connotación religiosa, este ha sido usado por una variedad de fuentes antiguas y contemporáneas incluidas la Biblia cristiana. Filósofos griegos contemporáneos de Platón y otros autores clásicos han usado en diferentes formas la palabra "ágape" para denotar amor por la esposa/o o por la familia, o vocación por una actividad en particular. En contraste con philos (amistad, amor amical, hermandad o amor no sexual) y eros, una afección de naturaleza sexual.

Citas

 

«Amar y querer

El verbo amar ya no es en castellano sino pieza de museo, expuesta a las vitrinas gramaticales como modelo de las primera conjugación. Su contenido ha pasado enteramente al verbo querer. A causa de ello, hemos perdido la posibilidad de distinguir de manera sintética la atracción desinteresada ejercida sobre el ánimo por otra persona o por una idea o acción, que es lo que significa “amar” (piénsese en amor, amistad, amigo), y la inclinación activa de la voluntad hacia la posesión de algo, que tal es el significado de querer. Esta trasferencia del primer contenido al segundo es bastante antigua, hasta el punto de poder afirmarse que el verbo amar nunca fue muy utilizado por el pueblo. Fue siempre un verbo culto, escrito, literario. La época histórica que conduce a su extinción, incluso en literatura, es el Romanticismo. Y es que el Romanticismo abusó tanto de amar, a menudo retóricamente y como falsilla de versificaciones y novelerías, que acabó invalidándolo para una utilización seria. Parodiando unos verbos del “Tenorio”, podríamos decir: “Imposible lo hais dejado, para vos y para mí”.

La única supervivencia de amar, aparte el primer mandamiento del Decálogo, se da en amable, y amabilidad y en el participio amante, expresivo de aquella atracción o inclinación desinteresada (amante de la música, de la naturaleza, de la paz, etcétera). Fuera de estos casos, el hombre que declarase a una mujer Te amo inspiraría considerables recelos, bien como persona cursi y pasada de moda, bien como farsanta de tablado. Porque en el escenario es donde únicamente puede admitirse hoy aquel verbo, dentro siempre de una situación histórica. Y es curioso, como confirmación de sus distintos significados, el diverso ademán con que un cómico dice Te amo en una comedia antigua, y Te quiero en una comedia moderna. En el primer caso, ante su dama, el actor llevará una mano al corazón, retrocederá un paso, y elevando la mirada dejará en el aire el trémolo de ave de aquellas tres sílabas. En el segundo caso, sin apuntar al corazón, el cómico se acerca cuanto puede a la dama para decirle al oído, con los ojos entornados y la quijada tensa, Te quiero, reflejando en la dura articulación de estas tres sílabas el afán posesorio, la energía de voluntad propia de su contenido originario.

Por fortuna, y merced a un tono y ademán adecuados, el hablante puede otorgar muy distintas significaciones a una misma serie de sonidos. A no ser así, resultaría lastimoso tener que valerse de un mismo verbo para expresar afecto y para comprarse unos calcetines. Pero esta limitación y la correlativa exigencia matizadora se encuentran compensadas en otro orden de cosas. En efecto, gracias a su fonética engarfiada y áspera, este nuestro verbo querer suena a los turistas del Norte como algo mucho más apasionado que los desvaídos to love, liebe y aimer de sus propias lenguas. El verbo querer cuada mejor con el “temperamento”, las patillas largas, el pelo negro y ondulado, la tez y los ojos oscuros y el dramatismo gitano con que suele caracterizarse a los españoles. Y todos sabemos muy bien la trascendencia económica de la tipología y el temperamento nacionales.

Pero a propósito de amar, amor y sus derivaciones, no podríamos pasar por algo ciertas diferencias respecto de sus paralelos franceses, así como ciertos eufemismos, relacionados con el francés también. En una ocasión, paseando a orillas del río de París, iba yo viendo los manejos que se entregaba una serie de parejas acomodadas en los bancos que bordean los muelles. A mi lado pasaban otras personas, y una de ellas, al advertir las maniobras de las parejas, señaló con indulgencia, comprensión y un punto de nostalgia: Viola les amoureux! Quedé perplejo. En español hubiera sido imposible llamar enamorados a los sujetos metidos en tan arduos sofocos, ya que amor y enamorado tienen aún en nuestra lengua unos contenidos, reales o convencionales, incompatibles con aquellas maniobras. Del francés hemos tomado sin duda la denominación amante –un tanto novelera y declamatoria a estas alturas– para aplicarla al hombre y a la mujer unidos en una relación no canónica, relación expresada más crudamente con los participios querido, y con mayor crudeza aún en los terribles coima y barragana de antaño. Últimamente, el eufemismo ha ganado civilidad y comedimiento en las formas amigo, amiga y sus correspondientes diminutivos.

Y en tiempos todavía más cercanos, sobre todo desde que han salido a debate público las intimidades de cierta píldora y sus implicaciones higiénicas, sociales y teológicas, se ha dado en utilizar una perífrasis calcada del francés para aludir al acto a que tal píldora se refiere: hacer el amor (faire l’amour). ¡Quién lo hubiera imaginado! Sobre todo las madres de las generaciones en activo. Estas señoras, cuando un joven de la época enviaba flores, miradas tiernas y tal vez algún verso a una señorita, decían confidentes: “Ese joven hace el amor a mi hija”. ¿Qué pensarán estas viejas señoras al ver que los expertos en píldoras habla de hacer el amor, no con versos, flores in miradas tiernas, sino lanzando anatemas o proclamando su libertad con un producto farmacéutico en el bolsillo?»

[Carnicer, Ramón: Sobre el lenguaje de hoy. Madrid: Prensa Española, 1969, p. 83-86]

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«El español, a diferencia de otros idiomas, tiene afortunadamente un solo vocablo, querer, en el que van implicados los tres conceptos de voluntad que de una manera muy distinta han gravitado a lo largo de la historia de la filosofía.

En primer lugar, la voluntad como apetito superior. La voluntad humana no es nunca una voluntad pura, sino que es esencialmente apetente. El primer sentido de la voluntad es este de apetito racional. Hay un segundo momento de la voluntad, que es la voluntad como determinación: entre las tendencias sobre las cuales queda flotando el hombre, en virtud de su preferencia determina una. Y, en tercer lugar, la volición como complacencia o fruición con que el hombre se abre a aquello que elige: es la voluntad como amor. La unidad de estos tres aspectos es lo que constituye la grandeza y la finitud de la voluntad humana. Ninguna volición hay en el hombre que no sea apetitiva: ninguna determinación que no se apoye en apetitos y tendencias; ningún amor que pare realizarse como pura fruición no necesite poner en juego tendencias y determinaciones. Al carácter sentiente de la intelección corresponde el carácter tendente de la voluntad.»

[Zubiri, Xavier: Sobre el hombre. Madrid: Alianza Editorial, 1986, p. 142]

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Amor humano y amor divino

«Esta es la definición misma del amor: el éxtasis de la pura volición. Es la γάπη [amor al prójimo, ágape], muy distinta del ἔρος [amor erótico], que es en sí mismo el impulso de un deseo. El amor es, en primer lugar, éxtasis: va hacia lo otro; es, en segundo lugar, el éxtasis de una volición; es, en tercer lugar, una volición pura, esto es, la pura efusión hacia el otro, sin obedecer a ningún impulso. En esto consiste el amor.

(En el hombre hay también amor, precisamente porque hay también libertad. Pero es amor finito. Y la finitud de su amor consiste en que en el hombre no hay γάπη sin ἔρος. No es pura γάπη, sino γάπη una γάπη vehiculada por un ἔρος. Para el hombre todo lo amable tiene que ser en alguna manera apetecible.)

En Dios, en cambio, no hay ἔρος ninguno; es pura γάπη, pura efusión. La creación es el acto de su amor personal extático. El amor es la forma suprema de la causalidad en cuanto tal, porque en el éxtasis consiste la razón formal de la causalidad en cuanto tal. Por eso, la realidad fundada del efecto creado en cuanto tal consiste en ser puro don. La acción creadora es pura donación de realidad, es pura liberalidad: es don de realidad.»

[Zubiri, Xavier: Acerca del mundo. Madrid: Alianza Editorial, 2010, p. 238]

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«Hablemos del amor, pero comencemos por no hablar de “amores”.Los amores son historias más o menos accidentadas que acontecen entre hombres y mujeres. No solo ama el hombre a la mujer y la mujer al hombre, sino que amamos el arte o la ciencia, ama la madre al hijo y el hombre religioso ama a Dios. La ingente variedad y distancia entre esos objetos donde el amor se inserta nos hará cautos para no considerar como esenciales al amor atributos y condiciones que más proceden de los diversos objetos que pueden ser amados. [...]

Nada hay tan fecundo en nuestra vida íntima como el sentimiento amoroso; tanto, que viene a ser el símbolo de la fecundidad. Del amor nacen, pues, en el sujeto muchas cosas: deseos, pensamientos, voliciones, actos; pero todo esto que del amor nace como la cosecha de una simiente, no es el amor mismo; antes bien, presupone la existencia de este. Aquello que amamos, claro está que, en algún sentido y forma, lo deseamos también; pero, en cambio, deseamos notoriamente muchas cosas que no amamos, respecto a las cuales somos indiferentes en el plano sentimental. Desear un buen vino no es amarlo; el morfinómano desea la droga al propio tiempo que la odia por su nociva acción.

Pero hay otra razón más rigorosa y delicada para separar amor y deseo. Desear algo es, en definitiva, tendencia a la posesión de ese algo; donde posesión significa que el objeto entre en nuestra órbita y venga como a formar parte de nosotros. Por esta razón, el deseo muere automáticamente cuando se logra: fenece de satisfacción. El amor, en cambio, es un eterno insatisfecho. El deseo tiene un carácter pasivo, y en rigor lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí. Soy centro de gravitación, donde espero que las cosas vengan a caer. Viceversa: en el amor todo es actividad. Y en lugar de consistir en que el objeto venga a mí soy yo quien va al objeto y estoy en él. En el acto amoroso, la persona sale fuera de sí: es tal vez el máximo ensayo que la naturaleza hace para que cada cual salga de sí mismo hacia otra cosa. No ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella. [...]

Amar no es alegría. El que ama a la patria, tal vez muera por ella, y el mártir sucumbe de amor. Viceversa, hay odios que gozan de sí mismos, que se embriagan jocundamente con el mal sobrevivido al odiado. [...]

En el amar ahondamos la quietud y asiento dentro de nosotros, y emigramos virtualmente hacia el objeto. Y ese constante estar emigrando es estar amando.

El acto de pensar y el de voluntad son instantáneos. Entiendo una frase de un golpe, y en un instante. En cambio, el amor se prolonga en el tiempo; no se ama en serie de instantes súbitos, de puntos que se encienden y apagan como la chispa de la magneto, sino que se está amando lo amado con continuidad. Esto determina una nueva nota del sentimiento que analizamos: el amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente. El amor no es un disparo, sino una emanación continuada, una irradiación psíquica que del amante va a lo amado. No es un golpe único, sino una corriente. [...]

El amor fluye en una cálida corroboración de lo amado y el odio segrega una virulencia corrosiva. En el amor nos sentimos unidos al objeto. Es algo de lo que se expresa cuando, en una hora difícil, decimos a alguien: Cuente usted conmigo –yo estoy a su lado–; es decir, su causa es la mía, yo me adhiero a su persona y ser.

En cambio, el odio nos separa del objeto, en el mismo sentido simbólico; nos mantiene a una radical distancia, abre un abismo. Amor es corazón junto a corazón: concordia; odio es discordia, disensión metafísica, absoluto no estar con lo odiado. [...]

Amar una cosa es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente. Esto viene a ser lo mismo que estarle continuamente dando vida en lo que de nosotros depende, intencionalmente. Amar es vivificación perenne, creación y conservación intencional de lo amado. Odiar es anulación y asesinato virtual –pero no es un asesinato que se ejecuta una vez, sino que estar odiando es estar sin descanso asesinando, borrando de la existencia al ser que odiamos. [...]

El amor es un acto centrífugo del alma que va hacia el objeto en flujo constante y lo envuelve en cálida corroboración, uniéndonos a él y afirmando ejecutivamente su ser (Pfänder).»

[Ortega y Gasset, José: “Estudios sobre el amor” (1941), en Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, vol. V, p. 553 ss.]

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«Para ser plenamente libre es preciso haber sido, en la infancia, tutelado con amor. Es decir, aprisionado por la tutela de la generación que configura nuestro mundo. Toda ausencia de amor en El período constitutivo del hombre se paga, más tarde, siempre, con una esclavitud. Es decir, la esclavitud primera, la que nos permite hacernos cargo de la realidad con las pautas perceptivo-motrices que los demás nos transmiten, es lo que va a permitirnos más tarde, en la edad adulta, la plena libertad de osar modificar esas pautas. La libertad del hombre es, inexorablemente, hija de ese mismo amor de procura o de tutela que, cuando se expresa con desmesura, puede convertirse en cercenadora prisión.

Y este amor de tutela o de protección, el que René A. Spitz [1887-1974], con palabra que empieza a generalizarse, llama diatrófico es, en fin de cuentas, una vertiente de la sexualidad. Descubrimos ahora que Freud, en su tan denigrado pansexualismo, no se ha pasado o exagerado como muchos han creído. Todo lo contrario, se quedó corto. La fisiología nos enseña que junto a las hormonas de la procreación, las que gobiernan el impulso generatriz, existen otras, de estructura enormemente similar, que rigen la tutela, el cuidado de la prole; que amparan no solo el desarrollo del feto, sino que, además, ponen en marcha los dispositivos fisiológicos que son necesarios para ese primer período de la vida en el que la urdimbre decisiva se realiza. La “procura” o cuidado es también una vertiente de la sexualidad. Y así como la sociedad no existiría si, de pronto, se extinguiese en los hombres el impulso generatriz, todavía existiría menos si, por una aberración paralela, la vertiente de la sexualidad que llamaré diatrófica (y que ya desde el amamantar de la madre hasta la inoculación de nuestro mundo en el sistema nervioso del infante) se atrofiase y desapareciera. Esta vertiente diatrófica es, con el impulso procreador, lo que, biológicamente, constituye la clave de lo social. Sociedad es transmisión de pautas configuradoras de la realidad, entre las cuales están, naturalmente, las pautas de convivencia. Su razón de ser radica, por consiguiente, en la urdimbre primigenia. No es, como desde Rousseau tantas veces se ha pensado, construcción extraña, ajena al hombre al cual habitualmente tiraniza o esclaviza. De igual forma que es inseparable del concepto de urdimbre no solo la dependencia afectiva que nos permite comprender la realidad, adscribiéndonos a un mundo dado, sino también el esfuerzo por la independencia y por la autonomía, también en el fenómeno que denominamos “Sociedad” está intrínsecamente implícita la rebelión contra sus pautas, el afán de romperlas por aquellos de sus miembros que son capaces de libertad, sustituyéndolas por otras más adaptadas al vasto y elusivo horizonte de lo real. Esa renovación o refrescamiento de las pautas ordenadoras de la realidad imperantes en una Sociedad determinada se han ido realizando siempre por una curiosa asociación o simbiosis entre aquellos de sus individuos que son más razonables y ecuánimes, esto es, por lo que en su infancia han recibido plena y satisfactoria tutela amorosa, con aquellos otros de existencia “marginal” excéntricos o “desplazados”, “outsiders”, que hay sabemos que lo son por trastornos en su urdimbre primigenia, puesto que, con exactitud matemática, al examinar si infancia, nos encontramos siempre, en sus vidas, signos patentes de temprano desamparo afectivo.»

[Rof Carballo, Juan: Medicina y actividad creadora. Madrid: Revista de Occidente, 1964, p. 286-287]

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«El impulso diatrófico culmina en el amor de entrega, en el ágape del mundo cristiano. Que tiene, aparte de sus derivaciones religiosas, un valor biológico: el de ser indispensable para la firma y sólida constitución del substrato psico-físico de la persona humana.»

[Rof Carballo, Juan: Medicina y actividad creadora. Madrid: Revista de Occidente, 1964, p. 299]

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«Vocaciones acogidas y desacogidas

Don Quijote es, entre otras muchas cosas, la figura heroica de una de las vocaciones más radicales que existen en las entrañas del hombre: la vocación diatrófica. Diatrofos –en griego: apoyar, sostener– es una de las vertientes que tiene en el hombre la sexualidad, ya que no es exacto reducir esta a la simple escenografía de la procreación. Junto a las hormonas gonadales estrictas hay en todo organismo algo complejo tan indispensable como ellas, las hormonas del cuidado de la prole, sin las cuales la vida se extinguiría sobre la tierra, aunque el acto de reproducción estuviera perfectamente garantizado.

La sexualidad, además de la procreación, ofrece una vertiente anaclítica, constituida por la necesidad de apoyo que tiene todo ser, tanto más cuanto más desvalido nace, y la vertiente diatrófica, es decir, el impulso a cuidad de otro, a protegerle y a ayudarle. Antes que ningún antropólogo moderno fue un gran poeta, Rilke, quien, en un poema expresó esta profunda verdad de la existencia humana:

...was uns schliesslich birgt,

ist unser schutzlossein...

...lo que en último término nos cobija

es nuestro propio desamparo...

De la vivencia radical del desamparo brota la vocación diatrófica o vocación de ayuda. Tal vocación se origina, según René A. Spitz [1887-1974; Vom Säugling zum Kleinkind] que ha acuñado y ha hecho circular la palabra, por lo menos en el psicoterapeuta, por un mecanismo de identificación ya en las primerísimas etapas de la vida, del futuro psicoterapeuta con la actitud solícita y cuidadora de la madre.

Frente a la amenaza de desvalimiento que es todo enfrentamiento con el mundo, son dos las reacciones del hombre: una, acelerar y precipitar el desarrollo de la capacidad de hacerse cargo de las cosas como realidad, es decir, anticipar el desarrollo del Yo, lo que hace pasar al individuo por la peligrosísima vecindad de una sirte terrible: la de la neurosis obsesiva. Cuando puede soslayarla, el hombre acrecienta sus capacidades para el razonamiento abstracto, logra el máximo distanciamiento de lo percibido y crea así las bases de una vocación de matemático, de hombre especulativo o de filósofo. La segunda solución es la identificación diatrófica. Si el mundo maternal cobijaba y protegía, ¿por qué no imitarle?, ¿por qué no hacer lo mismo que él?, ¿por qué no ayudar también y proteger?

Dentro de las vocaciones acogidas, esta gran raíz diatrófica tiene tres dimensiones, precisamente en las actividades más constantes de la humanidad, es decir, en las que persisten invariables, desde la época prehistórica, en todas las culturas, sin desaparecer jamás: la vocación de profesor, la de médico y la de sacerdote.

El primero, el profesor, se conforta en su invalidez ayudando al discípulo a estar seguro dentro de un mundo bien ordenado, estructurado por el saber de la época en forma tan perfecta y completa que parece no dejar resquicio para la angustia. [...]

El segundo, el médico, al promover con su ayuda las fuerzas biológicas de auto-curación se identifica con lo que en la Naturaleza hay ya de diatrófico y alimenta así, inconscientemente, su sentimiento infantil de omnipotencia. Pero, además, asocia a esto una eficaz y auténtico poder de la ciencia contra la enfermedad.

Finalmente, tenemos la vocación sacerdotal, considerada aquí tan solo en lo que podíamos llamas su base natural o ‘disposición’ física, dejando naturalmente aparte lo que en ella hay de Gracia o de intervención divina. También es una vocación diatrófica y de orden complejo. En ella puede jugar un gran papel la faceta ordenadora como en el profesor, y entonces tenemos al moralista y al dogmático. O bien predominar la faceta maternal, y en este caso tenemos al hombre de caridad, que antepone a los restantes aspectos de su actividad religiosa la actividad evangélica, el amor al prójimo. Pero quizá la raíz primordial sea mucho más profunda y provenga de intuir, a través de la vivencia y de la identificación diatrófica, lo que Zubiri ha llamado la fundamentalidad de la existencia humana y, por tanto, la profunda verdad de la religación

[Rof Carballo, Juan: Medicina y actividad creadora. Madrid: Revista de Occidente, 1964, p. 259-261]

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«Desde el fondo de radical soledad que es, sin remedio, nuestra vida, emergemos constantemente en ansia no menos radical de compañía y sociedad. Cada hombre quisiera ser los otros y que los otros fueran él. Toda una serie de dimensiones de nuestra vida se compone de férvidos ensayos para romper la soledad que somos y fundirnos en un ser comunal con otros. Entre ellos, el más radical ensayo para evadirnos de nuestra soledad es el famoso amor. Se quiere a otro en la medida en que, además de ser uno lo que es, se quiere también ser el otro, solidarizarse con la existencia del otro, y se siente, en efecto, el ser del otro como inseparable, como uno con nuestro ser, y si nos quitan el otro parece que nos quitan la mitad de nuestro ser, precisamente la mitad que nos parece más importante. El amante que se queda sin la amada se siente en la paradójica situación de que preferiría que le hubiesen quitado su propio ser y le hubiesen dejado el ser de la amada. Por eso, Shelley decía a la suya: “¡Amada, tú eres mi mejor yo!”

Padres, hijos, amigos, camaradas, son grados diferentes de la relación de nuestra vida en que nos sentimos viviendo acompañados.

Pero he aquí que al prójimo que me acompañaba le pasa de pronto algo muy extraño. Su cuerpo se queda inmóvil y rígido –como mineralizado. Me dirijo a él y no me responde, Responderme es el acto típico y esencial en que percibo que existo para él; por tanto, ya no estoy en compañía con él. Y descubro, con un escalofrío, que con respecto a él me he quedado solo. El hecho de esta impresión, en que sentimos haberse volatilizado una compañía y que mi vida, de ser un convivir con otro, por tanto, un vivir más ancho, se retrae como en bajamar a ser un vivir solo conmigo, un quedarme solo, es lo que llamamos la muerte. Pero este nombre, conste, es ya una teoría, una interpretación, una reacción ideativa nuestra al hecho no teórico, sino terriblemente indubitable de sentir una nueva soledad. La idea de la muerte, que implica toda una biología, una psicología y una metafísica, nos explica, nos permite saber a qué atenernos con respecto a esta soledad que nos queda de una compañía en que estuvimos. Y, por una transposición muy frecuente en poesía, el poeta romántico dirá:

¡Qué solos se quedan los muertos!

¡Como si fuera el muerto quien se queda solo de los vivientes, cuando el que se queda solo del muerto es precisamente el que se queda, el que sigue viviendo! La muerte es, por lo pronto, la soledad que queda de una compañía que hubo; como si dijéramos: de un fuego, la ceniza».

[Ortega y Gasset, José: “En torno a Galileo” (1933), en Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, vol. V, p. 62-63]

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«Sexualidad procreativa y diatrófica

La sexualidad es, tal como afirmaba Freud, central en la vida. Pero no solo hay una sexualidad, la procreativa, que satisface un instinto, el de la reproducción de la especie. Tan importante o más que ella se la segunda sexualidad, la sexualidad diatrófica, la tutelar, la que se manifiesta no por el impulso libidinal a obtener el placer sexual sino por el impulso a proteger al ser inmaduro, al tierno infante que nace desprovisto de toda defensa y que, por ser tierno, incompleto, suscita en nosotros con la misma fuerza que la del sexo o quizás con fuerza aún mayor que esta, la ternura.

Sexualidad procreativa y sexualidad diatrófica. Impulso libidinal al placer. Impulso tutelar. Genitalidad y ternura. Toda la inmensa confusión actual sobre el sexo nade a mi modo de ver de no haber tenido suficientemente en cuenta esta diferenciación. [...]

Hay dos sexualidades: la diatrófica y la procreativa. Ninguna es privativa del hombre o de la mujer. Ambos poseen las dos, que van inextricablemente unidas.»

[Rof Carballo, Juan: El hombre como encuentro. Madrid: Alfaguara, 1973, p. 252 ss,]

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Distorsión diatrófica y disociación erótica

«El verdadero protagonista de la vida social no es el individuo, sino el grupo familiar. El erotismo no es sino la fuerza que hace surgir la familia. Muchas de las confusiones sobre el erotismo brotan de no tener presente más que la verdadera concupiscencia del mismo, es decir, el erotismo en cuanto fluir impetuoso de un instinto de procreación. Tan importante como esta vertiente es la que podemos llamar vertiente diatrófica, es decir, el impulso tutelar, protector, maternal, aun en el varón. La palabra diatrófico ha sido preconizada por René A. Spitz [1887-1974] para designar la acción tutelar sin la cual el niño, ser que desde el punto de vista biológico nace prematuramente, no podría terminar su desarrollo. Merced a esta influencia diatrófica el hombre incorpora en su ser la “herencia social”. En griego τρόφιμος, adjetivo derivado de τρέφω, es ‘el que alimenta o sostiene’.

Las hormonas sexuales de la procreación difieren poquísimo, químicamente, de las hormonas, también “sexuales”, que gobiernan el desarrollo del nuevo ser. La circunstancia de que el vástago del hombre nazca en total desamparo, en suma invalidez, hace necesario para que subsista que entre en acción ese otro impulso, tan poderoso como el genésico, el hambre que siente todo ser humano ante esa cosa inerme e indefensa que es un recién nacido, de protegerle y modelarle, es decir, de transferirle nuestro ser más profundo. Somos todos hijos de esa doble herencia: la que nace del instinto de procreación, la herencia biológica, y la que nace del instinto de procura o de cuidado, la herencia cultural. [...]

Las heroínas de Unamuno son un poco “varonas”. Mas entendámonos, “varonas” no porque sean hombrunas; más bien por todo lo contrario. Se trata de tipos de mujer muy femeninos. Ya que quizá lo más femenino en la mujer sea su oculta, su recóndita “varonía”. La impresión de fuerza la dan siempre las heroínas de Unamuno por contraste con el hombre, que a su lado muestra su flaqueza. [...]

El amor en Castilla, continúa Unamuno, es “amor sin refino y en el matrimonio grave y sobrio. El realismo castellano es más sensible que sensual, sin refinamientos imaginativos y con fondo casto. Huele a bodegón más que a lenocidio, y cuando cae en el extremo, más tira aún, en la obscenidad, a lo grosero que a lo libidinoso”. [...]

Unamuno sabe ver, con lucidez, una característica del amor hispano, su falta de refino, su tosquedad, que le limita, de manera “realista” y “natural”, “sin aderezos artificiosos”, a lo que en sustancia es: el impulso genésico y su satisfacción “natural”. Sin declararlo, toma inmediatamente partido por él. Todo lo que no sea el amor en su nuda realidad sexual es, para el hombre español, algo decadente, artificial, “rosa de estercolero”.

Esto conduce a una actitud disociada, a una separación abismal entre el amor físico y el amor espiritual. En su ensayo El espíritu castellano escribe Unamuno: “En esto del amor aparece también el espíritu disociativo, porque es, o grosero, más que sensual, o austero y de deber más que sentimental, o la pasajera satisfacción del apetito o el débito del hogar”. [...]

Cuando el erotismo queda reducido a puro apetito sexual, inmediatamente surge, como compensación, como equilibrio, un desarrollo, también independiente y disociado, de la sexualidad diatrófica. Así, la moza de partido compensa su entrega impersonal y mercenario al placel del hombre con el afecto casi maternal al “chulo” que protege. Una tolarización excesiva del erotismo en lo genésico promueve, automáticamente, la polarización compensadora. La ternura, íntimamente mezclada con el amor, se separa entonces de la sexualidad, como una emulsión cuyos dos componentes dejaran de estar íntimamente mezclados. [...]

Con penetración hablaba Unamuno del “espíritu disociativo en el amor hispánico”. Como una mayonesa que se cortara, el amor queda desintegrado en elementos que deberían ir íntimamente unidos: la sexualidad y la ternura.

También en el amor “casto”, tal como Unamuno lo entiende, lo diatrófico acaba dominando sobre lo sexual. Es la mejor forma de eternizar el amor, de convertirlo en perdurable, por encima de todas las tempestades de la sensualidad. Una vez procreados los hijos para la mujer a ser madre de todos, incluso del marido. Una de las medidas defensivas del hombre frente a las sirtes engañosas y llenas de riesgos del amor es el aniñamiento de la mujer. Convertir al cónyuge en niña. Pero también funciona con eficacia el proceso opuesto: el aniñamiento del hombre, el convertirse el hombre, sin dejar por eso de ser muy hombre, “nada menos que todo un hombre”, en niño que es brezado, arrullado por las esposa-madre. [...]

Unamuno ha abordado los problemas del erotismo español con una profundidad que no encontramos en ningún otro escritor de nuestra lengua. Con singular intuición señala la distorsión diatrófica del amor, esa perversión del cuidado del hombre futuro que es también erótica. Y esa otra que conduce a Augusto, su héroe nivolesco, a la muerte, al verse burlado en su impulso erótico-concupiscente y de lo erótico-protector.»

[Rof Carballo, Juan: El hombre como encuentro. Madrid: Alfaguara, 1973, p. 221 ss,]

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«El psicoanálisis ha incurrido en dos errores de origen, que curiosamente provienen de una insuficiente biología y de una física insuficiente. Pues la endocrinología nos está enseñando constantemente que, tanto bioquímica como anatómicamente, no hay un impulso libidinal sino dos: el de la fruición procreativa y el de la tutela, representados por distintas hormonas. Y en la Física tan importante es el principio de conservación de la energía como el de la entropía, el de su degradación y, por consiguiente, el de la negantropia, esto es el de alianza entre entropía y orden.» [Rof Carballo, o. cit.: 313]