El libro de los cantares
Introducción
I
Vosotros los que bajáis
el domingo por la tarde
a bailar en las alegres
praderas del Manzanares,
¿no habéis visto en la Florida,
medio oculta entre el ramaje,
la pobre casita blanca
de Antón el de los cantares?
Sobre su puerta una parra
sus hojas pomposa esparce,
ora brindándome sombra,
ora racimos brindándome,
y a mi ventana se inclinan
los guindos y los perales
para que su dulce fruta
desde la ventana alcance.
En torno de mi casita
exhalan su olor fragante
siemprevivas y claveles,
azucenas y rosales,
y cuando el alba despunta
música vienen a darme
entre la verde enramada
de mi ventana las aves.
A la ventana me asomo
apenas el día nace
para entonar desde allí
la salutación del ángel
a nuestra santa patrona
la del histórico adarve
y un himno de bienvenida
al sol de Dios cuando sale;
y sin envidia contemplo
el regio alcázar gigante
que señorea mi dulce
ribera del Manzanares.
¡Noble Reina de Castilla!
yo te tributo homenaje
porque a su Dios y a su rey
reverenciaron mis padres,
porque además de ser Reina
el corazón tienes grande,
porque además de ser buena
eres mujer y eres madre;
mas yo aunque pobre, no envidio
tus opulentos alcázares,
pues la paz del corazón
no está en las moradas reales,
que está en la casita blanca
de Antón el de los cantares.
II
¡En el fondo de mi alma
hay dolores, y muy grandes!
Unos, los saben los hombres,
otros, sólo Dios los sabe!
Mas rara vez mis dolores
recordaré en mis cantares,
que ya no tengo esperanza
de que los alivie nadie
y… ¡dónde el mortal está
que al atravesar el valle
no ha encontrado entre las flores
alguna espina punzante!
Los cantos son el destino
que al Señor le plugo darme,
pues, niño inocente, ya
cantaba en las soledades
que con sus eternas olas
el mar de Cantabria bate.
–«Quién te ha enseñado a cantar?»
me preguntan todos. -Nadie:
yo canto porque Dios quiere,
yo canto como las aves.
Si alguien pregunta quién soy
al escuchar mis cantares,
oíd la sencilla historia
con que debéis contestarle:
Por la orillita del río,
del río de Manzanares.
al compás de mi guitarra
me fui cantando una tarde,
y vi en la virgen del Puerto
a la sombra de los árboles,
un niño que sonreía
en el seno de su madre.
Latiendo mi corazón
de gozo, fui a acariciarle,
porque los niños hermosos
se parecen a los ángeles
y con los ángeles sueño
vagando en mis soledades.
Echome sus bracecitos
al cuello el niño al instante,
poniendo en mi faz morena
su labio rosado y suave,
y al tornar al dulce seno
de su madre exclamó: -«Madre,
pues si es un ciego que ve
Antón el de los cantares!»
III
Yo soy un ciego que ve,
la verdad dijo aquel ángel.
Con mi guitarra apoyada
sobre el corazón amante,
cuyos ardientes latidos
son sus únicos compases,
me veréis siempre vagar
desde la ciudad al valle,
desde la choza del pobre
al palacio del magnate,
llorando con los que lloren,
cantando con los que canten,
que mi rústica guitarra
es el eco perdurable
de todas las alegrías
y de todos los pesares.
Mis cantos entonaré
en el sencillo lenguaje
del labrador y el soldado,
de los niños y las madres,
de los que no han frecuentado
doctas universidades,
de todos los que no entienden
pomposas y cultas frases,
pues me basta que se entiendan,
y alguna lágrima arranquen,
y agiten loe corazones
con sentimientos leales,
a la benéfica sombra
de las encinas del valle
o en las veladas de invierno
en torno de los hogares.
Yo ensalzaré en ese idioma
la fe y los santos combates
de los soldados de Cristo
con el sacrílego alarbe;
yo cantaré los heroicos
esfuerzos de nuestros padres
para domar las soberbias
legiones de Bonaparte:
y la hermosura del cielo,
y las flores de los valles,
y el amor y la inocencia,
todo lo hermoso y lo grande
en mi rústica guitarra
tendrá un eco perdurable.
En la populosa villa
no habrá verbena, ni baile,
ni serenata, ni fiesta
en que yo alegre no cante.
Para mí una historia tienen
cada plaza y cada calle,
que el amor y el heroísmo
me han mostrado sus anales
y en ellos he hallado historias
aún no contadas por nadie.
Los de corazón sensible,
si esas historias os placen,
cercad la casita blanca
de Antón el de los cantares.
IV
¡Oh virgen de la Almudena
que desde tu antiguo adarve
presides, siglo tras siglo,
las fiestas del Manzanares!
Invoque el cantor pagano
sus falsas divinidades,
que yo soy cristiano, y debo
la inspiración demandarte.
–«Préstame, santa Patrona,
aliento para que ensalce
la fe y la gloria del pueblo
que patrocinas amante.
Débil, inocente niño,
vertiendo llanto a raudales,
me arrancó la desventura
del regazo de mi madre,
y busqué en tu villa quien
mis lágrimas enjugase.
Quince años ha que discurro
por sus plazas y sus calles,
como mis padres honrado
y pobre como mis padres.
A veces me faltan fuerzas
para seguir adelante,
y nadie sostiene al pobre
Antón el de los cantares;
pero el amor de mi alma
tu noble villa comparte
con el valle solitario
donde me parió mi madre.
Yo la amo porque sus muros
adorna tu santa imagen,
porque sus campos Isidro
hizo que fructificasen,
porque en sus templos oraron
Calderón, Lope y Cervantes,
porque dio a la ciencia sabios
y a la independencia mártires.
Dame fe, santa Patrona,
y ardiente inspiración dame
para que en tan noble empresa
mi corazón no desmaye,
que yo haré todos los días,
orillas del Manzanares,
frescas guirnaldas de flores
que el santo muro engalanen
y un dulce canto a tu gloria
alzará mañana y tarde
de pechos a la ventana
Antón el de los cantares.»
LOS OJOS DE LA MORENA
I
Tus ojos, morena,
me encantan a mí
aun más que las rosas,
aun más que el jazmín,
aun más que las perlas,
aun más que el rubí.
Por eso sin ellos
no puedo vivir,
por eso los míos
se fijan en ti,
por eso a sus rayos
quisiera morir,
por eso me encuentro
contento y feliz
si tú a la ventana
te dignas salir,
si tú una mirada
me das desde allí!
Morena, por eso
te vuelvo a decir
tus ojos, morena,
me encantan a mí!
II
Rondando tu calle,
cantando felíz
la sal y la gracia
que Dios puso en ti,
las noches enteras
estoy, serafín;
y rabia tu madre
diciendo que así
en toda la noche
la dejo dormir;
más nada me importan,
sufriendo por ti,
el aire y la lluvia
y el fiero mastín
que suele tu madre
soltar al oír
mis tiernos cantares,
¡oh rosa de abril!
La luz de tus ojos
me lleva tras sí,
pues soy mariposa
y anhelo morir
en ella abrasado,
que es dulce ese fin
y... ya te lo he dicho
mil veces y mil
tus ojos, morena,
me encantan a mí!
LA NIÑA DE OJOS
AZULES
I
Ved a la dulce niña
de ojos azules
risueña como el cielo
cuando no hay nubes;
vedla qué hermosa,
vedla coloradita
¡como las rosas!
Fue ayer a san Antonio
de la Florida,
que da el Santo bendito
novio a las niñas,
y un bello novio
le salió al dar la vuelta
de san Antonio.
Por eso está contenta,
por eso canta
como los pajaritos
por la mañana,
que era muy triste
sin tener un mal novio
cumplir los quince.
El novio que a la niña
salió ayer tarde
jura que la idolatra
porque es un ángel,
y ella es tan niña
que cree sus juramentos
a pie juntillas.
Niña, palabras dulces
no te seduzcan,
pues en el diccionario
las hay de azúcar;
préndate de hechos,
pues en el diccionario
no se hallan esos.
Si un galán te abandona,
no te dé pena:
pronto encontrarás otro
que más te quiera,
pues, niña hermosa,
tienes ojos azules,
ojos de gloria.
II
Niña de ojos azules,
ojos de gloria,
si estabas colorada
como las rosas,
hoy estás, niña,
como las azucenas
descolorida.
Un besito apostemos
a que adivino
por qué tienes el rostro
descolorido...
Por más que calles,
en este mundo, niña,
todo se sabe.
Sales todas las noches
a tu ventana
y los hondos suspiros
que en ella exhalas
van a la mía
y me lo cuentan todo,
todito, niña.
Tienes enferma el alma
de mal de amores;
quieres y no te quieren...
¡pícaros hombres!,
así son todos:
a la que quiere mucho
la quieren poco.
No me admira el mal pago
de tus amores,
que amores de este mundo
buscan los hombres,
y en mi concepto
los tuyos se parecen
a los del cielo.
¡Quién espera en amores
hallar la dicha
cuando llora por ellos
la pobre niña,
la niña hermosa,
la de ojitos azules,
ojos de gloria!
III
Te he visto en la Almudena
muchas mañanas
a los pies de la Virgen
arrodillada.
¿Porqué escondías
la cara con el velo
de tu mantilla?
Niña, se me figura...
¡Dios me perdone!
que mezclabas con llanto
tus oraciones.
¿Qué le pedías
a la santa patrona
de Madrid, niña?
¿Le pedías venganza
de aquel ingrato
que su amor te rehúsa,
que un día acaso
ante la santa
patrona de la villa
fe te juraba?
Pero tus dulces ojos
bien claro dicen
que es amor, no venganza,
lo que tú pides.
Quien tu amor siente,
en lugar de vengarse
perdona y muere.
¡Ay Dios, quién fuera dueño
de tu amor, niña,
como aquél que te puso
descolorida,
que te desdeña,
¡que ha trocado las rosas
en azucenas!
Porque tienes el alma
que yo ambiciono
y el amor de los cielos
miro en tus ojos,
pues, niña hermosa,
tienes ojos azules,
ojos de gloria.
IV
¡Silencio!... ¡Las campanas
tocan a muerto!
¿Si habrá muerto la niña
de ojos de cielo?
Sin duda es ella,
que no la he visto ha días
en la Almudena,
que no se oyen suspiros
en su ventana,
que están mustias las flores
que ella regaba,
que su cabello
adornaba con tristes
rosas de muerto!...
Yo la hubiera querido
con alma pura,
como quieren las almas
como la suya,
pero esa niña
me dijo: «–Un amor basta
para una vida.»
Vengan sus desamores
otras mujeres;
pero... ¡bendita aquélla
que amando muere,
por más que el mundo
siembre ironía y burlas
en su sepulcro!
Más allá del martirio
se encuentra un cielo
donde los nobles mártires
tienen asiento,
donde halla siempre
amor de los amores
quien de amor muere.
Y en él está la niña
desventurada
que lloró en la Almudena
muchas mañanas,
la niña hermosa,
la de ojitos azules,
ojos de gloria.