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Carolina Coronado - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Carolina Coronado (1823-1911)

Textos

A una gota de rocío

Lágrima viva de la fresca aurora,
a quien la mustia flor la vida debe,
y el prado ansioso entre el follaje embebe;
gota que el sol con sus reflejos dora;

Que en la tez de las flores seductora
mecida por el céfiro más leve,
mezclas de grana tu color de nieve
y de nieve su grana encantadora:

Ven a mezclarte con mi triste lloro,
y a consumirte en mi mejilla ardiente;
que acaso correrán más dulcemente
 

las lágrimas amargas que devoro...
mas ¡qué fuera una gota de rocío
perdida entre el raudal del llanto mío...!

LA ROSA BLANCA

SONETO

¿Cuál de las hijas del verano ardiente,
cándida rosa, iguala a tu hermosura,
la suavísima tez y la frescura
que brotan de tu faz resplandeciente?

La sonrosada luz de alba naciente
no muestra al desplegarse más dulzura,
ni el ala de los cisnes la blancura
que el peregrino cerco de tu frente.

Así, gloria del huerto, en el pomposo
ramo descuellas desde verde asiento;
cuando llevado sobre el manso viento

a tu argentino cáliz oloroso
roba su aroma insecto licencioso,
y el puro esmalte empaña con su aliento.

La rosa blanca

Antes que por la lluvia fecundada
arde la tierra al sol de primavera,
que apresurando su veloz carrera,
muestras la luz de mayo anticipada;
queda la yerba mísera abrasada
antes de desplegarse en la pradera
y, como niño que en la cuna muere,
seco el pimpollo al rayo que lo hiere.

Para su breve curso el arroyuelo:
la fuente agota su caudal mezquino;
de la desnuda acacia al muerto espino
lleva la joven mariposa el vuelo;
el polvo lame del estéril suelo
la oveja hambrienta, y fijo en el camino.
A lo lejos contempla los sembrados
el labrador con ojos desolados...

¿A qué viene la niña de la aldea
a recorrer los campos cuidadosa
si no ha de hallar en ellos ni una hermosa
flor, que de su cabello ornato sea?
Siempre cuando la mansa luna ondea,
al acabarse el día, presurosa
desciende murmurando a la ribera
y se mira en el agua placentera.

Y alza de entre los juncos de su orilla
una flor de blancura reluciente
y una por una cuenta ansiosamente
las hojas de su corola sencilla:
y cuantas menos son, más gozo brilla
en la faz de la niña, más latiente
siente su pecho, y en el onda pura
mira con más cuidado su hermosura.

Aquella flor tan blanca y olorosa
al pie del arroyuelo colocada
desde lejano huerto transplantada
revela inteligencia misteriosa:
para aquella que aguarda el alba rosa
un signo es cada boja plateada,
que, en su número, anuncian a María
las horas de una cita cada día.

Seis hojas solamente coronaban
ayer las sienes de la fresca rosa,
los ojos de la niña venturosa
al recorrerlas de placer brillaban;
y era que ya de cerca resonaban
las pisadas y el habla cariñosa
del oculto galán que en la ribera
la dulce niña enamorada espera.

Mas ¡ay del triste, doloroso día
en que la amada flor de su consuelo
sus hojas doce al pie del arroyuelo
muestre a los ojos de la fiel María!
El habla tierna que a su lado oía,
el rostro que miró con tanto anhelo
no escuchará ya más en la ribera,
no verá junto al agua placentera.

Ya su carrera el sol en paz termina,
ya no alcanza su rayo a la pradera
mas refléjase aún su luz postrera
en la pálida copa de la encina;
y en una errante nube blanquecina
que, al caso, perdida por la esfera
mitad de su color al sol le debe,
mitad al brillo de la luna leve.

El sol lejano, el cielo transparente,
la débil luna, el viento sosegado
el monte allá a lo lejos levantado
entre la oscura sombra del oriente;
el pájaro que trina suavemente,
el riachuelo que suene acompasado
prestan al mustio campo en su tristeza
galas de juventud y de grandeza.

Reanima sus pimpollos la arboleda
y la planta el follaje decaído;
por la nocturna sombra humedecido,
el seco prado reluciente queda:
que aunque estación ingrata no conceda
benigna lluvia al campo agradecido,
basta al suelo de España fresca sombra
para tejer su verde y rica alfombra.

Y aún han de hallar las aves extranjeras
que emigran de los climas apartados
abundante semilla en sus collados
y sombra deliciosa en sus riberas:
y aún tejerá en abril en sus praderas
ramilletes de lirios delicados
la niña que ya baja al arroyuelo
tras de la blanca flor de su desvelo.

Menos de su colmena enamorada
vuela ansiosa la abeja a los panales
que la amorosa niña a los juncales
donde la clara flor está guardada;
su faz inquieta brilla carminada
entre las rubias trenzas desiguales,
como en pálidos trigos encendida
tierna amapola, a medias escondida.

Mas hoy la bella flor de su alegría
no corona los juncos del riachuelo...
dos lágrimas de amante desconsuelo
caminan por el rostro de María;
cual si viajero que la fuente ansía
tocara el agua convertida en hielo,
así al hallar los juncos sin la rosa
queda la niña triste y silenciosa.

Fija la vista por el agua clara
que bajo de sus plantas se desliza,
cómo sus hilos transparentes riza
luego el lloro enjugándose repara:
y cómo aquella flor graciosa y rara
blanca en su cerco, en la mitad pajiza
se mece en su barquilla deliciosa
burlando la corriente bulliciosa.

Y al fin ya divertido su cuidado
brota en su corazón nueva esperanza.
¿Quién sabe en su raudal que al junco alcanza
si habrá la rosa el agua arrebatado?
¿Quién sabe si su espíritu agitado
halla en leve ocasión grave tardanza,
y si al compás del agua cristalina
ya muy cercano su garzón camina?...

En tanto que la vaga nubecilla
ya sobre su cabeza se suspende,
en dos alas blanquísimas que tiende,
como paloma que en los aires brilla;
a la postrera débil lucecilla
que del sol medio oculto se desprende
piensa ordenar María su prendido
del arroyuelo en el cristal lucido.

Que de su amante a los oscuros ojos
bella mostrarse anhela, cual ninguna;
el parecer hermoso de la luna,
por ser ajeno hechizo, le da enojos:
del sol la enfadan los perfiles rojos
y el brillo de la estrella le importuna,
que no pueden sufrir sus altos celos
ni las rivales mismas de los cielos.

La gran toca dorada del cabello
por el vivo airecillo descompuesta,
la ondulante gasilla alba y modesta
que en torno ciñe su azulado cuello
más peregrino harán el rostro bello
en su inocente compostura honesta...
Llégase, y sobre el agua cristalina
el blanco rostro la doncella inclina.

Mas en vez del contorno delicado
donde lucen sus ojos lagrimosos
se muestran en los espejos temblorosos
la nubecilla en círculo ovalado—
muda el cristal; mas hállanlo empañado
dondequiera sus ojos temerosos
la nube al arroyuelo todo alcanza
y va burlando siempre su esperanza.

Alza confusa el rostro con recelo
hacia la sombra que su arroyo empaña
que la nube de blancura extraña
que de la luna pende, como un velo;
ya asemeja meciéndose en el cielo
un cisne que en su lago azul se baña
y ya remeda una graciosa cuna
do como un niño muéstrase la luna.

De nuevo al agua tórnase María
y otra vez vuelve a hallar la nube en ella...
Con presurosos pasos la doncella
huye espantada a la cercana vía:
caminante sin luz, ciego sin guía
los erizados juncos atropella
temblando al vago roce del cabello
que el viento hace flotar sobre su cuello.

Pero del sauce aquel cuya melena
luenga baja hasta hundirse en la corriente
suave, como el ruido de la fuente,
y dulce una doliente queja suena:
notas de una muy triste cantilena
que por el mismo corazón se siente,
voz de quien sufre y se lastima y ruega,
«¡ay!» que hasta el alma desgarrando llega.

¿Quién gemirá en aquella orilla sola
que con suspiros a la niña clama?
¿Quién escondido bajo aquella rama
con amor tanto y ansiedad llamóla?
¿Cuyo es el pecho que también asola
el tierno incendio de amorosa llama?...
¿Se alejará sin ver la compañera
tórtola que la aguarda en la ribera?

«¡Ay!» dice el canto bello y penetrante
y de el susto primero recobrada
«¡ay!» la niña tornando a la enramada
donde a su amiga siempre halla constante;
cual si se hallara la infantil amante
por la tórtola débil amparada
ya nada teme, junto al sauce llega
y el ave escucha y con su lecho juega.

¡Cómo la luna de nevada que era
vase tornando de color rosada!
¡Cómo rompe la atmósfera azulada
aquella estrella hermosa la primera!
¡Cómo de la naciente primavera
la vespertina brisa es regalada!
La doncella en sus palmas, cuán hirviente
el seno de su amiga latir siente.

No escuchó más cantares soberanos,
más jardines no vio, más anchos mares
que el humilde regato y los juncares
y al ave que le arrulla entre las manos;
mas no ha menester ver los océanos
otro jardín hallar, ni oír más cantares
que al seno de la joven conmovida
falta respiración, sóbrale vida.

Cuando así el corazón latir sentimos
ya no hay en nuestro ser más que esperanza,
a dondequiera que la vista alcanza,
placeres solamente distinguimos,
de las pasadas penas que gemimos
hasta el recuerdo el pensamiento lanza
y en el mal que tocamos no creemos
y la dicha abrazamos que no habemos.

¡Triste enamoradísima doncella!
¡Cándida niña de la faz rosada!
Presto de los suspiros aliviada
suspensa al contemplar la noche bella
olvida su amarguísima querella
y tórnase a mirar esperanzada
si por acaso el agua se avecina
la sombra que sus ojos ilumina.

«Vendrá» se dice, pero el grave canto
de un cárabo en la orilla contrapuesta
miente un «no, no, no, no» como respuesta
que pone al corazón medroso espanto:
rompe en sus ojos lastimado llanto
al escuchar la cántica funesta
y ya pretende huir, ya se detiene
ya se aleja, y ya al sin otra vez viene.

Suena el arroyuelo —la brillante luna
que en su linfa serena se retrata
hebra tras hebra el agua desbarata
y la vuelve a formar una tras una.
Ora que en el riachuelo sombra alguna
no empañará tal vez, su tersa plata
la niña con la luz que se acrecienta
verse la roja faz de nuevo intenta.

Y allí la nube que en la tarde había,
allí la sombra esta maravillosa,
allí dentro del agua rumorosa
empaña el vago espejo de María.
¿Qué nube es ésa que en tenaz porfía
persigue a la doncella temerosa,
como el rostro múltiple entristecido
del importuno amante aborrecido?

Blanco vellón remeda del cordero
la nubecilla vaga y misteriosa
que en torno de la luna deliciosa
la sigue en su camino placentero;
ya se apiña y ya vuelve al ser primero
forma y color mudando caprichosa;
tan presto miente un lago, una cabaña
tan presto una ciudad, una montaña.

Y ya su cerco rápido descrece
y al cabo a breve trecho reducida
como bajo un fanal brasa encendida
la luna entre el vapor blanco aparece;
rompe en mitad su rayo y resplandece
en menudos pedazos dividida
la nube que ya es flor, a cuyo centro
pétalos da la luna desde adentro.

Flor de blancura extrema y lozanía
cuyas hojas se apiñan y se tocan
y menguan, se perfilan, se colocan
en circular, simétrica armonía...
Si los ojos no turban de María
las lágrimas que ardientes la sofocan
la clara flor que la presenta el cielo
es la rosa ocasión de su desvelo.

El bello lustre de sus hojas ciega,
de su cáliz radiante el brillo ofende
y el dulce aroma que de sí desprende
traspasa el éter y a la tierra llega:
y cuanto más su corola desplega,
más su esencia purísima trasciende
y más, y más resplandeciente brilla
de su precioso centro la semilla.

En ella entrambos ojos enclavados,
ambos brazos tendidos hacia ella
en éxtasis respira la doncella
los aires con su aliento embalsamados;
sus espíritus deja conturbados
con su perfume y luz la flor aquella
y siente su cerebro dolorido
cefrado el corazón y comprimido.

Y surge un pensamiento de repente
de en medio de su mente fascinada...
¿Cuántas hojas tendrá la rosa hallada
sobre los cielos milagrosamente?
Recorre hoja por hoja atentamente
mas con su hiriente brillo deslumbrada
por más que en repasarlas se atormenta
una tras otra vez yerra la cuenta.

Mas, distintas las hojas va dejando
ver ya la claridad, mas quebrantada
y la niña, impaciente, la mirada
en la divina flor clava temblando—
Dos... cuatro... seis... diez, hojas va contando
y once llega a contar sobresaltada,
y al mirar otra más lanzó un gemido
y en su seno de amor cesó el latido.

Allí quedó en las urnas del riachuelo
el bello y joven tronco sepultado—
las aguas con acento lastimado
en torno de él hicieron largo duelo;
la tórtola, con tierno desconsuelo
espantada doliéndose a su lado
un ronco y lamentable son hacía
con el rumor del agua que gemía.

Nada resta de ti

Nada resta de ti... te hundió el abismo...
te tragaron los monstruos de los mares.
No quedan en los fúnebres lugares
ni los huesos siquiera de ti mismo.
Fácil de comprender, amante Alberto,
es que perdieras en el mar la vida,
mas no comprende el alma dolorida
cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.
¡¡Darnos la vida a mí y a ti la muerte;
darnos a ti la paz y a mí la guerra,
dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra
es la maldad más grande de la suerte!!
Gloria del sentimiento

Qué hermoso es Dios, qué hermosa su cabeza!
¡Qué gallardo su andar, su voz qué suave!
Rasgos los cielos son de su belleza,
pasos los siglos de su marcha grave;
la voz de la inmortal naturaleza
de sus conciertos la sonora clave,
su acento arroba, su mirar abrasa,
tiembla el mundo a sus huellas cuando pasa.
Yo me enamoro dél: pobre doncella
a la ardiente pasión esclavizada,
la sangre a mi cerebro se atropella
a su paso, a su canto, a su mirada;
medito y me consumo con la estrella,
por el trueno me siento subyugada,
y al ver al tiempo transcurrir ligero
sufro, lo lloro, clamo, desespero.
Seres tranquilos vi sobre la tierra
que esta ansiedad febril nunca padecen,
ni están con los espíritus en guerra,
ni en éxtasis de amor se desvanecen:
cuatro páginas ¡ay!, su libro encierra;
nacen, medran, se nutren, envejecen,
y como nada amaron ni sintieron
nunca se mueren porque no vivieron.
Repose en paz el corazón helado
yo quiero ver lucir tu sol ardiente,
vagar tras de tu voz por el collado,
beber tu aspiración en el ambiente:
¡quiero mirar tu ceño en el nublado,
tu sonrisa en la luna transparente,
en las corrientes aguas tu armonía
y tus halagos en el alma mía!...
Ese es el solo bien del sentimiento,
la sola dicha de la triste alma,
la sola gloria del mayor talento,
del martirio mayor la sola palma;
llevar por adorarte el sufrimiento,
por comprenderte renunciar la calma,
de la pasión en el delirio ciego
ser desgraciada por sentir su fuego.
Sé que al cantarte en mi ilusión suspensa
la trova que mi boca te improvisa,
de los pueblos tendrá por recompensa
desdeñosa y sarcástica sonrisa:
su atmósfera pesada, oscura y densa
no dejará volar tan dulce brisa,
pero en el valle puro en que la exhalo
sirve a las soledades de regalo.
A Lidia

Error, mísero error, Lidia, si dicen
los hombres que son justos nos mintieron,
no hay leyes que sus yugos autoricen.

¿Es justa esclavitud la que nos dieron,
justo el olvido ingrato en que nos tienen?
¡Cuánto nuestros espíritus sufrieron!

Mal sus hechos tiránicos se avienen
con las altas virtudes, que atrevidos,
en tribunas y púlpitos sostienen.

Pregonan libertad y sometidos
nuestros pobres espíritus por ellos,
no son dueños de alzar ni sus gemidos.

Pregonan igualdad; y esos tan bellos
amores que les da nuestra pureza
nos pagan con sus pálidos destellos;

Pregonan caridad; y esta tristeza
en que ven nuestras almas abismadas
no mueven su piedad ni su terneza.

¡Ay Lidia! en la niñez siempre olvidadas,
en juventud por la beldad queridas
somos en la vejez muy desgraciadas.

Paréceme que miran nuestras vidas
como a plantas de inútiles follajes
que valen sólo cuando están floridas.

«No han menester jardín, crezcan salvajes,
rindan como tributo su hermosura.»
¿Qué más osan decir?... ¡Cuántos ultrajes!

¡Cuántos ultrajes! Lidia a la criatura
que tiene un alma pura enamorada
y un corazón tan lleno de ternura.

¿Verdad que el alma noble está enojada
de que tantas bondades como encierra
porque nazca mujer sea desdeñada?

¿Verdad que estamos, Lidia, aquí en la tierra,
murmurando las hembras sordamente
contra la injusta ley que nos destierra?

No bulle la ambición en nuestra mente
de gobernar los pueblos revoltosos,
que es tan grande saber para otra gente.

Ni sentimos arranques belicosos
de disputar el lauro a los varones
en sus hechos, de guerra, victoriosos.

Lejos de la tribuna y los cañones
y de la adusta ciencia, nuestras vidas,
gloria podemos ser de las naciones.

Pero no en la ignorancia, no oprimidas,
no por hermosas siempre contempladas
sino por buenas ¡ah! siempre queridas.

¡Oh madres de otra edad afortunadas
cuán dichosos haréis a vuestros hijos
si en escuela mejor sois enseñadas!

No sufrirán por males tan prolijos
como aquellos que ya desde la cuna
tienen en el error los ojos fijos...

Mas, Lidia, cuando el mundo por fortuna
tras de su largo llanto y dura guerra,
esa feliz prosperidad reúna
ya estaremos tú y yo bajo la tierra.

¡Cómo, Señor, no he de tenerte miedo!

Yo te olvidaba ya; ni una alabanza
a la gloriosa bóveda te envía
la cantora sin fe; sin confianza
enmudece, Señor, el alma mía;
horas de ingratitud donde no alcanza
el reflejo inmortal de tu poesía
duermo, cuando mi sueño indiferente
viene a romper tu cólera imponente.
“De tus seres de amor, vaga doncella,
¿cuál de ellos quieres que a mi voz sucumba?
¿Qué faz querida borrará mi huella?
¿Qué ser amado lanzará a la tumba?
¿Tu padre morirá? ¿Tu madre bella?”
dices, y el eco de tu voz retumba
dentro de mí, Señor: “Todo lo puedo.”
Todo lo puedes, sí; ¡Tú eres el miedo!
Cubre la sombra de la muerte el mundo
cuando tu ceño muestras indignado,
y yo he visto a mi padre moribundo
con la sombra mortal de ese nublado:
Señor, al verte contra mí iracundo
entonces tu poder he recordado;
entonces fue el clamor, el rezo, el lloro:
entonces fue el saber cuánto te adoro.
Tú juegas con las vidas desdichadas,
tú al borde del abismo las suspendes,
y al vernos a tu cólera aterrados,
de súplicas y lágrimas te ofendes;
tú no quieres plegarias arrancadas
al espanto, Señor, tú nos comprendes;
sabes que el labio tu alabanza niega,
y si ruega, Señor, por miedo ruega.
Tú no cediste a mi medroso ruego,
tú perdonaste la oscilante vida,
porque en tu libro de radiante fuego
la indeleble sentencia está esculpida;
pero salvaste de su infiel sosiego
a la memoria ingrata que te olvida...
¡Frágil memoria que tu nombre pierde
y el miedo haya de ser quien lo recuerde!
Ni tu sol, ni tu luna, ni tus flores,
ni me inspiró tu lluvia del estío,
ni penetrar lograron tus favores
en este corazón cerrado y frío:
insensata dejé que otros cantores
elevaran a ti su acento pío
como el insecto inútil que dormita
mientras que el ruiseñor canta y se agita.
No te cantaba cuando en calma el cielo
ornado de celaje transparente
brillaba puro: en tanto que su vuelo
sereno detenía el claro ambiente
no te cantó mi espíritu de hielo:
más rugió la tormenta de repente,
con tu rayo amagaste al ser amado
y de miedo, Señor, te he recordado.
¡Míseras oraciones y cantares
que a impulso del temor rompen conmigo!
no más que en las desdichas y pesares
te llamo grande y te apellido amigo:
sólo cuando te ruego que me ampares
dulces palabras con amor te digo;
sólo cuando vivir sin ti no puedo,
“Señor, exclamo, ven, que tengo miedo.”
¿Pero me escuchas tú? ¿Pero respondes?
¿No me desdeñas porque indigna clamo?
¿Tu cariñosa gracia no me escondes
porque te olvido en paz y en guerra te amo?
¡Ay! no el cruel remordimiento ahondes;
no rechaces mi voz cuando te llamo;
si tanto puedes tú, yo nada puedo;
no es pecado, Señor, que tenga miedo.
Tú vives entre bóvedas de lumbre
de los soles que giran al ruido,
y yo sin que su fuego me deslumbre
no puedo ver al sol medio escondido;
tú de siglos y siglos pesadumbre
eterna llevas, –yo nada he vivido–
tú me puedes hundir –yo nada puedo–
¿cómo, Señor, no he de tenerte miedo?
Tiembla del hombre el corazón valiente,
tiembla el pueblo que audaz te desafía,
la fanática raza del Oriente
y la raza sin fe del Mediodía;
¡muy temible serás cuando el viviente
de tan lejana edad, Señor, temía
y en tanto siglos de gentil denuedo
no ha podido vencer, Señor, su miedo!
Tú eres el miedo que despide llamas,
tú eres el miedo que el diluvio riegas,
y tiene miedo el mundo a quien inflamas,
y tiene miedo el mundo a quien anegas;
si tu poder conoces y nos amas,
cuando los rayos del furor desplegas
y acobardada ante tus iras quedo,
no te enojes, Señor, si tengo miedo.
Puedes quitarnos los amados seres,
nuestra alegría convertir en llanto,
mudar en desventura los placeres,
y trocar en gemidos nuestro canto:
Señor, tan grande y poderoso eres,
es tan inmenso tu gobierno santo
¡que a tu amenaza amedrentada cedo
y te digo ¡Señor, tú eres el miedo!

El tiempo

Yo aparezco a la luz de nuestro ciclo
palpitando al compás de una armonía;
yo he venido a ascender con nuevo anhelo
sobre el candente sol de la poesía:
y allí en su disco abreviaré mi duelo
en llamas exhalando el alma mía
hasta que blancos a sus rayos bellos
hechos cenizas caigan mis cabellos.

Yo sé que hay un incendio en mi cabeza,
que sólo en armonías exhalado,
puede aliviar al cabo mi tristeza,
desahogando su fuego concentrado;
si siento del amor la fortaleza,
si sufro de las penas el cuidado,
he menester decir lo que padezco,
o en compresión violenta yo perezco.

¿Por qué he nacido así? ¿por qué impasible
con las manos cruzadas sobre el seno,
el agua de los tiempos apacible,
no ve correr mi corazón sereno?
¿Por qué no busca y goza en lo posible
la indiferente paz; sino que lleno
de inquietudes, se agita y desespera
para él hora pasada y venidera?...

¿Cómo permite Dios que en nuestra mente
se refleje también la inteligencia;
y que la fiebre que el ingenio siente
venga a inquietar también nuestra existencia?
¡Es derramar la savia inútilmente
en planta que del hielo a la inclemencia
ha de dar a la tierra inútil fruto,
dándole con mis versos mi tributo!

Lamenta nuestros tiempos, buena anciana,
recuerda aquellos plácidos instantes
en que torciendo el copo de alba lana,
y refiriendo hazañas de gigantes,
viviste alegre tu feliz mañana,
sin enlazar jamás dos consonantes,
como voy a enlazar, diciendo ahora
cualquiera necedad hueca y sonora.

¡Oh tiempo! ¡O de este siglo sabias gentes,
cuánto mal a mi espíritu habéis dado!
¡Oh! ¡nunca vuestras luces esplendentes
hubieran mis tinieblas disipado!
Y aún cuando aquellos cuentos de serpientes
de las siete cabezas, que he escuchado
contar de noche cuando niña era,
y aunque en brujas y sábados creyera.

Pero el tiempo no cesa en su camino;
la humanidad viviendo avanza y crece...
Vaya la nuestra andando a ese destino
que la discreta Europa nos ofrece.
Nace el ser, piensa y muere; este el sino;
nace la sociedad, piensa, envejece:
la nuestra está en la edad del pensamiento,
y ni el ser femenil de él está exento.

Mas ¡ay! esta ansiedad, esta fatiga
por descubrir lo raro y escondido;
esta sed de aprender que no mitiga
ni aun lo malo que habemos aprendido;
esta vaga inquietud que nos instiga
a correr tras el siglo fementido,
¡como el ánimo exalta ardiente y loco
y consume los cuerpos en su foco!

¡Ah! si a lo menos fábrica lozana
fuéramos como en tiempos del hebreo,
que estaba de su vida en la mañana,
cuando a su noche toca el europeo;
¡si al menos digna de la especie humana
fuera la arquitectura que ahora veo,
fuerte, merecedora de su nombre,
aun pudiéramos dar gracias al hombre!

Pero es la humana raza ya mezquina,
si en el siglo de Adán robusta era;
debilita, empobrece y contamina
cada generación la venidera;
y no se disminuye, no termina
aunque más envejece y degenera;
a cada nuevo siglo que le hiere
se agrava el mundo más, pero no muere.

¡Calamidad! el joven es anciano,
tiene el niño del joven las pasiones;
la vida corre hacia su fin humano,
rápida en las doctísimas naciones,
pero ¿está el exterminio ya cercano?
¿Guardan raza más fuerte otras regiones
y es Europa no más la que padece
el espantoso mal que la envejece?

¡O Irlanda! ¡O Francia! el vértigo os agita.
De vuestros hijos en las calvas frentes
la juventud en cierne se marchita,
por engendrar las ciencias florecientes:
vuestro saber enerva y debilita
la fuerza corporal de vuestras gentes;
tanto alzaréis la torre del talento,
que os faltara en los hombres el cimiento...

Caeréis. Y el puente de gigante hechura
y arco triunfal de vuestra fama emporio,
serán como el egipcio promontorio,
un desengaño más de la criatura;
entonces, cuando salte en la llanura,
¡que antigua Londres fue ¡tiempo ilusorio!
toro salvaje, y que en la sola arena
la cabrilla montés beba en el Sena!...

¿Qué entonces el vapor, audaz Bretaña...
navegará sobre él lobo marino?
¿qué tu museo, Francia?.. ¿a tu divino
David irá a copiar fiera alimaña?
Nación soberbia que el Océano baña,
¡ríndele entonces gracias al destino,
si del olvido al tiempo venidero
te arranca Byron como a Grecia Homero!

¿Quién os heredará, grandes naciones?
¿Qué pueblo de criaturas destinado
estará a recoger esos blasones,
que de gloria en la tierra hayáis dejado?
El tesoro de egipcias inscripciones
fue por las griegas gentes heredado:
la griega ciencia la heredó el latino;
la triple herencia a vuestras arcas vino.

Poco sabéis para tan larga escuela;
para haber tantos siglos estudiado
sobre la momia de la egipcia abuela,
sobre el cráneo del griego celebrado;
poco os lució de Roma la tutela,
cuando con tal saber no habéis logrado
no detener la vida en su carrera,
pero vivirla en paz, mientras corriera.

América feliz, que se levanta,
cantando libertad, llena de vida,
por los futuros siglos elegida
estará para hollaros con su planta;
la libertad, esa bandera santa,
defenderá tal vez de su caída
más largo tiempo al mundo de los otros...
pero también caerán, como vosotros.

Porque si el tiempo graba allí su huella,
en vano es levantar cien murallones;
en vano es inventar mortal centella;
en vano es el fundir monstruos cañones;
cuando sube a igualarse con la estrella
la cúspide mayor de las naciones,
llega un hora... los reinos se estremecen,
tiemblan, vacilan, caen y desparecen...

Empero, ¿a qué se lanza el pensamiento
a la remota edad, cuando la mía
será tan breve, que en el mundo ciento
y mil generaciones todavía,
antes que se resienta su cimiento,
a padecer vendrán a luz del día?
¿qué he pensado, qué he dicho, qué le importa
vida tan larga a quien la tiene corta?

¡Tiempo en obrar mudanzas infinito!
A ti culpo también de mi poesía,
que allá en los tiempos de la abuela mía
ni hubiera esto pensado ni esto escrito:
hoy tal oso escribir, hoy tal medito,
explayando mi alma en la armonía,
porque sigue también mi pensamiento
de tu exacto reloj el movimiento.

EL AMOR DE LOS AMORES

I

¿Cómo te llamaré para que entiendas
que me dirijo a ti ¡dulce amor mío!
cuando lleguen al mundo las ofrendas
que desde oculta soledad te envío?...

A ti, sin nombre para mí en la tierra
¿cómo te llamaré con aquel nombre,
tan claro, que no pueda ningún hombre
confundirlo, al cruzar por esta sierra?

¿Cómo sabrás que enamorada vivo
siempre de ti, que me lamento sola
del Gévora que pasa fugitivo
mirando relucir ola tras ola?

Aquí estoy aguardando en una peña
a que venga el que adora el alma mía;
¿por qué no ha de venir, si es tan risueña
la gruta que formé por si venía?

¿Qué tristeza ha de haber donde hay zarzales
todos en flor, y acacias olorosas,
y cayendo en el agua blancas rosas,
y entre la espuma lirios virginales?

Y ¿por qué de mi vista has de esconderte;
por qué no has de venir si yo te llamo?
¡Porque quiero mirarte, quiero verte
y tengo que decirte que te amo!

¿Quién nos ha de mirar por estas vegas
como vengas al pie de las encinas,
si no hay más que palomas campesinas
que están también con sus amores ciegas?

Pero si quieres esperar la luna,
escondida estaré en la zarza-rosa,
y si vienes con planta cautelosa
no nos podrá sentir paloma alguna.

Y no temas si alguna se despierta,
que si te logro ver, de gozo muero,
y aunque después lo cante al mundo entero,
¿qué han de decir los vivos de una muerta?

II

Como lirio del sol descolorido
ya de tanto llorar tengo el semblante,
y cuando venga mi gallardo amante,
se pondrá al contemplarlo entristecido.

Siempre en pos de mi amor voy por la tierra
y creyendo encontrarle en las alturas,
con el naciente sol trepo a la sierra;
con la noche desciendo a las llanuras.

Y hallo al hambriento lobo en mi camino
y al toro que me mira y que me espera;
en vano grita el pobre campesino
«No cruces por la noche la ribera».

En la sierra de rocas erizada,
del valle entre los árboles y flores,
en la ribera sola y apartada
he esperado el amor de mis amores.

A cada instante lavo mis mejillas
del claro manantial en la corriente,
y le vuelvo a esperar más impaciente
cruzando con afán las dos orillas.

A la gruta te llaman mis amores;
mira que ya se va la primavera
y se marchitan las lozanas flores
que traje para ti de la ribera.

Si estás entre las zarzas escondido
y por verme llorar no me respondes,
ya sabes que he llorado y he gemido,
y yo no sé, mi amor, por qué te escondes.

Tú pensarás, tal vez, desdeñosa
por no enlazar mi mano con tu mano
huiré, si te me acercas, por el llano
y a los pastores llamaré medrosa.

Pero te engañas, porque yo te quiero
con delirio tan ciego y tan ardiente,
que un beso te iba a dar sobre la frente
cuando me dieras el adiós postrero.

III

Dejaba apenas la inocente cuna
cuando una hermosa noche en la pradera
los juegos suspendí por ver la luna
y en sus rayos te vi, la vez primera.

Otra tarde después, cruzando el monte,
vi venir la tormenta de repente,
y por segunda vez, más vivamente
alumbró tu mirada el horizonte.

Quise luego embarcarme por el río,
y hallé que el son del agua que gemía
como la luz, mi corazón hería
y dejaba temblando el pecho mío.

Me acordé de la luna y la centella
y entonces conocí que eran iguales
lo que sentí escuchando a los raudales,
lo que sentí mirando a la luz bella.

Vago, sin forma, sin color, sin nombre,
espíritu de luz y agua formado,
tú de mi corazón eras amado
sin recordar en tu figura al hombre.

Ángel eres, tal vez, a quien no veo
ni lograré, jamás, ver en la tierra,
pero sin verte en tu existencia creo,
y en adorarte mi placer se encierra.

Por eso entre los vientos bramadores
salgo a cantar por el desierto valle,
pues aunque en el desierto no te halle,
ya sé que escuchas mi canción de amores.

Y ¿quién sabe si al fin tu luz errante
desciende con el rayo de la luna,
y tan sola otra vez, tan sola una,
volveré a contemplar tu faz amante?

Mas, si no te he de ver, la selva dejo,
abandono por siempre estos lugares,
y peregrina voy hasta los mares.
A ver si te retratas en su espejo.

IV

He venido a escuchar los amadores
por ver si entre sus ecos logro oírte,
porque te quiero hablar para decirte
que eres siempre el amor de mis amores.

Tú ya sabes, mi bien, que yo te adoro
desde que tienen vida mis entrañas,
y vertiendo por ti mares de lloro
me cansé de esperarte en las montañas.

La gruta que formé para el estío
la arrebató la ráfaga de octubre...
¿qué he hacer allí sola al pie del río
que todo el valle con sus aguas cubre?

Y ¡oh Dios! quién sabe si de ti me alejo
conforme el valle solitario huyo,
si no suena jamás un eco tuyo
ni brilla de tus ojos un reflejo.

Por la tierra ¡ay de mí! desconocida,
como el Gévora, acaso, arrebatada
dejo mi bosque y a la mar airada
a impulso de este amor corro atrevida.

Mas si te encuentro a orilla de los mares
cesaron para siempre mis temores,
porque puedo decirte en mis cantares
que tú eres el amor de mis amores.

V

Aquí tu barca está sobre la arena:
desierta miro la extensión marina:
te llamo sin cesar con tu bocina
y no pareces a calmar mi pena.

Aquí estoy en la barca triste y sola
aguardando a mi amado noche y día;
llega a mis pies la espuma de la ola,
y huye otra vez, cual la esperanza mía.

¡Blanca y ligera espuma trasparente,
ilusión, esperanza, desvarío,
como hielas mis pies con tu rocío
el desencanto hiela nuestra mente!

Tampoco es el mar a donde él mora,
ni en la tierra ni el mar mi amor existe:
¡Ay! dime si en la tierra te escondiste
o si dentro del mar estás ahora.

Porque es mucho dolor que siempre ignores
que yo te quiero ver, que yo te llamo
sólo para decirte que te amo,
¡que eres siempre el amor de mis amores!

VI

Pero te llamo yo, ¡dulce amor mío!
como si fueras tu mortal viviente,
cuando sólo eres luz, eres ambiente,
eres aroma, eres vapor del río.

Eres la sombra de la nube errante,
eres el son del árbol que se mueve,
y aunque a adorarte el corazón se atreve,
tú solo en la ilusión eres mi amante.

Hoy me engañas también como otras veces;
tú eres la imagen que el delirio crea,
fantasma del vapor que me rodea
que con el fuego de mi aliento creces.

Mi amor, el tierno amor por el que lloro
eres tan solo tú ¡señor Dios mío!
Si te busco y te llamo, es desvarío
de lo mucho que sufro y que te adoro.

Yo nunca te veré, porque no tienes
ser humano, ni forma, ni presencia:
yo siempre te amaré, porque en esencia
a el alma mía como amante vienes.

Nunca en tu frente sellará mi boca
el beso que al ambiente le regalo;
siempre el suspiro que a tu amor exhalo
vendrá a quebrarse en la insensible roca.

Pero cansada de penar la vida,
cuando se apague el fuego del sentido,
por el amor tan puro que he tenido
tú me darás la gloria prometida.

Y entonces al ceñir la eterna palma,
que ciñen tus esposas en el cielo,
el beso celestial, que darte anhelo,
llena de gloria te dará mi alma.

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