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Alberto Lista - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Alberto Lista (1775–1848)

Textos

 

Anacreóntica

La jardinera

 

¿No ves aquella rosa

que con beldad lozana

el lindo seno ofrece

al céfiro del alba?

Pues aún no bien las sombras

del alto monte caigan,

cuando su pompa hermosa

mustia verás y ajada.

No pierdas, no Mirtila,

tu plácida mañana;

la más brillante rosa

al otro sol no alcanza.

 

La esperanza

 

Dulce esperanza, del prestigio amado  
 pródiga siempre, que el mortal adora,  
 ven, disipa piadosa y bienhechora  
 las penas de mi pecho acongojado.  
 
 Vuelve a mi mano el plectro ya olvidado, 
 y al seno la amistad consoladora;  
 y tu voz, oh divina encantadora,  
 mitigue o venza la crueldad del hado.  
 
 Mas ¡ay! no me presentes lisonjera  
 aquellas flores que cogiste en Gnido, 
 cuyo jugo es mortal, aunque es sabroso.  
 
 Pasó el delirio de la edad primera,  
 y ya temo el placer, y cauto pido,  
 no la felicidad, sino el reposo.  
 

La envidia

 

Dulce es a la codicia cuanto alcanza  
 doblar el oro inútil, que ha escondido;  
 sin tener otro afán, ni por sentido,
 meditar ya el placer, ya la esperanza.  
 
 Dulce es también a la feroz venganza, 
 que no obedece al tiempo ni al olvido,  
 los sedientos rencores que ha sufrido  
 apagar entre el fuego y la matanza.  
 
 A un bien aspira todo vicio humano;  
 teñida en sangre, la ambición impía 
 sueña en el mando y el laurel glorioso.  
 
 Sola tú, envidia horrenda, monstruo insano,  
 ni conoces ni esperas la alegría;  
 que ¿dónde irás que no haya un venturoso?
 

Dónde cogió el Amor

 

¿Dónde cogió el Amor, o de qué vena,  
 el oro fino de su trenza hermosa?  
 ¿En qué espinas halló la tierna rosa  
 del rostro, o en qué prados la azucena?  
 
 ¿Dónde las blancas perlas con que enfrena 
 la voz suave, honesta y amorosa?  
 ¿Dónde la frente bella y espaciosa  
 más que el primer albor pura y serena?  
 
 ¿De cuál esfera en la celeste cumbre  
 eligió el dulce canto, que destila 
 al pecho ansioso regalada calma?  
 
 Y ¿de qué sol tomó la dulce lumbre  
 de aquellos ojos que la paz tranquila  
 para siempre arrojaron de mi alma?
 

La razón inútil

 

Es tarde ya para que amor me prenda  
 en su lazo halagüeño y fementido;  
 que aunque tal vez de la razón me olvido,  
 el hielo de la edad ¿quién hay que encienda?  
 
 Es tiempo ¡ay! triste que a su voz atienda 
 mi juvenil esfuerzo ya perdido,  
 después de haberla insano desoído,  
 cuando ser pudo de mi esfuerzo rienda.  
 
 Así va; los humanos corazones  
 sufren en la verdad y en el engaño; 
 y sin gozar de sí ni un solo día,  
 
 venden la juventud a las pasiones,  
 la edad madura al triste desengaño,  
 y la vejez a la razón tardía.

 

LA LUNA

Mueve la luna el carro soñoliento

en tardo giro, y tibio resplandece

por la esfera su rayo macilento,

que los vecinos astros oscurece;

y mientras se adormece

en blando sueño el mundo sosegado,

las tinieblas disipa, y la campaña

y el silencioso prado

de sus reflejos plácidos se baña.

Vence la cumbre del opuesto monte,

y dominando la inferior ladera

brilla elevada en todo el horizonte,

y retrata su imagen placentera

en la sesga ribera.

En tanto el bello Arturo al mar sonoro

baja en curso veloz precipitado,

y el cayado de oro

esconde en el cristal del golfo helado.

En las medrosas horas, ocupando

el ancho cielo, en toda su carrera

los extendidos campos van sembrando

de mustia adelfa y triste adormidera.

Renueva lastimera

Filomena su canto dolorido;

y al aire dando las nocturnas alas,

con hórrido graznido

los bosques llena el ave, grato a Palas.

En profundo letargo entorpecida

yace la tierra: el Aquilón rugiente

cesa: la inmensa mar calla adormida;

mas, ¡ay!, vela el Amor; su voz potente

la bella diosa siente;

y el carro, abandonando en la alta esfera,

al Latmo umbroso vuela, en cuya falda

su Endimión la espera

sobre lechos de rosa y esmeralda.

¡Oh crudo amor! Después que el vengativo

brazo aplicaste al arco más certero,

y la flecha, teñida en fuego vivo,

traspasó de Diana el pecho fiero,

no ya con pie ligero

correr le place tras fugaz venado

del fértil Erimanto las riberas,

ni el venablo acerado

esgrimir en las ménalas praderas.

Solo del Latmo la floresta oscura

y la cima selvática le agrada.

Allí el pudor divino y la hermosura

cede á un mortal; y amante más que amada

rinde al amor el culto silencioso,

que entre sus ninfas pérfida le niega;

y al joven venturoso

las breves horas de su imperio entrega.

Mas ¡oh, cuán triste y pesarosa siente

del nuevo día el resplandor cercano!

Ya en las brillantes puertas del Oriente

ve la cuadriga del odioso hermano

rayando el Océano.

Suspira, y maldiciendo el giro eterno,

que de su dulce amante la desata,

bañada en llanto tierno

vuelve a regir el pértigo de plata.

Salve, oh benigna diosa, oh tú, del sueño

y del silencio tímida señora,

salve. Derrama al mundo tu beleño,

de dichosos amantes protectora.

Si el bien, que me enamora,

a la plácida sombra de tu velo

mi tierno pecho llena de alegría,

¡oh! nunca dore el suelo

la clara luz del importuno día.

 

Al Sueño

El Himno del Desgraciado

«Que el grande y el pequeño
Somos iguales lo que dura el sueño.»
—LOPE DE VEGA, Canción

Desciende a mí, consolador Morfeo,
Único dios que imploro,
Antes que muera el esplendor febeo
Sobre las playas del adusto moro.

Y en tu regazo el importuno día
Me encuentre aletargado,
Cuando triunfante de la niebla umbría
Asciende al trono del cenit dorado.

Pierda en la noche y pierda en la mañana
Tu calma silenciosa
Aquel feliz que en lecho de oro y grana
Estrecha al seno la adorada esposa.

Y el que halagado con los dulces dones
De Pluto y de Citeres,
Las que a la tarde fueron ilusiones,
A la aurora verá ciertos placeres.

No halle jamás la matutina estrella
En tus brazos rendido
Al que bebió en los labios de su bella
El suspiro de amor correspondido.

¡Ah! déjalos que gocen. Tu presencia
No turbe su contento;
Que es perpetua delicia su existencia
Y un siglo de placer cada momento.

Para ellos nace, el orbe colorando,
La sonrosada aurora,
Y el ave sus amores va cantando,
Y la copia de Abril derrama Flora.

Para ellos tiende su brillante velo
La noche sosegada,
Y de trémula luz esmalta el cielo,
Y da al amor la sombra deseada.

Si el tiempo del placer para el dichoso
Huye en veloz carreta,
Une con breve y plácido reposo
Las dichas que ha gozado a las que espera.

Mas ¡ay! a un alma del dolor guarida
Desciende ya propicio;
Cuanto me quites de la odiosa vida,
Me quitarás de mi inmortal suplicio.

¿De qué me sirve el súbito alborozo
Que a la aurora resuena,
Si al despertar el mundo para el gozo,
Sólo despierto yo para la pena?

¿De qué el ave canora, o la verdura
Del prado que florece,
Si mis ojos no miran su ‚hermosura,
Y el universo para mí enmudece?

El ámbar de la vega, el blando ruido,
Con que el raudal se lanza,
¿Qué son ¡ay! para el triste que ha perdido,
Último bien del hombre, la esperanza?

Girará en vano, cuando el sol se ausente,
La esfera luminosa;
En vano, de almas tiernas confidente,
Los campos bañará la luna hermosa.

Esa blanda tristeza que derrama
A un pecho enamorado,
Si su tranquila amortiguada llama
Resbala por las faldas del collado,

No es para un corazón de quien ha huido
La ilusión lisonjera,
Cuando pidió, del desengaño herido,
Su triste antorcha a la razón severa.

Corta el hilo a mi acerba desventura,
Oh tú, sueño piadoso;
Que aquellas horas que tu imperio dura
Se iguala el infeliz con el dichoso.

Ignorada de sí yazca mi mente,
Y muerto mi sentido;
Empapa el ramo, para herir mi frente,
En las tranquilas aguas del olvido.

De la tumba me iguale tu beleño
A la ceniza yerta,
Sólo ¡ay de mí! que del eterno sueño,
Mas felice que yo, nunca despierta.

Ni aviven mi existencia interrumpida
Fantasmas voladores,
Ni los sucesos de mi amarga vida
Con tus pinceles lánguidos colores.

No me acuerdes crüel de mi tormento
La triste imagen fiera;
Bástale su malicia al pensamiento,
Sin darle tú el puñal para que hiera.

Ni me halagues con pérfidos placeres,
Que volarán contigo;
Y el dolor de perderlos cuando huyeres
De atreverme a gozar será el castigo.

Deslízate callado, y encadena
Mi ardiente fantasía;
Que asaz libre será para la pena
Cuando me entregues a la luz del día.

Ven, termina la mísera querella
De un pecho acongojado.
¡Imagen de la muerte! después de ella
Eres el bien mayor del desgraciado.

 

Al nacimiento de Nuestro Señor

 

Huyó del polo el aquilón sombrío

y el cielo, ya sereno,

piadoso vierte el cándido rocío,

que ocultaba en su seno.

En tus entrañas, tierra, agradecida

recibe el don fecundo,

y la salud prodúcele y la vida

al angustiado mundo.

Florece, oh Terebinto, y de tus flores

brille la pompa ufana

al desatar sus claros esplendores

la plácida mañana;

y de ellas la aurora refulgente

orne sus manos puras,

cuando hoy anuncie a la oprimida gente

el sol de las alturas.

Corre alegre, oh Jordán, y en tus riberas

de Jericó las rosas

embalsamen del aura lisonjera

las alas vagarosas.

El cedro inmenso la cerviz erguida

levante al alto cielo;

y su aroma dulcísimo despida

la cumbre del Carmelo.

Pasó la nieve del invierno triste;

y del Hermón la falda

depone el hielo rígido, y se viste

de carmín y esmeralda.

Albricias, Israel: ya compadece

el cielo tu gemido:

vuelve al benigno sol, que te amanece,

el semblante afligido.

Mira el libertador, que de tu mano

y del cuello doliente

romperá las cadenas, y al tirano

quebrentará la frente.

Alza del polvo: ya empezó tu Santo

la lid y la victoria:

y cíñete, oh Sion, el regio manto

de tu esplendor y gloria;

y convertida en gozo la amargura,

con festivas canciones

convoca el universo, y su ventura

anuncia a las naciones.

 

A Silvio: en la muerte de su hija

 

¿Y quién podrá, mi Silvio, el lloro triste

a tu lloro negar? Ya de mi pecho

ronco se exhala el canto del gemido;

y en torno vuela a mi enlutada lira

el genio del dolor. ¡Ay! ¡tu alegría

se sepultó en las sombras de la tumba!

No darán ya tus paternales labios

el ósculo de amor… Las dulces gracias,

recién sembradas en el rostro hermoso

por la inocencia cándida, volaron

ante el helado soplo de la muerte.

Así tal vez la rosa que mecieron

los céfiros de abril, destronca impío

el noto silbador, cuando a deshora

de la espumosa Sirte se desata.

¡Oh Dorila! ¡oh beldad! ¡oh tierno padre!

¡Oh nombre de dolor, que en otro tiempo

tu corazón, mi Silvio, enajenaba

en gozo celestial! Del seno herido

¿quién te podrá arrancar la aguda flecha?

Cuando del Betis a la amena orilla

veniste a ser de la injuriada Temis

severo vengador, con triste acento

te anunció lucha eterna contra el crimen

la voz de la amistad. El brazo armado

cantó del malhechor, la espada impía

contra el amigo pecho enherbolada,

y la calumnia atroz, que sobre el justo

tiende de la maldad el negro velo.

Mas ¡ay! que no anunció tan cruda pena

su profética voz. La Parca esquiva

tu placer acechaba desde el Betis.

¿Cómo despareciste, lumbre clara,

de los paternos ojos, con tu ausencia

a lágrimas sin fin ya condenados?

¿Qué nubes te eclipsaron, tierna aurora,

en tu primer albor? Brillaste pura,

como el astro sereno de la tarde

se mece entre los plácidos reflejos

del sol occidental. ¡Ay! luce apenas,

y a las mansiones lóbregas de ocaso

baja en curso veloz. ¡Súbita huiste,

y en la noche del túmulo te ocultas!

No hay más amor, oh Silvio. Aquí encerrados

yacen los tuyos so la losa fría,

y eternos yacerán… Gemidos, lloro;

lloro desolador… ¡he aquí tu suerte!

No halagará ya el aura del consuelo

tu frente dolorida: no en tus labios

hallará la amistad blanda sonrisa.

Porque «¿dó está mi bien, mi dulce encanto?

¿Dó está, dó huyó?» Al acento lastimero

las hórridas mansiones de la muerte

«¿Dó está, dó huyó?» te vuelven despïadadas.

¿Dó está? Mortal, si a la morada oscura

te conduce el dolor, donde dominan

los lúgubres horrores, y la Parca

alza sobre cadáveres su trono,

desciende, el llanto calma, y oye atento

la enseñadora voz de los sepulcros.

Descendamos, mi Silvio, y los sollozos

oprime, que no es dado a humano afecto

su centro penetrar. Pavor sombrío

mi cabellera eriza: destemplada

de mi trémula mano cae la lira.

¡Región de soledad! A tus umbrales

muere el dolor y el gozo; y en tu seno

la inmoble eternidad augusta manda.

Contempla, Silvio, esos despojos fríos,

reliquias de tu bien, y busca en ellos,

si puedes, ¡ay! el rostro de belleza

que al tuyo sonrió. ¿Dó están los brazos

que en rededor el cuello te halagaban

con ternura infantil? ¿Dó fue el asiento

de aquellos dulces ojos, que al mirarte,

cual claros astros del amor brillaban?

Murieron y no son. ¿Y qué, los cubre

noche eterna en su velo tenebroso,

o al seno revolaron de la nada?

Mi Silvio, ¿oyes la voz, voz de consuelo,

voz de gozo, que nace cual la aurora

de entre las nieblas de la noche oscura?

«Mansión de eterna vida mora el justo

que muere en el Señor.» Vive, mi amigo;

y vive para ti. Será que un día

restituya el sepulcro devorante

los despojos del mundo; y animado

ese aterido polvo, en lazo eterno

al celestial espíritu se anude:

y tú padre serás. Esta esperanza

repose entre las penas de tu pecho,

como entre espinas la purpúrea rosa.

Salve, santa esperanza: tú en los brazos

del divinal amor serás cumplida,

cuando el padre, el amigo, el tierno esposo

las dulces prendas, que perdió, recobre,

a nunca más perderlas. Sí, mi Silvio:

El augusto silencio de la tumba

«Vida sin fin al virtuoso» clama.

¿Qué es el placer humano? El aura leve,

cuando derrama en las nacientes flores

la lluvia matinal, no más ligera

vuela fugaz sobre el sediento prado.

¿Qué es la edad? ¿qué es la vida? Cual arroyo,

que por los verdes campos serpentea,

complacido en regarlos, va a perderse,

a pesar suyo, en el remoto golfo;

así el tiempo arrebata en su carrera

al hombre y sus afectos, y en su seno

la eternidad terrible los abisma.

¡Desgraciado el mortal, que su ventura

al caduco deleite necio fíe!

Santa virtud, que vivirás gloriosa

después que todo muera, tú eres sola

el bien de los mortales: tu hermosura

no deslustran las nieblas de la muerte.

Ella, mi Silvio, a la mansión de dicha

condujo tu Dorila. ¡Venturosa,

que el hermoso candor de la edad tierna

llevó consigo al plácido sepulcro!

¿Y nosotros lloramos? Blandas flores,

no funesto ciprés ni mustio helecho,

debemos derramar, mi dulce amigo,

en la tumba feliz de la inocencia.

Aquí su pura y amorosa sombra

sentiremos vagar. La pena aguda

alanzarás del dolorido pecho;

y ya tranquilo esperarás el día

que vueles en las alas de la muerte

al dulce bien, que te robó sañuda.

 

La resurrección de Nuestro Señor

 

De tu triunfo es el día,

oh santo de Israel. La niebla oscura,

que la maldad impura

al orbe difundía,

con celeste vigor rompe a deshora

inesperada aurora.

Aquella noche horrenda,

que ciñó el mundo de enlutado velo,

robó la luz al cielo

y al sol la ardiente rienda,

y amenazó a la esfera diamantina

su postrimer ruina:

Y aquel pavor, que el seno

estremeció de la confusa tierra,

mezclando en dura guerra

los aires con el trueno,

cuando vagó el cadáver animado,

del túmulo lanzado:

Y el silencio ominoso,

que al pavor sucedió de la natura,

y el luto y la tristura

del suelo temeroso,

disipa, inmenso Dios de la victoria,

un rayo de tu gloria.

Tú del sepulcro helado

no esperaste a forzar la piedra dura:

que apenas en la altura

del Aries sonrosado

señaló de tu triunfo el sol brillante

el decretado instante;

con poder silencioso

a la muerte su víctima robaste,

y la tierra agitaste

en pasmo delicioso;

y la prole, ya siglos sepultada,

restituyó admirada.

Entonces vio rompida

el tirano su bárbara cadena,

y la mansión de pena

de santa luz herida:

brama y humilla a su Señor la frente

la vencida serpiente.

Que en su sangre bañado

entró una vez al santuario eterno,

y lanzó en el averno

la muerte y el pecado,

y convocó a sus blancos pabellones

ya libres las naciones.

Mas tú, pueblo inhumano,

estirpe de Jacob aborrecida,

tiembla: mira erigida

la vengadora mano.

Huye, pérfida turba, la sagrada

de Sion dulce morada.

Jerusalén divina,

ensalza, ensalza tu cerviz gloriosa:

ya prole numerosa

el cielo te destina,

por ti no concebida, que a la gente

tu inmortal gloria cuente.

El fuego soberano

espera ya, que en abrasado aliento

inflamará el acento

del niño y del anciano;

y su visión, las vírgenes turbadas

cantarán inspiradas.

 

A la amistad

 

La ilusión dulce de mi edad primera,

del crudo desengaño la amargura,

la sagrada amistad, la virtud pura

canté con voz ya blanda, ya severa.

 

No de Helicón la rama lisonjera

mi humilde genio conquistar procura;

memorias de mi mal y mi ventura,

robar al triste olvido sólo espera.

 

A nadie, sino a ti, querido Albino,

debe mi tierno pecho y amoroso

de sus afectos consagrar la historia.

 

Tú a sentir me enseñaste, tú el divino

canto y el pensamiento generoso:

Tuyos mis versos son y esa es mi gloria.

 

A las ruinas de Sagunto

Salve, oh corazón de Edetania firme, 
ejemplo al mundo de constancia ibera, 
en tus ruinas grandiosa siempre, 
noble Sagunto. 
 
    No bastó al hado que triunfante el peno
sobre tus altos muros tremolase 
la invicta enseña, que tendió en el Tíber 
sombra de muerte, 
   
    cuando el Pirene altivo y las riberas, 
Ródano, tuyas, y el abierto Alpe
rugir le vieron, de la marcia gente 
rayo temido. 
   
    El raudo Trebia, turbio el Trasimeno 
digan y Capua su furor: Aufido 
aún vuelca tintos de latina sangre
petos y grebas. 
   
    Digno castigo del negado auxilio 
al fuerte ibero: que en tu orilla, oh Turia, 
pudo el romano sepultar de Aníbal 
nombre y memoria.
   
    Pasan los siglos, y la edad malvada 
y el fiero tiempo con hambriento hierro 
gasta, y la llama de la guerra impía, 
muros y tronos; 
   
    mas no la gloria muere de Sagunto:
que sus ruinas del fatal olvido 
yacen seguras, más que tus soberbias, 
Rómulo, torres. 
   
    Genio ignorado su ceniza eterna 
próvido asiste: que infeliz, vencida
más gloria alcanza, que el sangriento triunfo 
da a su enemigo. 
   
    Resiste entera tu furor, oh peno: 
para arruinada tu furor, oh galo: 
lucha y sucumbe, de valor constante
digno modelo. 
   
    A la fortuna coronar no plugo 
su santo esfuerzo; mas la antigua injuria 
sangrienta Zama, Berezina helado 
venga la nueva.

 

A Elisa

 

En vano, Elisa, describir intento
el dulce afecto que tu nombre inspira;
y aunque Apolo me dé su acorde lira,
lo que pienso diré, no lo que siento.

Puede pintarse el invisible viento,
la veloz llama que ante el trueno gira,
del cielo el corazón, del mar la ira;
mas no alcanza al amor pincel ni acento.

De la amistad la plácida sonrisa,
y el puro fuego, que en las almas prende,
ni al labio, ni a la cítara confío.

Mas podrás conocerlo, bella Elisa,
si ese tu hermoso corazón entiende
la muda voz que le dirige el mío.

 

A Filis

 

En vano, Filis bella, afectas ira,

que es dulce siendo tuya, y más en vano

nos insulta ese labio soberano

do entre claveles la verdad respira.

Un tierno pecho que por ti suspira

esa linda esquivez adora en vano,

y por ser tuyo se contenta insano

si, no pudiendo amor, desdén te inspira.

No esperes que ofendidos tus amores

huyan de tu halagüeño menosprecio

ni de sufrir se cansen tus rigores;

aun más esclavos los tendrás que amores,

pues vale más, oh Filis, tu desprecio

que de mil hermosuras mil favores.

 

Al amor

Epigrama 

 

Tal vez, amor, bajo el sagrado velo

de la amistad encubres tu furor;

el corazón se entrega sin recelo,

y en él clavas la flecha a tu sabor.

Tirano dios, cuya perfidia lloro,

el infortunio me enseñó a temer,

más ¡ay de mí!, si mi peligro adoro,

¿qué vale, tu astucia conocer?

 

A las musas

 

Doctas Pimpleas, que las verdes faldas
moráis alegres del feliz Parnaso,
donde Castalia su inspirante onda
vierte suave;

Sed a mi canto fáciles, el día,
que vuestros dones celebrando grato,
del padre Betis el laurel frondoso
ciño a mi lira.

¿Y cuál primera mi atrevido acento
dirá a Vandalia, de canoros cisnes
madre fecunda, del divino Herrera
madre gloriosa?

Tú, Melpómene, del puñal infausto
la diestra armada, que al feroz guerrero
luciente aterra, cuando cae del hado
víctima triste;

o bien, Urania, de tu voz celeste
arrebatado, y la mansión etérea
diré de Jove, y el poder que temen
hombres y dioses:

que si fulmina su indignada diestra,
sobre los polos del excelso Olimpo
tiembla el palacio, la cabaña humilde
tiembla de Baucis.

Ya de Polimnia los festivos coros
seguiré alegre, cantaré las selvas
tuyas, oh Euterpe; o la que al vicio azota
Musa maligna.

Tú, dulce Erato, de mi amante pecho
nunca olvidada: que si bien los años
con triste hielo mi rugosa frente
ciñen y enfrían,

en otro tiempo me cediste el arpa,
donde resuenan tiernos los amores;
y el blando canto las hermosas ninfas
gratas oyeron.

Debí a tus dones en mi edad primera
gozos amables: rápidos volaron;
mas su memoria plácida tristeza
vierte a mi seno.

Tú, Musa augusta, que con santo plectro
muestras al hombre la virtud hermosa,
a ti mi lira, mi postrer aliento
rindo y dedico.

Por ti los muros de la antigua Tebas
levantó osada la anfionia lira;
por ti siguieron al ismario Orfeo,
montes y fieras:

por ti Delille, tierno y delicado,
gloria es del Sena: Pope más severo
por ti en la cumbre de Helicón sagrada
goza renombre.

Tú, dulce Clío, mi ferviente ruego
oye benigna: desusado canto
y audaz emprendo, que del sacro Betis
pare las ondas.

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