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Política socio-económica en Hispanoamérica

© Justo Fernández López

Hispanoamérica - Historia e instituciones

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Política social y económica en Hispanoamérica

Caudillismo – Militarismo – Autoritarismo populista

No podemos comprender los problemas nacionales de Hispanoamérica sin tener en cuenta el trasfondo de su evolución histórico-social.

La existencia política de este continente comienza con el descubrimiento por Colón en 1492 y termina en 1580 con la posesión de los países del Río de la Plata. Los grandes centros coloniales surgen luego donde había una cultura indígena muy desarrollada o en lugares de gran riqueza minera. Desde México se colonizó parte del sur de los EE UU y Centroamérica; desde Perú, Bolivia y Ecuador; en 1550 Diego de Almagro conquista Chile; desde Río de la Plata se conquista Paraguay.

A diferencia de la colonización de la América anglosajona (América del Norte), hay que decir que la meta de los conquistadores y colonizadores españoles en un principio no fue dotar a América de una existencia económica autóctona, sino la de enriquecer la metrópoli española con las riquezas traídas del continente americano. La primera meta fue la explotación para la Corona española de Castillas.

Los conquistadores no habían ido a América a trabajar o a establecerse en tierras lejas y empezar una nueva vida. En España, como en ninguna parte del mundo, predominaba el ideal medieval del caballero de vida noble que despreciaba el trabajo manual, propio de las otras dos castas con las que convivió ocho siglos (la judía y la musulmana). Su ideal era la fe y el valor, puestos al servicio de la gloria conseguida con grandes hazañas, palabra tomada del árabe hispano hazaña ‘buena acción’, hecho especialmente ilustre, señalado y heroico.

Aunque no todos los conquistadores eran caballeros, la mayoría quería encontrar el oro suficiente y enriquecerse lo suficiente para poder llegar a vivir como un caballero. Colón estaba más interesado en descubrir nuevas tierras y obsesionado con sus mapas que dispuesto a organizar la colonización de las tierras descubiertas. Su falta de talento y realismo político llevó a la Corona de Castilla a destituirle antes de emprender el cuarto viaje.

DEL TRABAJO FORZADO A LA ENCOMIENDA

La primera intención de los conquistadores no era trabajar la tierra, como los pioneros norteamericanos. Su objetivo era encontrar oro y volver a España enriquecido para poder llevar allí de caballero noble. Sólo que con el tiempo esto se fue haciendo imposible sin crear cierta economía productiva en el Nuevo Mundo. A la larga, no se podían importar de la metrópoli todos los alimentos necesarios. Era necesario reclutar mano de obra para explotar las minas de oro y plata, y para producir alimentos para los colonizadores.

La Corona había declarado que los indígenas debían ser considerados como seres libres y, por tanto, condenaba la esclavitud indígena. Pero con el pretexto de que era una forma de facilitar al indígena, súbdito de la Corona, el pago del tributo correspondiente y la necesidad de integrarlo en la civilización, los Reyes Católicos aceptaron la esclavitud de una forma modificada: El conquistador-colonizador podía usar el trabajo del indígena, pero debería pagarle un salario equitativo. El trabajo era para el indígena, sin embargo, obligatorio. El indígena estaba obligado a trabajar para el colonizador; era considerado como libre, pero sujeto al trabajo obligatorio remunerado. Con esta base jurídica, se asigna a cada colonizador español un número determinado de mano de obra indígena a su disposición para trabajar.

El indígena seguía en su condición de “libre”, pero obligado a trabajar de forma remunerada. De esta manera se institucionaliza el “reparto de indios”, que en algunos casos se convirtió en hereditario. Los monarcas españoles siguieron justificando esta esclavitud modificada como una forma de protección material del indígena y como única forma de poder evangelizarle y mirar por el bien de su alma, objetivo prioritario oficialmente.

LA INSTITUCIÓN DE LA ENCOMIENDA

Para que los españoles administraran mejor las posesiones de la Corona española en América, le metrópoli creó la institución jurídica de la encomienda, que delegaba parte de los poderes del soberano real español a los llamados encomenderos, que eran los que en realidad administraban las tierras de la Corona con plenos poderes. Surgen los derechos y obligaciones mutuas entre el encomendero y el encomendado, que dejarán huellas profundas en la estructura social de la América Hispana.

Cuando establecen la institución de la encomienda, los consejeros del rey de España hacen alusión siempre al derecho feudal de la Edad Media.

En América, la encomienda era una institución de contenidos distintos según tiempos y lugares, por la cual se señalaba a una persona un grupo de indios para que se aprovechara de su trabajo o de una tributación tasada por la autoridad, y siempre con la obligación, por parte del encomendero, de procurar y costear la instrucción cristiana de aquellos indios.

Para recompensar a aquellos que se habían distinguido por sus servicios y de asegurar el establecimiento de una población española en las tierras recién descubiertas y conquistadas, la Corona española se vio forzada a recurrir al sistema de encomiendas, ya que la obtención de oro, salvo raras excepciones, no bastaba para cubrir los servicios. La encomienda era una forma de pago indirecto de impuestos a la Corona: el encomendero percibía el impuesto en dinero, especie o trabajo personal que el indígena debía pagar a la Corona. El encomendero se comprometía, en cambio, a cuidar del bienestar de los indígenas en lo espiritual y en lo terrenal, asegurando su mantenimiento y su protección, así como su adoctrinamiento cristiano. Jurídicamente, era un derecho otorgado por el monarca en favor de un súbdito español (encomendero) con el objeto de que éste percibiera los tributos o los trabajos que los súbditos indios debían pagar a la monarquía. La institución de la encomienda procedía de una vieja institución medieval implantada por la necesidad de protección de los pobladores de la frontera peninsular en tiempos de la Reconquista.

La encomienda era, en la práctica, un subterfugio legal para legitimar o enmascarar los abusos cometidos por los conquistadores con los indígenas. La tradición feudal de los conquistadores y sus aspiraciones señoriales les impedía aceptar las Leyes de Indias, por muy justas que éstas fueran desde el punto de vista jurídico. Su fórmula fue “cumplo pero no acato”.

«La situación planteaba serios problemas de orden ético y jurídico, puesto que los indios habían sido declarados súbditos del rey, para obtener de ellos un tributo y justificar la soberanía castellana en aquellas tierras; pero como súbditos tenían derecho a su libertad, sin que se les pudiera someter ni a esclavitud ni a trabajo forzoso. Sin embargo, si se abolía éste, era imposible continuar el negocio del oro por falta de mano de obra no cualificada. Durante el gobierno de Diego Colón (1509-1515), hijo del descubridor y entroncado por matrimonio con la nobleza castellana, se hallaron dos fórmulas que permitirían hacer a cada uno de su capa un sayo, aunque respetando exteriormente la ley y la justicia. Estas fórmulas serían, respecto a los indios de guerra, la guerra justa o defensiva; para los indios de razón, la encomienda.

En el caso de que pacíficos europeos dedicados a la explotación o el rescate se viesen atacados, sin provocación ni motivo, tenían derecho a defenderse y a esclavizar a los prisioneros de guerra así obtenidos. A los indios de razón se les aplicó la encomienda, vieja institución medieval nacida en la frontera peninsular: un hombre libre y sin recursos servía a un señor o encomendero a cambio de protección, cobijo, alimento y vestido (encomienda personal); o un pequeño propietario libre cedía al señor toda su tierra, o parte de ella, o bien pagaba un censo o canon en especie a cambio de protección eficaz contra los enemigos musulmanes (encomienda territorial).

Los repartimientos de indios se convirtieron en encomiendas de indios, y el empresario minero en encomendero; nada variaba en la práctica, pero en teoría se dignificaba el sistema. El encomendero protegería a sus indios, como en la antigua encomienda personal, y obtendría para sí el oro recogido en lugares que sin duda pertenecen a los indígenas, tal ocurría en la vieja encomienda territorial. Por añadidura, se acabó permitiendo llevar a las explotaciones auríferas a indios de las denominadas “islas inútiles” –las Lucayas, hoy Bahamas–, que en un periodo de cuatro años quedaron despobladas.» [Céspedes, Guillermo: “La conquista”. En: Carrasco, Pedro / Céspedes, Guillermo: Historia de América Latina. Madrid: Alianza Editorial, 1985, vol. 1, p. 312-313]

1503 Real Provisión (documento redactado por juristas y teólogos)

Los indígenas son libres, pero quedan obligados a convivir con los españoles y a trabajar para ellos a cambio de salario y manutención. Los encomenderos quedan obligados a educar a los indígenas en la fe cristiana. Así quedaba garantizada la mano de obra para la explotación del suelo y el asentamiento de una población castellana. La Corona quería hacer una legislación “conforme a derecho humano y divino”.

Pero el derecho que la Corona castellana concedía al encomendero para recoger el tributo y para usar el servicio de los indígenas, no era un derecho a perpetuidad. La implantación del sistema en la isla la Española, provocó un enorme genocidio. Fray Bartolomé de las Casas, un encomendero arrepentido, viajó a la península y logró que el regente de Castilla, cardenal Cisneros, restringiera la cruel institución.

1511 Sermón de Fray Antonio de Montesinos

Un sermón, ante las autoridades de La Española, de fray Antonio de Montesinos, en el que atacaba duramente el sistema de la encomienda y cuestionaba la legitimidad de la soberanía castellana, desató la polémica.

1512 Reales Ordenanzas o Leyes de Burgos

Esta legislación estableció disposiciones para regular y mejorar el régimen de las encomiendas y dio un gran protagonismo a la figura del visitador o encargado de vigilar el cumplimiento de las leyes, pero, en la práctica, los abusos continuaron y la población indígena de las Antillas siguió sufriendo un acentuado descenso demográfico.

1514 - Repartimiento General o Repartimiento de Alburquerque

El así llamado repartidor podía conceder a los encomenderos el derecho a la encomienda por dos vidas: la vida del encomendero y la de un heredero. Tras la conquista de México, los hombres de Cortés obtuvieron encomiendas por dos vidas (después de dos generaciones debían volver a la Corona). La institución de la encomienda iba creando una aristocracia militar. La combativa actitud del padre las Casas, unida a los problemas económicos del emperador Carlos V, impulsaron al monarca a publicar las

1542 Leyes Nuevas

Estas nuevas leyes declaraban la encomienda a extinguir tras la muerte del encomendero, es decir, del primer beneficiario. La encomienda no se podría dejar en herencia a la descendencia. Estas leyes abolían prácticamente la esclavitud de los indígenas y los liberaban de la servidumbre personal. A la muerte del encomendero o primer beneficiario, los indígenas a su servicio pasarían a depender directamente de la monarquía castellana.

1546 Se amplía el beneficio de la encomienda a cuatro generaciones

Los titulares de encomiendas se sintieron privados de lo que consideraban su derecho legítimo y se rebelaron, lo que obligó al emperador a aumentar la duración del beneficio a cuatro vidas o generaciones, aunque impuso la obligación a los encomenderos de pagar jornales a los indios. 

1629 Concesión de la encomienda por varias generaciones

Los encomenderos siguieron pugnando para establecer su derecho a perpetuidad, pero sólo consiguieron que la encomienda se concediera en 1629 por varias generaciones: tres en el virreinato del Perú y cinco en el de Nueva España. A finales del siglo XVI, la explotación por el método de la encomienda resultaba tan ruinosa que al comienzo del siglo XVII desapareció.

ENCOMIENDA, CONQUISTA y “PACIFICACIÓN”

Creada jurídicamente la institución de la encomienda, comenzó el reparto de las tierras a los encomenderos, con el derecho de obligar al indígena a trabajar, aunque de forma renumerada. Cada encomendero recibía un número asignado de “indios”, según la categoría: un alcalde tenía derecho a 100 indios; un labrador, a 10; un caballero, a 80. Cada encomendero debería disponer de un sacerdote para la evangelización.

El objetivo del reparto fue primero garantizar mano de obra para el trabajo de las minas y para la producción de alimentos para el mantenimiento de los productores de oro y plata para la Corona y el Tesoro Real español. Pero Hernán Cortés, el conquistador de México, para que los españoles se quedaran en América y no volvieran rápidamente a la península, una vez enriquecidos, luchó con las autoridades peninsulares para que se les concediera a los encomenderos el derecho de dejar la encomienda en herencia a su descendencia, es decir, que la encomienda fuera hereditaria, con el derecho de poder reclutar mano de obra entre la población indígena.

De esta manera, la encomienda fue adquiriendo un carácter señorial-feudal y el encomendero se convertía en un señor feudal, más cuando se le impuso la obligación de mantener una tropa de hombres armados para defender la colonia.

A medida que surge una clase criolla, que va extendiendo sus dominios, la encomienda va adquiriendo una forma de servidumbre feudal, pero las posesiones no se convertirán todavía en latifundios, fenómeno que aparece posteriormente en la historia de Hispanoamérica.

«La conquista resulta un fenómeno inexplicable sin una causación plural y compleja, que movió a los hombres: ambición, espíritu de cruzados, honor y fama, deseo de aventuras, servicio al rey, etc. Su dinamismo radicó en buena parte en su carácter particular. La hueste conquistadora era una empresa privada y limitada. Cada soldado se inscribía voluntariamente, poniendo su caballo, su arcabuz o simplemente su espada, a modo de acción. Esto le daba opción a una parte del botín que se lograse: dos partes si era caballero, parte y media si era arcabucero y una parte si era peón.

Su ideal, no obstante, no radicaba en el botín, sino en obtener un territorio, donde establecerse como colono. En América volvió a repetirse la imagen de la Reconquista española, en la que los territorios recuperados a los árabes pasaban a poder de la corona, que podía, a su vez, distribuirlos entre los conquistadores, pero dejando siempre a los vencidos en sus propiedades, si aceptaban la dominación cristiana. Esta norma evitó que en Hispanoamérica se despojara a los indios de todas sus tierras, tal como ocurrió con otros sistemas de colonización.

La Corona otorgó sólo una parte de las tierras ocupadas a los vencedores, a modo de recompensa. Estas concesiones territoriales no pasaron por lo común de cinco peonías o de tres caballerías. La peonía era la parcela de tierra que correspondía a un infante transformado en colono, y, en la época de Felipe II, se fijó en 50 pies de ancho por 100 de largo y una tierra de labor de 100 fanegas, para cereales. La caballería era lo que se otorgaba comúnmente a un caballero: dos veces el solar de la peonía y cinco veces la tierra de labor. No hubo, pues, contra lo que usualmente se piensa, una proyección hacia el latifundio, fenómeno que aparece posteriormente en la historia de América.

La presión producida por la llegada de nuevos colones, la añoranza de la milicia, el hastío por la rutinaria vida de la colonia o el deseo de aventuras, movía a los conquistadores ya asentados a invertir sus recursos en busca de nuevas empresas, lo que explica asimismo la dinámica conquistadora, que operó sobre un reinversionismo continuo de los capitales obtenidos, hasta que se dominó la mayor parte del nuevo continente.

La conquista dejó un balance de violencia y muerte, que motivó justo reclamos de los religiosos españoles. El rey Fernando el Católico promovió diversas juntas de teólogos y juristas, que estudiaron el asunto. En las Juntas de Burgos, Valladolid y Madrid se decidieron una serie de normas para evitar la explotación de los indios vencidos y se ordenó que antes de emprender una conquista se leyese a los indios el Requerimiento; un escrito en el que se recogieron los principios jurídicos y morales que motivaban la acción de los españoles. Más tarde, el padre Bartolomé de las Casas se unió al bando de los inconformistas y condenó el sistema de conquista, propugnando una evangelización pacífica. Ginés de Sepúlveda intervino en favor de la Corona, argumentando que la conquista era lícita, y necesaria para cumplir la labor evangelizadora impuesta por los Papas a los reyes españoles. El padre Francisco de Vitoria rechazó el poder de los Papas para otorgar dominios en el mundo, pero señaló que existía un derecho de gentes, que autorizaba plenamente a los españoles a predicar la fe a los indios y a comerciar con ellos. Por primera vez en la historia, un gobierno afrontó críticamente su acción expansiva y aceptó públicamente que se había realizado con injusticia. En 1550 el emperador Carlos V ordenó suspender toda acción conquistadora, para no perjudicar a sus súbditos indianos. A partir de entonces, sólo en casos muy especiales, justificados por verdadera necesidad, y con exclusivo propósito defensivo, podrían efectuarse acciones de guerra contra los naturales, pero no para conquistarlos, sino para “pacificarlos”. Hasta la palabra “conquista” fue suprimida del vocabulario (el padre de Las Casas la consideraba un vocablo “mahometano e infernal”), sustituyéndose a partir de 1573 (Ordenanzas de Ovando) por la de “pacificación”. El resultado de la polémica, aparte de un riquísimo bagaje intelectual, fueron algunas aportaciones notables al derecho de gentes.» [Lucena Salmoral, Manuel: “Hispanoamérica en la época colonial”. En: Luis Iñigo Madrigal (Coordinador): Historia de la literatura hispanoamericana. Madrid: Cátedra, 1998, vol. 1, p. 13-14]

ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD DEL INDÍGENA Y COMIENZO DE LA ESCLAVITUR AFRICANA

Las leyes de Felipe II prohíben la esclavitud de los indígenas, es decir, el trabajo forzado, aunque fuera remunerado según la ley. Fray Bartolomé de las Casas ya había propuesto al emperador Carlos V que importara esclavos de África para trabajar en las colonias y dejara a los indígenas americanos libres para ser evangelizados.

Los primeros que hicieron un contrato con la Corona española para importar mano de obra de África fueron los Welser, familia de banqueros alemanes, procedentes de Augsburgo, que se convirtieron en los principales prestamistas del emperador Carlos V. Las necesidades de liquidez de este último superaban en mucho sus disponibilidades financieras, y tuvo que recurrir a banqueros de toda Europa para financiar sus guerras contra Francia, los otomanos y los protestantes alemanes. Como pago parcial de la enorme deuda que el Emperador había contraído con ellos, los Welser capitularon en 1528 una concesión real para la gobernación del aún ignoto territorio entre los cabos de la Vela y Maracapana, correspondiente a la actual Venezuela.

El contrato de Utrecht (1713) con el que terminan las guerras de sucesión españolas, concedió a los ingleses el monopolio de la compra de esclavos africanos para emplear como mano de obra en Latinoamérica. Los esclavos africanos fueron llevados primero a las antillas y luego a Brasil.

Aunque la esclavitud indirecta del indígena americano, o el trabajo forzado tal como se realizaba en la institución de la encomienda, había sido abolido, la situación de dependencia creada por la encomienda y el trabajo forzado legal se perpetuó más tarde con el latifundismo y la economía señorial de las haciendas.

HACENDEROS Y APARCEROS

En los Estados Unidos se concedió la tierra a título personal, según la capacidad de cada colono de cultivarla. En Hispanoamérica la tierra se convirtió en propiedad privada antes de ser utilizada y cultivada. La posesión de la tierra era para el colono-conquistador un símbolo de señorío feudal, parecido al del terrateniente noble español. La economía del latifundio fue una economía del despilfarro. Para cultivar sus grandes posesiones, el hacendero tuvo que buscar modos de explotación de las tierras que le evitaran tener que pagar salarios altos, una vez abolida la esclavitud indirecta del indígena mediante el trabajo forzado y abolida también más tarde la esclavitud africana de forma legal.

Al hacendero no le quedó más solución que permitir establecerse en sus tierras a todo el que no tuviera posesiones propias (indígenas liberados, esclavos libres, inmigrantes europeos nuevos, etc.). Surge así la figura del aparcero, al que se le concede la explotación de una tierra que no le pertenece a pago de un tercio de la cosecha en especie, pudiendo construir su cabaña en las propiedades del hacendero y usar los servicios colectivos.

RELACIONES DE DEPENDENCIA ENTRE HACENDEROS Y APARCEROS – EL PATERNALISMO

Las tierras que el aparcero puede trabajar en concesión solamente le permiten sobrevivir, nunca ahorrar lo suficiente como para convertirse el mismo en dueño algún día. El aparcero, además, no puede moverse libremente en una sociedad de mercado libre de trabajo, ya que para aumentar sus ingresos tiene que trabajar también para el hacendero, quien tiene así a disposición mano de obra barata.

A veces el aparcero recibe permiso del hacendero para pastar sus ganados en las propiedades del hacendero, pero tiene luego que trabajar, a cambio, de forma no remunerada algunas jornadas para el hacendero. Un trabajo no muy distinto de la servidumbre. Así surge el peonaje o colonato que tenemos en forma de inquilinos en Chile, de huasipungeros o peones en Ecuador y de colonos en el Brasil.

El paternalismo o patronazgo es, según el DRA, la tendencia a aplicar las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional a relaciones sociales de otro tipo; políticas, laborales, etc. Entre el patrón y el inquilino se estable una relación de paternalismo. El inquilino muchas veces contrae deudas con el patrón, lo que le liga para siempre y le mantiene en dependencia con él. Las leyes sociales, que en la ciudad son hechas por políticos progresistas, no alcanzan al inquilino, que vive en dependencia del hacendero.

El carácter señorial y feudal del caballero-hacendero exige del aparcero más fidelidad y dependencia que rendimiento y trabajo efectivo. El hacendero es, a veces, más señor que economista, no siente sus tierras como fuente de explotación, para él lo más importante es el sentido de posesión de las mismas, lo que le da la sensación de caballero noble.

Esta tendencia paternalista del hacendero frente al inquilino atrae, a veces, a los menos voluntariosos para trabajar, a gente indolente que prefieren vivir al amparo de un patrón a luchar por una existencia propia.

El paternalismo del hacendero y la disposición del inquilino a buscar en él protección, hacen que el hacendero pueda imponer a sus inquilinos muchas obligaciones no de tipo económico, sino de tipo social: fidelidad y lealtad.

Este paternalismo será decisivo cuando, tras la dependencia, se introduzca el voto libre a estilo europeo. Entonces el hacendero o patrón obligará a votar a sus inquilinos por el partido político de su elección o votará él por todos sus inquilinos.

El colono o inquilino, cuando está endeudado con el patrón, no puede huir, pues los patronos están solidarizados entre sí y no toman a un nuevo inquilino que tenga deudas con otro patrón. La única salida que tiene el colono es la huida al suburbio obrero de la ciudad a formar parte del proletariado obrero.

El minifundista que logró adquirir parcelas en propiedad, sigue dependiente en muchos casos del latifundista, que le pone a disposición los servicios de transporte, etc., o le ofrece trabajo para aumentar sus ingresos. Los minifundistas son los más propensos a huir a la ciudad.

La novela de Jorge Icaza, Huasipungo (1934), se constituyó no sólo una salvaje crítica a la actitud de los terratenientes respecto de los indígenas, sino que, además, tuvo un enorme éxito de público y fue traducida a varios idiomas. Está considerada como la obra ecuatoriana más famosa y es la novela indigenista por excelencia.

PLANTACIONES MODERNAS Y LATIFUNDIOS ARCAICOS

Junto al minifundio y el latifundio, existen extensos dominios de explotación por inversión de capital, la mayoría de las veces extranjero. Estas tierras están explotadas con métodos modernos y alcanzan un alto rendimiento y ganancia, que supera con mucho al de los latifundios tradicionales.

Son las fazendas de café en el Brasil, las estancias para cría de ganado en Argentina y Uruguay, las plantaciones de café, cacao y azúcar en las Antillas y Centroamérica, y las plantaciones fruteras de la United Fruit Company americana extendida por toda Centroamérica.

Estas plantaciones son enormemente productivas, pero no se pueden considerar como representativas de la agricultura latinoamericana. Muchos políticos lo hacen así, por ser estas plantaciones modernas las únicas que aportan divisas al país. Estas plantaciones son las que los gobiernos siempre muestran a los visitantes extranjeros y a los visitantes venidos de la ciudad. Mientras que los latifundios y las haciendas arcaicas, poco productivas, se disimulan o son ignoradas incluso por los políticos progresistas de la ciudad. Estas grandes plantaciones de monocultivo no son, sin embargo, muy numerosas y su rendimiento o ganancia va a parar a manos extranjeras, y parte a manos de políticos corruptos, quedando muy poco para invertir en la infraestructura del país.

El latifundio o hacienda predomina con todo sobre las grandes plantaciones modernas. La explotación moderna es más racional, mientras que la hacienda y el latifundio despilfarran el terreno y evitan tener que pagar salarios adecuados. La propiedad es explotada a cambio de pagos en especies (normalmente, un tercio de la cosecha) y prestaciones personales. Los aparceros no pueden ser considerados como trabajadores asalariados. La explotación directa de la tierra por medio de mano de obra asalariada o el arrendamiento pleno bajo el pago de un alquiler en metálico, son más bien excepción que regla. La regla es el pago en especies, cosa incompatible con la explotación racional. Esta forma de pago implica supervivencias serviles feudales.

Esta forma de trabajo rural al margen del mercado monetario dominaba en México, Bolivia y Perú antes de las reformas agrarias, y domina aún en Ecuador, Brasil, Paraguay, Venezuela, Panamá y Centroamérica.

PROBLEMAS DE LAS REFORMAS AGRARIAS

Las reformas agrarias han seguido a muchas grandes revoluciones, aunque también se han producido como resultado de cambios políticos pacíficos. El objetivo de toda reforma agraria es repartir la propiedad rural, evitando la existencia de grandes latifundios improductivos que coexisten, normalmente, con un número considerable de minifundios.

Las reformas agrarias llevadas a cabo en Latinoamérica han frustrado las expectativas que en ellas se habían depositado: en casi ningún caso se ha detenido la migración hacia las grandes ciudades y la productividad del campo no se ha elevado de modo significativo. Quizás porque las reformas agrarias han sido parciales y los gobiernos no hicieron inversiones en la infraestructura del campo. Algunos autores creen que el fracaso de las reformas agrarias se debe a que no se han entregado las parcelas cultivables en propiedad plena a los beneficiarios, creando más bien formas cooperativas o de propiedad colectiva que limitan las inversiones privadas y disminuyen la productividad.

«Los gobiernos liberales latinoamericanos idealizaron la propiedad privada. Según ellos, su difusión liberaría a los hombres de la servidumbre, enriquecería el tesoro público y crearía una nación de ciudadanos altamente productivos. El derecho de los indios a poseer tierras en comunidad, originado en el periodo colonial, perpetuaba, en la opinión de los liberales, una economía primitiva. Si los indios iban a ser ciudadanos plenos, libres e iguales, tanto ante la ley como en las relaciones sociales, tenían que convertirse también en propietarios privados. Con este objetivo se aprobaron leyes que establecían la venta de los terrenos baldíos. Éstos comprendían tierras públicas de la corona o del estado –a menudo, en ellas, había parcelas que los campesinos trabajaban regularmente, pero para las cuales carecían de títulos de propiedad–, tierras inexplotadas de la Iglesia y tierras comunales. Puesto que hacendados y hateros controlaban a los jueces de su localidad, no puede sorprender que la ley resultara en su provecho. Títulos de propiedad fueron a parar también a las manos de compinches políticos de los gobernantes o de militares en concepto de premio a su lealtad. Inversores extranjeros se beneficiaron, así mismo, de esta legislación. La idea liberal, llevada a la práctica, resultó en consecuencia, no en una expansión de la propiedad privada sino del latifundio, profundizando así la división entre pobres y ricos en las regiones rurales.

Los campesinos contaban con pocos recursos contra este despojo; podían librar una batalla legal, que, por lo general, resultaba infructuosa, o emigrar hacia regiones menos controladas, o emprender protestas violentas. La mayoría optaba por la resignación; pero había quienes elegían la violencia, contribuyendo así a la intranquilidad que caracterizó a la América Latina rural durante el siglo XIX.» [Historia universal. Madrid: Mediasat, 2004, tomo 18, pp. 66-68]

La reforma agraria rompe a veces la estructura social existente e introduce cambios sociales revolucionarios, cambiando sustancialmente la estructura de poder de la sociedad. Las grandes propiedades de la tierra tienen su apoyo en las Fuerzas Armadas, en un sector de la Iglesia y en las empresas monopolistas nacionales.

Después de la independencia, los países hispanoamericanos adoptaron las instituciones y el formalismo democrático de las sociedades modernas, en una sociedad que no estaba preparada para sostener estas instituciones. El voto rural es tradicionalmente conservador, y este ha sido un factor de resistencia al cambio que suponía la reforma agraria: los opositores a la reforma agraria eran elegidos justamente con votos campesinos. El factor democrático era, en muchos casos, puro formalismo.

El modelo clásico de desarrollo económico capitalista, según el cual el fortalecimiento del sector industrial (empresarios y obreros) presiona sobre la estructura social tradicional de la agricultura y la modifica según el racionalismo capitalista, nunca ha funcionado en Hispanoamérica. Bolivia, México y Cuba hicieron sus reformas agrarias cuando aún no tenían un nivel alto de desarrollo industrial.

La modernización de la agricultura no es solución para la clase tradicionalista, que con ello perdería su posición estratégica en la estructura de poder social. El capitalismo criollo buscó la fácil y cuantiosa utilidad que resulta del monopolio y otros privilegios. Al carecer de una moral de trabajo, adoptó la moral de las clases altas: enriquecimiento mediante negocios bancarios, sociedades anónimas, etc.

Las reformas agrarias han creado pequeños propietarios de terreno de cultivo, pero estas parcelas no son rentables para la producción de alimentos. Un campesino de Bolivia, Colombia o Venezuela, prefiere plantar coca en sus parcelas y negociar con ella con los narcotraficantes. Con lo que gana con la venta de la coca puede ir tirando, con otros productos, no puede sobrevivir. Los narcotraficantes han encontrado un producto con el que hacerse ricos fácilmente, como en el tiempo de la conquista los españoles con el oro.

Queda la pregunta de siempre: ¿cómo puede ser que un continente como el americano con tantos recursos permita las hambrunas dentro de él?

LA IDEOLOGÍA DEL TRABAJO

El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), uno de los fundadores de la sociología moderna, escribió en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), que la esencia del capitalismo es fruto de la moral ascética y puritana protestante, en concreto del calvinismo. El calvinismo descarta el consumo, condena el disfrute y el gasto y exalta el trabajo considerado como ejercicio religioso; el creyente no puede ejercitar su fe encerrado en su oratorio, debe lanzarse al mundo profesional. El trabajo adquiere la categoría de práctica religiosa y no es una condena. Trabajar duramente no es un medio para obtener dinero, es un valor ético-ascético en sí mismo. No se trabaja para acumular dinero y luego disfrutar gastándolo, sino porque esa actividad da verdadero sentido religioso a la vida. De acuerdo con la teoría de la predestinación divina, Dios sabe quién se va a salvar, de modo que el hombre no puede hacer nada para en este sentido, sólo le cabe tener fe y buscar de hallarse entre los elegidos. Un signo inequívoco de estar entre los elegidos sería tener éxito en el trabajo y en los negocios. El objetivo no es tener más dinero para poder permitirse más lujos, sino que es preferible nacer pobre y morir rico que al revés.

Esta llamada “ética protestante” contrasta con la “ética católica” para la que el trabajo es una maldición y una carga que debe evitarse, especialmente cuando las ganancias logradas mediante el trabajo exceden lo que es necesario para una vida modesta. En los países de tradición católica, el empresario no tenía más ideología que la de gozar de sus riquezas como un caballero o señor feudal tradicional. La clase industrial no presionaba sobre la rural, obligándola a cambiar, al contrario, a veces aquella imitaba a ésta.

Ha habido un desequilibrio de las naciones hispanoamericanas en cuanto a la producción y el consumo. El consumo es en la clase tradicional ostentoso, es símbolo de alto status social, y heredado del capitalismo criollo. La base de este afán de consumo ostentoso es la falta de una “ascesis capitalista institucionalizada”. El empresario tuvo su ascetismo mientras se hacía su fortuna, después “a vivir”. No existió una moral ascética basada en el deber moral de continuar el proceso de capitalización y de transformación de la estructura social tradicional, en nombre del bienestar general nacional. El empresario adopta esta ética ascética solamente en forma temporal, mientras “hace su fortuna”, y no por convicción interior. En este sentido, la “moral católica” española, con su desprecio por los bienes de este mundo, no fue una buena base para un desarrollo económico después de la conquista. La “moral calvinista” protestante fue para los EE UU una buena base para su progreso económico.

El consumo ostentoso de las clases dirigentes no encuentra suficiente censura de parte del pueblo, sobre el que pesa mucho el tradicional paternalismo de las relaciones sociales tradicionales. La modernidad se ha construido, en gran medida, a costa de la condena de la sociedad rural al atraso y al tradicionalismo. La tentación de muchos gobiernos democráticos es querer reemplazar la “ética protestante” capitalista por la “mística socialista”, sin hacer una reforma social desde dentro.

IDEAL ARISTOCRÁTICO Y CULTURA

El sistema colonial mercantilista originó un descontento entre los criollos. Prohibida toda actividad industrial importante a los criollos, monopolizado el comercio por España, en América sólo quedaba lugar para artesanos y pequeños comerciantes. Estos formaron el embrión de la clase media que llevó a la independencia. Los aristócratas no sentían atractivo alguno por las actividades artesanales o comerciales, dirigieron sus ambiciones a la posesión de la tierra – las tareas de gobierno las confiaba España a los peninsulares, por desconfiar del criollo.

La época industrial comienza con el establecimiento de una clase aristocrática de hacendados totalmente anacrónica, que mostraba un desprecio de caballero medieval por la actividad comerciante. Rechaza las ideas de riesgo y beneficio de la sociedad industrial-comercial moderna. El intento de un mercado común, de una unidad latinoamericana y de un poder central no seducía mucho al patriarcado de propietarios, que todo lo temían del poder central. La fragmentación del imperio español favorecía al patriarcado de propietarios, que veían en esta “comarcalización y regionalización” de la política nacional la única forma de ejercer ellos el poder político a base de caciquismo. La clase media, según se iba enriqueciendo, iba aspirando también a una vida noble de propietario.

La aristocracia terrateniente fomenta una cultura general sin aplicación económica alguna. Los Estados Unidos de América se esforzaron en extender una instrucción pública elemental y utilitaria; jugando la escuela rural un papel central. En la América española, los españoles abren desde un principio universidades para la clase dirigente, En el momento de la independencia contaba Hispanoamérica con 26 universidades.

La organización de la Universidad fue más bien medieval, la introducción de las ciencias fue tardía. Las universidades difundieron una cultura para la clase dirigente a base de teología y de derecho, mientras la población continuaba ignorante y reverenciando el título de doctor. Después de la independencia se introdujeron exclusivamente los estudios de leyes y luego de medicina.

El título de “doctor”, aplicado por el pueblo con cierta liberalidad y generosidad, equivalía en el fondo al término inglés “gentleman”. Esta cultura aristocrática nunca llegó a ser cultura nacional. Tras la independencia, la cultura aristocrática llegó a convertirse en una prolongación o imitación de la francesa. El alto nivel de la cultura aristocrática, en medio de una masa inculta, creó una elite intelectual, más apta para interesarse por los problemas de Europa que para solucionar los de sus países respectivos.

LA LEY COMO IDEAL Y DESPRECIO DE SU CUMPLIMIENTO

España intentó conciliar en Hispanoamérica la evangelización de los indígenas con la conquista de metales preciosos. Los soberanos esperaban salvar las almas de los infieles (deber moral) sin renunciar a la explotación del trabajo (interés). Desde un principio, los gobernantes se encontrarán ante un conflicto: política de buenas intenciones contra política del interés inmediato. La Corona obligaba al colonizador a recaudar el máximo interés (para compensar materialmente la inversión en la empresa conquistadora) y, al mismo tiempo, le exigía tratar al indígena como un ciudadano libre. El colonizador, ante este dilema, no tiene más remedio que aceptar la ley que viene de la metrópoli, pero escamotear su cumplimiento, viviendo así en la ilegalidad. Ante las quejas venidas de América sobre la imposibilidad de cumplir las leyes, la Corona cede, a veces, a causa de los intereses inmediatos. El conflicto ideal e interés existió desde el principio de la conquista.

Los virreyes se negaban a aplicar las leyes venidas de la metrópoli, porque entonces los colones se les marchaban. Las inspecciones por parte de la metrópoli fueron en vano. Los colonizadores amenazaban con frecuencia con rebelarse si se aplicaban las leyes de la metrópoli, la Corona desconfiaba, con razón, de los criollos para las labores de gobierno. Frente a los criollos, lo único que consiguió la monarquía fue obligar a disimular la esclavitud del indígena bajo la institución de la encomienda y, más tarde, del colonato, del inquilinato y del peonaje, formas todas de servidumbre indirecta.

Las Leyes de Indias no fueron llevadas a la práctica y se toleró la situación “real” al margen de la ley, por motivos de interés práctico y para evitar mayores conflictos. Las ideologías políticas democráticas adoptadas de Europa después de la independencia fueron más bien un ideal que nunca llegó a eliminar la realidad social subyacente. La vida política presenta el fenómeno de una acumulación de leyes y reformas, que se proclaman una y otra vez para manifestar las buenas intenciones, pero sin llegar a la decidida aplicación. A la promulgación de la ley sigue en la práctica la evasión general: “acato, pero no cumplo”. La mayoría de las leyes no representaban más que un homenaje al ideal, eran “leyes para el inglés”, leyes para deslumbrar a los ingleses.

LA AUTORIDAD LOCAL DE LOS NOTABLES CRIOLLOS

En Hispanoamérica existieron verdaderas libertades municipales. No se puede hablar, pues, de centralización de poder. La institución de los cabildos españoles fue llevada a América en forma de regidores, elegidos primeramente por la población directamente. Pero este régimen de democracia directa se deformó con el sistema de la venalidad de cargos (1620) que privaba al gobierno local de su carácter directo representativo; transformando en oligarquía lo que hubiera podido ser democracia directa.

La colonización no fue nunca una colonización de pioneros. Las autoridades españolas eran escuchadas, más no obedecidas: “acato, pero no cumplo”. Han sido los grandes propietarios los que han gobernado siempre a las grandes poblaciones. La realización del concepto de Estado y Nación fue difícil por la división de hecho del poder real, como se vio después de la independencia.

No se puede hablar del problema de centralización o descentralización, sino más bien de zonas de acción directa y zonas de acción mitigada del gobierno central. Las zonas arcaicas, regidas por los caciques, están fuera de la acción del gobierno central. El régimen colonial nunca pudo integrar en una unidad nacional a todos los grupos indisciplinados de señores y caciques. La autoridad de la metrópoli, desaparecida con la independencia, no dejó más herederos que una multitud de notables.

La idea nacional, tomada de las naciones desarrolladas, fue un ideal abstracto. El nacionalismo no encontró un marco socio-político para materializarse. Tras la independencia surgió la amenaza de una fragmentación anárquica de poderes local-regionales de notables y caciques. Brasil y México intentaron por eso una monarquía como unificadora de las fuerzas políticas, pero fracasaron. La división final en naciones se hizo en función de las fronteras naturales y del marco administrativo colonial, nada más. Pero hubo intentos de independencia regional y subdivisiones. Los intentos de Simón Bolívar de hacer confederaciones supranacionales (Confederación de la Gran Colombia, 1821-1830, la Confederación Centroamericana 1821-1839) fracasaron.

EL CACIQUISMO – EL CORONELISMO

Tras la independencia, las naciones se vieron obligadas a crear estados con fuerzas pre-estatales: señores latifundistas; fuerzas políticas integracionistas de las ciudades; comunidades indígenas, manipuladas por grupos para luchas políticas; poderoso grupo de asociales (aventureros, indios, africanos, mestizos).

Todas estas fuerzas tras la independencia se canalizaron a través de fidelidades personales de obediencia ciega al jefe hereditario o improvisado: el cacique.

Para los soldados de oficio al servicio de estados débiles, la autoridad era a veces el cacique. Caciques feudales de latifundios, caciques tribales de los indios, caciques conductores de ejércitos o de bandidos. El cacique debía protección paternalista a sus clientes y éstos le debían fidelidad en las revueltas y elecciones políticas. En esta sociedad preestatal, la virtud cívica suprema no era el patriotismo, sino la lealtad al jefe, la lealtad al grupo y su jefe.

El caciquismo debilitó toda autoridad del Estado y de las instituciones y parceló la soberanía unitarista, al igual que el feudalismo en Europa. Las nacientes naciones hispanoamericanas se agruparon en naciones de tipo más bien abstracto que real, tomando los límites trazado antes por los españoles o los límites geográficos.

DEL CACIQUISMO AL CAUDILLISMO

El caudillismo es la dictadura de un cacique más fuerte que los demás, que logra imponerse o imponer una idea. El caudillismo fue el instrumento eficaz que inició la sumisión del caciquismo a una disciplina nacional.

El fenómeno del caudillismo se ha atribuido al temperamento peculiar latinoamericano, pero se trata de un fenómeno general que acompaña el encuentro de las ideologías democráticas con las estructuras sociales arcaicas de carácter pre-nacional.

Así como las monarquías europeas tuvieron que luchar contra los señores feudales regionales para unificar la soberanía nacional, de la que salieron luego los estados modernos, en Hispanoamérica el caudillo hizo esta función de reunificador de la soberanía, para evitar la fragmentación localista. Brasil evitó el caudillismo al principio mediante una monarquía.

Tras la independencia, las influencias ideológicas de Europa y de los EE UU llevaron a la América hispana a tomar el principio en abstracto de la fundación del poder sobre la soberanía del pueblo, pero este pueblo aún no estaba liberado de las ligaduras feudales, de modo que de ninguna manera podía ser considerado como “soberano”. La legitimidad invocada por los gobiernos no es la reconocida por el pueblo. Esta legitimidad importada solamente satisface a una élite en la medida en que le es beneficiosa. Las luchas internas en estos países se parecen a las luchas nacionales europeas. El interés supremo es el del grupo y no el de la comunidad nacional.

El cacique, notable o aventurero más distinguido en la lucha, se convierte en caudillo y la república de notables pasa al cesarismo. EL caudillo es aceptado para derribar al gobierno de turno. La naturaleza ilegal del caudillo obliga a emplear la violencia para perpetuarse en el poder. La paradoja fue que el caudillo legitimaba su toma del poder con el argumento de que quería restablecer la legalidad y el juego democrático, violado por su antecesor: ha tomado las armas porque la legalidad había sido violada.

LA FUNCIÓN DEL CAUDILLISMO EN LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL

Aunque el caudillismo tiende a la arbitrariedad y al terror, hay que concederle un papel eficaz en cierto modo en la consolidación nacional de los países hispanoamericanos. Unos fueron progresistas, otros no. Unos fueron reformadores y unificadores, otros no. La característica del caudillismo fue la tendencia a reaccionar contre el gobierno de los notables.

No fue el pueblo, el que se sublevó contra el caudillo, fueron más bien los notables. En Roma también fueron los patricios y no la plebe los que se rebelaron contra la arbitrariedad imperial. El pueblo se sintió a veces más cómodo bajo el poder arbitrario, aunque demagógico, del caudillo, que bajo la autoridad legal y liberal de los notables conservadores.

El caudillo cumplió una función unificadora de las tierras, parecida a la que en Europa cumplió el rey frente a los señores feudales: fue centralizador. Algunos afirman que el caudillismo cumplió una función necesaria y que fue un factor del progreso. El apogeo del caudillismo fue el período entre 1830 y 1860, cuando desaparecieron los líderes de la independencia y se hizo patente la fragilidad de su obra. Los caudillos recogieron los fragmentos del antiguo imperio español convirtiéndolos en Estados y obligando a las fuerzas políticas a estructurarse en contextos nacionales.

El caudillismo se renueva en las dictaduras del siglo XX, que dan razón de su legitimidad apelando a los elementos desintegradores nacionales. Con la integración nacional sucumbió el caudillismo. Las dictaduras militares sustituyen a las de los caudillos y los caciques. La fuerza bruta para a manos de los militares. La tradición del caudillismo en la América hispana reforzó la necesidad de personificar las luchas políticas.

DEL CAUDILLISMO AL MILITARISMO

Junto a las fuerzas rurales de origen feudal y las fuerzas populares urbanas, es la clase media la que dispone de una fuerza política muy eficaz. Aunque poco numerosa, es más capaz de escapar al peligro del paternalismo caciquil o caudillista. Su forma de acción es, sin embargo, a través de vías irregulares. Son estas clases medias las más conscientes del retraso de la evolución en la sociedad. Desprecian a las antiguas clases dirigentes, a quienes hacen responsables del atraso; pero también desprecian al campesino, cuyo retraso cultural les humilla.

Las clases medias ha hecho del nacionalismo una ideología. Han sido educadas en una repulsa de los EE UU. En la clase media predomina la idea populista. A veces les une el rechazo de la acción directa de la democracia representativa, aludiendo a los malos resultados de ésta. Esto les lleva a aceptar soluciones autoritarias que imponen el cambio tanto a la masa marginada como a los privilegiados. Se dio el caso que las clases medias, elemento de estabilidad en otras partes, en muchos países hispanoamericanos fueron elemento de inestabilidad.

Con la unidad nacional nace el espíritu de cuerpo de oficiales profesionales, que tienden a pensar que el ejército, al lado del poder ejecutivo y legislativo, constituye uno de los poderes del Gobierno y tiene el encargo de mantener a los demás poderes en el camino recto. Todas las fuerzas y clases sociales tendieron en el siglo XX a provocar la intervención militar cuando el gobierno en ejercicio no contaba con su consentimiento. El problema viene engendrado por el régimen de preponderancia presidencialista característico de las constituciones adoptadas por la América hispana después de la independencia.

Las sucesiones presidenciales provocan crisis, por intentar el presidente saliente prolongar su mandato político (“reelección”) o por intentar manipular las elecciones para poner a un “hombre de confianza personal” como sucesor. Es el problema de la continuidad política. Los defensores de la legalidad piden al ejército que intervenga para expulsar a un dictador. También se da el caso en el que el presidente vencido no acepta la derrota de unas elecciones legales y afirma que han sido falsificadas pidiendo la intervención militar para “asegurar unas elecciones más legales”, que él se encargará de ganar.

EL INTERVENCIONISMO MILITAR

La imagen del militar aferrado al pasado, al orden, a la obediencia a la jerarquía, no corresponde a la del militar americano. La profesión militar comienza en el siglo XIX a organizarse sobre cimientos de ejércitos revolucionarios y no, como en Europa, sobre ejércitos fieles a la monarquía tradicional.

La aristocracia terrateniente no tenía necesidad de grados militares. Las masas populares eran demasiado ignorantes para las escuelas militares. La carrera militar no era un refugio para los que se veían expulsados del poder por la evolución histórica, como en Europa.

En Hispanoamérica, la carrera militar era una vía de ascenso social para arrancar el poder a la aristocracia. La clase media no tenía acceso al latifundio, las profesiones liberales estaban monopolizadas por la aristocracia, el comercio estaba en manos de extranjeros o inmigrantes recientes. Las escuelas militares permitían el acceso a individuos poco acomodados.

Así los oficiales han tendido a constituir una casta alejada tanto de la aristocracia como del pueblo. Los oficiales eran más sensibles al nacionalismo, mientras que los notables toleraban con gusto la dominación extranjera con la que ellos se enriquecían. Desde 1930 ha habido más de 70 intervenciones militares en el siglo XX en la América hispana. Estas intervenciones fueron eliminando las antiguas oligarquías.

En la segunda guerra mundial, el nacionalsocialismo movilizó las masas contra la aristocracia liberal cosmopolita, lo que fomentó la aparición de partidos populistas. Tras la guerra mundial, las intervenciones militares intentan un retorno a las libertades políticas, fomentando el populismo. Tras la revolución castrista en 1959, el ejército se erige en mantenedor del orden ante el peligro de revueltas revolucionarias por parte de la izquierda.

LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS EN LA AMÉRICA HISPANA

La cultura latina nunca tuvo interés por el empirismo jurídico inglés. Las instituciones hispanoamericanas tuvieron influidas por el espíritu codificador de la Revolución Francesa y por la Constitución rígida de los EE UU de América.

Hasta finales del siglo XX, Hispanoamérica tuvo más de 185 constituciones, sin contar con las numerosísimas enmiendas. Al lado de las constituciones no se ha dejado de formular continuamente declaraciones de derechos. Los hispanoamericanos han tenido siempre un gran respeto por las formas jurídicas, quizás porque la educación jurídica fue la forma principal de educación de las elites. Un cierto respeto se ha conservado siempre por el poder judicial, con frecuencia las libertades individuales han estado mejor protegidas que las políticas.

Las características generales de la experiencia política de Hispanoamérica se podrían resumir en la necesidad de evolucionar hacia una constante centralización (lucha entre federalistas y unitaristas, por ejemplo en Centroamérica) y la necesidad de conceder una gran preponderancia al poder ejecutivo (régimen de preponderancia presidencialista).

La preponderancia presidencialista y el debilitamiento del poder ejecutivo conducía a la tentación del golpe de Estado de caudillos y militares, a la dictadura. Casi todas las constituciones se formularon en la etapa en la que los países andaban aún a la búsqueda de su identidad nacional. Las constituciones de Chile de 1833, Argentina 1853 y México 1857 fueron grandes modelos para las que vinieron después. Todas las constituciones implantaron formas de Estado presidencialistas.

El régimen parlamentario no pudo adaptarse a la fase de la constitución nacional. No hubo ni preponderancia del Ejecutivo, ni del Legislativo, ni equilibrio de poderes. Por influencia de los EE UU, hubo preponderancia presidencialista. El presidente hispanoamericano, según la mayoría de las constituciones, tiene de hecho más poderes que el presidente estadounidense. La hipertrofia del poder presidencial fue un mal menor o casi necesario al principio, según algunos autores.

La organización judicial ha sido influida por la Constitución de los EE UU de Norteamérica, que fue modelo para la mayoría de las constituciones de los países hispanoamericanos. La Constitución confía a los tribunales el derecho a declarar la inconstitucionalidad de una legislación, como en Inglaterra y EE UU. Pero los tribunales supremos en Hispanoamérica no han hecho uso de su poder con la misma audacia que los EE lo hizo, por ejemplo, en el caso del presidente Nixon. Los tribunales vacilan en reconocer la ilegalidad de actos del presidente y toleran interpretaciones muy amplias de la ley en el terreno político, debido a la preponderancia del sistema presidencialista.

Los tribunales suspenden ligeramente las garantías constitucionales, cuando le conviene al presidente en el poder y toleran inmisiones del Gobierno federal en asuntos de los estados de la Federación.

LA FORMA DE ESTADO

Fue más difícil unificar las provincias y conformar con ellas las grandes naciones actuales que federar las 13 colonias inglesas en los EE UU. Los caudillos disponían, frente a la burguesía urbana, de mayor fuerza de la que tenían los pioneros norteamericanos frente a los notables unificadores del Este americano. Huellas aún de la dificultad que supuso las unificaciones nacionales se encuentran en todas las naciones hispanoamericanas en la rivalidad entre las ciudades: Medellín contra Bogotá en Colombia, costa contra meseta en Ecuador, el puerto de Buenos aires contra el interior del país, etc.

Los intentos de formar grandes federaciones fracasaron: La Federación de la Gran Colombia se escindió en 1830, la Confederación de Bolivia y Perú se escindió en 1839, la Organización de las Provincias de América Central, se escindió en 1838. Tienen forma de Estado federal sólo los siguientes países: Argentina, Brasil, México y Venezuela. En los dieciséis países restantes, la forma de Estado es unitaria.

La diferencia entre el federalismo hispanoamericano y el estadounidense: todos los países tienen sistemas jurídicos unificados; los poderes federales son en Hispanoamérica mayores que en los EE UU; la política municipal está más centralizada que en los EE UU y menos que en Francia. El centro más activo de la vida política no está ni en la nación, ni en la región, sino en el municipio.

La municipalización tendió siempre a debilitar el Estado. Los gobiernos centrales tienen que respetar en el fondo problemas locales, que en realidad son, en muchos casos, problemas personales. Esta ha sido la causa de muchos golpes de estado. Es en el municipio donde se establece la autoridad del cacique, del coronel, contra el que el Gobierno federal nada puede emprender. Incluso los partidos tienen que aliarse en algunos países con autoridades locales para organizarse a escala nacional.

LA FORMA DE GOBIERNO

«En toda América Latina se enfrentaron, durante el siglo XIX, dos bandos políticos, mejor definidos por sus tomas de posición sobre la forma de organizar el Estado, que por sus programas de fondo ante las necesidades de los estratos inferiores de la sociedad. Eran los liberales y los conservadores. A esta confrontación política se suma la surgida entre partidarios del centralismo y adeptos al federalismo. La amplitud de las diferencias surgidas entre ambos sectores de la oligarquía tiene su origen, por lo general, en el desarrollo histórico de cada región, y en su conformación social.

En el caso de liberales y conservadores, se oponen entre sí posiciones políticas que responden a distintas visiones del mundo. Los conservadores pretendían ingresar a la época independiente con escasas transformaciones en la sociedad. En muchos casos se resistieron a derogar leyes como el mayorazgo, e incluso a la eliminación del tributo indígena, como en Perú, o a la derogación de la esclavitud, porque según sus puntos de vista estas medidas atacaban el sagrado derecho de propiedad. Pero la piedra de toque de su enfrentamiento con los liberales fue la Iglesia. Para los conservadores, la ideología liberal llevaba el germen de la anarquía y el desorden, puesto que sus reformas destruían un orden tradicional, y atacaban la Iglesia, despojándola del poder que hasta entonces le había permitido tener fuerte influencia sobre la sociedad. Además, el liberalismo ofrecía a las masas unas peligrosas expectativas de cambio social.

Los liberales, a su vez, abolieron el mayorazgo, el tributo indígena, impulsaron la derogación de la esclavitud, y propusieron la supresión de la gran propiedad eclesiástica y de las extensiones de tierras pertenecientes a las comunidades indígenas. Estas reformas económicas iban de la mano con la idea de crear un mercado de mano de obra libre, en el interior del país. La desamortización de la propiedad eclesiástica, así como de las comunidades indígenas, tenía como finalidad colocar en el mercado una masa de tierras capaz de producir el nacimiento de unas capas medias rurales. Significaba, además, en el caso de la Iglesia, la destrucción de los últimos rasgos de un sistema feudal. Esto llevaba implícito la separación de la Iglesia y el Estado, así como la idea de imprimir un sello laico a la enseñanza y a la sociedad en general, alejando la educación de toda influencia religiosa. Se trataba de llevar a la práctica planes de modernización. Estos incluyeron la atracción de inmigrantes para poblar los grandes espacios, de capitales para dar mayor dinamismo a unas economías en recuperación, y la implantación de librecambio en el comercio con otros países.» [Vázquez, Germán / Martínez Díaz, Nelson: Historia de América Latina. Madrid: Sociedad General Española de Librerías, 1990, pp. 150-152]

Dos necesidades tuvieron los políticos y juristas hispanoamericanos al redactar sus constituciones: la primera fue la de establecer un poder ejecutivo más fuerte que en Europa, para evitar la descomposición de los estados jóvenes. La segunda fue la necesidad de prevenir la tentación caudillista del jefe del Ejecutivo de convertirse en dictador.

La solución fue, como en los EE UU, la separación de los dos poderes legislativo y ejecutivo. Pero como las constituciones conceden un poder muy grande al presidente (preponderancia presidencialista), para asegurar la unidad nacional en peligro desde un principio, la forma de gobierno propende a disimular dictaduras bajo formas constitucionales.

Los regímenes presidenciales en la América Latina y en los EE UU son muy similares, pero su funcionamiento es diferente: el mecanismo de obstáculos y contrapesos, el mutuo control o checks and balance previsto no ha sido suficiente para asegurar el equilibrio de poderes. Con análogas instituciones como las de EE UU, la América Latina desarrolló una forma de Gobierno marcadamente de preponderancia presidencialista. Así las constituciones se esfuerzan en evitar el continuismo o la perpetuación en el poder mediante la reelección.

Si, según algunos, el sistema parlamentario llevaría a la anarquía, pero la transposición del régimen presidencialista estadounidense a la América Latina condujo la dictadura del poder personal, favorecida por el caciquismo y el caudillismo. El continuismo presidencial ha sido uno de los males graves en AL. La preponderancia ejecutiva y la inestabilidad política provocada por la situación social llevaron a menudo a la dictadura personal.

La diferencia más grande, de forma jurídica, entre el presidencialismo de la AL y el de los EE UU es la legitimación en AL de las infracciones al principio democrático de separación de poderes. Varias constituciones facilitan al presidente el derecho de iniciativa legislativa, bajo el recurso al decreto-ley. Así hay proyectos de ley que emanan del Congreso y otros de la Presidencia; éstos suelen tener más posibilidades de convertirse en leyes. El veto, que en los EE UU es global (rechazo, por el presidente, de la ley propuesta por el Congreso), en AL es parcial (corregir): una aportación original hispanoamericana.

Es comprensible que poblaciones, acostumbradas al paternalismo y poco integradas en la nación, tengan más confianza en un hombre que en una institución: el mito del "padre protector que si supiese lo que ocurre en la sociedad real no lo toleraría, restablecería la justicia".

El Congreso en la AL se deja más fácilmente manipular por el presidente que en los EE UU. No son las revueltas del Congreso las que ponen fin a las hegemonías presidenciales, sino las revueltas de "palacio", las militares o las populares, con relativa pasividad del Congreso.

No son las revueltas del Congreso las que ponen fin a las hegemonías presidenciales en Hispanoamérica, sino las revueltas de palacio, los militares o las revueltas populares con relativa pasividad del Congreso.

La América hispana se ha obstinado, a veces, en conservar formas democráticas en situaciones sociales poco propicias para ello. Las instituciones democráticas no pueden funcionar en una sociedad que no es democrática.

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