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Antonio Machado Ruiz - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Antonio Machado

Textos

Retrato

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni seductor Mañara, ni Brandomín he sido

–ya conocéis mi torpe aliño indumentario–

mas recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética,

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

Converso con el hombre que siempre va conmigo

–quien habla sólo espera hablar a Dios un día–

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debeisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,

y está al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

El Dios ibero

Señor, hoy paternal, ayer cruento,

con doble faz de amor y de venganza,

a Ti, en un dado de tahúr al viento,

va mi oración, blasfemia y alabanza.

Este que insulta a Dios en los altares,

no más atento al ceño del destino,

también soñó caminos en los mares

y dijo: es Dios sobre la mar camino.

¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra,

más allá de la suerte, más allá de la tierra,

más allá del amor y de la muerte?

¿No dio la encina ibera

para el fuego de Dios la buena rama,

que fue en la santa hoguera

de amor una con Dios en pura llama?

¿Quién ha visto la faz al Dios hispano?

Mi corazón aguarda

al hombre ibero de la recia mano,

que tallará en el roble castellano

el Dios adusto de la tierra parda.

Proverbios y cantares

Anoche soñé que oía a Dios

gritándome: ¡Alerta!

Luego era Dios quien dormía

y yo gritaba: ¡Despierta!

 

De lo que llaman los hombres

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia,

y la otra no es caridad.

 

Todo pasa y todo queda,

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo caminos,

caminos sobre la mar.

 

¿Para qué llamar caminos

a los surcos del azar?

Todo el que camina anda,

como Jesús, sobre el mar.

 

No extrañéis, dulces amigos,

que esté mi frente arrugada;

yo vivo en paz con los hombres

y en guerra con mis entrañas.

 

Todo hombre tiene dos

batallas en que pelear:

en sueños lucha con Dios;

y despierto con el mar.

 

Ayer soñé que veía a Dios

y con Dios hablaba;

y soñé que Dios me oía...

Después soñé que soñaba.

 

El Dios que todos llevamos,

el Dios que todos hacemos,

el Dios que todos buscamos

y que nunca encontraremos.

 

Bueno es saber que los vasos

sirven para beber;

lo malo es que no sabemos

para qué sirve la sed.

 

¿Dices que nada se crea?

Alfarero, a tus cacharros.

Haz tu copa y no te importe

si no puedes hacer barro.

 

¿Cuál es la verdad? ¿El río

que fluye y pasa, donde

el barco y el barquero

son también ondas del agua?

¿O este soñar del marino

siempre con ribera y ancla?

 

La primavera ha venido y

nadie sabe cómo ha sido.

 

El ojo que ves no es

ojo porque tú lo veas;

es ojo porque te ve.

 

Los ojos por que suspiras,

los ojos en que te ves,

los ojos en que te miras,

son ojos porque te ven.

 

¿Dijiste media verdad?

Dirán que mientes dos veces

si dices la otra mitad.

 

Creí el amor apagado

y revolvía la ceniza,

pero me quemé la mano.

 

En el mar de la mujer

pocos naufragan de noche;

muchos, al amanecer.

 

Fe empirista. Ni somos ni seremos.

Todo nuestro vivir es emprestado.

Nada trajimos; nada llevaremos.

 

Donde acaba el pobre río,

la inmensa mar nos espera.

 

Hoy es siempre todavía.

Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido
 

Al fin, una pulmonía

mató a Don Guido, y están

las campanas todo el día

doblando por él: ¡din, don!

Murió don Guido, un señor

de mozo muy jaranero,

muy galán y algo torero;

de viejo gran rezador.

Dicen que tuvo un serrallo

este señor de Sevilla;

que era diestro

en manejar a caballo,

y un maestro

en refrescar manzanilla.

Cuando mermó su riqueza

era su monotonía

pensar que pensar debía

en asentar la cabeza.

Y asentola

de una manera española,

que fue a casarse con una

doncella de gran fortuna;

y repintar sus blasones

hablar de las tradiciones

de su casa,

a escándalos y amoríos

poner tasa,

sordina a sus desvaríos.

Gran pagano

se hizo hermano

de una santa cofradía;

el Jueves Santo salía,

llevando un cirio en la mano

–¡aquel trueno!–,

vestido de nazareno.

Hoy nos dice la campana

que han de llevarse mañana

a buen don Guido muy serio,

camino del cementerio.

Buen don Guido, ya eres ido

y para siempre jamás...

Alguien dirá: ¿Qué dejaste”

Yo pregunto: ¿Qué llevaste

al mundo donde hoy estás?

¿Tu amor a los alamares

y a las sedas y a los oros,

y a la sangre de los toros

y al humo de los altares?

¡Oh fin de una aristocracia!

Buen don Guido y equipaje,

¡buen viaje!...

El acá

y el allá,

caballero,

se ve en tu rostro marchito,

lo infinito:

cero, cero.

¡Oh las enjutas mejillas,

amarillas,

y los párpados de cera,

y la fina calavera

en la almohada del lecho!

¡Oh fin de una aristocracia!

La barba canosa y lacia

sobre el pecho;

metido en tosco sayal,

las yertas manos en cruz;

¡tan formal!

el caballero andaluz.

(Campos de Castilla, CXXXIII)

Tema del espejo y el cristal

Todo narcisismo es un vicio feo

y ya viejo vicio.

Mas busca en tu espejo al otro,

al otro que va contigo.

Ese tu Narciso

ya no se ven en el espejo

porque es el espejo mismo.

 

Ya noto, al paso que me torno viejo,

que en el inmenso espejo,

donde orgulloso me miraba un día,

era el azogue lo que yo ponía.

Al espejo del fondo de mi casa

una mano fatal

va rayando el azogue, y todo pasa

por él como la luz por el cristal.

Soledades XI

Yo voy soñando caminos

de la tarde. Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas.

¿Adónde el camino irá`

Yo voy soñando, viajero

a lo largo del sendero...

–La tarde cayendo está–.

En el corazón tenía

la espina de una pasión;

logré arrancármela un día:

ya no siento el corazón.

Y todo el campo un momento

se queda mudo y sombrío,

meditando. Suena el viento

en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;

y el camino que serpea

y débilmente blanquea,

se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:

¡Aguda espina dorada,

quién te pudiera sentir

en el corazón clavada!

Castilla

¡Oh tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos, sin danzas ni canciones

que aún van abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra

de un pueblo que puso a Dios sobre la guerra.

La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siguiera a preguntar ¿qué pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

Soledades LXXXIII

Guitarra del mesón que hoy suenas jota,

mañana petenera,

según quien venga y tañe

las empolvadas cuerdas.

Guitarra del mesón de los caminos,

no fuiste nunca, ni serás, poeta.

Tú eres alma que dice su armonía

solitaria a las almas pasajeras...

Y siempre que te escucha el caminante

sueña escuchar un aire de su tierra.

Recuerdo infantil

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto Abel,

junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano

mal vestido, enjuto y seco,

que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil

va cantando la lección:

"mil veces ciento, cien mil;

mil veces mil, un millón".

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de la lluvia en los cristales.

Poesías sobre España

Nuestro español bosteza.

¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?

Doctor, ¿tendrá el estómago vacío?

–El vacío es más bien en la cabeza.

 

Ya hay un español que quiere

vivir y a vivir empieza,

entre una España que muere

y otra España que bosteza.

Españolito que vienes

al mundo, te guarde Dios.

Una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

 

¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!

¡Castilla, tus decrépitas ciudades!

¡La agria melancolía

que puebla tus sombrías soledades!

¡Castilla varonil, adusta tierra,

Castilla del desdén contra la suerte,

Castilla del dolor y de la guerra,

tierra inmortal, Castilla de la muerte!

EL MAÑANA EFÍMERO


La España de charanga y pandereta,

cerrado y sacristía,

devota de Frascuelo y de María,

de espíritu burlón y alma inquieta,

ha de tener su mármol y su día,

su infalible mañana y su poeta.

En vano ayer engendrará un mañana

vacío y por ventura pasajero.

Será un joven lechuzo y tarambana,

un sayón con hechuras de bolero,

a la moda de Francia realista

un poco al uso de París pagano

y al estilo de España especialista

en el vicio al alcance de la mano.

Esa España inferior que ora y bosteza,

vieja y tahúr, zaragatera y triste;

esa España inferior que ora y embiste,

cuando se digna usar la cabeza,

aún tendrá luengo parto de varones

amantes de sagradas tradiciones

y de sagradas formas y maneras;

florecerán las barbas apostólicas,

y otras calvas en otras calaveras

brillarán, venerables y católicas.

El vano ayer engendrará un mañana

vacío y ¡por ventura! pasajero,

la sombra de un lechuzo tarambana,

de un sayón con hechuras de bolero;

el vacuo ayer dará un mañana huero.

Como la náusea de un borracho ahíto

de vino malo, un rojo sol corona

de heces turbias las cumbres de granito;

hay un mañana estomagante escrito

en la tarde pragmática y dulzona.

Mas otra España nace,

la España del cincel y de la maza,

con esa eterna juventud que se hace

del pasado macizo de la raza.

Una España implacable y redentora,

España que alborea

con un hacha en la mano vengadora,

España de la rabia y de la idea.

Por tierras de España

El hombre de estos campos

que incendia los pinares

y su despojo aguarda

como botín de guerra,

antaño hubo raído los negros encinares,

talado los robustos robledos de la sierra.

Hoy ve a sus pobres hijos

huyendo de sus lares;

por los sagrados ríos hacia los anchos mares.

Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,

pastores que conducen sus hordas de merinos

a Extremadura fértil, rebaños trashumantes

que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.

Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,

capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,

que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,

esclava de los siete pecados capitales.

 

Son tierras para el águila,

un trozo de planeta,

por donde cruza errante

la sombra de Caín.

El amor y la sierra

Cabalgaba por agria serranía,

una tarde, entre roca cenicienta.

El plomizo balón de la tormenta

de monte en monte rebotar se oía.

Súbito, al vivo resplandor del rayo,

se encabritó, bajo de un alto pino,

al borde de la peña, su caballo.

A dura rienda le tornó al camino.

Y hubo visto la nube desgarrada,

y, dentro, la afilada crestería

de otra sierra más lueñe y levantada

-relámpago de piedra parecía-.

¿Y vio el rostro de Dios? Vio el de su amada.

Gritó: ¡Morir en esta sierra fría!

La tierra de Alvarzonzález

(Romance)

Siendo mozo Alvargonzález, dueño de media hacienda,

que en otras tierras se dice bienestar y aquí opulencia,

en la feria de Berlanga prendose de una doncella,

y la tomó por mujer al año de conocerla.

Muy ricas las bodas fueron y quien las vio lo recuerda...

Naciéronle tres varones, que en el campo son riqueza,

y, ya crecidos, los puso, uno a cultivar la huerta,

otro a cuidad los ganados y dio el menor a la Iglesia.

Mucha sangre de Caín tiene la gente labriega,

y en el hogar campesino armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores; tuvo Alvargonzález nueras,

que le trajeron cizaña, ante que nietos le dieran.

La codicia de los campos ve tras la muerte la herencia;

no goza de lo que tiene por ansia de lo que espera.

El menor, que a los latines prefería las doncellas

hermosas y no gustaba de vestir por la cabeza,

colgó la sonata un día y partió a lejanas tierras.

La madre lloró y el padre diole bendición y herencia.

(Y Alvargonzález tiene un día un sueño:)

Tres niños están jugando a la puerta de su casa,

entre los mayores brinca un cuervo de negras alas.

La mujer vigila y cosa, y a ratos sonríe y canta.

–Hijos, ¿qué hacéis?– les pregunta. Ellos se miran y callan.

–Subid al monte a por leña, hacedme una buena llama.

Sobre el lar de Alvargonzález está la leña apilada;

el mayor quiere encenderla, pero no brota la lama.

Su hermano viene a ayudarle, pero la llama se apaga.

Acude el menor y enciende, bajo la negra campana de la cocina

una hoguera que alumbra toda la casa.

Alvargonzález levanta en brazos al más pequeño

y en sus rodillas lo sienta: Tus manos hacen el fuego;

aunque el último naciste, tú eres en mi amor primero.

Los dos mayores se alejan por los rincones del sueño.

Entre los dos fugitivos reluce un hacha de hierro...

Tiene el padre entre las cejas un ceño que le aborrasca

el rostro, un tachón sombrío como la huella de un hacha.

Soñando está con sus hijos, que sus hijos le apuñalan;

y cuando despierta mira que es cierto lo que soñaba...

Y la vera de la fuente quedó Alvargonzález muerto.

Tiene cuatro puñaladas entre el costado y el pecho,

por donde la sangre brota, más un hachazo en el cuello.

Hasta la Laguna Negra, bajo las fuentes del Duero,

llevan al muerto, dejando detrás rastro sangriento;

en la laguna sin fondo que guarda bien los secretos,

con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron...

Nadie de la aldea ha osado a la laguna acercarse,

y el sondarla inútil fuera, que es la laguna insondable.

Un buhonero, que cruzaba aquellas tierras errantes,

fue en Dauria acusado, preso y muerto por garrote infame...

Pasados algunos meses, la madre murió de pena.

Los que muerta la encontraron dicen que las manos yertas

sobre su rostro tenía, oculto el rostro con ellas.

Los hijos de Alvargonzález ya tienen majada y huerta,

campos de trigo y centeno y prados de fina hierba;

en el olmo viejo, hendido por el rayo, la colmena,

dos yuntas para el arado, un mastín y mil ovejas.

La tierra de Alvargonzález se colmará de riquezas;

muerto está quien la ha labrado, mas no le cubre la tierra.

(Castigo)

Aunque la codicia tiene redil que encierra la oveja,

trojes que guarden el trigo, bolsas para la moneda,

y garras, no tiene manos que sepan labrar la tierra.

Así, a un año de abundancia siguió un año de pobreza.

A los dos Alvargonzález maldijo Dios en sus tierras,

y al año pobre siguieron largos años de miseria.

(El viajero)

Es una noche de invierno. Azota el viento las ramas

de los álamos. La nieve ha puesto la tierra blanca.

Bajo la nevada, un hombre por el camino cabalga;

va cubierto hasta los ojos, embozado en negra capa.

Entrado en la aldea, busca de Alvargonzález la casa,

y ante su puerta llegado, sin echar pie a tierra, llama...

–¿Quién es? Responda– gritaron. –¡Miguel!– respondieron fuera.

Era la voz del viajero que partió a lejanas tierras.

El menor de los hermanos, que niño y aventurero

fue más allá de los mares y hoy torna indiano opulento,

vestía con negro traje de peludo terciopelo,

ajustado a la cintura un ancho cinto de cuero.

Era un hombre alto y robusto, con ojos grandes y negros

llenos de melancolía; la tez de color moreno, y sobre la frente

comba enmarañados cabellos...

De los tres Alvargonzález era Miguel el más bello;

porque al mayor afeaba el muy poblado entrecejo

bajo la frente mezquina, y al segundo, los inquietos

ojos que mirar no saben de frente, torvos y fieros.

De aquellos campos malditos, Miguel a sus dos hermanos

compró una parte, que mucho caudal de América trajo...

(La casa)

La casa de Alvargonzález era una casona vieja,

con cuatro estrechas ventanas, separada de la aldea

cien pasos y entre dos olmos que, gigantes centinelas,

sombra le dan en verano, y en el otoño hojas secas.

Los Alvargonzález moran con sus mujeres en ella.

A ambas parejas que hubieron, sin que lograrse pudieran

dos hijos, sobrado espacio les da la casa paterna.

Fue allí donde Alvargonzález, del orgullo de su huerta

y del amor a los suyos, sacó sueños de grandeza.

Cuando en brazos de la madre vio la figura risueña

del primer hijo, bruñida de rubio sol la cabeza,

él pensó que ser podría feliz el hombre en la tierra.

Hoy canta el pueblo una copla que va de aldea en aldea:

“¡Oh casa de Alvargonzález, qué malos días te esperan:

casa de los asesinos, que nadie llame a tu puerta!”

¡Oh tierra de Alvargonzález, en el corazón de España,

tierras pobres, tierras tristes, tan tristes que tienen alma.

Páramo que cruza el lobo aullando a la luna clara

de bosque a bosque, baldíos llenos de peñas rodadas,

donde roída de buitres brilla una osamenta blanda;

pobres campos solitarios sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos, pobras campos de mi patria!

(La tierra)

Del corvo arado de roble la hundida reja trabaja

con vano esfuerzo; parece, que al par que hiende la entraña

del campo y hace camino se cierra otra vez la zanja.

Cuando el asesino labre, será su labor pesada;

antes que un surco en la tierra,

tendrá una arruga en la cara.

En la tierra donde ha nacido supo afinar el indiano;

por mujer a una doncella rica y hermosa ha tomado.

La hacienda de Alvargonzález ya es suya, que sus hermanos

todo le vendieron: Casa, huerto, colmenar y campo.

(Los asesinos)

Juan y Martín, los mayores de Alvargonzález, un día

pesada marcha emprendieron con el alba, Duero arriba.

Se acercaban a la fuente. El agua clara corría,

sonando cual si cantara una vieja historia, dicha

mil veces y que tuviera mil veces que repetirla.

Agua que corre en el campo dice su monotonía:

Yo sé el crimen, ¿no es un crimen, cerca del agua, la vida?

Al pasar los dos hermanos relataba el agua limpia:

“A la vera de la fuente Alvargonzález dormía”.

Pasado habían el puerto de Santa Inés, ya mediada

la tarde, una tarde triste de noviembre, fría y parda.

Hacia la Laguna Negra silenciosos caminaban.

(Y en el silencio del bosque, vieron como fantasmas:)

Aquí bocas que bostezan o monstruos de fieras garras;

allí una informa joroba, allá una grotesca panza,

torvos hocicos de fieras y dentaduras melladas,

rocas y rocas, y troncos y troncos, ramas y ramas.

En el hondón del barranco

la noche, el miedo y el agua.

Un lobo surgió, sus ojos lucían como dos ascuas.

Era la noche, una noche húmeda, oscura y cerrada.

Los dos hermanos quisieron volver. La selva ululaba.

Cien ojos fieros ardían en la selva, a sus espaldas.

Llegaron los asesinos hasta la Laguna Negra,

agua transparente y muda que enorme muro de piedra,

donde los buitres anidan y el eco duerme, rodea;

agua clara donde beben las águilas de la sierra,

donde el jabalí del monte y el ciervo y el corzo abrevan;

agua pura y silenciosa que copia cosas eternas;

agua impasible que guarda en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo de la laguna serena

cayeron, y el eco ¡padre! repitió de peña en peña.

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