Hispanoteca - Lengua y Cultura hispanas

 

Cuentos cortos

(comp.) Justo Fernández López

Lengua española

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El cabritillo

Estaba en el cuarto del hotel y empezó a repiquetear el teléfono. Era una voz femenina.

-¿Eres Roberto?

-No, no soy Roberto.

-¿Cómo te llamas?

-Francisco.

-Qué bonita voz tienes, Francisco.

Halagado, Francisco dice:

-Muchas gracias, a la orden.

-¿Puedo subir a tu cuarto, Francisco? -pregunta entonces la voz.

-Pero ... -titibea Francisco- ¿cómo voy a saber que me gustas?

-No sé, pero estoy muy bien hecho, a reventar -dice la voz femenina.

Entonces Francisco duda, medita por un instante, se acuerda del viejo cuento de los cabriti-

llos y el lobo y dice:

-Bueno, sube ... Pero, antes de abrirte, pasa una fotografía tuya por debajo de la puerta ...

 ¿Vale?

-Okey.

[José María de Quinto. En: El Extramundi y Los papeles de Iria Flavia. Núm. VI, año II, verano MCMXCVI, p. 153]

Las ‘caucaretas’

Ana se levanta hablando de las caucaretas. Sin duda ha debido de sonar con ellas.

Al cabo me pide que vayamos a cazar caucaretas. Salimos al jardín, y junto a un árbol, finge que las ha encontrado. Hace como que las coge con su manita pequeña, gordezuela. Cuando abre la mano para mostrármelas lanza una exclamación y dice que se han volado. Y así una y otra vez, cabe los cedros, cabe los pinos, cabe los sauces, ¡dichosas caucaretas volarodas!

Le pide que me explique cómo son las caucaretas. No se muerde la lengua, no, pero todo son vagedades y contradicciones. Las caucaretas parecen asumir todas las características de todos los animalillos que por el mundo -el mundo de Ana- existen. Unas veces son palomas, otras simples pájaros de colores. En ocasiones escarabajos, a continuación homiguitas. Incluso camellos, perros, gatos ... yo qué sé ...

Las caucaretas, dice en un determinado momento, son como animalitos redondos y tiernos, que, de soplarles en el ombligo, sacan algo así como el pitido del tren. (No hay duda de que recuerda ahora un huaco peruano que tenemos en casa).

Seguimos buscando caucaretas, claro es que infructuosamente. Tan pronto las coge, en ese momento de debajo de la sombrilla, se vuelan como por encanto. Sigue así continuamente. Hasta que la cojo en brazos, la lleno de besos, le soplo en la barriguilla, mientras le grito: „¡La caucareta eres tú!“.

[José María de Quinto. En: El Extramundi y Los papeles de Iria Flavia. Núm. VI, año II, verano MCMXCVI, p.154]

 La fundación de Guayaquil

Hemos estado en el viejo Guayaquil, quiero decir en el lugar exacto donde fue fundada la ciudad por Francisco de Orellana. Se trata de un cerro construido de viejas, sucias y descuidadas casas, que, sólo a partir de hace muy poco, empiezan a ser consideradas monumentos. Son casas de madera -llamadas paylas-, algunas bellas por su labrado, que ascienden por calles pinas e irregulares sobre el río. Deberían restaurar estas casas, pues el barrio -lo que fue el embrión de Guayaquil- tiene carácter.

En la plaza hay un busto de Francisco de Orellana levantado por el municipio hace ya años. Se presentaron al concurso tres escultores, uno de ellos mujer, al parecer atractiva. El alcalde, hombre culto y a la vez mujeriego, al presentarse los escultores, le dijo a la mujer:

-Hazlo tuerto.

Y fue ella la que ganó el concurso, pues, a lo que se ve, Francisco de Orellana era tuerto.

Se me ocurre pensar que los otros dos escultores rechazados pudieron haber objetado que Francisco de Orellana no era tuerto en el momento de fundar Guayaquil, pues perdió el ojo cuando, con posterioridad, se fue al descubrimiento del Amazonas.

Claro es que entonces la escultora y su protector podían haber aducido que la fundación de Guayaquil y el descubrimiento del Amazonas formaban parte de una mis gesta y ambas daban la visión total de Orellana, con lo que la falta de un ojo había que incorporarla al busto.

A lo que los otros dos podían haber objetado que, de haber sido tuerto Orellana en el momento de la fundación de Guayaquil, quizás no hubiera tenido una visión tan certera y hubiera elegido otro lugar -por ejemplo Babahoyos-, con lo que Guayaquil no hubiera sido Guayaquil ni Orellana su fundador.

Hemos subido por el cerro, hemos contemplado la ciudad extendida, rodeada de agua. El Daule y el Babahoyos forman el estuario de Guayas. Hay esteros, caminos de agua salada, que dividen el agua en meandros y se adentran por la tierra.

Lo que no consta en esta historia, ni falta que hace, es si el alcalde llegó a acostarse con la escultora.

[José María de Quinto. En: El Extramundi y Los papeles de Iria Flavia. Núm. VI, año II, verano MCMXCVI, p.151]

 Violación

-Aunque no venga a cuento -dijo- esto me recuerda lo de aquel ingeniero -joven, alto, rubio (ucraniano en vez de aragonés), de ojos azules y tiernos -que fue violado por el ejército alemán en un prostíbulo de Vladivostock cuando la retidada del 41.

Al hecho se le dieron por entonces distintas interpretationes. Hubo quienes, especulando sobre lo cuantitativo, dijeron que al entrar en el prostíbulo, donde se encontraba el ingeniero de marras, advirtieron los soldados que había poca puta para tanta tropa, con lo que tuvieron que hacer uso del muchacho. Otros, más en la vía de lo cuantitativo, señalaron que, en el momento de elegir, comprobaron que el joven ingeniero ofrecía mucho mejor aspecto que las pobres, deterioradas y sifilíticas prostitutas, las cuales acusaban de modo inequívoco todas las privaciones y sufrimientos de la guerra. Sin contar, claro es, con la opinión de unos terceros que aludieron a que el hecho se produjo de esa manera como consecuencia de un error, al tomar al muchacho como a una joven prostituta disfrazada de ingeniero. Hubo en fin otros, los últimos, que explicaron el suceso como la consecuencia directa de los muchos maricones que había en el ejército alemán.

Lo cierto es que quien haya estado en Vladivostock -yo no estuve nunca- puede ver a ese ingeniero, solo que ya no de joven, un tanto encorvado, de pelo blanquecino y ojos un tanto acuosos, asomado a la ventana de ese prostíbulo, mirando a lo lejos con cierta languidez, pues todavía vive alimentado con la esperanza de una próxima guerra.

[José María de Quinto. En: El Extramundi y Los papeles de Iria Flavia. Núm. VI, año II, verano MCMXCVI, p.149]

Orgasmo

Todos tuvimos ocasión de verlo. Primero se puso pálido; después, se le extravió la mirada. Sintió algo así como un desfallecimiento, se le entreabrió la boca y tuvo que apoyarse sobre la maleta. Jadeaba tal si le faltara el aire.

Lo retiraron dos funcionarios, compañeros suyos. La muchacha estaba ruborizada, inundada, encendida de rubor. No podía sentir más vergüenza. Sin embargo, ella no era culpable. Todos cuantos estábamos en la cola podíamos afirmarlo, poner nuestra mano en el fuego por defender su inocencia.

Nada más llegar -se encontraba un puesto delante del mío-, a indicación del funcionario la muchacha se había limitado a abrir su maleta. El culpable había sido él y nada más que él. Se había puesto delicadamente los guantes blancos, los cuales no estaban del todo limpios, y había empezado a registrar el equipaje, primero parsimoniosamente y luego cada vez más febrilmente, por entre las ropas, retirando los trajes, los pequeños adminículos -bolsa de aseo, fundas, estuches, joyeros, etc.- hasta dar con la ropa interior. Al toparse con ella, se quitó precipitadamente los guantes y palpaba voluptuosamente las combinaciones, acariciaba los camisones, los sujetadores y las bragas, así como las medias, todo lo cual supuestamente debía dejar adivinar para él un cuerpo extrardinario, fuera de lo común. A veces, aparte de palpar y acariciar -con sus manos sebosas y peludas- las prendas íntimas de la muchacha, se llevaba a las mejillas y las besaba arrobado, mientrs del revoltijo trascendía, cada vez más intensamente, el aroma de un perfume enervante.

Pero mientras manipulaba por entre la ropa y sobaba aquellas prendas de lencería -eso lo afirmé yo poco después a los viajeros que esperaban detrás de mí- ni una sola vez se dignó mirar a lamuchacha que se encontraba frente a él. Era como si no necesitase verla, tal si prefiriera adivinar y ensoñar su presencia en vez de concretar y precisar su suerpo entero. Ella estaba quieta, asombrada, estupefacta, con la vista baja, ruborizada, como si -a través del rojo del rostro, de los brazos tímidamente velludos, del cuello y del principio de los senos- sintiera encendida la piel.

En fin, para qué seguir. Ya he dicho que de pronto se puso pálido, entreabierta la boca y extraviados los ojos. He dicho también que tuvo que reclinarse sobre el equipaje, víctima de un desfallecimiento, para no caer al suelo, y que lo retiraron dos compañeros.

Enseguida ocupó su lugar otro aduanero.

-No sirve para esta profesión -dijo tal si quisiera disculparle.

[José María de Quinto. En: El Extramundi y Los papeles de Iria Flavia. Núm. VI, año II, verano MCMXCVI, p.147]

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