dogma - doxa - ortodoxia - heterodoxia - paradoja |
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Agradeceré en la medida que usted lo disponga el recibir la posibilidad del significado de la palabra dogma, encontré en el sitio por usted propuesto el significado de doctrina y verdaderamente quedé maravillado con el trabajo.
Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est.
Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo.
[Santo Tomás de Aquino]
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Extra ecclesiam nulla salus.
No hay salvación fuera de la Iglesia.
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Cualquier teología me parece transmitirnos mucha más cantidad de Dios, más atisbos y nociones
sobre la divinidad, que todos los éxtasis juntos de todos los místicos juntos.
[José Ortega y Gasset: “Defensa del teólogo frente al místico” (1929).
En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, t. V, p. 456]
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No sólo el texto bíblico sino toda la definición dogmática está formuladaen un contexto histórico.
Y por tanto no sólo la Sagrada Escritura sino todos los dogmas necesitan ser históricamente interpretados.
[Zubiri, Xavier: El problema teologal del hombre: Cristianismo. Madrid: Alianza Editorial, 1997, p. 29]
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Creer en una idea significa creer que es la realidad, por tanto, dejar de verla como mera idea.
[José Ortega y Gasset: “Ideas y creencias” (1940).
En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, t. V, p. 402]
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La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
Agamenón: -Conforme.
El porquero: -No me convence.
[Antonio Machado / Juan de Mairena]
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La inseguridad del pobre es una y la inseguridad del rico otra.
[José Ortega y Gasset: “Origen y epílogo de la filosofía” (1940).
En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IX, p. 416]
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Los tipos sin suerte Dios sólo les echa una mano cuando los confunde con otro, sobre todo con alguien de su cuerda, gente que no se cuestiona los grandes asuntos del espíritu y acata los dogmas con más estoicismo que las ordenanzas municipales.
[José Luis Alvite, en: Faro de Vigo, 10.03.2006]
El sustantivo dogma fue tomado en el siglo XVI del latín dogma y este del griego dogma (δόγμα) ‘parecer’; cuando es del Senado se convierte en ‘decisión’, ‘decreto’, ‘acuerdo vinculante’; cuando se refiere a una doctrina, significa ‘teorema’, ‘doctrina comúnmente aceptada’; referido a una religión, ‘dogma de fe’.
Derivado del verbo griego dokeîn (δοκεῖν), que como transitivo significa ‘parecer’, ‘ser opinión de alguien’, ‘creer’, ‘decidir’, ‘acordar’; como intransitivo significa ‘parecer’, ‘tener la apariencia de’, ‘dar la impresión de’: doko moi (δοκῶ μοι) ‘me parece’, ‘tengo la impresión’; en sentido impersonal: dokeî (δοκεῖ) ‘parece’, ‘se decide’; sentido pasivo: dédoktai (δέδοκται) ‘está acordado’, ‘está decidido’; dokeî moi (δοκεῖ μοι) ‘me parece (bien)’, ‘yo creo’, ‘yo decido’. Otros sustantivos derivados del mismo verbo son tó dóxan (τὸ δόξαν) ‘la decisión’, ‘la resolución’; dókesis (δόκησις) ‘opinión’, ‘conjetura’, ‘suposición’, ‘apariencia’, ‘reputación’, ‘buena fama’.
Al verbo griego dokeîn (δοκεῖν) corresponde en latín el verbo docere ‘enseñar’, ‘dar clase(s) de alguna materia’, ‘instruir’, pero el verbo latino tiene sentido causativo, mientras que el verbo griego implica aspecto iterativo-intensivo. El docere latino es una variante causativa del verbo decere ‘convenir’, ‘estar bien algo a alguien’, ‘ser honesto’. Derivados de docere son docente, doctor, doctrina, documento. El verbo decere - decui se emplea solamente en la tercera persona del singular y plural y su participio activo es decens, decentis ‘decente’, y los derivados decos ‘decoro’ y dignus ‘digno’ (*dec-nos).
El futuro del verbo griego dokeîn (δοκεῖν) es doxo (δόξω), aoristo o pasado es édoxa (ἔδοξα). El sustantivo griego derivado del mismo verbo es doxa (δόξα) ‘expectativa’, ‘opinión (privada)’, ‘parecer’, ‘idea’, ‘conjetura’, ‘fantasía’; ‘resolución’, ‘acuerdo’, ‘decreto’; ‘buena fama’, ‘reputación’, ‘prestigio’, ‘magnificencia’, ‘esplendor’.
Cuando una opinión o doxa muestra conformidad con doctrinas o prácticas generales admitidas o con el dogma de una religión, se dice que es una opinión ortodoxa o que está conforme con la ortodoxia, del latín orthodoxĭa y este del griego orthódoxia (ὀρθόδοξια). Si una opinión está disconforme con el dogma de una religión o con la doctrina fundamental de una secta o sistema, decimos que es heterodoxa, del griego heterodoxos (ἑτερόδοξος), que es una heterodoxia, del griego heterodoxía (ἑτεροδοξία). Si una opinión es idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas, o es una aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera, decimos que es una paradoja, del latín paradoxa, plural de paradoxon, lo contrario a la opinión común, y este del griego parádoxa (παράδοξα), plural de, parádoxon (παράδοξον). Como figura de pensamiento, la paradoja consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción: Mira al avaro, en sus riquezas, pobre.
La palabra dogma tiene varios significados:
a) Un artículo de fe en una comunidad religiosa: una verdad revelada formulada por la Iglesia para ser creída por los fieles, que la deben acatar y observar escrupulosamente y sobre la que no cabe duda, discusión o modificación de ninguna clase.
b) Afirmación fundamental que no se puede poner en duda: opinión fundada en principios y que se considera que expresa una verdad irrefutable.
c) Afirmación fundamental que se afirma sin prueba racional: una opinión o doctrina que procede de una determinada tradición pero que es dudosa o sospechosa.
Los griegos distinguieron entre episteme y doxa. La episteme supone un conocimiento objetivo, científico, con pruebas, mientras que la doxa es el conocimiento puramente subjetivo, la opinión privada que no ofrece certeza absoluta y que no es más que una creencia razonable. Ya el presocrático Parménides contraponía la vía de la verdad de la vía de la opinión. Y Platón cotraponía la doxa o conocimiento aparente, al verdadero conocimiento, el que expresa la verdadera realidad, la realidad de las ideas.
«Filosóficamente, el vocablo dogma (δόγμα) significó primitivamente ‘opinión’. Se trataba de una opinión filosófica, esto es, de algo que se refería a los principios. Por eso el término dogmatikós (δογματικός) o dogmático significó ‘relativo a una doctrina’ o ‘fundado en principios’. Ahora bien, los filósofos que insistían demasiado en los principios terminaban por no prestar atención a los hechos o a los argumentos –especialmente a los hechos o argumentos que pudieran poner en duda tales principios. Tales filósofos no consagraban su actividad a la observación o al examen, sino a la afirmación. Fueron llamados por ellos “filósofos dogmáticos” (δογματικοί φιλόσοφοι), a diferencia de los “filósofos examinadores” o “escépticos”. Se habló por ello también de escuela dogmática (δογματικὴ αὶρεσις), esto es, la que propugnaba no el escepticismo (en cuanto examen libre de prejuicios), sino el dogmatismo.
El vocablo griego escéptico significa originariamente ‘el que mira o examina cuidadosamente’ y se deriva del verbo griego sképtomai (σκέπτομαι) que significa ‘mirar cuidadosamente una cosa o en torno’, ‘vigilar’, ‘examinar atentamente’. Escepticismo significa entonces ‘la tendencia a mirar cuidadosamente –se entiende, antes de pronunciarse sobre nada o antes de tomar ninguna decisión. El fundamento de la actitud escéptica es la cautela, la circunspección.» [Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1969, págs. 479]
La doxa, opinión espontánea, opinión privada, actitud nativa de la mente acepta el realismo ingenuo de que las cosas son lo que aparecen y como aparecen. La filosofía, desde sus comienzos en Grecia, no acepta el realismo ingenuo y busca otra doxa u opinión más segura y firme que la comúnmente aceptada. Los filósofos presocráticos griegos buscaban una doxa que fuera contra la actitud ingenua, una opinión que no acepta simplemente la opinión espontánea y busca una opinión de la que podamos estar absolutamente seguros, una opinión opuesta a la común opinión y al sentir de las personas, una para-doxa, paradoja u opinión que a la opinión común parece extraña, inverosímil o absurda.
«Importa notar la diferencia radical de estilo entre los fisiólogos jónicos y los pensadores que fundaron la filosofía –Heráclito, Parménides, Jenófanes–. Aquellos exponen tranquilamente sus opiniones, al paso que éstos se revuelven iracundos contra el vulgo y llenan de insultos nominativos o genéricamente a sus a sus predecesores. La cosa es tan palmaria que sorprende la ausencia de algún estudio sobre ella. ¿Por qué la filosofía comienza insultando?. [...]
Estos primeros filósofos hablan a ciertos grupos minoritarios que han prestado atención a las peculiares producciones intelectuales del tiempo –que comentan a Homero y Hesíodo, que se informan de las teologías órficas, pero últimamente siguen adscritos a las opiniones tradicionales. Estos grupos representan el vulgo para Heráclito y Parménides, y contra ellos disparan buena parte de sus improperios. En cierto modo el insulto al vulgo es la tonalidad propia del “pensador” porque la misión de éste, su destino profesional, es poseer ideas “propias” opuestas a la doxa u opinión pública. Para coincidir con ésta no era menester esta nueva magistratura. De aquí la conciencia clarísima que Heráclito y Parménides tenían de que al pensar frente y contra la doxa, su opinión era constitutivamente paradoxa. Este carácter paradoxal ha perdurado a lo largo de toda la evolución filosófica. Parejamente Amós, el primer “pensador” hebreo, que es contemporáneo de Tales, nos hará constar que al ser constituido por Dios en su profesión, Dios le impone este encargo: “Profetiza contra mi pueblo” (Amós VII, 15). En el paso de sus obras, donde Platón habla más concretamente de aquellos primeros “pensadores”, subraya de la manera más expresa la forma paradójica y, por ello, abstrusa de su pensamiento cuando dice que “pasándonos por alto, nos desdeñan demasiado a los hombres vulgares y sin preocuparse de si podemos seguirles o no, cada uno de ellos concluye sin más su decir” (Soph. 243 A).» [Ortega y Gasset, José: “Origen y epílogo de la filosofía” (1960). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IX, p. 422-423]
En Grecia existía, al lado de los escritos de los grandes filósofos que habían fundado escuela, una tradición doxográfica. Los doxógrafos eran compiladores de opiniones o dóxai (δόξαι) de otros autores.
Durante la Edad Media es el dogmatismo la doctrina imperante en el campo gnoseológico o del conocimiento. Con la duda metódica de René Descartes (1596-1650), la cuestión gnoseológica inicia un nuevo derrotero que a través del empirismo inglés de David Hume (1711-1776) llega a Immanuel Kant (1724-1804) que da el golpe decisivo al dogmatismo con su Crítica de la razón pura (1781), después de Kant “despertar del sueño dogmático” por influjo de David Hume, inaugurando así la corriente criticista que pone límites al conocimiento puro.
En filosofía moderna se entiende por dogmatismo la doctrina según la cual las facultades cognoscitivas humanas pueden, de manera espontánea y con plena certeza, alcanzar la verdad.
Para la Ilustración del siglo XVIII, dogmas son doctrinas o ideas aceptadas a ciegas, sin crítica y sostenidas con intolerancia hacia el que mantenga la opinión contraria.
En la teología cristiana, dogma va tomando desde el siglo XVI el significado medieval de artículo de la fe (articulus fidei) en el sentido de algo revelado por Dios y proclamado por la Iglesia como dogma o verdad absoluta que permite reconocer las herejías y combatirlas.
La palabra dogma es muy rara en los escritos de Platón o en la Biblia. Los estoicos precisaron el concepto de dogma como algo opuesto a la epokhé o abstinencia de toda posición ideológica que libera a los hombres de creencias conflictivas entre sí y evita la inquietud. San Justino (100-165 d.C.) emplea el concepto de dogma de forma polémica para definir las escuelas heréticas dentro del Cristianismo y asimilarlas a las escuelas filosóficas.
El concepto de dogma en el sentido de doctrina sancionada y aprobada por la Iglesia ya está documentado en los primeros padres de la Iglesia. El periodo donde se gestó el cristianismo comienza precisamente en ellos, ese periodo se considera cerrado hacia el 754 con la muerte de Juan Damasceno por parte de la Iglesia Oriental, y el 735 con la muerte de Beda “El venerable” por parte de la Iglesia Latina. Del 200 al 450 se formulan todas las creencias cristianas, del 450 al 735 se reelaboran y se sistematizan las doctrinas añadiendo nuevos dogmas al cristianismo, cuanto más se alejaban de la fe original judía, tanto más peregrinos eran dichos dogmas.
El concepto de dogma no estaba muy extendido en la Edad Media. En esta época se empleaba más bien para tipificar las doctrinas teológicas que no se ajustaban a la ortodoxia. Fue decisiva para el desarrollo del concepto de dogma en la época posterior el descubrimiento de Vicente de Lerino, muerto hacia el 450 d. C., que es quien habla expresamente del dogma catholicum como algo revelado por Dios, depositado en la Iglesia como criterio para la interpretación de la Sagrada Escritura. La recepción de esta concepción del dogma durante el Concilio de Trento (celebrado en periodos discontinuos entre 1545 y 1563 en la ciudad italiana de Trento) ha sido determinante para la definición del dogma tal como lo entienden las iglesias cristianas hasta hoy. Este concilio se convocó como respuesta a la Reforma Protestante para aclarar diversos puntos doctrinales. En el ámbito litúrgico, abolió los ritos eucarísticos locales y estableció un rito unificado conocido como Misa Tridentina. Desde un punto de vista doctrinal es uno de los concilios más importantes e influyentes de la historia de la Iglesia Católica. Aunque no consiguió reunificar la cristiandad, el concilio de Trento supuso para la Iglesia Católica una profunda catarsis.
En el Concilio de Trento fueron declaradas la Tradición y las Sagradas Escrituras como las dos fuentes de la revelación. Se aceptó la Vulgata como la traducción oficial de la Biblia, se declaró dogma el pecado original, se reformó la jurisdicción episcopal y de la supervisión de los obispos, se reformó la ordenación, el sacerdocio y la fundación de nuevas parroquias, se definió dogmáticamente la Eucaristía como sacrificio expiatorio en el que el pan y el vino se transforman en la carne y sangre auténticas de Cristo, se reafirmó la excelencia del celibato, la existencia del purgatorio, la veneración de los santos y las reliquias. Se dejó al Papa la tarea de elaborar una lista de libros prohibidos, la elaboración de un catecismo y la revisión del Breviario y del Misal.
El concepto de dogma es empleado a partir de Trento como criterio para la ortodoxia. La Iglesia intenta así defenderse contra los que tienen una opinión semejante, pero desviada, contra los que piensan de otra manera, los heterodoxos, los que sostienen otra opinión –héteros (ἔτερος) doxa (δόξα)– y no reconocen la recta opinión, la ortodoxia –orthós (ὀρϑός) doxa (δόξα)– o se han desviado de ella. Trento fue la respuesta al impacto de la reforma protestante.
«Nuestro adversario es siempre un contemporáneo nuestro y esto quiere decir, planta del mismo suelo y algo con quien tenemos no poco de común. Con lo que nos es totalmente ajeno no combatimos.» [Ortega y Gasset, José: “Origen y epílogo de la filosofía” (1960). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IX, p. 410]
Para los protestantes, la historia del dogma termina con Lutero que pone, en lugar del dogma y la autoridad de la Iglesia, la fe. Con Lutero queda abolida toda autoridad y todas aquellas instancias que eran el fundamento del dogma. ¿Cómo podría seguir afirmándose el dogma como doctrina infalible si ya no se reconocía a la Iglesia como instancia infalible?
El positivista Augusto Comte (1798-1857), en su Catéchisme positiviste, define el dogma como una «elaboración teórica, destinado a hacernos conocer el orden fundamental y el Gran Ser que lo modifica». La Ilustración atacó la aspiración de todo dogma a contener una verdad revelada y absoluta. La crítica al dogma continuó activa en la filosofía deísta. Al final la religión fue absorbida por la filosofía en el sistema especulativo de Hegel con su nueva interpretación de la historia.
El dogma no es una opinión particular ni de una persona ni de una escuela. La palabra dogma, ya en su origen griego, se diferencia de la opinión o doxa en que no sólo es la formulación de una verdad, sino que tiene el carácter de decisión o decreto vinculante, basado en lo que los romanos entendían como auctoritas: reconocimiento, respeto, capacidad para transmitir valores sin imponerlos. La palabra latina auctoritas se deriva del sustantivo auctor ‘creador, autor’, ‘fuente histórica’, ‘instigador, promotor’, derivado del verbo augere ‘aumentar’, ‘hacer progresar’. La auctoritas no se impone, se recibe como reconocimiento y aceptación. La potestas impone, la auctoritas provoca respeto y aceptación. Esta distinción se fue difuminando durante el Imperio Romano en el que los emperadores no tenían legitimidad y suplantaban la auctoritas con la potestas. Al final los dos conceptos se fueron fundiendo.
«Un pensamiento totalitario no soporta que le lleven la contraria. Es dogmático, hace afirmaciones levantando el pequeño libro rojo, negro o verde. Es obscurantista, mezcla la política con la religión. En cambio, los pensamientos antitotalitarios dan los hechos por hechos e incluso reconocen los más repugnantes, aquellos que por comodidad o porque nos angustian preferiríamos ocultar. El descubrimiento del Gulag hizo posible la crítica y el rechazo del "socialismo real". La consideración de las abominaciones de los nazis y la apertura muy real de los campos de exterminio convirtieron al europeo a la democracia después de 1945. En cambio, rechazar las verdades más crueles de la historia es el anuncio de una vuelta a la crueldad. Aunque no sea del agrado de los islamistas -que están muy lejos de representar a los musulmanes- no se mide igual la negación de hechos demostrados como tales y la crítica verbal o dibujada de múltiples creencias que cada europeo tiene derecho a cultivar o a burlarse.
Desde hace siglos, Júpiter o Cristo, Jehová y Alá han sufrido muchas bromas y muestras de falta de respeto. Por lo demás, en este juego los judíos son los mejores críticos de Yahvé, incluso lo han convertido en una especialidad. Esto no impide que el verdadero creyente de cualquier confesión crea y deje vivir a los que no piensan como él. Éste es el precio de la paz religiosa. En cambio, bromear sobre las cámaras de gas, divertirse a costa de mujeres violadas y bebés descuartizados, santificar las decapitaciones filmadas y las bombas humanas anuncia un futuro insoportable.»
[André Glucksmann: “El choque de las filosofías”, en El País, 08.03.2006]
Vocabulario
«dogma, 1599-1601, lat. dogma.
Tomado del griego dogma, -atos, ‘parecer’, ‘decisión, decreto’, derivado del verbo dokêi ‘parece’, ‘es opinión (de alguien)’.
Derivados:
dogmático, 1732
dogmatista, 1611
dogmatismo, 2a mitad del siglo XIX,
dogmatizar, hacia 1580.»
[Corominas, Joan: Breve diccionario etimológico de la lengua española. Madrid: Gredos, 31987, p. 219]
dogma. (Del lat. dogma, y este del gr. δόγμα).
1. m. Proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia.
2. m. Doctrina de Dios revelada por Jesucristo a los hombres y testificada por la Iglesia.
3. m. Fundamento o puntos capitales de todo sistema, ciencia, doctrina o religión.
dogmatizar. (Del lat. dogmatizāre, y este del gr. δογματίζειν).
1. tr. Afirmar con presunción, como innegables, principios sujetos a examen y contradicción.
2. tr. Enseñar los dogmas. U. m. c. intr.
convencer. (Del lat. convincĕre).
1. tr. Incitar, mover con razones a alguien a hacer algo o a mudar de dictamen o de comportamiento. U. t. c. prnl.
2. tr. Probar algo de manera que racionalmente no se pueda negar. U. t. c. prnl.
convicción. (Del lat. convictĭo, -ōnis).
1. f. convencimiento: acción y efecto de convencer.
2. f. Idea religiosa, ética o política a la que se está fuertemente adherido. U. m. en pl. No puedo obrar en contra de mis convicciones.
[DRAE]
ortodoxia. (Del lat. orthodoxĭa; del gr. ὀρθόδοξια).
1. f. Conformidad con doctrinas o prácticas generalmente admitidas.
2. f. Conformidad con el dogma de una religión.
3. f. Entre católicos, conformidad con el dogma católico.
4. f. Conformidad con la doctrina fundamental de cualquier secta o sistema.
5. f. Conjunto de las Iglesias cristianas orientales.
ortodoxo, xa. (Del lat. orthodoxus, y este del gr. ὀρθόδοξος).
1. adj. Conforme con el dogma de una religión y, entre católicos, conforme con el dogma católico. Escritor ortodoxo, opinión ortodoxa. Apl. a pers., u. t. c. s. Los ortodoxos.
2. adj. Conforme con la doctrina fundamental de cualquier secta o sistema.
3. adj. Conforme con doctrinas o prácticas generalmente aceptadas.
4. adj. Calificativo con que se distinguen ciertas Iglesias de la Europa oriental, como la griega, la rusa y la rumana.
5. adj. Perteneciente o relativo a estas Iglesias. Apl. a pers., u. t. c. s.
heterodoxia. (Del gr. ἑτεροδοξία).
f. Cualidad de heterodoxo.
heterodoxo, xa. (Del gr. ἑτερόδοξος).
1. adj. Disconforme con el dogma de una religión. Escritor heterodoxo. Opinión heterodoxa. U. t. c. s. Un heterodoxo. Los heterodoxos españoles.
2. adj. No conforme con la doctrina fundamental de una secta o sistema.
3. adj. Disconforme con doctrinas o prácticas generalmente admitidas.
paradojo, ja. (Del lat. paradoxus, y este del gr. παράδοξος).
1. adj. desus. paradójico.
2. f. Idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas.
3. f. Aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera.
4. f. Ret. Figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción. Mira al avaro, en sus riquezas, pobre
Citas
«Un dogma es el fundamento o los puntos capitales de todo sistema, ciencia, doctrina o religión. Una proposición que se asiente por firme y cierta como principio innegable de una ciencia. Por extensión: principio, axioma, precepto cualquiera político, literario o científico. En filosofía: principio, axioma o conclusión que por su evidencia se impone universalmente a la razón. Por ejemplo: El todo es mayor que la parte.
Pero el uso ha restringido este vocablo al terreno de la teología. En sentido teológico, un dogma es una verdad revelada por Dios, definida y propuesta por la Iglesia a la creencia de los fieles. Los dogmas son verdades reveladas y definidas por la Iglesia como tales. La teología dogmática estudia las verdades de la fe, mientras que la teología moral estudia las verdades con relación a las acciones humanas.
Los dogmas pueden ser
a) apostólicos: los que directamente enseñaron los apóstoles; y
b) eclesiásticos o conciliares: los que, en el correr de los siglos, propuso y explicó la Iglesia y fueron definidos según la oportunidad o la necesidad, dando en cada uno de ellos el caso de la “definición dogmática”, en la que la Iglesia ejerce su infalibilidad proponiendo, mediante un juicio solemne, alguna verdad de la fe para ser creída como revelada por Dios.
La doctrina así propuesta y declarada por la Iglesia se llama “de fide definita” o también “dogma o artículo de fe”.
La Iglesia recibió de Dios el “depósito de la revelación” y lo conserva en toda su integridad y lo va desarrollando cuando condena las herejías o cuando da su fallo solemne acerca de tal o cual doctrina, contenida o no en el “cuerpo de la revelación”. Este juicio emitido por la Iglesia y propuesto a los fieles como una verdad para ser formalmente creída con fe teológica, es lo que con sentido estricto se llama dogma.
Los elementos constitutivos de un dogma son:
§ la revelación divina,
§ el fundamento en la Sagrada Escritura,
§ la tradición,
§ el juicio de la Iglesia.
Las dos fuentes de la revelación son las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia.
Los dogmas se han ido desenvolviendo a lo largo de las historia en tres grandes etapas o épocas:
§ Desde Jesucristo hasta principios del siglo VII: apologistas cristianos que combaten el gnosticismo, maniqueísmo, arrianismo y pelagianismo.
§ Del 700 al 1450: realismo y nominalismo.
§ Siglo XV hasta hoy: reforma protestante y réplica en el Concilio de Trento (1545-1563)
Hasta 1943, los teólogos distinguían entre Iglesia y Cuerpo Místico. La Iglesia comprendía los bautizados no excomulgados. El Cuerpo Místico comprendía incluso los herejes de buena fe.
El 29 de junio de 1943, el papa Pío XII en su encíclica Mystici Corporis Christi deja el problema zanjado al afirmar la identidad entre Iglesia y Cuerpos Místico. Más tarde (1950), insiste Pío XII en esta idea en su encíclica Humani Generis.»
[Enciclopedia Rialp. Madrid: Rialp, 1979, vol. 8]
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«Primariamente, “dogma” significa una verdad expresa y formalmente revelada por Dios a los hombres. En cuanto tal, se dice que es objeto de “fe divina”, donde fe significa un estado mental de creencia moralmente firme que envuelve por su propia esencia un asentimiento estrictamente intelectual. Se dice que esta fe es “divina” tanto por su objeto (una verdad revelada inmediatamente por Dios) como por su fundamento (la autoridad de Dios).
“Evolución del dogma” expresa que la revelación inicial hecha por Dios a los hombres es algo que se va desarrollando en el curso de la historia, dando lugar en ella a una gran floración de verdades religiosas, verdades que la Iglesia define infaliblemente como contenidas en una u otra forma en la revelación inicial, y que en su virtud son también dogmas. Como tales se llaman verdades de fe “divino-católica”. A diferencia de los que constituyen la revelación inicial, los llamaremos “dogmas definidos”. Al hablar de dogmas solemos referirnos en general a los dogmas definidos.»
[Zubiri, Xavier: El problema teologal del hombre: Cristianismo. Madrid: Alianza Editorial, 1997, p. 487]
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«Tengamos en cuenta que la religación es una dimensión esencial y constitutivamente personal del hombre, aun del hombre más ateo. La religación es una dimensión formalmente constituida de la realidad sustantiva del hombre en tanto que personizado. Y, en este sentido radical, toda religación envuelve una dimensión esencialmente personal. Pero, en segundo lugar, esta religación se plasma en religión. Y esta plasmación en religión consiste precisamente en la entrega de la realidad total del hombre a aquella realidad de Dios a la que el hombre llega, por su intelección, como término y fundamento de su religación. Y en esta entrega personal, que es a un tiempo la configuración de su realidad por la fe y la configuración de la fe por la realidad humana que se entrega, consiste precisamente la plasmación de una religación en religión. En este sentido, no solamente la religación es constitutivamente personal, sino que además toda religión es esencialmente personal. Ahora bien, hay un tercer momento en esta plasmación que plantea un grave problema. Porque uno se puede preguntar cómo se plasma una religión en muchos hombres. En cada uno es personal, de esto no hay duda alguna, como acabo de decir. Sin embargo, hay una diferencia profunda que puede acontecer en las religiones. Porque la religión en sí misma podría no ser sino un cuerpo objetivo, esto es, un modo de unión de los hombres que tienen esa misma vida, considerados desde un punto de vista colectivo y social. La religión constituiría en cierto modo, aun en el caso de que hubiese una comunidad eclesial, una especie de cuerpo objetivo. Se entiende por cuerpo objetivo el que las demás personas no están relacionadas conmigo en tanto que personas, sino en tanto que tienen determinadas cualidades, independientemente de que estas cualidades sean o no formalmente suyas (sean constituidas en suidad y por consiguiente en persona del otro). Entonces tendríamos una unidad objetiva de la religión, pero puramente desde el punto de vista de un cuerpo objetivo.
No es el caso del Cristianismo. El caso del Cristianismo es completamente distinto. No se trata de un cuerpo objetivo, sino de un cuerpo personal. No solamente es personal por razón de religación ni por razón de la plasmación, sino que su contenido es intrínseca y formalmente personal. Es un cuerpo personal. De ahí que el hen (ἓν), el uno, no solamente es mismidad, sino (empleando un vocablo que inmediatamente voy a derogar) es comunidad. [...]
Cuando traté del carácter de cuerpo objetivo que tienen muchas religiones dije muy rápidamente en qué consiste eso del cuerpo objetivo: cada hombre vive con otros hombres y está afectado por otras personas. Y la afección que eiene un hombre por otras personas con quienes vive es lo que genéricamente llamamos una héxis (ἓξις), una habitud. En este sentido, la sociedad no es una cosa que flota sobre sí misma, sino que es la habitud que los socios tienen de ser socios. Es decir, tienen en sí mismo la habitud determinada por los otros.
Hasta ahí la cosa es relativamente sencilla. Pero, ¿quiénes son estos otros? Estos otros que me afectan y el modo en que yo soy afectado pueden tener dos caracteres muy distintos. Por un lado, los otros son personas como yo. Y, ciertamente, tanto los demás como yo somos personas porque somos nuestros, porque las cosas que tenemos y que hacemos no solamente las tenemos como propiedades, sino que las tenemos formal y reduplicativamente como nuestras. Yo no solamente tengo de suyo unas propiedades, sino que soy mío. Es decir, consisto en una suidad, y por eso precisamente soy persona. Esto acontece a todas las demás personas. Pues bien, si prescindimos en las demás personas (y por tanto en mí mismo en alguna medida) de que tenemos esa suidad, entonces resulta que la héxis (ἓξις), la habitud por la cual unas personas afectan a otras, no las afecta en tanto que personas, sino simplemente en tanto que otras. Y justamente esto es lo que llamamos un cuerpo social. Un cuerpo social es radical y constitutivamente algo despersonalizado. Sin discutir con los sociólogos lo que entienden por comunidad, hay que diferenciar la comunidad social de lo que voy a decir inmediatamente. Y es que yo puedo dejarme afectar por los demás en mi realidad como mía, en mi suidad. Y dejarme afectar por lo que la realidad de los demás tiene de suyo, en su propia suidad. En ese caso, la habitud es de orden distinto. No es la habitud del otro en tanto que otro, sino la habitud de otra persona en tanto que persona. Y precisamente entonces esa habitud no constituye una comunidad, sino que constituye algo mucho más profundo, que es lo que llamamos una comunión de personas.
Desde el punto de vista de la héxis (ἓξις) meramente objetiva, del otro en tanto que otro, lo que llamaríamos la unicidad de los hombres se constituye en un sistema y en una organización. Desde el segundo punto de vista, la unidad de los hombres es una comunión personal, que por consiguiente está montada esencial y formalmente en aquello que hace posible la comunión personal en tanto que personal. De ahí que, contra todo lo que se viene repitiendo de una manera asaz torpe, tanto por quienes no les interesan demasiado los temas religiosos como por quienes importándoles (incluso de profesión) se dejan poner al día mezclándose con ideas que no pertenecen al asunto, la comunidad religiosa cristiana no es primariamente una comunidad social. Nada de sociologismos ni de hipersociologismos. Es una comunión de personas, una comunión personal.
¿Y qué es una comunión personal? Qué es esta héxis (ἓξις), esta habitud, en la que yo me dejo determinar como persona por otras personas en tanto que personas? Ni que decir tiene que es una determinación como persona. Y que, por consiguiente, toda ellas se juega en la dimensión de eso que llamaríamos la entrega de una persona a otra. Así como el cuerpo objetivo está fundado en el sistema de organización y en una cierta solidaridad mayor o menor, la comunión personal está fundada en la dimensión de entrega. Y la dimensión de entrega personal de una persona a otra está montada sobre un último y radical fundamento que es lo que constituye la esencia misma de esa comunión. ¿En qué consiste ese fundamento? En el caso del Cristianismo, ese fundamento es bien claro: es Cristo mismo. De ahí que la unidad de los cristianos, De ahí que la unidad de los cristianos, el hen (ἓν), no es simplemente una mismidad de Cristianismo, sino que es precisamente una comunión personal en y por Cristo, justamente en su vida.
Ahora bien, la vida de Cristo es sacramento subsistente, y de ahí que la comunión personal de todas las personas en la Iglesia sea constitutiva y formalmente una comunión sacramental en el sentido más genérico del vocablo. Esto es lo esencial en la llamada comunidad cristiana. No es una comunidad social. Con un ilustre maestro mío [¿Ortega?] discutía hace muchísimos años sobre esta idea de que la comunión de los santos es el gran dogma sociológico de la Iglesia. La comunión de los santos no es un dogma sociológico; es la expresión suprema de la comunión personal, que es cosa distinta. Esto no quiere decir, naturalmente, que esta comunión de personas no tenga un aspecto de organización. Pero todo lo que tenga de organización está constitutivamente montado sobre lo que tiene de comunión personal. Lo demás sería un falseamiento del asunto. Ciertamente, este aspecto de organización remonta al propio Cristo, que hace fundamento de la Iglesia a Pedro. Sí, pero lo hace fundamente de la Iglesia tomándolo dentro de los doce. No hay ningún Papa que sea fundamento de la Iglesia por ser Fulano de Tal, por ser una persona tal, sino, ante todo y sobre todo, por pertenecer a la Iglesia. Hasta el punto de que si no perteneciera a la Iglesia y su fe fuera deficiente eo ipso dejaría de ser Papa. La razón de la suprema potestad de la Iglesia es esencialmente de la misma índole que la razón por la que somos cristianos: por pertenecer a una mismidad sacramental en comunión personal.
A la Iglesia le es esencial una organización. Lo que pasa es que estamos muy habituados a oír expresar esa organización en término más o menos feliz para usos también más o menos corrientes, pero que está muy lejos de tener la precisión teológica necesaria: el concepto de servicio. Evidentemente, san Pedro sería a los apóstoles; pero ¿es el concepto de servicio lo que constituye la razón formal de su autoridad? Ni remotamente. Es una cosa mucho más radical. La posibilidad de ser autoridad jerárquica en la Iglesia, la potestad de orden, está recibida directamente de Cristo y pasa por el Cristianismo. Ni los obispos son gobernadores del Papa ni el Papa es un Jefe de Estado ni los sacerdotes son unos adláteres de los obispos. La jerarquía eclesiástica, con toda su importancia, está fundada en la sacramentalidad, y no al revés. Antes de hacer Papa a san Pedro, Cristo le confirió el sacramento del orden.
La comunión de los santos es lo que, a mi modo de ver, constituye el sujeto formal y preciso de esa expresión muy exacta, pero que circula sin definición suficiente en los libros actuales: el pueblo de Dios. Pueblo de Dios quiere decir, pura, simple y formalmente, comunión personal. [...]
A mi modo de ver, es absolutamente esencial introducir este concepto de comunión personal para comprender en qué medida toda la organización jerárquica de la Iglesia, imprescindible y necesaria en todas sus prerrogativas, está sin embargo montada en la comunión personal. No simplemente en un vago sentimiento de ser pueblo de Dios, sino que es una comunión personal de los cristianos entre sí y de todos con Cristo. La unidad de las personas, desde este punto de vista, no constituye sociedad. No es pura y simplemente ser fieles a Yahveh, sino que es justamente una comunión personal con Cristo como sacramento subsistente que pervive en la Iglesia.»
[Zubiri, Xavier: El problema teologal del hombre: Cristianismo. Madrid: Alianza Editorial, 1997, p. 431-438]
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«Los dogmas están revelados, están contenidos en la revelación como las posibilidades están contenidas en aquello que funda sus posibilidades. De ahí que la definición misma no sea una nueva revelación. Ni en un sentido propio, puesto que con la muerte de los apóstoles está ya terminada y conclusa la revelación. [...]
Toda esta historia de la revelación es pura y simplemente algo que acontece en el cuerpo de la Iglesia en tanto que es cuerpo de Cristo y comunión personal con él. Es decir, acontece estando Cristo presente en el fondo de la Iglesia. Lo cual quiere decir que, de la misma manera que los sacramentos son las acciones de Cristo que van repitiendo las acciones de su vida en las personas que los reciben, análogamente las definiciones que la revelación va sufriendo en el curso de la historia son realmente acciones suyas. Ciertamente, las hacen los hombres, pero por referencia a Cristo. Así como el bautismo es una acción de Cristo, también son una acción suya las definiciones dogmáticas que acontecen en la historia. Es una acción suya que tiene un carácter sumamente preciso: una definición dogmática no es una acción en que la Iglesia define la revelación, sino que es pura y simplemente Cristo definiéndose a sí mismo, que es un asunto distinto. [...]
Ahora bien, uno puede preguntarse cómo se llega a esta definición. A ella se llega precisamente por aquello que constituye la presencia de Cristo en el seno de la Iglesia: el Espíritu de la Verdad. Por eso decía antes que hay una infalibilidad de creencia (infallibilitas credendi) en el cuerpo entero de la Iglesia, tomado históricamente. En algunos jerarcas suyos hay la infallibilitas docendi, pero la verdad es que esta segunda infalibilidad está otorgada y es real en tanto en cuanto forma parte de la primera. No son dos infalibilidades distintas. Pensar que un concilio ecuménico recibe su infalibilidad del Papa es quimérico. No sería infalible sin el Papa, pero no lo es por el Papa. Esto fue un conciliarismo de mala especie: creer que la Iglesia es el Papa, los cardenales, y los obispos; y que los demás nos acercamos a ella. De ninguna manera. Y es que, tomadas a una la infallibilitas docendi y la infallibilitas credendi, constituyen una sola cosa: la infallibilitas corporis Christi, la infalibilidad del cuerpo de Cristo. [...] La infalibilidad es el órgano de la identidad histórica de la revelación. Es un órgano de historicidad. Y esto es precisamente lo que hace posible que haya un progreso. Lo otro sería dejar la revelación en manos de un movimiento que no sabemos qué es lo que va a dar de sí en el curso de la historia. Ahora bien, progreso no hay más que donde hay un fundamento substratual de identidad, tanto en la revelación como en cualquier otra cosa.
El progreso de la revelación es, pues, esencial a la revelación. En primer lugar, porque la historia de los dogmas no es sólo la historia de las vicisitudes de la revelación en el seno de la historia humana, sino que la historia es algo que pertenece a la constitución misma de la revelación.»
[Zubiri, Xavier: El problema teologal del hombre: Cristianismo. Madrid: Alianza Editorial, 1997, p. 480-482]
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«Hay que tomar la historia de los dogmas en la totalidad de la constitución del cuerpo de verdad. No cada dogma, sino el conjunto de todos esos dogmas en su concatenación interna, desplegándose y constituyéndose a lo largo de la historia. Esta es la cuestión: la historia como un todo. La historia de los dogmas no es pues y simplemente la historia de una o veinte definiciones dogmáticas; es justamente la historicidad misma con que la revelación vive históricamente en el seno de la Iglesia. Por esto yo creo que el problema es mucho más grave que el de justificar, como hace Newman, cada uno de los dogmas. La historia de los dogmas, desde el punto de vista actual, es el enfrentamiento del Cristianismo con la historia teologal entera como un todo. Para unos, Dios en su historia ha muerto: fue la frase de Nietzsche. Para otros, como para Hegel, Dios vive. La vida de Dios consiste en que Dios se va haciendo, va llegando a ser. Es un devenir en sí. En este caso, la historicidad del Cristianismo como un devenir del mismo Dios sería pura y simplemente la razón absoluta, la idea, que se va plasmando en conceptos finitos a lo largo de la historia. Fue, por ejemplo, el método que introdujo en la historia de los dogmas F. Ch. Bauer, precisamente en Tubinga.
Ahora bien, modestamente creo que no es esa la estructura de la totalidad histórica de los dogmas. En primer lugar, la historia de los dogmas no es la vida de Dios. No es la vida de un Dios que está haciéndose y que va llegando a ser, sino que es la vida de un Dios que va haciendo por donación, que es asunto distinto. No se va haciendo a sí mismo, sino que va haciendo que las criaturas sean. Y, por consiguiente, el devenir a que está sometida la revelación en sus estratos más íntimos y más hondos es pura y simplemente Dios dando de sí, es decir, deviniendo en otro; en este caso, en el cuerpo de la humanidad.»
[Zubiri, Xavier: El problema teologal del hombre: Cristianismo. Madrid: Alianza Editorial, 1997, p. 484-485]
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«Lo específico, lo constitutivo de la opinión colectiva es que su existencia no depende de que sea o no aceptada por un individuo determinado. Desde la perspectiva de cada vida individual aparece la creencia pública como si fuera una cosa física. La realidad, por decirlo así, tangible de la creencia colectiva, no consiste en que yo o tú la aceptemos, sino, al contrario, es ella quien, con nuestro beneplácito o sin él, nos impone su realidad y nos obliga a contar con ella. A este carácter de la fe social doy el nombre de vigencia. Se dice de una ley que es vigente cuando sus efectos no dependen de que yo la reconozca, sino que actúa y opera prescindiendo de mi adhesión. Pues lo mismo la creencia colectiva, para existir y gravitar sobre mí y acaso aplastarme, no necesita de que yo, individuo determinado, crea en ella. Si ahora acordamos, para entendernos bien, llamar “dogma social” al contenido de una creencia colectiva, estamos listos para poder continuar nuestra meditación.»
[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema” (1935). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, p. 19]
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«La sustancial concordia implica una creencia firme y común sobre quién debe mandar. ¡Creencia! Creencia no es una idea a que prestamos nuestra mental adhesión, una idea que nos convence, por ejemplo, una “verdad científica”. Las ideas, y especialmente esas “verdades científicas”, nacen, se nutren y sostienen en la discusión, viven de razones. Pero las auténticas creencias no se nos presentan como ideas. Si así fuese, no las “creeríamos”. Creer algo es sernos la realidad misma; por tanto, algo que no se nos ocurre poner en cuestión, discutir ni –hablando con rigor– sostener. Son las creencias quienes nos sostienen a nosotros, porque se nos presentan como la pura realidad en que “nos movemos, vivimos y somos”.
Ahora bien: es muy difícil que una creencia, en el sentido rigoroso de mi término, pueda existir bajo la forma de creencia individual o de un grupo particular. La creencia, precisamente porque no es una mera opinión, una idea, una teoría, es normalmente un hecho colectivo. No se cree normalmente por cuenta propia, sino junto con los demás: se cree en común. La creencia actúa como instalada en nuestro contorno social, en forma de “vigencia colectiva”, lo cual significa que no necesita ser defendida y sustentada por ningún individuo o grupo determinado. Cuando, para ejercer algún influjo en la sociedad, una opinión ha menester de que se combata por ella, incluso que mueran por ellas más o menos individuos, quiere decirse que no ha llegado aún a constituirse en efectiva creencia, o que ha dejado ya de serlo. Será una convicción privada, una idea que entusiasma y en la lucha por la cual nuestra vida cobra sentido, pero nada más. Lejos de producir la concordia, la convicción de un grupo lleva a la revolución.
No se trivialice, pues, el asunto. La concordia sustantiva, cimiento último de toda sociedad estable, presupone que en la colectividad hay una creencia firma y común, incuestionable y prácticamente incuestionada, sobre quién debe mandar. ¡Y esto es tremendo! Porque, si no la hay, es ilusorio esperar que la sociedad se estabilice. Las ideas, incluso las grandes ideas, se pueden improvisar; las creencias, no. Sin duda, las creencias fueron primero ideas, pero ideas que lentamente llegaron a ser absorbidas por las multitudes, perdiendo su carácter de ideas para consolidarse en “realidades incuestionables”.
Pero hay más. Se comprenderá que una creencia sobre problema tan complejo y movedizo como es “quién debe mandar” no puede constituirse por sí sola. Quiero decir que esa creencia sólo es posible como derivado de otras creencias, aún más radicales, sobre qué es la vida humana y cuál es la realidad del Universo. Éste es el segundo defecto de la definición aristotélica de concordia. Fue un error afirmar que ésta consiste en la coincidencia o consenso sobre asuntos políticos. A poco decisivos que éstos sean, implican una coincidencia en temas nada políticos, suponen concordancia en lo que se cree últimamente sobre la realidad del mundo. Cada uno de los Estados europeos ha vivido durante siglos en concordia radical, porque creía con fe ciega –toda fe es ciega– que debían mandar los “reyes por la gracia de Dios”. Pero, a su vez, creían esto porque creían con creencia firma y común que Dios existía. El hombre no estaba solo, solo con sus ideas; sentía ante él, presente siempre, una realidad: Dios, con la cual no tenía más remedio que contar. Esto es creencia: contar con algo porque nos está ahí. Y eso es realidad: aquello con que, queramos o no, contamos. Cuando la colectividad dejó de creer en Dios, los reyes perdieron la gracia que tenían y se los fue llevando por delante el vendaval de las revoluciones. La alianza entre el “trono y el altar” era, pues, cosa tan justificada como, por lo visto, inútil.
Recuérdese lo que digo en el primer ensayo de este tomo: “El hombre necesita una nueva revelación. Y hay una revelación siempre que el hombre se siente en contacto con una realidad distinta de él. No importa cuál sea ésta, con tal que nos parezca absoluta realidad y no mera idea nuestra, presunción o imaginación de ella. Necesita una nueva revelación, porque se pierde dentro de su arbitraria e ilimitada cabalística interior cuando no puede contrastar ésta con algo que sepa a auténtica e ineludible realidad. Ésta es el único pedagogo y gobernante del hombre. Sin su presencia inexorable y patética, ni hay en serio cultura, ni hay Estado, ni hay siquiera realidad en la propia vida personal”.
Cuando esa realidad, única cosa que disciplina y limita a los hombres de manera automática y desde dentro de ellos mismos, se desvanece por volatilización de la creencia, quedan sólo pasiones en el ámbito social. El hueco de la fe tiene que ser llenado con el gas del apasionamiento, que proporciona a las almas una ilusión aeroestática. Cada cual proclama lo que le dicta su interés o su capricho o su manía intelectual: para huir del vacío íntimo y para sentirse apoyado, corre a alistarse bajo cualquier bandera que pasa por la calle. Con frecuencia es el más frívolo y superficial amor propio quien decide el partido que se toma. Porque, partida la sociedad, no quedan en ella más que partidos. En estas épocas se pregunta a todo el mundo si “es de los unos o de los otros”, lo contrario de lo que pasa en las épocas creyentes.»
[Ortega y Gasset, José: “Del Impero Romano” (1940). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, p. 61-62]
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«El Imperio Romano, es decir, la forma de gobierno que dirigió toda la ecumene durante más de cuatro siglos, fue un Estado ilegítimo –o dicho inversamente– fue la ilegitimidad como forma de gobierno. De ahí que no existiese en él un principio para determinar la sucesión del Princeps. Era un príncipe sin principio y, por ello, cada nuevo emperador era elegido de una manera ilegítima, con lo cual quedaba renovado y refrescado siempre de nuevo lo que podríamos llamar el principio de la ilegitimidad. El emperador, como institución, es el contraste extremo del Rex legitimum.
Si se pide a la Historia Universal un ejemplo máximo de lo que es Estado,, nadie dudará que toda la historia conocida por nosotros nos grita inmediatamente: el Imperio romano. Es el mayor prestigio estatal que conocemos y no sólo para nosotros y dentro de nuestra perspectiva, sino en la efectiva conciencia del mundo occidental, aun muchos siglos después de que el Imperio romano como cuerpo histórico desapareciera. Durante toda la Edad Media y el Renacimiento se pensaba que el Imperio romano no había sido un Estado, sino, lisa y llenamente, el Estado. No había ni podía haber otra forma de gobierno suficiente y posible. De aquí los repetidos ensayos para renovarlo –la famosa renovatio– hasta la mitad del reino de Carlos V. Luego siguieron aún intentos ya de tipo ilusionario de restaurar el Imperio, como el de vuestro Federico Guillermo IV.
Pues bien, ese, el más ilustre de los Estados, ese prototipo de Estado, resulta que es una institución absurda de toda absurdidad. Y esto no es una apreciación de la reflexión subjetiva, por tanto, acaso errónea, sino que se manifiesta en la realidad misma. En efecto, la institución “Emperador” marchó casi siempre mal, ocasionando una y otra vez inmensos daños al pueblo romano. Los hecho nos obligan a pensar que el Imperio, qua Imperio, ha sido la institución más insensata de la historia.»
[José Ortega y Gasset: “Cómo muere una creencia” (1954). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IX, p. 712-713]
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«Desde hace más de un siglo usamos el vocablo “razón”, dándole un sentido cada día más degradado, hasta venir de hecho a significar el mero juego de ideas. Por eso aparece la fe como lo opuesto a la razón. Olvidamos que a la hora de su nacimiento en Grecia y de su renacimiento en el siglo XVI, la razón no era juego de ideas, sino radical y tremenda convicción de que en los pensamientos astronómicos se palpaba inequívocamente un orden absoluto del cosmos; que, a través de la razón física, la naturaleza cósmica disparaba dentro del hombre su formidable secreto trascendente. La razón, era, pues, una fe. Por eso, y sólo por eso –no por otros atributos y gracias peculiares–, pudo combatir con la fe religiosa hasta entonces vigente. Viceversa, se ha desconocido que la fe religiosa es también razón, porque se tenía de esta última una idea angosta y fortuita. Se pretendía que la razón era sólo lo que se hacía en los laboratorios o el cabalismo de los matemáticos. La pretensión, contemplada desde hoy, resulta bastante ridícula y parece como una forma entre mil de provincialismo intelectual. La verdad es que lo específico de la fe religiosa se sostiene sobre una construcción tan conceptual como puede ser la didáctica o la física. Me parece en alto grado sorprendente que hasta la fecha no exista –al menos yo no la conozco– una exposición del cristianismo como puro sistema de ideas, pareja a la que puede hacerse del platonismo, del kantismo o del positivismo. Si existiese –y es bien fácil de hacer–, se vería su parentesco con todas las demás teorías como tales y no parecería la religión tan abruptamente separada de la ideología.»
[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema” (1935). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, p. 46]
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«De las ideas-ocurrencias –y conste que incluyo en ellas las verdades más rigorosas de la ciencia– podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es ... vivir de ellas. Son obra nuestra y, por lo mismo, suponen ya nuestra vida, la cual se asienta en ideas-creencias que no producimos nosotros, que, en general, ni siquiera nos formulamos y que, claro está, no discutimos ni propagamos ni sostenemos. Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas. Precisamente lo que no nos pasa jamás –si hablamos cuidadosamente– con nuestras ocurrencias. El lenguaje vulgar ha inventado certeramente la expresión “estar en la creencia”. En efecto, en la creencia se está, y la ocurrencia se tiene y se sostiene. Pero la creencia es quien nos tiene y sostiene a nosotros.
Hay, pues, ideas con que nos encontramos –por eso las llamo ocurrencias– e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar. [...]
Conviene, pues, que dejemos ente término –“ideas”– para designar todo aquello que en nuestra vida aparece como resultado de nuestra ocupación intelectual. Pero las creencias se nos presentan con el carácter opuesto. No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo. Por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma. Las teorías, en cambio, aun las más verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que necesitan ser formuladas.»
[José Ortega y Gasset: “Ideas y creencias” (1940). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, t. V, p. 384-385]
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«El hombre, en el fondo, es crédulo o, lo que es igual, el estrato más profundo de nuestra vida, el que sostiene y porta todos los demás, está formado por creencias. Éstas son, pues, la tierra firme sobre que nos afanamos. [...]
Pero en esa área básica de nuestras creencias se abren, aquí o allá, como escotillones, enormes agujeros de duda. Éste es el momento de decir que la duda, la verdadera, la que no es simplemente metódica ni intelectual, es un modo de creencia y pertenece al mismo estrato que ésta en la arquitectura de la vida. También en la duda se está. Sólo que en este caso el estar tiene un carácter terrible. Es, pues, la negación de la estabilidad. De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío, sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra propia existencia. Sin embargo, la duda conserva de la creencia el carácter de ser algo en que se está, es decir, que no lo hacemos o ponemos nosotros. No es una idea que podríamos pensar o no, sostener, criticar, formular, sino que, en absoluto, la somos. No se estime como paradoja, pero considero muy difícil describir lo que es la verdadera duda si no se dice que creemos en nuestra duda.
Si no fuese así, si dudásemos de nuestra duda, sería ésta innocua. Lo terrible es que actúa en nuestra vida exactamente lo mismo que la creencia y pertenece al mismo estrato que ella. La diferencia entre la fe y la duda no consiste, pues, en el creer. La duda no es un “no creer” frente al creer, ni es un “creer que no” frente a un “creer que sí”. El elemento diferencial está en lo que se cree. La fe cree que Dios existe o que Dios no existe. Nos sitúa, pues, en una realidad, positiva o “negativa”, pero inequívoca, y, por eso, al estar en ella nos sentimos colocados en algo estable.
Lo que nos impide entender el papel de la duda en nuestra vida es presumir que no nos pone delante de una realidad. Y este error proviene, a su vez, de haber desconocido lo que la duda tiene de creencia. Sería muy cómo que bastase dudar de algo para que ante nosotros desapareciese como realidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arroja ante lo dudoso, ante una realidad tan realidad como la fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicéfala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atenernos ni qué hacer. La duda, en suma, es estar en lo inestable como tal: es la vida en el instante del terremoto, de un terremoto permanente y definitivo. [...]
Todas las expresiones vulgares referentes a la duda nos hablan de que en ella se siente el hombre sumergido en un elemento insólito, infirme. Lo dudoso es una realidad líquida donde el hombre no puede sostenerse, y cae. De aquí el “hallarse en un mar de dudas”. Es el contraposto al elemento de la creencia: la tierra firme. »
[José Ortega y Gasset: “Ideas y creencias” (1940). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, t. V, p. 392-393]
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«La duda no es siempre un no-creer. Quien carece de toda opinión sobre una cosa ignora, pero no duda. La duda presupone varias opiniones positivas ante nosotros, cada una de las cuales merecería ser creída, pero que, por lo mismo, paralizan recíprocamente su fuerza de convencer. El hombre se queda entre las varias opiniones, sin ninguna bajo sus pies que firmemente le sostenta –por eso se desliza entre los muchos “saberes” posibles y cae, cae en su elemento insólito, fluido... cae en un mar de dudas. La duda es fluctuación del juicio, es decir, braceo desesperado entre olas –fluctus. Por ello la duda es un “estado de espíritu” que no es estado, que es inestable. No puede le Hombre quedarse en ella. Tiene que salir de la duda y para ello busca un medio. El medio que hace salir de la duda y nos sitúa en la convicción firme es el método. Todo método es reacción a una duda. Toda duda es postulación de un método. El haber unidos ambas cosas con la mayor sencillez es el maravilloso ejemplo de perspicacia y elegancia intelectual que nos dio Descartes inventando la “duda metódica”.»
[José Ortega y Gasset: “Origen y epílogo de la filosofía” (1940). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IX, p. 417]
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Dogma de fe
Un dogma (del griego δογμα, a su vez de δοκειν, dokein, "parecer") indica una creencia, doctrina o proposición sobre cuya verdad no se admiten dudas. Si bien los clásicos la emplearon para referirse en general a las afirmaciones de una persona o escuela, su uso contemporáneo está principalmente restringido a los principios que una religión afirma y cuyo acatamiento exige de todos los fieles.
El primer uso registrado en este sentido se remonta al Concilio de Jerusalén, y se conserva en el texto de Hechos 16:4, donde designa las instrucciones que el primer Concilio ecuménico dirigió a los protocristianos. En los textos de los Padres de la Iglesia el término pasó a indicar los preceptos instituidos por Jesús de Nazaret o por los apóstoles. De la escolástica data la distinción entre dogmas divinos, enseñados directamente por Jesús, apostólicos, enseñados por los apóstoles, o eclesiásticos, instituidos por concilios o papas posteriores.
De acuerdo a la doctrina contemporánea de la Iglesia Católica Romana, un dogma es una proposición de fe o de moral revelada por Dios, transmitida por la tradición apostólica, y propuesta formalmente por la Iglesia a los fieles, sea por la autoridad papal, por un concilio o simplemente por el magisterio ordinario de la sucesión apostólica de los obispos. La creencia en los dogmas de fe es condición indispensable para la pertenencia a la Iglesia cristiana; de acuerdo al principio de extra ecclesiam nulla salus ("no hay salvación fuera de la Iglesia"), se considera que la aceptacion integral de los dogmas contenidos en el Catecismo es indispensable para la salvación del alma.
Los dogmas incluyen tanto la doctrina explícitamente presente en el texto de la Biblia como la contenida en la tradición y formalizada por la enseñanza eclesiástica. Los artículos del Credo, la infalibilidad del Papa, la inmaculada concepción de María o la transubstanciación de la hostia y el vino en la misa son ejemplos de dogmas de la segunda clase.
Ésta es una lista incompleta pero representativa de las proposiciones que la Iglesia Católica considera dogmas de fe:
Dogmas sobre Dios
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Dogmas sobre Jesús
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Dogmas sobre la creación
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Dogmas sobre la Iglesia
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Dogmas sobre María
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Dogmas sobre la naturaleza humana
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Dogmas sobre los sacramentos
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Dogmas sobre el más allá (novísimos)
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[Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Dogma_de_fe]