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Ser y estar

(comp.) Justo Fernández López

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La verdad de las mentiras

EL PAÍS – Sábado  27 febrero  1999 - Nº 1030

JUAN CRUZ

Los escritores no sólo escriben libros y poemas, sino que sobre todo tienen anécdotas, y por eso sólo algunos de ellos son aún más legendarios.

La mayor parte de las veces, esas anécdotas no son verdaderas, sino invenciones que van de boca en boca hasta convertirse, como diría Mario Vargas Llosa hablando sobre el poder sugestivo de la ficción, en la verdad de las mentiras.

La gente no sabe bien si Jorge Luis Borges protagonizó o no todas las anécdotas que se le atribuyen, pero si ahora se despojara a la biografía de Borges de las bromas que dicen que salieron de su boca, su riquísima memoria literaria quedaría inevitablemente truncada. Alguna vez hemos contado aquí alguna de las que le hicieron notorio, siempre teniendo como fuente a Guillermo Cabrera Infante o a Marcos Ricardo Barnatán, que fueron sus amigos; nunca se ha dilucidado si es cierto que Borges, al final de un homenaje en Santander, dijo „estoy conmovido“ o „estoy muy jodido“, porque ni la grabación real del acto lo aclara, y tampoco se sabrá si su dentadura se quedó adherida y exenta a un trozo de pan con tomate, mientras comía en Sitges, pero esas anécdotas quedarán siempre como parte inevitable de la conversación torrencial que suscita Borges; ahora he escuchado una anécdota nueva que no tiene verificación posible aunque la cuenten muchas fuentes: dos escritores argentinos coinciden con el maestro en Londres y uno de ellos exclama: „¡Maestro, somos escritores argentinos!“ Y el viejo maravilloso y maravillado exclama: „¡Qué casualidad, yo también!“

Gustavo Martín Garzo, el escritor vallisoletano que este año ganó el Nadal, describió aquí, en EL PAÍS, una inmejorable anécdota de Juan Rulfo: el autor de Pedro Páramo se encontró hace años en el aeropuerto de México con el pintor también mexicano José Luis Cuevas, que guarda fama de muy arrogante; Cuevas llevaba una enorme maleta, y Rulfo, una muy chiquita; Rulfo conocía a Cuevas, pero éste no sabía quién era aquel hombre tan chiquito como su equipaje; pero aun así Rulfo se dirigió a él: „¿Por qué no intercambiamos maletas, yo le llevo a usted su maletón y usted lleva mi maletica?“ El altivo pintor dudó un poco, pero al fin aceptó el trueque. Al término del trayecto de aeropuerto durante el cual Rulfo llevó la carga más pesada, Cuevas le dijo: „Soy José Luis Cuevas, caballero, ¿y usted?“ „Yo no, yo soy tan sólo Juan Rulfo“. Una vez lo verificó en persona, y lo escuché: es cierto que escribió Pedro Páramo „para poder leerlo“, pero esta semana supe además que Rulfo había afirmado: „Escribí Pedro Páramo quitando palabras“.

Siempre que se citan anécdotas de Rulfo uno termina recordando sucesos ocurrentes de Juan Carlos Onetti. Es legendaria esta anécdota. Acostado contra la luz, en su casa de la avenida de América, en Madrid, el autor de Cuando ya no importe recibió a un equipo de la televisión francesa con Ramón Chao al frente. Una chica de producción le miraba fijamente, y Onetti le interpeló: „¿Mira usted mi único diente?  Le advierto que yo tengo una dentadura magnífica, pero se la he prestado a Mario Vargas Llosa“.

Y una de Francisco Ayala, que refiere Rafael Conte en sus memorias: le dijo a Ayala un joven escritor exiliado, después de la guerra: „Ahora me voy a dedicar sólo a escribir“. Y el granadino irónico le espetó: „¿A quién?“

Muchas anécdotas tienen que ver con la difícil relación que establece el escritor con la crítica, y ésta es una circunstancia que afecta a muchos que parecen no ocuparse de estas contingencias, pero que las sufren como cualquiera. Ernesto Sábato no podía librarse, pues. Hace años, cuando apareció la colección Archivos , patrocinada por la Unesco y dedicada a rescatar obra legendaria de latinoamericanos ya desaparecidos –Lezama, Cortázar...–, el citado crítico Rafael Conte publicó en este mismo periódico un artículo reflejando la importancia del acontecimiento. El mismo día llegó a Madrid el autor de Sobre héroes y tumbas. Le dijo, en un aparte solemne, a un amigo que había acudido a recibirle al aeropuerto:

–„¿Usted sabe qué tiene contra mí Rafael Conte?  Escribe hoy un artículo sobre escritores latinoamericanos y ni me menciona“.

–„Es que escribe sobre escritores muertos“.

Es imposible saber si todo es cierto. Cuentan que Alfonso Reyes, el legendario prócer literario mexicano, estaba en situación dudosa con su secretaria, en la biblioteca de su casa.  Su mujer, justamente estupefacta, le interpeló: „¡Estoy sorprendida!“ El extraordinario escritor le corrigió: „Estarás estupefacta, el sorprendido soy yo“.

Esta semana le preguntó un joven periodista a Augusto Monterroso, el autor de fábulas, a quien sus amigos llaman Tito:

–¿Desde cuándo le llaman Tito?

Fueron mis padres, cuando tenía un año. Les daba apuro llamarme Monterroso.

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