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HIDALGO Origen del nombre

(comp.) Justo Fernández López

Diccionario de lingüística español y alemán

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hidalgo, ga. (De fidalgo).

1. Persona que por linaje pertenecía al estamento inferior de la nobleza.

2. Perteneciente o relativo a un hidalgo. Familia hidalga.

3. De ánimo generoso y noble. Actitud hidalga.

hidalgo de bragueta.

Padre que, por haber tenido en legítimo matrimonio siete hijos varones consecutivos, adquiría el derecho de hidalguía.

hidalgo de cuatro costados.

Aquel cuyos abuelos paternos y maternos son hidalgos.

hidalgo de devengar quinientos sueldos.

El que por los antiguos fueros de Castilla tenía derecho a cobrar 500 sueldos en satisfacción de las injurias que se le hacían.

hidalgo de ejecutoria.

El que ha litigado su hidalguía y probado ser hidalgo de sangre. Se denomina así a diferencia del hidalgo de privilegio.

hidalgo de gotera.

El que únicamente en un pueblo gozaba de los privilegios de su hidalguía, de tal manera que los perdía al mudar su domicilio.

hidalgo de privilegio.

El que lo es por compra o merced real.

hidalgo de sangre.

Persona que por linaje pertenecía al estamento inferior de la nobleza.

hidalgo de solar conocido.

El que tiene casa solariega o desciende de una familia que la ha tenido o la tiene. [DRAE]

«Hidalgo, 1197; antes fijo d’algo, h. 1140; contiene la forma abreviada hi por hijo (también empleada en hi de puta, hi de perro, etc.); en esta expresión y en otras muchas medievales y clásicas (hijo de caridad ‘hombre caritativo’, hijo del naipe ‘jugador habitual’, hijo de la piedra ‘expósito’, hijo de la fortuna ‘hombre afortunado’) hijo se toma como mero elemento gramatical para expresar persona caracterizada por la idea que se expresa con el otro sustantivo, por imitación del uso que hace el árabe con ‘ibn ‘hijo’ (‘ibn yáumih ‘efímero’ = ‘hijo de su día’); y algo, como es corriente en la Edad Media, vale ‘riqueza, bienes’, de suerte que hi d’algo equivalía primitivamente a ‘hombre de dinero’, ‘persona acomodada’, por oposición al villano o labriego; hidalguía, 1495; ahidalgado

[Corominas, Joan: Breve diccionario etimológico de la lengua española. Madrid: Gredos, 31987, p. 320]

«Castro se ocupó latamente de la palabra hidalgo. En 1948, en España en su historia, le atribuyó un étimo árabe, ibn-al-joms, ‘hijo de la quinta parte (del botín)’. El Corán (VIII, 41) establece que de todo lo ganado mediante guerra una quinta parte corresponde a Dios y al Profeta. Con modificaciones, esta disposición perduró entre la casta cristiana. Durante el proceso de la conquista de América, el Adelantado (o cualquiera que fuera su título) tenía derecho a la quinta parte del botín. De la tierra de España, un quinto de ella cabía bajo tal disposición. Los cultivadores de esas tierras y sus descendientes fueron llamados bani-l-ajmas, ‘hijos de los quintos’. Castro sostuvo que joms (o jums) era la base fónica de la parte final de la palabra hidalgo y que ésta no provendría, por lo tanto, de la base latina aliquod. Pero la evolución de al joms > algo es fonéticamente imposible. El propio Castro se convenció de ello y aceptó la etimología latina. Lo que rescató de su explicación inicial fue su idea de que la estructura sintáctica hijo de es de origen semítico. Primero en el sentido ya señalado, es decir, del árabe ibn-l-; más tarde reforzó su punto de vista aduciendo modelos judíos del mismo tipo, ben tovim, ‘hijo de los buenos’. Es decir, hidalgo sería una voz calcada sobre modelos semíticos, árabes y judíos; por una parte, del hebreo ya citado, ben tovim, y por otra del árabe awlad ni’mati ‘hijos del bien’. Corominas ha aceptado el influjo del esquema árabe hijo de en diferentes voces españolas y especialmente respecto de hidalgo. La influencia del hebreo en la formación de esta voz no le parece suficiente probada por los antecedentes que Castro exhibe en su artículo “Hijodalgo: un injerto semítico en la vida española” (Papeles de Son Armadans, núm. LVIII, enero de 1961, pp. 9-21. Castro armonizó lo árabe con lo judío en La realidad histórica de España, México: Porrúa, 1962, pp. 219-223).

La expresión árabe ‘ibn, ‘hijo’, también el femenino bint, más un sustantivo, sirve para significar una persona caracterizada por el concepto del sustantivo o para adjetivarla: ‘ibn as-sahîl ‘hijo del camino’ = ‘viajero’; bint al-Kitâb, ‘hija del libro’ = ‘estudianta’. T. E. Lawrence anota que los árabes llamaban a las primeras bicicletas hijas del automóvil (citado por A. Castro en Realidad 62, p. 229).

Algo, proveniente de aliquod, pudo tomar perfectamente en español el significado de ‘bien, riqueza’, como es el caso en diferentes lenguas. El significado originario de hidalgo viene a ser así ‘persona con bienes de fortuna’. Tal significado, expresado así por Corominas, ha pasado por la troje latino-occidental. En el origen, de acuerdo con el paradigma árabe, su articulación semántica exacta fue ‘hijo de bienes’ o ‘hijo de la fortuna material’, así como en árabe el hombre rico es “el hijo de la riqueza”.

Como se sabe, sobre este significado originario se injertaron con posterioridad otros dos: ‘noble’ y ‘persona perteneciente al grado más bajo de la nobleza’. Del siglo XVI en adelante, empezando por el Lazarillo, la literatura inmortalizó el tipo del hidalgo pobre que ni siquiera tenía qué comer y por eso pretendía engañar a los demás escarbándose con un palillo los dientes, a la vista de todo el mundo, inmediatamente después de las horas de la comida que él no había olido ni de lejos. A costa de su hambre y de sus simulaciones conservaba, sin embargo, su honra de no ser pechero ni de infamarse con oficios propios de moros o judíos. No trabajar era para el hidalgo una afirmación inequívoca de su calidad de cristiano viejo. Designado con un molde sintáctico y semántico de origen semita, este noble de ínfima categoría quedó aprisionado en una vividura traspasada hondamente por conductas y valoraciones provenientes de los moros y judíos o labradas por rechazo apasionado de los modos de vida de esas castas. El buen hidalgo no podía hacerse labriego y trabajar con sus manos para no perder honra. Tampoco podía enriquecerse con negocios o mediante artes mecánicas. Estaba condenado a la triste holganza permanentemente. A la simple tarea de existir con su conciencia tranquila de toda mácula, pero agotándose en la inmovilizada perduración de su vivir castizo. “El español cristiano viejo no se hizo «hidalgamente», intelectualmente haragán por deseo de comodidad, sino por una exigencia espiritual (no importa que esto parezca chiste) como la del calvinista que laboraba técnicamente con sus manos a fin de hacerse grato a Dios” (A. Castro, Realidad 62, 265). [...] El trabajo manual gozó de un descrédito considerable en España, no igualado en ninguna otra parte de Europa. Hay que esperar al reinado de Carlos III, en pleno siglo XVIII, para que sea reconocido por las leyes.

Descubiertas las Indias Occidentales, el hidalgo podía también atravesar el océano para mejorar de situación. El oro y las riquezas de aquellas fabulosas regiones servirían para satisfacer sus necesidades. Los cristianos habían sometido a los moros para que trabajaran a su servicio. En las tierras descubiertas dicho papel estaba encomendado a los naturales de ellas, a los indios. En muchos lugares funcionó esta ecuación. Pero en algunas regiones no pudo ser aplicada. Entonces, para gran consternación de su propia honra, hidalgos que lo eran de verdad o se tenían por tales, debieron sobrevivir gracias al esfuerzo de sus propias fuerzas. De esto se quejan al rey Felipe II algunos vecinos de Buenos Aires en 1590, ponderando la, para ellos, infamante situación que han debido enfrentar: “Quedamos tan pobres y necesitados que no se puede encarecer más, de que certificamos que aramos y cavamos con nuestras manos... Padecen tanta necesidad que el agua que beben del río, la traen sus propias mujeres e hijos... Mujeres españolas, nobles de calidad, por mucha pobreza han ido a traer a cuestas el agua que han de beber”. (A. Castro, Realidad 62, p. 268). [...]

En casi todos los países iberoamericanos hubo políticas de inmigración iniciadas en el siglo XIX y continuadas en algunos casos durante el siglo XX. Con pequeñas variantes, los países de la América hispanolusitana buscaban manos hábiles para enfrentar las tareas de la agricultura, la industria y la minería. Cuando avanzando en el siglo XIX se inició la implantación de la industria, fueron técnicos extranjeros los que la desarrollaron en esos países. La gran minería fue pasando rápidamente a empresas alemanas, inglesas, francesas y, posteriormente, norteamericanas. Esta situación, en lo esencial, perdura en el continente americano de habla española y portuguesa en perfecta concordancia con lo que ha sido la historia de los países europeos que descubrieron y colonizaron esas regiones.»

[Araya, Guillermo: “Lexicografía e historia de la visión de España de Américo Castro”. En: Homenaje a Américo Castro. Madrid: Universidad Complutense, 1987, p. 52-55]

«Frente al señorito, tipo cristalizado quizá a lo largo del siglo XVIII, y frente al chulo operetesco clásico de hace entre cincuenta y cien años (pero que es tipo de tradición nonata, de puro viejo, y, en el fondo práctico, no más nuestro que húngaro o inglés), está el hidalgo.

El hidalgo llega a ser el espécimen perfecto, el modelo más logrado del hombre-rey, y ello por las circunstancias que rodean su condición de hijo de algo, de hombre principal del lugar; y la aparición del hidalgo cumplido en el mapa político español responde a la perfección a lo que se desea para encarnar al “hombre de pro”.

Creemos que, de los dos hidalgos más generalizados: Don Alonso Quijano y el aspirante Pedro Crespo, es el primero el que mejor responde al tipo de hidalgo que queremos contornear. Nuestro hidalgo es más pobre que muchos pobres del lugar; porque, no pudiendo (¡bueno fuera!) trabajar a soldada en casa de un amo, lo que su menguado patrimonio le produce no le basta para satisfacer con holgura sus necesidades perentorias. Se le ve poco callejeando, porque ir acá o allá sería prodigarse; y, si es poco hombre de visitar él mismo, lo es aún menos de ser visitado, que las frecuentaciones descubrirían aquellas sus interioridades que hay que ocultar a toda costa. En la iglesia tiene sillón de preferencia cerca del presbiterio, y el cura no comenzará el oficio sin que el prohombre está ya en su puesto. En su trato, jamás olvida que es y debe parecer gran señor: habla siempre en tono protector, pero con afabilidad, evitando las llanezas, que darían al traste con todo el tinglado; aunque, allá en su interior, los ricachos del lugar lo detestan, porque dicen que es hombre demasiado orgulloso para tener tan pocos pegujales, lo halagan cuando está delante, envidian su condición y los respetan. El hidalgo podría poner cátedra y “andarse predicando por esos púlpitos”, pues, aunque no es hombre de letras, porque es más bien hombre de armas tomar, cree poseer los conocimientos necesarios para no recibir lecciones en materia religiosa, incluso del cura, y saber todo lo que hay que saber de las demás cosas, esto es: de España y de su monarquía; la ciencia del hombre de hidalguía no tiene por qué salirse de estas dos materias. En realidad, y en materia de monarquías, el hidalgo conoce dos: la suya, la en que él es rey, y la otra, demasiado abstracta a causa de su lejanía nacional; la monarquía del terruño es su elemento, bien concreto, mientras que la gran Monarquía es casi materia teológica, de misticismo, de gran aspiración, por lo que siempre hablará de ella con exaltación heroica.

De todas las realidades, es la de su propia existencia la única que interesa al español, a este absorto en su yo, a esta cautivado o, más bien, cautivo de su yo; como que con ella se encierra a solas y con ella se solaza o se martiriza, viviendo sólo para sí mismo. Por eso todo contacto con el exterior es un conflicto, una lucha de imposible acomodación.»

[Carpio, Andrés M. del: Con España a cuestas. Madrid, 1959, p. 64 sigs.]

«Séame perdonado recordar que el water-closet nos viene de Inglaterra. Un hombre de módulo muy intelectual no hubiera nunca ideado el water-closet, porque despreciaba su cuerpo. El gentleman, no es un intelectual. Busca el decorum en toda su vida: alma limpia y cuerpo limpio.

Pero, claro es, todo esto supone riqueza; el ideal del gentleman llevó, en efecto, a crear una enorme riqueza, y a la vez la supuso. Sus virtudes sólo pueden respirar y abrir sus alas en un amplio margen de poderío económico. Y, efectivamente, no se logró de hecho el tipo de gentleman hasta mediados del siglo XIX, cuando el inglés gozaba de una riqueza formidable. El obrero inglés puede, en alguna medida ser gentleman porque gana más que el burgués medio de otros países. [...]

En los últimos veinte años la situación económica del hombre inglés ha cambiado; hoy es mucho menos rico que a comienzos del siglo. ¿Cabe ser pobre y, sin embargo, ser inglés? ¿Pueden subsistir sus virtudes características en un ámbito de escasez?

Hay que ir pensando en un tipo ejemplar de vida que conserve lo mejor del gentleman y sea, a la vez, compatible con la pobreza que inexorablemente amenaza a nuestro planeta. En los ensayos mentales que para construir esa nueva figura ejecute el lector, surgirá inevitablemente, como término de comparación, otro gran perfil histórico, en algunos rasgos el más próximo al gentleman y que, no obstante, lleva en sí la condición de florecer en tierra de pobreza. Me refiero al “hidalgo”. Su diferencia más grave del gentleman consiste en que el hidalgo no trabaja, reduce al extremo sus necesidades materiales y, en consecuencia, no crea técnicas. Vive alojado en la miseria como esas plantas del desierto que saben vegetar sin humedad. Pero es no menos incuestionable que supo dar a esas terribles condiciones de existencia una solución digna. Por la dimensión de dignidad se enlaza con el gentleman, su hermano más afortunado.»

[Ortega y Gasset, José: “Ensimismamiento y alteración” (1939). Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, vol. V, p. 353-354]

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