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ROMANTIK Romanticismo (comp.) Justo Fernández López Diccionario de lingüística español y alemán
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Vgl.: |
Phantasie / Fiktion / Roman / Märchen / Poesie |
«Die beste Definition des Romantischen ist immer noch die von Novalis:
Indem ich dem Gemeinen einen hohen Sinn, dem Gewöhnlichen ein geheimnisvolles Ansehen, dem Bekannten die Würde des Unbekannten, dem Endlichen einen unendlichen Schein gebe, so romantisiere ich es.
In dieser Formulierung merkt man, dass die Romantik eine untergründige Beziehung zur Religion unterhält. Sie gehört zu den seit zweihundert Jahren nicht abreißenden Suchbewegungen, die der entzauberten Welt der Säkularisierung etwas entgegensetzen wollen. Romantik ist neben vielem, was sie sonst noch ist, auch eine Fortsetzung der Religion mit ästhetischen Mitteln. Das hat ihr die Kraft zur beispiellosen Rangerhöhung des Imaginären gegeben. Die Romantik triumphiert über das Realitätsprinzip. Gut für die Poesie, schlecht für die Politik, falls sich die Romantik ins Politische verirrt. Dort also beginnen die Probleme, die wir mit dem Romantischen haben.
Der romantische Geist ist vielgestaltig, musikalisch, versuchend und versucherisch, er liebt die Ferne der Zukunft und der Vergangenheit, die Überraschungen im Alltäglichen, die Extreme, das Unbewusste, den Traum, den Wahnsinn, die Labyrinthe der Reflexion. Der romantische Geist bleibt sich nicht gleich, ist verwandelnd und widersprüchlich, sehnsüchtig und zynisch, ins Unverständliche vernarrt und volkstümlich, ironisch und schwärmerisch, selbstverliebt und gesellig, formbewusst und formauflösend. Der alte Goethe sagte, das Romantische sei das Kranke.
Aber auch er mochte nicht darauf verzichten.»
[Safrankski, Rüdiger: Romantik. Eine deutsche Affäre. Frankfurt am Main: Fischer Taschenbuch Verlag, 2009, S. 13]
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«Desorientar para entretener, pero también para evocar lo que hay de oculto y de prohibido en las cosas más familiares, aquí reside todo el artificio del cuento: en este desplazamiento de la ilusión consistente en poner ante los ojos lo falso para obligar a descubrir lo verdadero. A la inversa de la novela «realista», que se esfuerza por ajustar la ficción a lo que es comúnmente admitido, como imagen plausible de la realidad, hace de su irrealidad un espectáculo, exhibe sus inverosimilitudes, aumenta, empequeñece, deforma, desnaturaliza sus elementos sin la menor preocupación por la credibilidad, con la arbitrariedad por ley del reino absolutista de la imaginación. «Esas cosas no ocurren ya en nuestros días, dice en sustancia el narrador anónimo; yo no creo en ellas ni tampoco vosotros; no las cuento sino para entreteneros, porque la vida es demasiado triste y precisamente no hay varita mágica que la remedie». Sin embargo, esta invitación a viajar a la irresponsabilidad de lo fantástico no es sino el sucedáneo de un más profundo realismo, un atajo a cuyo extremo la verdad vuelve a encontrar sus principios carnales y el espíritu, la primera palabra de su curiosidad. Es lo que siempre supieron los grandes émulos del cuento cuando, con toda seriedad e ironía, creaban Utopías, Gargantúas, islas desiertas o países de Liliput: las historias más inverosímiles son las más a propósito para calar en la realidad.
Cuentos fantásticos, maravillosos, curiosos, extraordinarios, macabros, crueles; el Romanticismo no carece de nombres para evocar su parentesco con el arte de la infancia que, para él, es también la infancia del arte, la edad de oro, anterior a los libros, en la que todo libro debe encontrar su fuerza. El romántico típico es, efectivamente y ante todo, un epígono más que un creador, pues está persuadido de que sólo el pasado ilumina el presente y de que la vuelta a los orígenes es el único camino que conduce a la verdad. Llevado, por gusto y por convicción, a la arqueología, creyente en el paraíso perdido tal como lo pintan los sueños individuales y los mitos colectivos, se inclina con toda naturalidad a reconocer en la literatura popular universal el ideal mismo de la pureza y la poesía. El cuento de hadas no es a sus ojos solamente el galano vestigio de una época pasada, muy adecuado para inspirar nostalgia, sino también el género primordial, el modelo perfecto, depositario de una ciencia arcana cuyo sentido sólo el escritor vuelto a la infancia puede esperar captar o entrever en un reflejo. El pensamiento romántico, tan divergente en otros aspectos, quizá no tenga otro criterio de unidad más que esta tendencia al arcaísmo, característica de sus obras por debajo de las diferencias de idiomas e ideas. A los ojos del niño expósito, del que, así, se hace representante en la historia, no cuenta, con toda seguridad, con otro más sólido elemento. [...]
Sea lo que fuere de las causas históricas que originaron el Romanticismo como movimiento, el hecho es que el niño expósito se expresa en él casi solo, con los contradictorios rasgos propios de su naturaleza desmesurada y sin modificar en nada sus designios. Sigue reescribiendo su vida en el cielo por no poderla soportar en la tierra. [...]
El Romanticismo histórico sólo es, evidentemente, una parte del romanticismo «eterno», que reaparece sin cesar en obras aisladas, más o menos puras o atípicas. Incluso en la época romántica, este romanticismo de siempre coexiste con el movimiento militante, sin, por ello, formar parte de él. Ni Kleist ni Hölderlin eran románticos en sentido estricto y muchos otros lo serán después de ellos. Estos permanecerán solos o entrarán en nuevas clasificaciones.»
[Robert, Marthe: Novela de los orígenes y orígenes de la novela. Madrid: Taurus, 1973, S. 85-89]
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«Igual que el niño expósito de una «novela familiar» reniega de sus padres con el pretexto de que son indignos de él siendo así que es él quien aspira a romper los vínculos, así también el héroe romántico imputa al mundo de la experiencia común la estrechez, la falta de amor y unidad, que son efectos de su propia inmadurez. Proyectando al exterior los procesos intra-psíquicos mediante los cuales, inconscientemente «muda de piel» – inconsciencia que es precisamente su buena conciencia y su mala fe –, también él se defiende atacando a la sociedad en la que el destino le hizo nacer, también él degrada aquello de lo que carece e intenta recuperar su propia estimación mediante una defensa pro domo hábilmente transformada en requisitoria implacable, aunque, por supuesto, inapelable. La bien conocida aversión de Goethe por el romanticismo puede explicarse, hasta cierto punto, por la sensación de esa mala fe, tanto más penosa, cuanto que Goethe mismo no estaba exento de rasgos románticos fuertemente acusados. Parece, por lo demás, como si sobre el particular, el más intransigente crítico sea el romántico que consiguió vencerse o que, por lo menos, hizo la sátira de su imposibilidad de curación (Flaubert, en Madame Bovary).
[Para el héroe romántico] los padres están equivocados, el mundo está equivocado. Por culpa suya «está ausente la verdadera vida»- No se les puede perdonar, Por otro lado, sin embargo, no siempre fue así. Antes, los padres eran grandes y fuertes, el mundo era un lugar de maravillosa armonía, la verdadera vida se encontraba presente en todo momento y hacía creer en la eternidad. De ahí la continua oscilación del Romanticismo entre el conformismo y la anarquía metafísica, entre la rebeldía individualista, y la necesidad de reconciliación, que son la razón de ser de sus más hermosos Märchen. Fabricante de cuentos, decimos, más bien que de noveles; pero ahora vemos por qué y en virtud de qué profunda congruencia. Pues, para hablar del «mal del siglo» – lo que, una vez más, equivale a esquivar los males del siglo sin excesiva mala conciencia ni excesivos riesgos de locura –, el Märchen es, sin duda alguna, un instrumento incomparable; concreto en la medida que se quiere, no puede haber nada más adecuado a las empresas a la vez subversivas y anacrónicas de una literatura rebelde. En todas partes, los románticos supieron instintivamente esto. En todas partes, reconociendo sus afinidades con ese género excesivamente tolerante con las más llamativas contradicciones, convirtieron la imaginación en un arma en su desigual combate contra la necesidad. Gracias a ellos, el cuento de hadas entra en la literatura por la puerta grande de la lírica especulativa. Las hadas, brujas, ogros y dragones se reenganchan en esta milicia bajo una forma apenas modificada, a veces cambiando de nombre y modernizando su arsenal mágico, para adoptar un aspecto más aceptable, a veces conservando sus viejos atributos, evocadores de supremos terrores y de indecibles felicidades. Pero sea lo que fuere de su aspecto, cumplen siempre el mismo menester en la causa tendenciosa en la que el niño expósito se coloca en la situación de víctima del mundo, dados los caminos de éste y en apóstol de su propio reino.
Naturalmente, el cuento romántico no puede ocultar plenamente el saber racional ni la conciencia desengañada que lo separan de su modelo arcaico. Sin embargo, lo consigue en medida bastante para engañar acerca de su aparición tardía e innovar el cuento de hadas sin que pierda lo que efectivamente le es esencial. Volvemos así a encontrarnos con el nacimiento concebido como una fatal cadena de consecuencias a la que el individuo queda irremediablemente sujeto, a menos que éste la rompa por su cuenta y riesgo. Volvemos a encontrarnos la obsesión por los orígenes, que se traduce aquí en imágenes de paraísos nacientes y de generaciones fantásticas. Puesto que el pensamiento romántico no tiene el sentido del mundo hecho, es normal que se apasione por la idea de un lenguaje, de un pueblo, de un pecado, originales, como, en general, por la investigación de los puntos de partida.»
[Robert, Marthe: Novela de los orígenes y orígenes de la novela. Madrid: Taurus, 1973, p. 99-101]
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«Todo clasicismo que no sea una mera reproducción arcaizante de un clasicismo pretérito supone una limitación previa del horizonte ideológico y sentimental. Merced a esta reducción el espíritu domina lo que ve y es su visión clara y exacta. Por esto lleva el clasicismo anejo el carácter de perfección. Solo hacemos perfectamente lo que es un poco inferior a nuestras facultades. La sociedad sería perfecta si los ministros fuesen gobernadores de provincia; los profesores de Universidad, maestros de segunda enseñanza, y los coroneles, capitanes. No sé qué adverso sino obliga a los hombres a lo contrario, sobre todo en la edad contemporánea.
La cultura griega, ejemplo de clasicismo, se caracteriza por la limitación de su campo visual. No creo que pueda entenderse ni admirarse lo verdaderamente helénico sino después de haber notado la preconsciente contracción a que somete la realidad. No hay mundo más espléndido, más lleno de claridad que el mundo visto por la pupila griega. Todos sus detalles adquieren tal relieve y precisión, que el conjunto parece inagotable, infinito. Y, sin embargo, cuando hacemos el ensayo de trasladar a él nuestro corazón vivo; cuando en vez de aprender filología helénica intentamos ser griegos, como Goethe lo intentó, advertimos la angostura de aquel paisaje. Es un orbe reducido, “borné”, donde la mitad de nuestro pulmón queda inactiva por no hallar el aire adecuado.
¿Quién no siente al punto de ponerse en contacto con lo griego la pobreza de su cultura emocional y de su pensamiento religioso? El teclado de emociones que lleva dentro de sí el hombre de hoy no rebasa menos la sentimentalidad griega que una orquesta alemana supera las modulaciones posibles de un rabel morisco. Y en cuanto a Dios, nombre colectivo que damos a lo que es ilimitado, infinito en extensión o en calidad, en cuanto rebosa nuestro poder de medir y prever, ¿hay nada más antihelénico? Es curioso perseguir el desarrollo de la indignación griega contra todo lo infinito. El ἄπειρον, lo in-definido, lo sin-límites, les saca de quicio. Cuando los pitagóricos descubrieron el número irracional, sintieron vértigo y lo consideraron como algo “escandaloso”. Por una sublime fidelidad a sus capacidades, que fue el secreto de Grecia, lograron los helenos suprimir de su preocupación cuanto no puede ser fácilmente gobernado con la medida. Metro, proporción, armonía, ley son las palabras que se articulan en todo buen párrafo griego.
Por el contrario, el romanticismo es una voluptuosidad de infinitudes, un ansia de integridad ilimitada. Es un quererlo todo y ser incapaz de renunciar a nada. Por esto hay en él siempre confusión e imperfección. Toda obra romántica tiene un aspecto fragmentario. Además, se ve al autor sudar por hacerse de su tema, que es inmenso y turbulento como una fuerza del cosmos. Si el temperamento romántico no coincide con una genialidad de primer orden, la visión es confusa, vaga, inconcreta. En rigor, no es una visión, sino un ciego palpar no se sabe qué misteriosas realidades. Y puesto a escribir, necesita rellenar con montones de palabras el inmenso hueco de su percepción.
El sujeto romántico encuentra siempre dentro de sí la impresión de que fuera de él algo colosal acontece; pero a menudo, cuando quiere precisar esa enorme contingencia, se sorprende sin nada entre las manos. En tal situación lo mejor sería callarse; mas el silencio es un género literario de sentido clásico, y el romántico prefiere hacer retórica. Completando una frase ilustre, yo diría que el clásico, como Saúl, parte en busca de unas asnillas que ha perdido y vuelve con un reino, mientras el romántico sale en busca de un reino y vuelve a menudo con las asnillas de Saúl.
Este es el motivo de mi temor hacia los libros del romanticismo francés. El motivo, no la justificación. Ningún temor es susceptible de plena justificación.» [Ortega y Gasset, José: El Espectador, I, 1916. Obras Completas, II, 1954, p. 25-26]
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«El hombre es la gran fuente de la creación. El hombre es creador. La realidad del hombre, por lo menos, es la realidad de un proceso de creación. Esta fue toda la filosofía del Romanticismo y especialmente la filosofía de Schelling: se considera al hombre fuente de la realidad, si no de la realidad total (en definitivo, sí que se lo creían los idealistas, por lo menos, si se quita el momento físico de esta fontanalidad), sí se considera al hombre como la fuente de toda su realidad. El hombre es la tarea, justamente, de lograr su realidad propia. Sin embargo, esto me parece absolutamente insuficiente, porque no es dar un concepto preciso de lo que es la creación humana.
¿Es el hombre, efectivamente, creador? Sí y no.
Stricto sensu, no. Porque la realidad no está creada, ni está tan siquiera experienciada: está dada en impresión primaria, que es justamente la impresión de realidad, a la cual el hombre se encuentra atenido, de la cual se encuentra henchido, por la cual se encuentra arrastrado en todos los momentos, inexorablemente, de su vida.
El hombre no es creador de la formalidad de lo real: todo lo contrario. Sin embargo, el hombre se apoya en lo real para hacerse. Y en este apoyarse en lo real para hacerse se cambia la diferencia entre lo real y el contenido en un ámbito que es huero, pobre, indefinido. Y en esto es en lo que consiste el proceso de irrealización.
Un proceso de irrealización en que el hombre va a poder inscribir, dentro del carácter físico de realidad, en ese mismo carácter, otras cosas distintas –y de distinta manera– que aquello que se le ofrece en el contenido del sentir. Y, en este sentido, el hombre es creación.»
[Zubiri, Xavier: El hombre: Lo real y lo irreal. Madrid: Alianza Editorial, 2005, p. 195-196]
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«El vocablo “sublime”, que en su etimología significa “lo que se halla en lo alto”, es tal vez el más frecuente en los libros románticos. Es, desde luego, la marca del romanticismo, que nos permite reconocer la especie en los individuos más opuestos. Así Stendhal detestaba a Chateaubriand y, en general, a todos los titulares románticos; pero si esperáis a sorprenderle en un momento de sincero arrebato, veréis que se le escapa una y otra vez el signo de la tribu. Stendhal llama también sublime al paisaje, al monumento, al cuadro de Guido Reni, a la mujer que canta un aire de Paisiello y a los helados del café Tortoni. La palabra “sublime” decía mejor que otra ninguna el secreto de aquellas dos generaciones. [...]
El romántico era un hombre que buscaba en la vida la embriaguez. Sólo se sentía a gusto cuando perdía la serenidad. Destilaba un lirismo parecido al aguardiente, que le permitía ponerse fuera de sí. De aquí su afición a lo sublime. Lo de menos es que este vocablo signifique “lo que está en lo alto”. Su verdadero valor esta en designar un superlativo extremo, lo que los gramáticos llaman un excessivus. Ahora comprendemos más de cerca su favor entre los románticos. Lo sublime es excesivo, lo que pasa toda medida, lo que nos arrolla, nos aniquila, nos aplasta. Es la copa más allá de las que un hombre puede beber sin perder la cordura.»
[Ortega y Gasset, José: “Cuaderno de bitácora” (1927), en Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. II, p. 602-603]
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«Se ha discutido mucho si ‘romanticismo’ es un término que designa solamente una cierta época de la vida y de la cultura occidentales, o bien si puede ser considerado como expresión de una constante histórica. Los historiadores se inclinan a la primera concepción; algunos filósofos de la historia y de la cultura, a la segunda. Según esta última, el romanticismo ha estado presente en varias épocas y constituye una de las dimensiones del alma fáustica y dionisíaca en oposición al alma apolínea. Así, en la cultura griega predominaría la constante clásica; en la germánica, la romántica. [...]
Restringiremos aquí el significado de ‘romanticismo’ al movimiento de ideas, sentimientos, creencias y productos culturales que se extendió aproximadamente desde 1800 a 1850 por diversos países europeos (Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España, etc.) y americanos y que fue precedido por concepciones muy variadas del siglo XVIII (Rousseau, la poesía pastoril, las morales del sentimiento, etc.). [...]
Característica del pensamiento romántico es el rechazo de la noción de medida y la acentuación de lo inconmensurable y a veces de lo infinito (que, contrariamente al movimiento barroco, no es ordenado y limitado, sino exaltado). COn ello se una la aspiración a la identificación de contrarios y a la fusión de todos los aspectos de la realidad y de la cultura en un principio único omnicomprensivo. De este modo llega a afirmarse la igualdad de la filosofía con la ciencia, la religión y el arte. Hay también un desvío manifiesto por el modo de conocer (o cuando menos por el predominio del modo de conocer) propio de las ciencias naturales cuando éstas adoptan el método mecánico-matemático, y una preferencia indudable por las ciencias del espíritu o por la concepción de la Naturaleza de acuerdo con tales ciencias. Así, lo mecánico es sustituido por lo orgánico, lo atomizado y parcial por lo estructural y total, el análisis por la síntesis. No es sorprendente que a tenor de ello surja un interés decidido por la historia y en particular por ciertos períodos históricos que, como la Edad Media, se les aparecían a los románticos como semejantes al propio. Predomina en tal interés la acentuación por lo velado, por lo misterioso, por lo sugestivo y, en general, por el “fondo” contra la “superficie”. Pero, además, se abre paso cada vez más la orientación hacia lo dinámico contra lo estático. Esta última orientación puede dar lugar a dos actitudes: o a la tradicionalista, opuesta al espíritu de la Ilustración y amiga de las manifestaciones específicas de cada comunidad, o a la progresista, que adopta ciertos postulados de la Ilustración, pero los transforma insuflándoles el patetismo y la carga emocional de que éstos carecían a los ojos de los románticos. Es fácil descubrir en ambas direcciones el elemento de lo religioso, si bien en un caso se trata de la religión tradicional (y hasta pre-tradicional) y en el otro de la “religión del futuro”.
En lo que se refiere al método, el romanticismo sostiene con frecuencia el primado de la intuición y del sentimiento frente a la razón y al análisis; lo irracional le atrae indudablemente más que lo racional, lo imprevisible más que lo previsible, lo multiforme (que se sigue manteniendo en el seno de todo principio omnicomprensivo) más que lo uniforme, lo trágico más que lo cómico (inclusive la ironía es una ironía trágica), lo oculto más que lo presente, lo implícito más que lo explícito, lo sublime más que lo bellos, lo aristocrático (y lo popular) más que lo burgués, el espíritu colectivo más que el individual, el anónimo (o lo genial) más que lo nombrable, lo interno más que lo externo y lo dramático más que lo apacible.
Hemos dicho antes que se trataba de tendencias; especificaremos ahora que nos las habemos con atracciones. Con ello queremos precaver contra las fáciles objeciones de que por un lado encontramos en las obras románticas muchos elementos que según la anterior enumeración deberían estar excluidos de ellas, y de que por otro lado el romanticismo tiene, según los autores, las generaciones y los países, caracteres propios irreductibles a esquemas demasiado generales.»
[Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1969, vol. II, p. 584-585]
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El hispanista Russell P. Sebold no sólo ha revolucionado la cronología del Romanticismo, cuya fecha de aparición data en la segunda mitad del siglo XVIII, sino que ha conseguido demostrar que el Neoclasicismo español no sólo tiene sus raíces en Francia. Es el Siglo de Oro y en nuestros propios clásicos, Garcilaso y Fray Luis de León, donde hay que volver la vista para encontrarnos con un nuevo concepto de lo neoclásico. «En muchas piezas del último tercio del XVIII, aparecen cosas del XIX o último romanticismo. Esto me ha llevado a la conclusión de que todos los periodos literarios se entrecruzan. Puedes encontrar simultáneamente Barroco, Neoclasicismo y hay mucho Romanticismo al empezar el Realismo.» (Russell P. Sebold)
«La verdad es que tengo muchos escritores preferidos, pero Bécquer y Espronceda son para mí los mejores. Me gusta mucho la novela Sancho Saldaña, de Espronceda, creo que es la mejor, muy superior a Walter Scott».
«Las ideas y técnicas de este estilo se formulan en el XVIII. Es falso que terminara con el Don Juan, de Zorrilla, pues la obra Baltasar, de Gertrudis de Avellaneda, es tan arrebatada como Don Juan. El Romanticismo podría prolongarse hasta 1880. Bécquer es un post-romántico y lo mismo se percibe en Piferrer».
En los orígenes del Romanticismo es importante la influencia de los filósofos Locke y Condillac, ambos sensualistas.
«Surge en Inglaterra y luego en toda Europa a la vez por las mismas ideas filosóficas. El hombre se mueve en un panteísmo egocéntrico y el romántico siente un dolor especial por el que asocia sus penas a las del universo, de una forma puramente egoísta. Y eso le lleva a los grandes gestos emocionales. En 1794 Menéndez Valdés lo definió como “Fastidio Universal”, mientras que en Francia es el mal du siècle y en Alemania el “Dolor cósmico”».
«No es cierto que el Neoclasicismo en España se basara en Francia, ni mucho menos. Garcilaso y Fray Luis de León son los dos puntos de mira de los escritores de la época y los elementos griegos y romanos se toman de autores españoles del XVI. En cuanto a las fechas, sin concretar, porque como ya he dicho todas las tendencias se prolongan, yo diría que empieza entre 1737 con Luzán y termina en los ensayos críticos de Alberto Lista en 1844. Esas corrientes influyen en Bécquer y dentro de esta larga tendencia que se une con él se encuadra el movimiento neoclásico». [Russell P. Sebold]
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«Para Johann Wolfgang von Goethe, el romanticismo no es un error, es una enfermedad, en contraposición a la cultura clásica, que es “lo sano” (Klassisch ist das Gesunde; Romantisch das Kranke).
Sin el fermento romántico no se explicaría el nacionalismo que produjo la unificación de Italia y el Segundo Imperio Germánico. El sentimiento de que las naciones tenían derecho y casi obligación de recobrar su jerarquía se basaba en la idea romántica de la existencia de almas nacionales inmortales, como todo lo espiritual. El nacionalismo como doctrina es consecuencia lógica del concepto fundamental de la libertad ilimitada que defendían los románticos; las naciones eran personas sociales que tenían derecho a su independencia; los pueblos, como los individuos, debían ser libres para seguir sus instintos y pasiones naturales.
No se ha llegado a definir lo que es romanticismo; a lo más podríamos decir que es delirio que impide ver la realidad presente porque provoca espejismo de perfección para lo íntimo y lejano. Los románticos se extasiaron ante la naturaleza; buscaron en el llamado santuario de la conciencia un consuelo que no encontraban en la sociedad, y creyeron ver en tiempos pasados y en países remotos un tipo de vida natural superior a la de los países civilizados. Esta definición es defectuosa, porque más que la esencia del mal romántico explica sus efectos.
Tampoco se percibe claramente el origen del romanticismo. A mediados del siglo XVII ya se ven chispazos anunciadores del huracán. Al convencionalismo intelectual del período barroco había sucedido a finales del siglo XVIII un intento de restauración neoclásica completamente falso.
Profeta del romanticismo fue el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau. Se ha dicho que nada hay en Rousseau que no sea romántico, ni hay nada romántico que no esté en Rousseau. Pero Rousseau no profundizó como Kant, Fichte y Hegel los problemas de relación del espíritu humano y el Universo que justificaron la tendencia romántica en todas sus manifestaciones. Por eso los filósofos Kant y Fichte son más responsables del romanticismo que Rousseau. Kant había advertido la imposibilidad de conseguir el conocimiento absoluto con los datos que nos proporcionan los sentidos. Fichte hacía del mundo exterior un producto de nuestra imaginación. Así la naturaleza se vaciaba de contenido real para ser un puro domicilio del alma.
El orden moral de conducta, el imperativo categórico que, según Kant, se tiene que seguir para cumplir nuestros deberes humanos, lo hemos de descubrir en nuestras conciencias, no en una legislación de origen divino, como los mandamientos, ni en códigos redactados por reyes o legisladores. Esta nueva ley moral entraña innumerables gérmenes de descomposición social. Los temperamentos exaltados fatalmente tenían que producir la doctrina de la legitimidad de las pasiones, aunque éstas fueran contrarias a los principios de la moral establecida y hasta al bien de la especie.
Kant quería fundar el conocimiento en principios que no dependieran de la información engañosa de los sentidos, y así demolía la base de toda autoridad. Quería establecer reglas de conducta según sentimientos universales que no cambiaran con los tiempos o naciones, y así promulgaba el derecho a la libre interpretación que podía convertirse en furioso individualismo. Los románticos, sin conocer a Kant muchos de ellos, aplicaron la regla de acudir a su propio corazón aunque no siempre con el objetivo de encontrar el imperativo categórico de la conciencia.
El romanticismo fue estimulado por el casi descubrimiento de la Edad Media a fines del siglo XVIII. Después de tres siglos de renacimiento clásico, las gentes cultas de todos los países de Europa se sentían fatigadas de tantas Cloes, Filis y Amarilis, de tantos Arístides, Brutos y Catones con peluca empolvada. Con sorpresa descubrieron que sus antepasados habían construido castillos y catedrales que no tenían nada que envidiar a las obras de los griegos.
En aquella Edad Media, vilipendiada como época bárbara, los grandes rebeldes de la Historia, Roldán, el Cid, Robin Hood, Guillermo Tell, habían desafiado la autoridad real. Modelos de romanticismo, otros personajes históricos fueron resucitados en dramas: don Carlos, Hernani y Wallenstein.
Otro gran descubrimiento para los románticos fue el amor en la Edad Media. Los trovadores parecían satisfechos con poder enseñar el lazo o una joya de su dama. Era un amor ferviente, absoluto, imperativo, irresistible y era compatible con el matrimonio. El amor no podía subsistir con el deber; por otra parte, la fidelidad conyugal no obligaba a la dama a rechazar las atenciones de su caballero o trovador. Si la dama se casaba con su caballero-servidor, era de ley que buscara a otro para sustituir al que como marido pasaba a ser su señor. Este concepto del amor conducía a una gran tolerancia hacia el adulterio.
La canciones provenzales, los poemas del ciclo carolingio, las romanzas celtas, se publicaron restaurados, embellecidos, falsificados. El más conspicuo caso de falsificación literaria se perpetró por un pastor protestante escocés llamado James Macpherson (1736-1796), quien dijo haber descubierto el texto de Ossian, bardo céltico del siglo III.
Casi simultáneamente, en 1765, el obispo Thomas Percy publicaba Reliquias de antiguas baladas heroicas, la primera colección de antiguos cantos populares ingleses. Estas obras estimularon a los eruditos de otras naciones a estudiar el folclore. Sobre todo los alemanes, que iban a la vanguardia del romanticismo, pusieron especial empeño en editar cantos, cuentos y consejas que representaban la literatura popular en otros países. Los alemanes imprimieron por primera vez en tiempos modernos los Cancioneros de romances castellanos, donde se narraban las hazañas tan románticas del Cid, Bernardo del Carpio, el conde Alarcos, don Rodrigo y Fernán González.
En 1812, dos hermanos alemanes, Jacob Ludwig Karl y Wilhelm Karl Grimm, publicaron la colección de cuentos populares europeos. Al principio se creyó que eran símbolos. Una nueva sorpresa. El pueblo, la gente, la multitud, no sólo era capaz de producir grandes obras de arte, sino que bajo la sencilla apariencia de los cuentos de hadas y de consejas se escondía una gran sabiduría. Novalis afirmaba que “las fábulas y leyendas contienen más verdad que los textos de las crónicas”. Así se preparaba el alto concepto del arte democrático que duró todo el siglo XIX.
Los románticos creyeron que las obras de arte popular eran producidas por colaboración espontánea de individuos no profesionales. Alguien iniciaba un romance, una leyenda en un momento de pasión, dejándolo imperfecto o incompleto. Lo continuaba otro, casi sin darse cuenta de su belleza, y enteramente inconsciente de participar en una obra social y colectiva. No un bardo, sino el pueblo entero producía música y literatura.
Los románticos exageraron el concepto de la capacidad del pueblo para componer obras colectivas, hasta el punto de que todo lo que era de autor desconocido se atribuyó al genio de la raza. El poema épico Cantar de los Nibelungos (1785), era otra prueba, según los románticos alemanes, de la capacidad del espíritu nacional para producir belleza.
Las cámaras populares, con discusiones tumultuosas sobre todo lo divino y humano y los motines de barricadas, reflejaban la voluntad nacional mejor que lo que se discurría fríamente en el gabinete de los sabios y letrados.
La humanidad entera debía tener un alma: anima mundi, la Weltseele de Schelling. De ahí las leyes generales del lenguaje, los estudios sobre el derecho natural, sobre la evolución del derecho y las instituciones sociales. Los románticos notaban en los ciclos periódicos de la historia una especie de proceso constructivo. El filósofo alemán Hegel metodizada la Historia dividiéndola en flujos y reflujos regulares, como si el alma colectiva de la humanidad dispusiera el curso de los acontecimientos. El concepto medieval de la Historia, según Pablo Orosio y San Agustín, para quienes Dios tenía un plan y lo realizaba irremisiblemente, venía sustituido por la nueva concepción hegeliana de que todo ocurre según leyes de equidad que se a sí mismo el espíritu humano.
La naturaleza y la humanidad sustituían la antigua fórmula del Creador personal y de sus agentes en la tierra. Vox populi, vox dei, tomado al pie de la letra, significaba que el pueblo era mejor intérprete de Dios que los reyes por derecho divino y los filósofos y eruditos.
Los únicos que tenían derecho a considerarse exponentes de la verdad absoluta eran los poetas. Éstos descubrían por inspiración todos los secretos de los cielos y de la tierra. Eran los verdaderos sacerdotes y doctores de la sociedad romántica.
Según los hermanos Schlegel, el artista está por encima de toda estética, “el capricho del poeta no está sujeto a ninguna ley”. Las restricciones clásicas para la composición literaria eran vallas absurdas que el poeta verdaderamente inspirado no estaba obligado a respetar. Schlegel defendía la libertad poética con argumentos de alta erudición.
El mismo Víctor Hugo, en el prólogo de su drama Cromwell, precisaba más la doctrina romántica. “Luchamos por la libertad en arte contra el despotismo de sistemas, códigos y tratados de poesía. Mi método es dejarme llevar por la inspiración y cambiar de estilo si lo exige el asunto. Dogmatismo en arte es peor que en política y religión.”
Cuando ya la Edad Media pareció demasiado familiar, casi vecina, los románticos se ensañaron con tierras lejanas: el desierto, el Oriente, la India. España, como tierra desconocida para los románticos y casi salvaje por sus fuertes pasiones, sirvió de sustituto para Arabia.»
[Historia Universal. Madrid: Editorial Salvat / Mediasat Group, S. A., 2004, pp. 441-475]
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«En España, como no se acordaron los pensadores y los artistas de que habían tenido el romanticismo en casa, de confección casera, un par de siglos antes, decidieron inmediatamente entusiasmarse por el que nos importaban del extranjero –inglés, alemán, francés–, pedir de él grandes cantidades y no notar en su paladeo –pese al marchamo extraño de su fabricación y vitola– cierto regustillo español añejo a todas luces. Porque cuando en Alemania, en Inglaterra, se airearon las banderas del movimiento sensacionalista del culto del yo, el aire que las ondulaba más fuerte procedía de España, de aquella España del barroco tan vilipendiada por el neoclasicismo. Lo único verdaderamente nuevo del nuevo movimiento literario era el nombre: romanticismo, palabra derivada del romantik aspect con que designó a la isla de Córcega el viajero inglés Borwell, en 1765. ¡Romántico! Sonaba bien el calificativo. Y se refería a algo muy personal y muy íntimo, que era como un desquite de tanto objetivismo ordenancista como imperaba por el mundo en aquella época. Del romantik derivaron los franceses romanesque –novelesco– y romantique. Y de los términos inglés y galo nuestro romanticismo. Siempre, eso sí, traducido por lo mismo: impresión y expresión individualista, rebeldía contra lo reglado, marcha vehemente a campo traviesa, exaltación de los fenómenos naturales y de las reacciones espirituales, afanes de gritar y de cantar, de gesticular, de blasfemar, de repudiar toda continencia y todo comedimiento. Si, ante tanta educación, tanta melifluidad, tanto perfilamiento, tan medidas palabras, tan estereotipadas sonrisas, tanta hipocresía almidonada como fue el clasicismo francés..., la exposición de las almas, las ganas de abofetear al coco de la retórica, de saltarse a la torera las reglas del arte, de profanar la rigidez de la medida y de exagerar, en contraposición, el valor de lo individual y subjetivo. “Estoy harto y empachado del rigorismo! ¡Voy, desde ahora, a hacer lo que me dé la gana!” He aquí la divisa de la época. Que, en verdad, pudo igualmente ser otra. “Contra lo extraño, lo propio”. Porque sí, hay que recalcar mucho que el romanticismo fue una auténtica revolución: la artística. La última gran revolución del mundo moderno. Antes que ella, la política, la filosófica, la religiosa. Tan grave y trascendental revolución la del romanticismo, que excedió en mucho al mismo Renacimiento. El romanticismo fue una revolución, dentro de cada nación, contra aquel arte extraño (el neoclasicismo francés) y de remedo; y fue un volver los ojos a lo propio, un refugiarse en la Naturaleza, sin distinguir las cosas hermosas o feas y, por naturales, todas dignas de aprecio. Lo romántico, romancesco o romanesco fue lo contrario de clásico, viejo o reciente, romano o gálico. [...]
Acaso sea verdad –como afirma la mayor parte de la crítica moderna– que los orígenes del romanticismo hay que buscarlos en Inglaterra, en Sterne –Tristán Shandy y su Viaje sentimental–, en Young –Las noches lúgubres–, en Macpherson (1736-1796) –Fingal y Temora, poemas épicos de Ossián antiguo poeta céltico–, en Walter Scott...; pero justo es reconocer que le corresponde a Alemania el honor de teorizar la primera acerca del romanticismo. El fenómeno literario Sturm und Drang (Tormenta e Impulso) queda perdurable en los escritos de los Schlegel, Novalis, Tieck, Wackenroed... Y a Francia le cabe la nota de haber sensualizado y violentado el romanticismo. Unción natural, paladeo, sensualismo... [...]
En España, el romanticismo no penetró súbitamente ni con violencia. Entre 1780 y 1830 existe una “zona fronteriza y de transición”, en la que vibran ya algunas notas de las que serán características de la nueva manera. Pero en los primeros años del siglo XIX es cuando ya se señalan los hitos inmediatos de la revolución literaria en España. O, si se quiere, de su reanimada revolución. [...] El público español no podía hacer traición por mucho tiempo a su sentimentalismo romántico desde siempre. [...]
La guerra de la independencia (1808-1814) detuvo durante algunos años el desarrollo de la revolución literaria española. El primer nuevo brote data de 1814. El 16 de septiembre, en El Mercurio Gaditano Nicolás Böhl de Faber –hispanófilo e hispanista alemán, padre de nuestra Fernán Caballero– publicó un extracto de las ideas de Schlegel, uno de los epígonos del romanticismo germano. Este artículo inició una polémica larga y ruidosa entre el alemán afincado en España y el periodista y aventurero, de talento innegable, José Joaquín de Mora, defensor desde El Constitucional de las inmutables reglas del arte que preconizaban los moribundos neoclasicistas, muriendo sin querer arriar el grito de su fe. Distingos periódicos tomaron partido por uno u otro. Y de la discusión –no pocas veces agriada, como la mala leche– fue naciendo la luz... [...]
El español, entre 1808 y 1833, ya por guerras o por azarosos y turbulentos alzamientos políticos, no tuvo un instante de sosiego para dedicarlo a la literatura y a sus reacciones. Entre 1808 y 1833 no hubo en España sino guerrilleros, docentistas, exaltados, serviles, feotas, que preferían los himnos y las canciones de facción o de partido. [...]
La avanzadilla del romanticismo español, la que recogió con avidez las sugerencias de Böhl de Faber, surgió en Barcelona. En 1823 apareció, como órgano “de la escuela romanticoespiritualista”, El Europeo, periódico publicado por dos españoles, un inglés y dos italianos. [...] Es muy curioso considerar cómo estando Cataluña inmediata a Francia y muy en relaciones culturales con ella, no fue el francés el romanticismo que propagaron y defendieron los catalanes, sino el alemán. El romanticismo francés penetró en España pro Andalucía. El romanticismo francés en el sur español lo habían exaltado los constitucionalistas, los emigrados políticos, los comerciantes que vivían con un ojo en España y otro en América. El romanticismo andaluz era liberal; el catalán era tradicionalista.
“Dos bandos –estribe Tubino– partían ya la arena del romanticismo en creyente, aristocrático, arcaico y restaurador, y descreído, democrático, radical en las innovaciones y osado en los sentimientos. Ateniéndose Walter Scott a la tradición de la escuela germánica, de los Schlegel, abrazose al primero; Víctor Hugo Hugo... declarábase por el segundo, escandalizando a los públicos con las inauditas libertades artísticas de Hernani y de Nuestra Señora; quería el uno oponer recio valladar a las disolventes máximas del liberalismo nivelador, ofreciendo el cuadro de los esplendores feudales; asimilaba el otro el romanticismo a la política revolucionaria, presentándola como un 93 del pensamiento...” Cataluña se decidió por Walter Scott. Andalucía, por Víctor Hugo. Y, casi al mismo tiempo, las dos corrientes románticas iniciaron su marcha a la conquista de Madrid. Y Madrid se entregó al romanticismo liberal francés. [...]
Como el romanticismo fue una reacción violenta, de enemistad eterna, contra el neoclasicismo, rápidamente los románticos quisieron distinguirse de los clásicos no solo en las obras, sino hasta en el aspecto: cara y atuendo. [...]
Contrario, en todo, al neoclasicismo. Este fue el lema del romanticismo. Sin razonamientos. Porque sí. Cuestión de antipatía súbita. Porque en otras revoluciones literarias, triunfante la revolución –léase: Edad Media, Barroco–, no prescindió en absoluto de todos los valores de la efusión clasicista vencida, sino que se asimiló algunos y respetó no pocos. Pero el romanticismo vencedor fue implacable. No concedió nada. No perdonó nada. No reconoció nada. No aprovechó nada. Imaginativamente guillotinó a su precedente artístico, literario, político, social.»
[Sainz de Robles, F. C.: Historia y antología de la poesía española. Madrid: Aguilar, 1967, p. 176-183]
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