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ROMAN Novela

(comp.) Justo Fernández López

Diccionario de lingüística español y alemán

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Vgl.:

Literatur / Poesie / Märchen / Text / Textsorten / Gattungen (literarische) / Stil / Rhetorik / Fiktion / Phantasie / Literarische Gattungen / Diegese / Scripts / Frames / Schema-Basiertes Textverstehen / Schema / Metapher / Narrativik-Narratologie / Literatur und Psychoanalyse / Superstruktur / Thematische Entfaltung / Narrative Strukturen / Geschichtengrammatik / Literatursoziologie

Escribo novelas porque no soy capaz de escribir mis memorias.

(Jean-Marie Gustave Le Clézio)

Pregunta: ¿Ya no hay sitio para la gran novela?

Eduardo Mendoza: «En estos momentos ni hay un ambiente para crearla ni, si se pudiera crear, encontraría lectores. Encontraría estudiosos.

 Lo que ha muerto no es la novela, sino el lector de novela del siglo XIX como ha muerto el que iba a escuchar los sermones de grandes predicadores en el siglo XVII.

¿Podría salir un predicador que atronara en la catedral de Toledo? Sí, pero estaríamos hablando de otra cosa».

«Quien está tomando con firmeza el relato de las historias, quien ahora es capaz de contarlas con hondura y potencia expresiva son las series de televisión.

Más que el cine, que está infantilizado entre superhéroes y efectos especiales».

[José María Guelbenzu]

«La narratividad ha ganado la partida, pero la novela ya no es el lugar en el que se plantean las transformaciones sociales. Por no hablar de que el libro ya no puede arrogarse el monopolio de la literatura.

La apelación a la narrativa tradicional no es más que una reacción ante algo que se acaba. Justo cuando se entrevén grandes transformaciones en la lectura, la literatura se vuelve regresiva y trata de apostar por formas muy codificadas».

[Eloy Fernández Porta]

«Cuando la gente dice que la novela es una forma de conocimiento yo digo no, para mí es una forma de reconocimiento. La novela lo que hace es traerte como lector cosas que sabías, pero no sabías que sabías».

«Quiero que en mis novelas haya la misma ambigüedad que en el mundo. Las novelas deben ser tan ambiguas como la vida».

[Javier Marías]

«Una novela contiene en su corazón una pregunta para la que no hay respuesta: la respuesta es la novela misma.»

[Javier Cercas]


Zur Etymologie von spanisch romance und deutsch Romanze

„In der zweiten Hälfte des 12. Jh. verwendete Frankreich zur Bezeichnung eines erzählenden Prosawerkes das Substantiv „li romanz“. Man nahm bisher an, es liege ihm ein lateinisches Adverb „romanice“ zugrunde, welches sich in der Wendung „romanice loqui“ auf die vulgärlateinische Volkssprache bezogen hätte. In neuer Sicht ist das Problem anders dargestellt:

„Romanz“ bezeichnet in Gallien zuerst die Volkssprache selbst, und das auch Übersetzungen lateinischer Texte in dieses gesprochene Idiom. Mit dem Wandel von einer Adjektiv- zu einer Substantivkategorie gewann der Begriff an Eindeutigkeit und diente schließlich, im 12. Jh., zur Bezeichnung eines erzählenden Prosawerkes der Volkssprache Frankreichs.

Schon im 13. Jh. entlehnte das Spanische die galloromanische Nominativform „romanz“ und bildete daraus sein „romance“, ebenfalls zur Bezeichnung eines erzählenden Prosawerkes, eines Romans.

Im 14. und 15. Jh. begann sich der Begriff auf Bruchstücke dieser Romane zu beziehen, auf Romanzen, während „novela“ zum Ausdruck für den Roman wurde. Eine genaue Parallelerscheinung haben wir im Englischen, wo um 1300 herum das galloromanische „romanz“ in der Form „romance“ erschien, zuerst in der Bedeutung „Roman“ und dann, im 16. Jh., durch spanischen Einfluss, zur Bezeichnung einer Art Ballade. Auch hier wurde, wohl ebenfalls durch spanischen Einfluss, der Roman mit dem Begriff „novela“ bezeichnet.

Das deutsche „Roman“ ist eine Bildung der ersten Hälfte des 17. Jahrhunderts und geht auf die Akkusativform des altfranzösischen „romanz“, auf „roman“, zurück.

Spanien bezeichnete also die episch-lyrischen Gedichte, welche zwischen dem 14. und dem 17. Jahrhundert seine eigentliche Nationalpoesie bildeten, mit einem Lehnwort aus dem Galloromanischen. Das Maskulinum „el romance“ gelangte im 16. Jh. nicht nur nach England, sondern auch nach Frankreich, wo es zu einem aus dem Jahre 1606 erstmals belegten Femininum „la romance“ abgeändert wurde. Von hier aus übernahm J. W. Gleim den Ausdruck nach Deutschland, und prägte 1756 den Begriff „die Romanze“, zur Bezeichnung seiner Bearbeitungen spanischer Romanzen. Wenig später drang von England her die Ballade in Deutschland ein, die beiden Begriffe lebten nebeneinander, und es entstand eine völlige Unklarheit darüber, was nun Romanzen und was Balladen seien.“

[Bodmer, Daniel: Die granadinischen Romanzen in der europäischen Literatur. Zürich: Juris-Verlag, 1955, S. 92]

Familienroman (engl. family romance; frz. roman familial; ital. romanzo familiare; sp. novela familiar; port. romance familial)

Von Freud geschaffener Ausdruck, der Phantasien bezeichnet, in denen das Subjekt imaginär die Bande mit seinen Eltern modifiziert (es imaginiert zum Beispiel, es sei ein Findelkind). Solche Phantasien sind im Ödipuskomplex begründet.

Schon bevor er ihnen 1909 eine Arbeit widmete (Der Mythos von der Geburt des Helden), erwähnte Freud mehrfach Phantasien, in denen sich das Subjekt eine Familie schafft, bei dieser Gelegenheit eine Art Roman erfindet. Solche Phantasien sind in den paranoischen Wahnvorstellungen manifest. Freud findet sie in verschiedenen Varianten rasch bei den Neurotikern: das Kind bildet sich ein, dass es nicht von seinen realen Eltern abstammt, sondern von hoch stehenden Eltern, oder von einem hoch stehenden Vater; es unterstellt also seiner Mutter heimliche Liebesabenteuer; oder aber es selbst ist wohl ein legitimes Kind, aber seine Brüder und Schwestern sind Bastarde.

Solche Phantasien hängen mit der ödipalen Situation zusammen; sie entstehen unter dem Druck, den der Ödipuskomplex ausübt. Ihre präzisen Motivationen sind zahlreich und verwickelt: Wunsch, die Eltern einerseits herabzusetzen und andererseits zu erhöhen, Größenwunsch, Versuch, die Inzestschranke zu umgehen, Ausdruck der Geschwisterrivalität etc.“

[Laplanche, J. / Pontalis, J.-B.: Das Vokabular der Psychoanalyse. Frankfurt a. M.: Suhrkamp, 1974, S. 152-153]

“«Una novela es una vida vista en su aspecto de libro. Cada vida tiene un epígrafe, un título, un editor, un prólogo, un prefacio, un texto, notas, etc. Tiene o puede tener todas estas cosas» (Novalis).

A pesar de que ordinariamente se considera que la novela es el descendiente de las grandes formas épicas del pasado, en el sentido en que hoy la entendemos es un género relativamente reciente, que conserva sólo muy débiles vínculos con la tradición de la que brotó. Nacida, según unos, de la inolvidable locura de don Quijote, con el naufragio y la isla desierta de Robinson Crusoe, según otros, la novela moderna, a pesar de los nobles orígenes que le reconoce el historiador – y que, a veces, ella misma reivindica para sí – es, en realidad, un recién llegado al mundo de las letras, un plebeyo que ha triunfado y que desempeña, en cierto modo, el papel de nuevo rico – e incluso algunas veces de advenedizo – en medio de los géneros secularmente admitidos, a los que ha ido suplantando poco a poco. Indudablemente, a partir del siglo XVI, el género está vinculado a nombres muy ilustres – suponiendo que queramos alinear a Rabelais entre los novelistas – y, a principios del XVII, Cervantes marca con sello indeleble su destino dóndele el Libro de los libros, la Biblia profética que, aboliendo la Edad de Oro de la Literatura, funda la era turbulenta de la modernidad.

El Quijote es, indudablemente, la primera novela «moderna» si entendemos por modernidad el movimiento de una literatura que, perpetuamente en búsqueda de sí misma, se interroga, se pone en tela de juicio, convierte en tema de sus relatos sus propias dudas y su fe sobre su propio mensaje. Robinson Crusoe puede reivindicar una prioridad de otra naturaleza: es «moderna» sobre todo porque refleja con mucha claridad las tendencias de la clase burguesa y comerciante nacida de la Revolución inglesa. En este sentido, efectivamente, se ha podido decir que la novela es un género burgués que, antes de hacerse internacional y universal, comenzó siendo específicamente inglés. Más adelante veremos los estrechos vínculos y las diferencias que el análisis pone de manifiesto entre el «robinsonismo» y la «quijotada».

Sin embargo, en 1719, fecha comúnmente admitida como el nacimiento oficial de la novela, se encuentra todavía en tal descrédito que Daniel Defoe, quien, no obstante, pasa por ser el que dio su primer impulso, rechaza de antemano cualquier asimilación de su obra maestra con ese subproducto de la literatura que él considera, todo lo más «bueno para aprendices», y condenado, en suma, por su público. Si le creyéramos, Robinson Crusoe debe ser considerada una historia verdadera, mientras que la novela es un género falaz, por naturaleza insípido y sensiblero, inventado para corromper a un tiempo el corazón y el gusto. Este juicio peyorativo no tenía, por lo demás, nada de nuevo; en el siglo precedente, la gente principal se veía en la obligación de esconderse para leer sus libros favoritos, aquellos mismos que esas gentes declaraban en público indignos de personas cultivadas. Este juicio domina aún en Diderot, también novelista vergonzante, según se manifiesta en Jacques le Fataliste, donde desmonta los procedimientos habituales del relato novelesco, con objeto de subrayar su enorme porción de arbitrariedad y convencionalismo. [...] Es verdad que este desprecio de la gente de buen gusto no impide en absoluto que la novela continúe su singladura. Ya a mediados del siglo, ni los lectores ni los novelistas se ruborizan por preferir este género. Y un siglo después, Balzac podrá llamarse a sí mismo, sin temor al ridículo, «secretario de la Historia» y colocar La comedia humana, ni más ni menos, a la altura de la epopeya de Napoleón.

El tan extraordinario éxito que, en tan breve tiempo, conoció la novela, lo obtuvo realmente a lo nuevo rico; porque, bien mirado, lo consiguió, sobre todo, por la conquista de ámbitos vecinos, pacientemente absorbidos por ella, hasta llegar a reducir a colonias casi toda la literatura. Del rango de género menor y desacreditado, pasó a alcanzar un poder probablemente sin precedentes; hoy es monarca casi absoluto de la vida literaria, una vida que se ha dejado moldear por su estética y que, cada día más, depende económicamente de su éxito. Con esta libertad del conquistador, cuya ley única es la expansión indefinida, la novela, que ha absorbido para siempre las viejas castas literarias – las de los géneros clásicos –, se apropia todas las formas de expresión, explota en su beneficio todos los procedimientos, sin sentir ni siquiera la necesidad de justificar su empleo. Y paralelamente a esta dilapidación del capital literario acumulado por los siglos, se adueña de sectores cada vez más amplios de la experiencia humana, frecuentemente engreída de su profundo conocimiento de los mismos, de los que ofrece una reproducción mediante la directa captación o mediante la interpretación moralizante, historicista, teologizante o incluso filosofadora y erudita. Con una notable semejanza de rasgos respecto a la sociedad imperialista que la vio nacer (su espíritu de aventura es siempre un poco el de Robinson, quien no por azar transforma su isla desierta en una colina) tiende irresistiblemente a lo universal, lo absoluto, a la totalidad de las cosas y del pensamiento; por lo cual sin duda, nivela y da uniformidad a la literatura, pero, de otro lado, le abre posibilidades inagotables, pues que nada existe que no pueda tratar.

Género revolucionario y burgués, democrático por vocación y animado de un espíritu totalitario que lo lleva a romper vallas y fronteras, la novela es libre, libre hasta la arbitrariedad y el último grado de la anarquía. Sin embargo, y por paradoja, esta libertad sin contrapartida se parece bastante a la del parásito. Pues, por exigencia de su naturaleza, vive a costa de las formas escritas y a expensar de las cosas reales, de las que pretende «dar» la verdad. Este doble parasitismo, lejos de limitar sus posibilidades, parece acrecer sus fuerzas y ampliar todavía más sus fronteras.”

[Robert, Marthe: Novela de los orígenes y orígenes de la novela. Madrid: Taurus, 1973, pp. 13-16]

“Ahora bien, ¿qué dicen los diccionarios y enciclopedias sobre la palabra «novela»? Para Littré, la novela es «una historia fingida, escrita en prosa, en la que el autor trata de suscitar el interés mediante la pintura de las pasiones, las costumbres o por la singularidad de las aventuras». Ciertamente esto no vale más que para novela moderna, porque la antigua, es decir, la obra escrita en romance, es tenida por «un relato verdadero o fingido», de lo que hay que deducir que la distinción entre ficción y realidad no es decisiva o bien que ha venido a serlo para la novela moderna, a la cual – pero, ¿ por qué? – se le negaría el derecho a la «verdad», que le es reconocido a su predecesora. Si la novela moderna es necesariamente «ficción», las numerosas novelas cuyo argumento es un episodio histórico o un «suceso» periodístico (Guerra y paz, El rojo y el negro) deben quedar fuera del género novelesco, es decir, fuera de la literatura, ya que no existe otro sigio para ellas. ¿Y qué significa «ficción» o «verdad» en un ámbito en el que incluso los datos de la realidad empírica sufren una interpretación por el mero hecho de que ya no son vividos, sino escritos? [...] El Larousse del siglo XIX no encontraba más dificultades que el Littré en estas preguntas que, sin embargo, son decisivas; las resuelve también estableciendo una oposición entre la novela antigua, «relato verdadero o falso», y la de hoy, «relato en prosa, de aventuras imaginarias inventadas y combinadas para despertar el interés del lector». También aquí el gramático parace tener por cosa averiguada que lo imaginario es pertenencia de la novela actual mientras que las formas antiguas del género están, por su naturaleza, más cerca de la historia.”

[Robert, Marthe: Novela de los orígenes y orígenes de la novela. Madrid: Taurus, 1973, p. 19-20]

“La novela, en sentido proverbial, nunca pretendió «captar» ni «presentar» nada real. Pero tampoco se muestra como un inútil simulacro, puesto que, aunque la realidad le sea para siempre inaccesible, sin embargo, la toca, también siempre, en un punto decisivo, al representar el deseo real de cambiarla. Quien «urde novela», expresa, por ello mismo, un deseo de cambio que intenta realizarse en dos direcciones. Porque o bien cuenta historias, y cambia lo que es o bien trata de embellecer su personalidad a la manera del que mejora su condición mediante el matrimonio, y entonces cambia lo que es él. En todo caso, rechaza la realidad empírica en nombre de un sueño personal que cree posible realizar a fuerza de mentiras y seducciones. No piensa conquistar el mundo al que seduce y engaña, sino precisamente porque empieza poniendo en entredicho las jerarquías, del mismo modo que el que elige el camino de ascender socialmente mediante el matrimonio es ante todo un rebelde, un hombre que no acepta sus propios orígenes y, en consecuencia, decide rehacer su biografía. En oposición al héroe trágico o épico, que sufre por el orden del que es testigo, el «urdidor de novela» es, en sus mismos designios, un fautor del desorden, un hombre que desprecia las calidades y las categorías, hasta en sus esfuerzos por alcanzar los puestos más elevados. Así, pues, un advenedizo que funda sus esperanzas en la intriga y la mitomanía, pero también un espíritu enamorado de la libertad, decidido a no inclinarse ante lo irreversible, rebelde a los clichés, así como a las situaciones preestablecidas, y subversivo a pesar del conformismo al que acaba por obedecer. [...]

¿Es, pues, el novelista un «urdidor» que escribe en lugar de actual, de manera que su ficción ofrezca a todos los que comparten el mismo deseo de elevación, un modelo de estimulante? La distancia entre «urdir» y «escribir» no es tan grande que impida suponerlo.”

[Robert, Marthe: Novela de los orígenes y orígenes de la novela. Madrid: Taurus, 1973, p. 31-32]

“La perspectiva épica, que consiste en mirar los sucesos del mundo desde ciertos mitos cardinales, como desde cimas supremas, no muere con Grecia. Llega hasta nosotros. No morirá nunca. Cuando las gentes dejan de creer en la realidad cosmogónica e histórica de sus narraciones ha pasado, es cierto, el buen tiempo de la raza helénica. Mas descargados los motivos épicos, las simientes míticas de todo valor dogmático no sólo perduran como espléndidos fantasmas insustituibles, sino que ganan en agilidad y poder plástico. Hacinados en la memoria literaria, escondidos en el subsuelo de la reminiscencia popular, constituyen una levadura poética de incalculable energía. Acercad la historia verídica de un rey, de Antíoco, por ejemplo, o de Alejandro, a estas materias incandescentes. La historia verídica comenzará a arder por los cuatro costados: lo normal y consuetudinario que en ella había perecerá indefectiblemente. Después del incendio os quedará ante los ojos atónitos, refulgiendo como un diamante, la historia maravillosa de un mágico Apolonio, de un milagroso Alejandro. Esta historia maravillosa, claro es que no es historia: se la ha llamado novela. De este modo ha podido hablarse de la novela griega.

Ahora resulta patente el equívoco que en esta palabra existe. La novela griega no es más que historia corrompida, divinamente corrompida por el mito, o bien, como el viaje de los Arímaspes, geografía fantástica, recuerdos de viajes que el mito ha descoyuntado, y luego, a su sabor, recompuesto. Al mismo género pertenece toda la literatura de imaginación, todo eso que se llama cuento, balada, leyenda y libros de caballerías. Siempre se trata de un cierto material histórico que el mito ha dislocado o reabsorbido.

Nos e olvide que el mito es el representante de un mundo distinto del nuestro. Si el nuestro es el real, el mundo mítico nos parecerá irreal. De todos modos, lo que en uno es posible es imposible en el otro; la mecánica de nuestro sistema planetario no rige en el sistema mítico. La reabsorción de un acontecimiento sublunar por un mito consiste, pues, en hacer de él una imposibilidad física e histórica. Consérvase la materia terrenal, pero es sometida a un régimen tan diverso del vigente en nuestro cosmos, que para nosotros equivale a la falta de todo régimen.

Esta literatura de imaginación prolongará sobre la humanidad hasta el fin de los tiempos el influjo bienhechor de la épica, que fue su madre. Ella duplicará el universo, ella nos traerá a menudo nuevas de un orbe deleitable, donde, si no continúan habitando los dioses de Homero, gobiernan sus legítimos sucesores. Los dioses significan una dinastía, bajo la cual lo imposible es posible. Donde ellos reinan, lo normal no existe: emana de su trono omnímodo desorden. La Constitución que han jurado tiene un solo artículo: Se permite la aventura.

Cuando la visión del mundo que el mito proporciona es derrocada del impero sobre las ánimas por su hermana enemiga la ciencia, pierde la épica su empaque religioso y toma un campo travieso en busca de aventuras. Caballerías quiere decir aventuras: los libros de caballerías fueron el último grande retoñar del viejo tronco épico. El último hasta ahora, no definitivamente el último.

El libro de caballerías conserva los caracteres épicos, salvo la creencia en la realidad de lo contado. También en él se dan por antiguos, de una ideal antigüedad, los sucesos referidos. El tiempo del rey Artús, como el tiempo de Maricastaña, son telones de un pretérito convencional que penden vaga, indecisamente, sobre la cronología.

Aparte los discreteos de algunos diálogos, el instrumento poético en el libro de caballerías, es, como en la épica, la narración. Yo tengo que discrepar de la opinión recibida que hace de la narración el instrumento de la novela. Se explica esta opinión por no haber contrapuesto los dos géneros bajo tal nombre confundidos. El libro de imaginación narra; pero la novela describe. La narración es la forma en que existe para nosotros el pasado, y sólo cabe narrar lo que pasó; es decir, lo que ya no es. Se describe, en cambio, lo actual. La épica gozaba, según es sabido, de un pretérito ideal – como el pasado que refiere – que ha recibido en las gramáticas el nombre de aoristo épico o gnómico.

Por otra parte, en la novela nos interesa la descripción precisamente porque, en rigor, no nos interesa lo descrito. Desatendemos a los objetos que se nos ponen delante para atender a la manera como nos son presentados. Ni Sancho, ni el Cura, ni el barbero, ni el Caballero del Verde Gabán, ni madame Bovary, ni su marido, ni el majadero de Homais son interesantes. No daríamos dos reales por verlos a ellos. En cambio, nos desprenderíamos de un reino en pago a la fruición de verlos captados dentro de los dos libros famosos. Yo no comprendo cómo ha pasado esto desapercibido a los que piensan sobre cosas estéticas. Lo que, faltos de piedad, solemos llamar lata, es todo un género literario, bien que fracasado. La lata consiste en una narración de algo que no nos interesa. En un cuaderno de La Crítica cita Croce la definición que un italiano da del latoso: es – dice – el que nos quita la soledad y no nos da la compañía. La narración tiene que justificarse por su asunto, y será tanto mejor cuanto más somera, cuanto menos se interponga entre lo acontecido y nosotros.

De modo que el autor del libro de caballerías a diferencia del novelista, hace gravitar toda su energía poética hacia la invención de sucesos interesantes. Estas son las aventuras. Hoy pudiéramos leer la Odisea como una relación de aventuras; la obra perdería sin duda nobleza y significación, pero no habríamos errado por completo su intención estética. Bajo Ulises, el igual a los dioses, asoma Sinbad el marino, y apunta, bien que muy lejanamente, la honrada musa burguesa de Julio Verne. La proximidad se funda en la intervención del capricho gobernando los acontecimientos. En la Odisea el capricho actúa consagrado por los varios humores de los dioses; en la patraña, en las caballerías ostenta cínicamente su naturaleza. Y si en el viejo poema las andanzas cobran interés levantado por emanar del capricho de un dios – razón al cabo teológica –, es la aventura interesante por sí misma, por su inmanente caprichosidad.

Si apretamos un poco nuestra noción vulgar de realidad, tal vez halláramos que no consideramos real lo que efectivamente acaece, sino una cierta manera de acaecer las cosas que nos es familiar. En este vago sentido es, pues, real, no tanto lo visto como lo previsto; no tanto lo que vemos como lo que sabemos. Y si una serie de acontecimientos toma un giro imprevisto, decimos que nos parece mentira. Por eso nuestros antepasados llamaban al cuento aventurero una patraña.

La aventura quiebra como un cristal la opresora, insistente realidad. Es lo previsto, lo impensado, lo nuevo. Cada aventura es un nuevo nacer del mundo, un proceso único. ¿No ha de ser interesante?

A poco que vivimos hemos palpado ya los confines de nuestra prisión. Treinta años cuanto más tardamos en reconocer los límites dentro de los cuales van a moverse nuestras posibilidades. Tomamos posesión de lo real, que es como haber medido los metros de una cadena prendida de nuestros pies. Entonces cedimos: «¿Esto es la vida? ¿Nada más que esto? ¿Un ciclo concluso que se repite, siempre idéntico?» He aquí una hora peligrosa para todo hombre.

Recuerdo a este propósito un admirable dibujo de Gavarni. Es un viejo socarrón junto a un tinglado de esos donde se enseña el mundo por un agujero. Y el viejo está diciendo: Il faut montrer a l’homme des images, la réalité l’embête. Gavarni vivía entre unos cuantos escritores y artistas de París defensores del realismo estético. La facilidad con que el público era atraído por los cuentos de aventuras le indignaba. Y, en efecto, razas débiles pueden convertir en un vicio esta fuerte droga de la imaginación, que nos permite escapar al peso grave de la existencia.”

[Ortega y Gasset, José: “Meditaciones del «Quijote» (1914)”. En: Obras completas, t. I, p. 376-379]

“En verano vuelca el sol torrentes de fuego sobre la Mancha, y a menudo la tierra ardiente produce el fenómeno del espejismo. El agua que vemos no es agua real, pero algo de real hay en ella; su fuente. Y esa fuente amarga, que mana el agua del espejismo de la sequedad desesperada de la tierra.

Fenómeno semejante podemos vivirlo en dos direcciones: una, ingenua y rectilínea, entonces el agua que el sol pinta es para nosotros efectiva; otra, irónica, oblicua cuando la vemos como tal espejismo, es decir, cuando a través de la frescura del agua vemos la sequedad de la tierra que la finge. La novela de aventuras, el cuento, la épica, son aquella manera ingenua de vivir las cosas imaginarias y significativas. La novela realista es esta segunda manera oblicua. Necesita, pues, de la primera; necesita del espejismo para hacérnoslo ver como tal. De suerte, que no es sólo el Quijote quien fue escrito contra los libros de caballerías, y, en consecuencia, lleva a éstos dentro, sino que el género literario «novela» consiste esencialmente en aquella intususcepción.

Esto ofrece una explicación a lo que parecía inexplicable: cómo la realidad, lo actual, puede convertirse en substancia poética. Por sí misma, mirada en sentido directo, no lo sería nunca; esto es privilegio de lo mítico. Mas podemos tomarla oblicuamente como destrucción del mito, como crítica del mito. En esta forma la realidad, que es de naturaleza inerte e insignificante, quieta y muda, adquiere un movimiento, se convierte en un poder activo de agresión al orbe cristalino de lo ideal. Roto el encanto de éste, cae el polvillo irisado ue va perdiendo sus colores hasta volverse pardo terruño. A esta escena asistimos en toda novela. De suerte que, hablando con rigor, la realidad no se hace poética ni entra en la obra de arte, sino sólo aquel gesto o movimiento suyo en que reabsorbe lo ideal.

En resolución, se trata de un proceso estrictamente inverso al que engendra la novela de imaginación. Hay, además, la diferencia de que la novela realista describe el proceso mismo, y aquélla sólo el objeto producido: la aventura.”

[Ortega y Gasset, José: “Meditaciones del «Quijote» (1914)”. En: Obras completas, t. I, p. 384]

“Se dice del Quijote que es una novela; se añade, acaso con razón, que es la primera novela en el orden del tiempo y del valor. No pocas de las satisfacciones que halla en su lectura el lector contemporáneo proceden de lo que hay en el Quijote común con un género de obras literarias, predilecto de nuestro tiempo. Al resbalar la mirada por las viejas páginas, encuentra un tono de modernidad que aproxima certeramente el libro venerable a nuestros corazones: lo sentimos tan cerca, por lo menos, de nuestra más profunda sensibilidad, como puedan estarlo Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoyewsky, labradores de la novela contemporánea.”

[Ortega y Gasset, José: “Meditaciones del «Quijote» (1914)”. En: Obras comopletas, t. I, p. 365]

„Falta un libro donde se muestre al detalle que toda novela lleva, dentro, como una íntima filigrana, el Quijote, de la misma manera que todo poema épico lleva, como el fruto el hueso, la Ilíada. Flaubert no siente empacho en proclamarlo: «Je retrouve – dice – mes origines dans le livre que je savais por coeur avant de savoir lire: don Quichitte» (Correspondence, II, 16). Madame Bovary es un Don Quijote con faldas y un mínimo de tragedia sobre el alma. Es la lectora de novelas románticas y representante de los ideales burgueses que se han cernido sobre Europa durante medio siglo. ¡Míseros ideales! ¡Democracia burguesa, romanticismo positivista!

Flaubert se da perfecta cuenta de que el arte novelesco es un género de intención crítica y cómico nervio: «Je tourne beaucoup à la critique – escribe al tiempo que compone la Bovary –; le roman que j’ecris m’aiguise cette faculté, car c’est una oeuvre surtout de critique ou plutôt d’anatomie» (370). Y en otro lugar: «Ah! ce que manque, à la société moderne ce n’est pas un Christ, ni un Washington, ni un Socrete, ni un Voltaire, c’est un Aristophane» (159).

Si la novela contemporánea pone menos al descubierto su mecanismo cómico, débese a que los ideales por ella atacados apenas se distancian de la realidad con que se los combate. La tirantez es muy débil: el ideal cae desde poquísima altura. Por esta razón puede asegurarse que la novela del siglo XIX será ilegible muy pronto; contiene la menor cantidad posible de dinamismo poético. Ya hoy nos sorprendemos cuando al caer en nuestras manos un libro de Daudet o de Maupassant no encontramos en nosotros el placer que hace quince años sentíamos. Al paso que la tensión del Quijote promete no gastarse nunca.”

[Ortega y Gasset, José: “Meditaciones del «Quijote» (1914)”. En: Obras completas, t. I, p. 398-399]

Novelas ejemplares

Durante la segunda mitad del siglo XIX, las gentes de Europa se satisfacían leyendo novelas. No hay duda de que cuando el transcurso del tiempo haya cribado bien los hechos innumerables que compusieron esa época, quedará como un fenómeno ejemplar y representativo el triunfo de la novela.

Cervantes llamó «Novelas ejemplares» a ciertas producciones menores suyas. ¿No ofrece dificultades la comprensión de este título?

Lo de «ejemplares» no es tan extraño: esa sospecha de moralidad que el más profano de nuestros escritores vierte sobre sus cuentos, pertenece a la heroica hipocresía ejercitada por los hombres superiores del siglo XVII. Este siglo en que rinde sus cosechas áureas la gran siembra espiritual del Renacimiento, no halla empacho en aceptar la contrarreforma y acude a los colegios de jesuitas. [...]

Pero volvamos al título de novelas que da Cervantes a su colección. Yo hallo en ésta dos series muy distintas de composiciones, sin que sea decir que no interviene en la una algo del espíritu de la otra. Lo importante es que prevalezca inequívocamente una intención artística distinta en ambas series, que gravite en ellas hacia diversos centros la generación poética. ¿Cómo es posible introducir dentro de un mismo género El amante liberal, La española inglesa, La fuerza de la sangre, Las dos doncellas, de un lado, y Rinconete y El celoso extremeño, de otro? Marquemos en pocas palabras la diferencia: en la primera serie nos son referidos casos de amor y fortuna. Son hijos que, arrancados al árbol familiar, quedan sometidos a imprevistas andanzas; son mancebos que, arrebatados por un vendaval erótico, cruzan vertiginosos el horizonte como astros errantes y encendidos; son damiselas transidas y andariegas, que dan hondos suspiros en los cuartos de las ventas y hablan en compás ciceroniano de su virginidad maltrecha. A lo mejor, en una de tales ventas vienen a anudarse tres o cuatro de estos hilos incandescentes tendidos por el azar y la pasión entre otras tantas parejas de corazones: con grande estupor del ambiente venteril sobrevienen entonces las más extraordinarias anagnórisis y coincidencias. Todo lo que en estas novelas se nos cuenta, es inverosímil y el interés que su lectura nos proporciona nace de su inverosimilitud misma. El Persiles, que es como una larga novela ejemplar de este tipo, nos garantiza que Cervantes quiso la inverosimilitud como tal inverosimilitud. Y el hecho de que cerrara con este libro su ciclo de creación, nos invita a no simplificar demasiado las cosas.

Ello es que los temas referidos por Cervantes en parte de sus novelas, son los mismos venerables temas inventados por la imaginación aria, muchos, muchos siglos hace. Tantos siglos hace, que los hallaremos preformados en los mitos originales de Grecia y del Asia occidental. ¿Creéis que debemos llamar «novela» al género literario que comprende esta primera serie cervantina? No hay inconveniente; pero haciendo constar que este género literario consiste en la narración de sucesos inverosímiles, inventados, irreales.

Cosa bien distinta parece intentada en la otra serie de que podemos hacer representante a Rinconete y Cortadillo. Aquí apenas si pasa nada; nuestros ánimos no se sienten solicitados por dinámicos apasionamientos ni se apresuran de un párrafo al siguiente al descubrir el sesgo que toman los asuntos. Si se avanza un paso es con el fin de tomar nuevo descanso y extender la mirada en derredor. Ahora se busca una serie de visiones estáticas y minuciosas. Los personajes y los actos de ellos andan tan lejos de ser insólitos e increíbles que ni siquiera llegan a ser interesantes. No se me diga que loa mozalbetes pícaros Rincón y Cortado; que las revueltas damas Gananciosa y Cariharta; que el rufián Repolido, etc., poseen en sí mismos atractivo alguno. Al ir leyendo, con efecto, nos percatamos de que no son ellos, sino la representación que el autor nos da de ellos, quien logra interesarnos. Más aún: si no nos fueran indiferentes de puro conocidos y usuales, la obra conduciría nuestra emoción estética por muy otros caminos. La insignificancia, la indiferencia, la verosimilitud de estas criaturas, son aquí esenciales.

El contraste con la intención artística que manifiesta la serie anterior no puede ser más grande. Allí eran los personajes mismos y sus andanzas mismas motivo de la fruición estética; el escritor podía reducir al mínimo su intervención. Aquí, por el contrario, sólo nos interesa el modo cómo el autor deja reflejarse en su retina las vulgares fisionomías de que nos habla. No faltó a Cervantes clara conciencia de esta diversidad cuando escribe en el Coloquio de los Perros:

«Quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida, y es que los cuentos, unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos: otros, en el modo de contarlos; quiero decir, que algunos hay, que aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay, que es menester revestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz se hace de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos».”

[Ortega y Gasset, José: “Meditaciones del «Quijote» (1914)”. En: Obras completas, t. I, p. 367-369

„La imaginación del hombre de letras insatisfecho con la realidad de su contorno le hace buscar lo que habría deseado tener a su alcance para sentirse a gusto, creando un mundo que satisface sus ilusiones, rodeándose de ellas, ciego y sordo para la realidad que le descontentaba. Ese enfoque de la creación literaria le hace hallar a Fernández Flórez una curiosa definición de lo que, según él, es una novela: el escape de una angustia por la vereda de la fantasía.

Así, las grandes producciones literarias aparecen como producción de los hombres descontentos, y las novelas son «indicios del malestar humano, de la infelicidad general». Si el hombre hallase en la vida la satisfacción de sus deseos, ni escribiría novelas ni las leería.

Cuando uno está descontento puede reaccionar de dos modos: encolerizándose y entristeciéndose, sublevándose airado o doliéndose quejumbroso. Pero también cabe adoptar una tercera posición, menos violente, más filosófica, la de la burla, atenuando el amargor del infortunio con el endulzamiento de la ironía.”

[García Mercadal, J.: “Prólogo” (1956). In: ders. Antología de humoristas españoles del siglo I al XX. Madrid: Aguilar, 1964, p. 31]

La novela

«La tradición de la novella es italiana, y la inaugura Boccaccio con el Decamerón y el Ninfale d’Ameto, libros en que el hecho de narrar es un placer en sí mismo» (Huerta Calvo, 1983, 115). «A la tradición de la novella se adscriben las Novelas ejemplares de Cervantes, y las Novelas a Marcia Leonarda, de Lope de Vega» (115). Fue nombrada después en el siglo XVII novela cortesana, cultivada entre otros por Tirso de Molina. La novela corta queda definida por la extensión.

En la Edad Media existió otro género junto a la novela con el nombre francés de roman; «este trataba de aventuras caballerescas, como en el ciclo de Bretaña debido a Chrétien de Troyes, o versaba en torno a temas de sentido alegórico, como el Roman de la Rose, de G. de Lorris y J. de Meung» (116). El primer tipo dio origen a los libros de caballerías. En cambio el amor cortés tuvo un desarrollo en los libros sentimentales. El romance sentimental gira en torno al tema amoroso (Diego de San Pedro).

La novela epistolar forma un grupo aparte, aunque ofrece muchas veces un contenido sentimental; experimenta un notable impulso con el Werther de Goethe. El relato «aparece subjetivado al máximo, pues todas las impresiones tanto de carácter interno como externo se dan a través de la óptica individual del sujeto del enunciado» (116).

La novela pastoril tiene modelos líricos, no narrativos, en la Antigüedad, pero su auténtico modelo fue la Arcadia, de Sannazaro. Fue imitada después en Inglaterra, Francia. En España fue cultivada por J. de Montemayor, Gil Polo, Cervantes y otros tantos autores.

La novela griega o bizantina es un género narrativo de índole clásico-renacentista (117). «El carácter genérico fundamental es la idea del viaje y la consecución de aventuras en tierras lejanas, que afecta por lo general a la separación de los amantes» (117) (cf. Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda).

La novela picaresca está caracterizada por su punto de vista autobiográfico. Las acciones se sitúan en un ámbito no idealizado. Ejemplos de este género son el Lazarillo de Tormes, el Simplicissimus de Grimmelshausen y Moll Flanders de D. Defoe.

La novela policíaca «se yergue como principal ejemplo del género por razones sociológicas para S. M. Eisenstein (...) al girar en torno a la idea de propiedad» (118). El detective desplaza al protagonista romántico de aventuras. Se puede considerar a E. A. Poe como el creador del género. En la literatura hispánica cabe destacar a M. Vázquez Montalbán, a E. Mendoza, y a F. García Pavón.

La novela lírica, o poemática se caracteriza por su yo lírico. Antecedentes de este género son la Vita Nuova de Dante, «el Roman de la Rose» o el Libro del Arcipreste de Hita junto a la novela epistolar (Goethe, Richardson, Rousseau) ..., a cuyo surgimiento contribuyó la prosa poética o el poema en prosa» (119).

La novela histórica nace a principios del siglo XIX, «con un afán seudohistoricista» (119). Iniciador y principal cultivador del género es W. Scott (Waverley, 1814). «Las tendencias nacionalistas crean un ambiente propicio para la creación y recepción de los asuntos históricos» (119). En España Pérez Galdós con los Episodios Nacionales es un representante principal.

La novela realista y la novela naturalista, del siglo XIX no tienen limitación estilístico-retórica, pero tienen un fin totalizador. Como la novela en sí tiene tantos subgéneros se considera a veces como género abierto, no restringido por normas (120). Lo que Huerta Calvo llama experimentalismo es la base de la nueva novela. «Dada la resistencia del género a cualquier codificación teórica, convendremos en aceptar la oportunidad del término novela polifónica, empleado por Bachtin (Bachtin 1968) para el caso de Dostoyevski, y que es el resultado de imbricar voces y mundos diversos en el espacio de la novela e incluso en el encuentro de géneros distintos» (120).”

[Hesse, Christiane: “Spanisch: Textsorten”. In: Holtus, Gunter (ed.); Metzeltin, Michael (ed.); Schmitt, Christian (ed.). Lexikon der Romanistischen Linguistik (LRL), VI, 1, Tübingen : Niemeyer, 1992, p. 205-206]

¿Vivir o leer novelas?

Pronto la modernidad de un país se determinará por su menor o mayor afición a leer novelas. Del mismo modo que los nuevos medios, desde el teléfono móvil a internet han transformado la antigua comunicación escrita, también la novela ha sufrido su decadencia. Ahora a los novelistas les queda una de dos: o escriben muy bien y sería igual el género que eligieran, o escriben sin singularidad y se ven forzados a procrear alguna trama de intriga con la que justificar la existencia y longitud del libro. Tener esto presente puede ayudar a explicar el copioso número de novelas contemporáneas españolas donde se comete un crimen y el texto se consagra, sin otro logro, a desvelar el nombre del asesino.

No exagerando, podría decirse que la más común justificación de la novela tipo – con aspiración de best seller+ – es un argumento policiaco, se trate de una acción ambientada en la contemporaneidad, en la postguerra española, en una dictadura latinoamericana o en los romanos. Los autores de novelas, a primera vista individuos de comportamiento normal, con hábitos y gustos de nuestro tiempo, se transfiguran en sujetos al menos del siglo XIX cuando abordan el empeño de „hacer literatura“. Son, en el discurrir cotidiano, personas que van al cine; que visten en Massimo Dutti, conducen un coche y manejan Internet, pero cuando se trata de la literatura tienden a investirse del „artista obsoleto“. Y no es eso lo peor: lo peor es que escriben novelas, novelitas o novelones, que se siguen considerando artículos alienables con la novedad, se expenden en mesas donde se anuncian como „novedades“ y los consumidores las compran en el engaño de que pertenecen a una oleada flamante. El malentendido que sigue rigiendo en España –relativamente aislada del mundo intelectual por su padecer político/terrorista– se irá deshaciendo, pero por el momento vivimos, a través del éxito de la novela (mala, regular o buena), un particular anacronismo que recuerda los retrasos del franquismo.

Hoy, en países con sentido crítico actualizado y con algún debate no necesariamente vasco, resulta más notorio que la novela es un quehacer desfallecido. Nuestros mejores novelistas –dos o tres– lo saben y lo proclaman cuando se les atiende. Casi todo lo interesante que puede ofrecer hoy una novela pertenece a otro género: al ensayo, a la autobiografía, al diario, al cine, a la antropología, a la filosofía. Cuando se argumenta aún que en la novela „cabe todo“ es que, efectivamente la novela se encuentra vacía. ¿Contar una historia? Todavía hay diversos novelistas que alardean de que su máxima pasión, su vocación sagrada, lo que de verdad les mueve es contar historias. Que se hagan guionistas. Si conserva algún sentido ejercer la episodiología es, sin duda, el estilo; si tiene algún sentido escribir es producir algo que sólo se pueda decir por la escritura. Las historias las cuenta mucho mejor el cine, el vídeo, la televisión, los comics, incluso.

Los novelistas que siguen siendo novelistas –ante todo– „para contar historias“ persisten gracias a la gente que no tiene historia. Todos los demás, progresivos habitantes urbanos de biografía cambiante, de empleos nómadas, de residencias portátiles, de amores mutables, no irán necesitando el auxilio de esas páginas. O les proporcionan argumentos que ya conocen en vivo o reconocen que les están mintiendo con un género muerto. La literatura, antes y ahora, sólo se legitima en la escritura‑escritura, pero antes la novela podía reemplazar informaciones inexistentes, aventuras irrealizables, amores ilícitos y visiones que la moral vedaba. Poco a poco, en los países más abiertos y dinámicos, la demanda de no ficción gana terreno, sin embargo, a la ficción, porque es la existencia de realidad de lo que cada vez carece más la cultura capitalista. Demanda pues de realidad, de criterios para dilucidar y no de falsas intrigas. Y también, claro está, demanda de literatura auténtica, sin trucos o enredos, para degustar la vida.“ [Vicente Verdú - EL PAÍS – 05.07.2001]

«La novela no puede ser presentada en ningún caso como un fenómeno de descomposición. La novela ha sido una invención del barroco; por tanto, de una época que en modo alguno puede ser considerada como de disolución.»

[José Ortega y Gasset: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1964, t. IX, p. 724]

«La lectura es un método que permite ordenar la realidad atribuyéndole algún sentido por comparación a la secuencia leída de frases encadenadas. De ahí que la lectura propiamente dicha, y no sólo sus contenidos semánticos, suponga una metáfora en sí misma. [...]

Los relatos lineales, cuya forma canónica es el libro, no saben dar cuenta de la irrupción del acontecimiento imprevisible que destruye la continuidad narrativa arruinando para siempre su sentido último. Esto explica la profunda contradicción que conduce a la historiografía a la impotencia, debatiéndose entre la mera crónica de sucesos inconexos y la falaz invención de leyes históricas.» (Enrique Gil Calvo)

Roman y Novelle en alemán:

La palabra alemana Roman fue tomada del francés roman (francés antiguo romanz, romant) en el siglo XVII. Era una sustantivación del adverbio del latín vulgar romanice (‘a la manera románica’) y designaba lo escrito en un idioma románico, de origen latino, diferente al latín culto y clásico. Entre los siglos XIV y XV, comenzó a designar las narraciones de aventuras caballerescas de la Edad Media. Entre los siglos XVII y XVIII, pasó a designar un género literario de prosa narrativa que contaba una historia individual o colectiva. En el siglo XVIII el alemán tomó también de francés la palabra romancier, escritor de novelas largas.

La palabra romanisch, del latín romanus ‘perteneciente a Roma’, se comenzó a usar para designar a todo lo que procedía de la cultura romana o del latín. A partir del siglo XIX se empleó para designar un estilo arquitectónico, el románico (entre 1000 y 1250).

La palabra romantisch como adjetivo fue tomada del francés antiguo romantique en el siglo XVII, derivado francés del sustantivo roman (en francés antiguo romanz, romant). Al principio significaba, lo mismo que en francés, ‘novelesco’, ‘a imitación de los cantos épicos caballerescos de la Edad Media’. A partir del siglo XVIII, se adoptó tanto en Francia como en Alemania el adjetivo inglés romantic ‘poético, fantástico, maravilloso, de aventuras, sentimental, exaltado, pintoresco, misterioso, tenebroso, sentimental’. A partir del siglo XIX se comienza a emplear romantisch para designar todo lo que tiene rasgos románticos. En el siglo XVIII, se comenzó a emplear Romantik para la novela de carácter fantástico, pasando luego a designar en movimiento y escuela literaria contrapuesto a la Ilustración y al Clasicismo. Desde mediados del siglo XIX, se emplea en alemán Romantik en sentido figurado ‘carácter soñador, romántico, sentimental, aventurero’.

El sustantivo Romanze pasó del español romance (género literario comparable al alemán Ballade, de carácter épico y lírico) al alemán en el siglo XVIII a través del francés romance. Hoy se emplea en alemán casi solo para designar una pieza musical sentimental y romántica.

La palabra alemana Novelle es la sustantivación del adjetivo latino novellus ‘nuevo, joven’, diminutivo latino de novus ‘nuevo’. En el lenguaje jurídico antiguo la palabra latina novella (lex, constitutio) era un vocablo especializado para designar una nueva ley recién promulgada. A partir del siglo XVIII, se comienza a emplear en alemán la palabra Novelle en sentido jurídico para designar una ley complementaria que modifica otra ley, introduce una ‘novedad’. Independientemente de este significado jurídico, apareció en italiano la palabra novella ‘noticia, relato novelesco’, derivada del latín novellus ‘pequeña novedad, pequeño nuevo detalle’, para designar un relato corto y poético. Entre el siglo XVI y XVII, tomó el alemán el vocablo italiano novella, que pasó a designar en el siglo XVIII como Novelle un género literario: un relato corto. Antiguamente se empleaba también la palabra Novelle con el significado de ‘novedad, suceso de actualidad’.

[Fuente: Das Herkunfstwörterbuch. DUDEN, Band 7]

«Romance es también término que ha sido considerado en la explanación de la familia de palabras para proponer su sinonimia con novela en la segunda mitad del XVIII y principios del XIX– como restauración de un acreditado arcaísmo (R. P. Sebold, 1983, pp. 140-145); pero la complejidad de la memoria semántica de romance se acrecienta si se tienen en cuentas las otras acepciones de la palabra en los siglos XVI y XVII como “lengua derivada del latín”, y “poema épico de modelo renacentista italiano”. De todas formas, para el empleo de romance en el sentido más próximo al de la palabra equivalente en la tradición inglesa (diferencia entre romance y novel) es sumamente pertinente lo que escribe P. Andrés, cuando distingue con rotundidad entre romances y novelas: “pequeños romances son novelas, en las cuales sin tanto enredo de aventuras y variedad de accidentes se expone un solo hecho, y pueden considerarse respecto de los romances lo que los dramas de un solo acto en comparación de una comedia completa” (Origen, Progresos y Estado actual de toda la literatura, Madrid, IV, 1787, p. 526), y también el cercano juicio del duque de Almodóvar, para quien romance “significa una invención historial más extensa y compuesta que la novela” (Década epistolar, Madrid, Sancha, 1781, pp. 180-181); para Terreros y Pando, en fin, romance era sinónimo de “fábulas, historias, libros de caballerías”.

Romancista es palabra que, documentada en Cervantes y recogida en Autoridades, se relaciona con las acepciones de romance, ya en la tocante a la denotación de la ‘lengua vulgar’, ya en la vinculada al matiz de ‘actividad ficcionalizadora’. Con un nuevo sentido, que es preciso referir a la evolución semántica que experimentan algunos de los componentes de la familia léxica, un incógnito “A. P. P.”, publicada en las Variedades de Quintana de 1805 un trabajo titulado “Reflexiones sobre la poesía” en el que, a vueltas de ideas estéticas de Schiller y Kant extractadas por primera vez en español, hablaba de los “romancistas alemanes” (Variedades de Ciencias, Literatura y Artes, Madrid, II, 4, 1805).» (Romero Tobar 1992: 835)

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