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Comentarios sobre la figura de Don Juan

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Comentarios sobre la figura de Don Juan

«Es Tenorio la personificación acabada del carácter español, y singularmente del andaluz, en todo, lo que tiene de bueno y de malo, y sobre todo lo último. Lo distintivo, lo genuinamente original de nuestro carácter es, con efecto, ese desenfado y temerario arrojo, que unido a una nativa nobleza y a una generosidad instintiva y espontánea, pero no siempre acompañado de buen sentido, ni de moralidad muy escrupulosa, puede hacer de nosotros, según los casos, Guzmanes, Tenorios o Quijotes, héroes o bandidos, nunca cobardes, villanos ni traidores. Es ese menosprecio de todo, menos de la propia estima, esa serena indiferencia ante el peligro, ese espíritu de innata rebeldía contra toda imposición, justa o injusta, legítima o ilegítima, que lo mismo puebla de héroes y de mártires los riscos de Covadonga, las trincheras de Zaragoza, los muros de Gerona y los callejones del barrio de Maravillas, que de bandidos y rebeldes las gargantas de Sierra Morena o los valles de Guipúzcoa. Es al mismo tiempo ese espíritu generoso, noble e hidalgo que imprime siempre un sello de inimitable grandeza en nuestros crímenes. Es, en suma, esa indefinible mezcla de valor sereno y temerario arrojo, de indómita ferocidad y tierna dulzura, de noble generosidad y saña terrible, de altivez romana, fiereza goda y generosidad árabe, que en las alturas del bien produce los Cides y los Guzmanes, y en las profundidades del mal los Tenorios y Corrientes; héroes los unos, bandidos los otros, pero todos valientes, generosos, hidalgos, rara vez culpables de bajeza, ruindad y felonía. Dénse a un hombre ese arrojo temerario, esa audacia inquebrantable, ese menosprecio del obstáculo y del peligro, esa aversión a toda ley y freno, esa hidalguía generosa, y si ese hombre aplica esas dotes a nobles empresas, será el Cid; pero si las emplea en torpes hazañas, será Tenorio. Y de esta manera, sobre el fondo invariable del carácter español, se dibujan igualmente la luz y la sombra de dicho carácter, pura aquélla, criminal ésta, ambas grandes, y la personificación de esa luz es el Cid, y la de esa sombra D. Juan Tenorio.» (Manuel de la Revilla [1846-1881])

«Carlos V, Felipe II han oído a su pueblo en confesión, y éste les ha dicho en un delirio de franqueza: «Nosotros no entendemos claramente esas preocupaciones a cuyo servicio y fomento se dedican otras razas; no queremos ser sabios, ni ser íntimamente religiosos; no queremos ser justos, y menos que nada nos pide el corazón prudencia. Sólo queremos ser grandes». Un amigo mío que visitó en Weimar a la hermana de Nietzsche, preguntó a ésta qué opinión tuvo el genial pensador sobre los españoles. La señora Förster-Nietzsche, que habla español, por haber residido en Paraguay, recordaba que un día Nietzsche dijo: «¡Los españoles! ¡He aquí hombres que han querido ser demasiado!»

Hemos querido imponer, no un ideal de virtud o de verdad, sino nuestro propio querer. Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado en forma particular, como nuestro Don Juan, que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal. La mole adusta de San Lorenzo [del Escorial] expresa acaso nuestra penuria de ideas, pero, a la vez, nuestra exuberancia de ímpetus. Parodiando la obra del doctor Palacios Rubios, podríamos definirlo como un tratado del esfuerzo puro.»

[Ortega y Gasset, José: “Meditación del Escorial.” (1915). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, vol. II,  pp. 555-557]

«Si un médico habla sobre la digestión, las gentes escuchan con modestia y curiosidad. Pero si un psicólogo habla del amor, todos le oyen con desdén; mejor dicho, no le oyen, no llegan a enterarse de lo que enuncia, porque todos se creen doctores en la materia. En pocas cosas aparece tan manifiesto la estupidez habitual de las gentes. ¡Como si el amor no fuera, a la postre, un tema teórico del mismo linaje que los demás y, por tanto, hermético para quien no se acerque a él con agudos instrumentos intelectuales! Pasa lo mismo que con Don Juan. Todo el mundo cree tener la auténtica doctrina sobre él –sobre Don Juan, el problema más recóndito, más abstruso, más agudo de nuestro tiempo. Y es que, con pocas excepciones, los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron. Estos últimos son los que propenden, con benemérita intención, a atacar a Don Juan y tal vez a decretar su cesantía.

Existen, pues, razones sobradas para que las cuestiones de que todo el mundo presume entender –amor y política– sean las que menos han progresado. Sólo por no escuchar las trivialidades que la gente inferior se apresura a emitir apenas se toca alguna de ellas, han preferido callar los que mejor hubieran hablado.

Conviene, pues, hacer constar que no los Do Juanes ni los enamorados saben cosa mayor sobre Don Juan ni sobre el amor, y viceversa; sólo hablará con precisión de ambas materias quien viva a distancia de ellas, pero atento y curioso, como el astrónomo hace con el sol. Conocer las cosas no es serlas, ni serlas conocerlas. Para ver algo hay que alejarse de ello, y la separación lo convierte de realidad vivida en objeto de conocimiento.»

[Ortega y Gasset, José: “Para una psicología del hombre interesante” (1925). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. IV, p. 468-469]

«La figura de Don Juan es uno de los máximos dones que ha hecho al mundo nuestra raza. No obstante, en los últimos tiempos los españoles la han desatendido y dejan que se anquilose en las guardarropías de los teatros populares. [...]

El tema “Don Juan”, oriundo de España, destinado a ser pulido y perfeccionado en manos españolas, se halla hoy en un estadio de evolución atrozmente primario si se le compara con sus otros hermanos de Occidente, Fausto y Hamlet, por ejemplo. [...]

La leyenda de Don Juan empieza por ser un ejemplo devoto en que se narra de un hombre frívolo, concupiscente e impío, que en hora tardía, sobrecogido por el castigo de una visión, se convierte y sucumbe. Al cerebro medieval que la imagina y al que la escucha, les importa sólo el castigo y la conversión, que eran la faena divina. Todo lo antecedente, la vida de Don Juan y su carácter, es para ellos despreciable, un valor negativo, frivolidad, pecado, concupiscencia. [...]

Quisiera buscar otro Don Juan que el de Zorrilla, porque éste, psicológicamente, me parece un mascarón de proa, un figurón de feria, pródigo en ademanes chulescos y petulantes que sólo pueden complacer a la plebe suburbana. [...] Sin embargo, el espíritu universal se ha comportado con él muy de otro modo. Desde que su leyenda se forma no hay pueblo, no hay época literaria, no hay pensador genial, gran poeta, músico excelso que no se haya creído obligado a enfrontarse con nuestro mal afamado compatriota. [...] Es más, puede decirse que él representa uno de los pocos temas cardinales del arte universal que la Edad Moderna ha logrado inventar y añadir al sagrado tesoro de la herencia grecolatina.

Es, pues, Don Juan un símbolo esencial e insustituibles de ciertas angustias radicales que al hombre acongojan, una categoría inmarcesible de la estética y un mito del alma humana. Junto a Hércules y Elena, junto a Hamlet y Fausto, en el espléndido zodíaco de nuestros afanes, ocupa Don Juan un cuadrante e irradia perennemente en la noche del alma su patético reflejo estelar, una palpitación conmovedora de gentileza y desesperación.

No hay leyenda más española. Como nuestro corazón nacional, está hecha de puros contrastes, y el alma anónima que la ha imaginado parece haberse complacido uniendo en ella todos los extremos. No olvidemos que Cervantes, hacia el fin de su libro, cuando ya no sabe qué nuevos adjetivos aplicar a Don Quijote, le llama Don Quijote el Extremado. Los españoles solemos ser así: o extremados, o nada. Por eso en esta leyenda hay escenas de mediodía y de medianoche, virginidad y pecado, carne moza y masa cadáver, orgía y cementerio, beso y puñal. Al drama humano asisten cielo, infierno y purgatorio, que, como espectadores de una corrida de toros, no logran contenerse y acaban por tomar parte en la función.

Mas sobre todo esto flota una gracia que me parece específicamente sevillana; si la leyenda hubiese sido forjada en nuestra Castilla habría en ella no sé qué de áspero y tremebundo, más granito que rosas y más estocadas que fiestas.

Pero la extremada leyenda ha sido ungida en la dulce y gentil embriaguez de Sevilla, y merced a ello, este cuento terrible de amor y de muerte va suavizado, transfigurado con un aire festival y encantado de ensueño y danza. La leyenda de Don Juan ha dado la vuelta al mundo cargada de todas las fragancias y de todo el barroquismo de un Carnaval sevillano, como las viejas naos levantinas volvían de Ceilán cargadas de especias. [...]

Cuando se hace balance resumido de la literatura donjuanesca, dos hechos parecen sobre todo destacarse, quedando frente a frente. Uno es el atractivo, el garbo de la fisonomía de Don Juan al través de sus equívocas andanzas. Otro es que casi todos los que han hablado de él han hablado mal. Esta contradicción entre la gracia vital del personaje y la acritud de sus intérpretes constituye, por sí sola, un problema psicológico de alto rango. [...] Don Juan ha tenido siempre “mala prensa”. Esto debe bastar para que sospechemos en él las más selectas calidades. Las masas humanas propenden a odiar las cosas egregias cuando no coinciden casualmente con su utilidad; pero en siglos como los dos últimos, dominados por la opinión pública, ha llegado a ser distintivo de todo lo excelente el rencor que en el vulgo provoca.

Don Juan parece imaginado expresamente para irritar a la opinión pública, y ha de costarme gran trabajo convencer de su magnanimidad a los envidiosos. [...]

La figura de Don Juan ha sufrido como ninguna el resentimiento de los malogrados. Los hombres le hemos envidiado siempre y las mujeres no se han atrevido a defenderle, porque ello equivaldría a revelar el secreto profesional de la feminidad. [...] Miremos a Don Juan desde Don Juan, y no en su proyección sobre el alma de las viejas de barrio que escuchan en la plazuela la historia de sus trastadas.

Ante todo, Don Juan no es un sensual egoísta. Síntoma inequívoco de ello es que Don Juan lleva siempre su vida en la palma de la mano, pronto a darla. Declaro que no conozco otro rasgo más certero para distinguir un hombre moral de un hombre frívolo que el ser capaz o no de dar su vida por algo. Este esfuerzo, en el que el hombre se toma a sí mismo en peso todo entero y se apresta a lanzar su existencia allende la muerte es lo que de un hombre hace un héroe. Esta vida que hace entrega de sí misma, que se supera y vence a sí misma, es el sacrificio –incompatible con el egoísmo.

No ha visto el verdadero Don Juan quien no ve junto a su bello perfil de galán andaluz la trágica silueta de la muerte, que le acompaña por dondequiera, que es su dramática sombra. Es la muerte el fondo esencial de la vida de Don Juan, contrapunto y resonancia de su aparente jovialidad, miel que sazona su alegría. Yo diría que es su suprema conquista, la amiga más fiel que pisa siempre en su huella. De modo parejo, cuando hacemos camino nocturno la luna, mundo muerto, esqueleto de estrella, paso a paso nos acompaña y apoya en nuestro hombre su pálida amistad.

La leyenda de Don Juan, más bien que una broma, es un terrible drama. La inminencia constante de la muerte consagra sus aventuras, dándoles una fibra de moralidad, y presta a sus horas como una vibración peligrosa de espadas.

Así empieza a dibujarse claramente la trascendencia simbólica de este ilustre calavera.

El hombre animoso está dispuesto a dar su vida por algo. Mas ¿por qué? ¡Paradójica naturaleza la nuestra! El hombre está dispuesto a derramar su vida precisamente por algo que sea capaz de llenarla. Esto es lo que llamamos ideal. [...]

La historia nos presenta en su amplísimo panorama la peregrinación de nuestra especie por el vasto repertorio de los ideales y certifica que fueron, a la vez, encantadores e insuficientes. ¿No es cierto que la historia toda, mirada bajo cierto sesgo, adopta una actitud donjuanesca.»

[José Ortega y Gasset: Introducción a un Don Juan (1921) – en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, vol. VI, pp. 121-137]

«El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. Dentro de pocos años parecerá absurdo que se haya exigido a la vida ponerse al servicio de la cultura. La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir la relación y mostrar que es la cultura, la razón, el arte, la ética quienes han de servir a la vida.

Nuestra actitud contiene, pues, una nueva ironía, de signo inverso a la socrática. Mientras Sócrates desconfiaba de lo espontáneo y lo miraba al través de las normas racionales, el hombre del presente desconfía de la razón y la juzga al través de la espontaneidad. Ha llegado irremisiblemente la hora en que la vida va a presentar sus exigencias a la cultura. “Todo lo que hoy llamamos cultura, educación, civilización, tendrá que comparecer un día ante el juez infalible Dyonisos” –decía proféticamente Nietzsche en una de sus obras primerizas.

Tal es la ironía irrespetuosa de Don Juan, figura equívoca que nuestro tiempo va afinando, puliendo, hasta dotarla de un sentido preciso. Don Juan se revuelve contra la moral, porque la moral se había antes sublevado contra la vida. Sólo cuando exista una ética que cuente, como su norma primera, con la plenitud vital, podrá Don Juan someterse. Pero eso significa una nueva cultura: la cultura biológica. La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital

[Ortega Y Gasset, José: “Las dos ironías,  o Sócrates y Don Juan” (en su “El tema de nuestro tiempo”, 1923. En Obras Completas, Madrid: Revista de Occidente, vol. 3, p. 178]

«A diferencia del hombre antiguo, que hereda un saber arcano en forma de mitos y lo enriquece pródigamente, el hombre medieval y el hombre moderno sólo han sabido crear cuatro figuras míticas originales: Fauto, Hamlet, Don Quijote y Don Juan. Dos han nacido en España y de ellas la última, Don Juan, es quien mejor merece el nombre de mito moderno. Es evidente que los dramaturgos, los poetas, los filósofos y hasta los médicos que se han ocupado de Don Juan no crean esta figura prototípica, sino que la prohíjan, sometiéndola a diversas interpretaciones. Antes que ellos la inventaran, la figura del burlador ha surgido de un misterio del alma colectiva, razón por la cual ésta le reconoce alborozada y le presta su adhesión una vez que, unos tras otros, dramaturgo, poetas, músicos y filósofos vuelven a presentársela con variados disfraces.

Se puede trivializar el mito de Don Juan, y es lo que se hace cuando vemos en él –como generalmente ocurre– al conquistador, una especie de figura masculina ideal, la del hombre que por su fortuna, por su gallardía o sencillamente por su habilidad técnica conquista a las mujeres. Mas también se puede ver en él un mito trascendente, por ejemplo, el del hombre que lucha contra Dios, que le resiste y trata de vencerle. Es decir, un mito prometeico.

Los mitos –por eso lo son, por condensarse en ellos el misterio– jamás agotan su significado y cuando muestran con engañosa claridad una de sus caras debemos estar ciertos de que es entonces cuando más se esquivan. Así ha sucedido con el mito de Edipo, nunca probablemente peor comprendido como tras la vulgarización aterradora que experimenta en nuestra época con el psicoanálisis. Si el Don Juan trivial se nos presenta con el antifaz rosa del hombre que con garbosa facilidad conquista a las mujeres, el Don Juan trascendente se nos aparece, en cambio, con la negra y misteriosa máscara del hombre que las seduce, con el aspecto ambiguo, arlequinado de tinieblas y de luces, del seductor.

Entre las muchas metempsicosis que por el mundo ha ido adoptando el mito de Don Juan hay una, septentrional, poco difundida por el mundo latino, la que experimenta gracias al genio de un filósofo melancólico, feo y corcovado que solía pasear sus murrias por los muelles de Copenhague hacia mediados del pasado siglo. Con el correr de los tiempos este filósofo hosco, de estilo centelleante, de soberbia expresividad en su frase siempre apasionada, ejercerá insólita influencia sobre la mentalidad de las gentes. Por cauces subterráneos o manifiestos alimenta gran parte de la filosofía contemporánea. Pero aun hoy son bastantes los que ignoran que la obra de este filósofo, de Kierkegaard, despliega su corola metafísica a partir de un botón juvenil, el Entweder-Oder, en el que va engastada, como en el Quijote la novela de El curioso impertinente, una obrita clave: el llamado Diario de un seductor. Un crítico alemán, Rehm (Kierkegaard und der Verführer, Múnich, 1949), ha demostrado cómo esta idea del seductor, que fascina a Kierkegaard, el corcovado, en el mismo momento en que éste decide romper su enamoramiento con Regina Olsen (según él mismo declara, para no abrumar la vida de su futura esposa con su incurable melancolía), es una llave secreta que permite abrir el alma del filósofo y esclarecer su obra.

Al renunciar heroicamente a su amorosa enajenación es menester reconocer que Kierkegaard ha logrado, cuando menos, uno de sus objetivos: inmortalizar a su amada. Este metafísico Don Juan, que renuncia al amor, hace así pasar a esa gris muchachita danesa que era probablemente Regina al empíreo de las Doñas Ineses y Doñas Elviras, la vuelve mítica y famosa. Pero a pesar de su sacrificio quédale ardiendo por dentro, disfrazada de demoníaca dialéctica, su alma de seductor insatisfecho.

Nadie ha expuesto de manera más diáfana y más ruda el problema del hombre a partir de la decisión amorosa que Kierkegaard.»

[Juan Rof Carballo: Entre el silencio y la palabra. Madrid: Aguilar, 1960, p. 119-121]

«El nacimiento de Don Juan Tenorio sigue siendo uno de los mayores misterios de la literatura española. El burlador de Sevilla, la obra en que aparece por primera vez el personaje más traído y llevado del teatro europeo, nos ha llegado sólo en una edición pirata de hacia 1627, de texto muy estropeado y donde sin ninguna garantía se atribuye a Tirso de Molina. Otra versión del mismo argumento, titulada Tan largo me lo fiáis, se publicó en cambio, y todavía más arbitrariamente, bajo el nombre de Calderón de la Barca.

¿Tuvo Don Juan una existencia folclórica o literaria antes de El burlador? ¿Lo utilizó su creador para tomar partido en las polémicas teológicas de la época o ante cuestiones de actualidad como la prohibición de los burdeles en 1923? ¿Fue en España o en Italia donde adquirió la fama que lo ha convertido en uno de los grandes mitos de la literatura universal?

Don Juan es un actor, un seductor nato que cambia de cara con cada mujer que se encuentra. Convierte la vida en un teatro. Es un señorito cabrón que busca gozar de las mujeres y hacerlas daño, dejarlas sin honor. Un hijo de la situación que ya no guerrea, que sólo quiere divertirse, que se ríe de las enfermedades venéreas, tan frecuentes entonces, y de las leyes del matrimonio. Desde Tirso a Mozart, la gran mayoría de los autores que retoman el mito lo condenan y, aun así, en el imaginario popular sigue siendo un héroe. De ahí, quizá, la inmensa fortuna del Don Juan de Zorrilla, que lo redime, lo convierte en ese supermacho latino que logra que todas las mujeres sean putas, menos la suya; Doña Inés, esa santa.» (Francisco Rico)

«Y arranca la brillante carrera de Don Juan por el imaginario europeo.  No habrá giro de la sensibilidad artística que no busque reflejarse en el espejo del mito donjuanesco. Molière y Da Ponte-Mozart ensayarán sus posibilidades como cifra del deseo libertino, del seductor cuantitativo, si se me permite la expresión. Cuando el romanticismo ponga en primer plano de la vida el sentimiento veremos que Don Juan cae en desgracia frente a los nuevos héroes del día: ante Tristán, el amor genuino del caballero cristiano, o ante Werther, el amor adolescente, implacable e impaciente, Don Juan aparece como un rufián salteador de alcobas, un individuo carente de pasión.

El romanticismo no tiene ante Don Juan sino estas dos opciones: o, como se ha dicho, lo condena por encontrarlo un amante falso y ruin -es el caso de Stendhal: «Don Juan reduce el amor a un negocio vulgar», sólo seduce a mujeres «carentes de elevación de alma»-; o lo salva, transfigurándolo en un enamorado capaz de conocer la auténtica pasión amorosa. Es el camino que prefiere Zorrilla. Pero la «salvación» de Don Juan por el amor de Doña Inés aniquila en el personaje su dimensión trágica, tan soberbiamente captada por Tirso en el Burlador que da puñadas a la muerte:

«Con la daga he de matarte», amenaza Don Juan a la estatua del Comendador ... «Mas ¡ay! que me canso en vano de tirar golpes al aire». Esta dimensión trágica ya no volverá a aflorar nunca, con la excepción, acaso, de algunas frases musicales de la obertura y de la escena final del Don Giovanni de Mozart. Desde el barroco al romanticismo, el destino de Don Juan es el de «humanizarse» y es nuestro Zorrilla quien mejor ha comprendido esta necesidad interna del personaje.

Pero no podrá evitar la paradoja: al «salvar» a Don Juan mata lo que en él hay de fuerza mítica: su orgullo satánico, su sensualidad infinita, su rebeldía absurda y su desprecio de la muerte. Don Juan se humaniza convirtiéndose en hombre enamorado. Eso explica la proximidad del arquetipo al gusto popular, pues su vivencia del amor se vuelve afín al común de los mortales: goza, peca, sufre, se arrepiente, se salva. De ahí el éxito cíclico -como el otoño o el carnaval- del Tenorio de Zorrilla en los escenarios españoles. Las almas sencillas vuelven a casa paladeando la dulce confitura del «amor eterno».

El gesto demoníaco de Don Juan se congela por obra de la piedad de la pura Doña Inés. Transformación del oscuro deseo el luminoso amor como sólo puede serlo un ideal o una estrella. Y la muerte eterna a la que estaba destinado el Don Juan barroco se sublima en perdón. Como señaló Ramiro de Maeztu en su ensayo sobre Don Quijote, Don Juan y la Celestina, con el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, comenzó a decaer el mito y surge el drama de Don Juan. O dicho de otra manera: Don Juan pierde su configuración eterna y penetra dentro del tiempo humano. Una vez muerto Don Juan como mito nos queda su encarnadura histórica.

Será de Baudelaire la genialidad de escribir el epitafio del Don Juan mítico en un espléndido soneto de Las flores del mal y, al mismo tiempo, intuir el porvenir del personaje. En efecto, como «motivo literario», Don Juan sólo tolerará aproximaciones distanciadas, irónicas. Una de estas aproximaciones la inicia el propio Baudelaire en un proyecto teatral que no llegó a ejecutar. En él imagina la vejez de Don Juan, un Don Juan escéptico, desengañado y melancólico que vive con su hijo, muchacho «educado por su padre y podrido de vicios y de amabilidad» (Torrente Ballester. Ensayos críticos. Destino, Barcelona.  Página 309).

La segunda perspectiva de aproximación reside en la conversión de Don Juan en «idea», en objeto cultural. La distancia del análisis convierte a Don Juan en materia de investigación, como los números imaginarios, las manchas negras de las estrellas o la decadencia del Imperio Romano. De Kierkegaard a Ernst Bloch, pasando por Ortega y Gasset y Camus, Don Juan se ha constituido en objeto de estudio sobre el que han caído filósofos e historiadores, psiquiatras y psicoanalistas, y, naturalmente, críticos literarios.

El enérgico renacimiento de Don Juan en el siglo XX -en rigor, en las postrimerías del XIX- se produce bajo el esquema que acabamos de exponer y dentro de la tradición cultural española es ejemplar la precisión con que se despliega. La generación finisecular -o del 98-retomará el motivo de Don Juan bajo la estela «modernista» inaugurada por Baudelaire. El Marqués de Bradomín de Valle-Inclán o el Don Juan de Azorín constituyen aproximaciones puramente literarias en las que nada queda del Burlador barroco.

Don Juan ha envejecido ... Vive con el recuerdo de sus fechorías, se conforma con placeres sencillos, siente nostalgia y pacta con sus demonios interiores. (Nada irreparable parece haber en el pasado de estos Don Juan «feos, católicos y sentimentales», para servirnos de la famosa descripción que Valle dio de su Marqués de Bradomín).

Y será la generación del catorce la que prefiera el enfoque teórico del mito. Unamuno, a caballo entre la recreación literaria del personaje en su Hermano Juan y sus reflexiones filosóficas sobre el mismo, sirve de codo de unión entre los planteamientos de ambas generaciones.

Marañón dilucidará la psicología del personaje y Ortega desde un temprano ensayo escrito en 1917, Muerte y resurrección, desarrollará una teoría del ideal -ético y estético- en la que Don Juan servirá como modelo de «héroe de nuestro tiempo». Esto así dicho puede resultar misterioso o caprichoso pero el espacio de un artículo no permite exponer las muy complejas cuestiones que Ortega planteó recreando el mito de Don Juan. Baste recordar que si Unamuno esperaba de un encuentro entre Don Quijote y Don Juan la página más luminosa sobre la literatura española, Ortega vislumbra en la confrontación entre Sócrates y Don Juan -recuérdese el capítulo VI de El tema de nuestro tiempo- nada menos que la revelación de una nueva filosofía.

¿Tendrá algo que decirnos la esquiva figura de Don Juan en este otro fin de siglo que está a punto de inventar el eros virtual, el eros sin la carne?»

[José Lasaga Medina: “Don Juan, ante el milenio”, en El País – 13 de marzo de 1998 - Nº 679]

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