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Don Quijote de la Mancha - Comentarios (comp.) Justo Fernández López Historia de la literatura española
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Don Quijote de la Mancha
Comentarios
..., del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, [...]; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
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Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.
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«Tanto Goethe como Cervantes parten de un mundo donde se ha producido una escisión entre las palabras y las cosas. En el Quijote, Cervantes quiere llevar al mundo las aventuras de los libros de caballerías. Goethe hace el camino inverso: Fausto quiere salir de los libros para conquistar la vida. Lo que ocurre en el caso de Cervantes es que todas las intervenciones de Don Quijote terminan por fracasar; de ahí su ironía trágica. Fausto, gracias a la intervención de ese diablo burlón que es Mefistófeles, contempla el mundo y la historia como un gran carnaval. Y Goethe se convierte así en el gran pagano, que no confunde los nombres con las cosas, sino que se sirve de éstas para vivir y gozar del instante.» [Vincenzo Vitiello, de la Universidad de Nápoles]
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«Significado y significados. El Quijote o la poética de la libertad
Don Quijote no acepta el sistema judicial de su época. Por eso libera a los galeotes, condenados “de por fuerza, y no de su voluntad”. Frente a la justicia legal, él opone su propia concepción de una justicia natural, no escrita, basada en el amor, que se diferencia de aquella por carecer, tanto de un código concreto de penas y delitos, como de un aparato represivo que imponga su acatamiento por la fuerza. Defensor del mundo mítico de la Edad de Oro en la barroca Edad de Hierro en que le tocó vivir, don Quijote aboga por una sociedad ideal, fraternal, igualitaria y placentera, en la que no exista propiedad privada, ni necesidad de trabajar, donde la naturaleza dé por sí misma sustento a todos los seres humanos, y en la que, en consecuencia, no haya necesidad de jueces ni de justicia. Idealismo utópico, sin duda, pero también rechazo de todo sistema autoritario, de toda imposición violenta de un hombre sobre otro. “¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?” No, responde el héroe, ni siquiera el rey puede forzar la voluntad de nadie. Así, de este idealizado modo, Cervantes pone en entredicho la base de la monarquía absoluta del XVII español desde su misma raíz, y defiende la libertad individual por encima de todo, en contra de cualquier sistema político coercitivo, incluso frente a la autoridad del rey. Por eso mismo libera delincuentes justamente condenados, para enfrentarse, no ya a las deficiencias del sistema judicial, sino al sistema mismo; para romper una lanza por la libertad individual, en suma.
La locura de don Quijote, no por auténticamente caballeresca menos hondamente enraizada en el humanismo renacentista, dio a Cervantes la libertad que necesitaba para exponer sus ideas sin miedo a la censura, al mismo tiempo que el sustento de su ideología idealizada y crítica. El Elogio de la locura de Erasmo cimentó su sentido antidogmático, pues el de Rótterdam afirmaba que “la realidad de las cosas depende sólo de la opinión”, y la proporcionó la coartada de la estulticia: un loco, ya se sabe, no hace otra cosa que desbarrar. Por eso, una vez rechazada la base del sistema absolutista, no debe extrañarnos que el hidalgo haga lo propio con los tres pilares del estado moderno hispano en el que transcurrió su vivir caballeresco; esto es, con la administración burocratizada, la economía basada en el dinero y el ejército regular –como bien demostrara Maravall–. Ya hemos señalada con qué convicción se opuso a la justicia legal en el episodio de los galeotes, base del moderno sistema burocrático. De igual manera rechaza el dinero. ¡Y qué decir del ejército regular y disciplinado!, cuando él, un profesional de las armas, al fin y al cabo, no admite más órdenes que las de su propio albedrío, ni, claro está, se le pasa jamás por la cabeza la idea de alistarse en uno de los numerosos tercios españoles de la época. A don Quijote, obvio es decirlo, no le interesan las guerras que España tiene en varios frentes, sencillamente porque él no las ha elegido, porque no son las suyas, sino las del estado, institución no ya supra-individual, sino incluso supra-nacional, con la que no puede ni quiere identificarse, dada su condición de caballero libre e independiente, heredero del humanismo y de su defensa de la dignidad individual y del homocentrismo. A lo sumo, ante la amenaza turca, se permite aconsejar al rey que convoque a “todos los caballeros andantes que vagan por España, que, aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco” (III-1, 562).
Locura y burlas aparte, pensar que don Quijote pudiera aceptar la rígida disciplina militar, o las imposiciones de leyes y leguleyos, o la fuerza coercitiva del dinero, es pensar en lo imposible. Nada más lejos de su ánimo que poner trabas o límite a su querida e insobornable libertad individual de caballero andante que no reconoce otro fuero que el suyo propio.
Por la misma razón, don Quijote rechaza la Corte, centro del poder opresivo, hasta el punto de que no aparece en sus andanzas; y ello a pesar de que Cervantes, en definitiva, era madrileño. [...]
Cervantes, uno de los últimos humanistas españoles, como su contemporáneo Pedro de Valencia, el discípulo de Arias Montano, con quien tantas coincidencias ideológicas tienen, fue un defensor de la libertad y de la dignidad del hombre. Por eso su caballero aboga por la vida en el campo abierto, y le dice a don Diego de Miranda: “parece mejor un caballero andante [...] socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano caballero, requebrando a una doncella en las ciudades” (II-XVII, 689). [...]
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” (III-LVIII, 989). [...] Sin embargo, lo verdaderamente importante no es eso, con serlo mucho, no es la defensa explícita de la libertad individual, ni la explicación de su origen, sino que la libertad se transfigura en estética y pasa a ser la clave del arco de la poética cervantina. Cervantes “hace lo que dice”, por usar una formulación grana a Pedro Salinas.
Para que la novela se libre de limitaciones genéricas anteriores, hay que empezar por dar libertad al personaje, por despojarle de toda atadura previa que puede anudar sus pasos anteriores. Y así lo hizo Cervantes con don Quijote, personaje de concepción y factura adánicas que, a despecho de las limitaciones apriorísticas que los libres de caballerías y novelas picarescas imponían a sus héroes y antihéroes mediante el relato obligado de sus orígenes familiares, nace sin “pre-historia”, sin antecedentes, sin lugar concreto de nacimiento siquiera, pues el narrador no “quiere acordarse” de él; más aún, sin infancia, ni juventud, ni madurez, puesto que su “historia” da comienzo cuando ya es viejo, con los datos mínimos imprescindibles para explicar su transformación de cuerdo en loco. Después, “afirmado en los cimientos de sí mismo, podrá lanzarse a la empresa que prefiera: se incorpora un mito, lo ironiza, lo destruye [...] podrá [...] convertirse en el pastor Quijotiz...” (A. Castro). [...]
La incuestionable polisemia interpretativa del Quijote es fruto directo de una concepción estética del realismo literario abierta y flexible, que precisa, por tanto, de la colaboración del lector siempre, a veces incluso de manera explícita, como sucede en el episodio de la cueva de Montesinos, donde don Quijote dice haber estado tres días, mientras Sancho, que se había quedado fuera de la sima, asegura que su amo no había permanecido en la cueva más de una hora. Antes ello, el narrador (más bien el traductor, remitiendo a Cide Hamete), tras advertir que el caballero nunca miente, dice: “Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere” (II-XXIV, 746). El lector, así, directa y expresamente apelado, debe interpretar desde su perspectiva una obra que se le ofrece conscientemente ambigua, antidogmática y abierta, por lo que necesita de su participación activa y libre. Libre, en efecto, porque sólo se le exige que lea, que interprete, pero no cómo debe hacerlo, porque nunca Cervantes impone desde fuera del texto una lectura determinada, ni una valoración moral concreta.
No podía ser de otra manera, en coherencia con la actitud humanista y reivindicadora de la libertad y de la dignidad del hombre que caracteriza a Cervantes, cuyo hidalgo afirma, orgulloso, contra los principios áureos de casta y clase, que “cada uno es hijo de sus obras”, y, en clara reminiscencia del humanismo quinientista, aconseja a Sancho, para el gobierno de su ínsula, que se atenga sólo a los “hechos virtuosos”, “porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale” (II-XLII, 877). Y es que, si la libertad interna afectaba al escritor y a sus entes de ficción, debía, en buena lógica estética, proyectarse asimismo sobre los lectores reales.»
[Antonio Rey Hazas / Florencia Sevilla Arroyo: “Introducción” a la edición revisada y ampliada de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Macha, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 1994, p. XIV-LIX]
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«Don Quijote de la Mancha (1605 y 1615)
Parodia, locura y realismo
Más allá de vacilaciones genéticas y compositivas, lo que sí se ofrece como constante durante todo el proceso creativo del Quijote es el fin paródico. Si fiamos de las declaraciones de su autor, fue concebido como invectiva contra los libros de caballerías ("todo él es una invectiva contra los libros de caballerías", I, "Prólogo") y ese fue siempre su objetivo principal: "pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna" (II, 24).
Con ello, Cervantes se inscribía en la corriente culta de protestas contra la "mal fundada máquina" de los disparates caballerescos, con la diferencia de que su magistral parodia sí terminaría erradicándolos del panorama literario, pese a la ingente difusión que los Amadises, Palmerines o Belianises habían alcanzado durante el XVI.
Para lograrlo, pergeña un diseño paródico genial, basado en la locura de su protagonista: ésta ha sido provocada por la lectura de los libros de caballerías, precisamente el objeto de la parodia. Ello le permite sumarse a las denuncias de moda e inscribirse en la abundante literatura del Renacimiento sobre la locura (Erasmo, Elogio de la locura; Huarte, Examen de ingenios; Arisosto, Orlando furioso, etc.). Así, en un principio, don Quijote está rematadamente loco: "se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio" (I, 1), si bien no se trata de una esquizofrenia general, sino más bien de una monomanía tocante al mundo caballeresco ("tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente, en tratándole de su negra y pizmienta caballería", I, 38), que deja espacio para la cordura: "no le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos" (I, 18). [...]
Más que de un caso de locura, parece tratarse de un procedimiento creativo tendente a ilustrar literariamente el problema de la realidad y de la ficción. De hecho, Cervantes plantea con exquisito cuidado cada uno de los acercamientos de don Quijote a la realidad de Alonso Quijano, de modo que sus continuos equívocos no dependen necesariamente de la demencia (sí en el caso de la primera venta o de los frailes benitos); al contrario, suelen caer frecuentemente dentro de la más prosaica verosimilitud: son las circunstancias (el viento, cuando los molinos; el sol y la lluvia, en el caso del yelmo; la falta de visibilidad y el estruendo, la vez de los rebaños; la oscuridad y el ruido, si pensamos en los batanes; etc.), el contexto caballeresco (retablo de maese Pedro, caballero del Bosque, estancia con los duques), las malas mañas de los demás (encantamiento de Dulcinea, Clavileño) o el sueño (cueva de Montesinos) los que traicionan la percepción quijotesca de su entorno, espoleando sus delirios heroicos.
Mucho más claramente: la realidad es tratada por el narrador de una forma ilusionista, prismática, como si estuviera contagiado de la misma locura del personaje, de modo que el pobre hidalgo, aquejado de su delirio caballeresco, es una permanente víctima, no más loco que nosotros mismos. Por eso, ante una realidad tan oscilante, no tiene por menos que engañarse, como lo hacemos nosotros mismos en ocasiones (batanes) y como lo hace sistemáticamente Sancho (Micomicona, Barataria). La locura, así, es una estrategia de acercamiento a la realidad: un modo originalísimo de realismo que sutura perfectamente lo más prosaico a lo más disparatado, otorgando a lo segundo carta de naturaleza novelesca, en un juego de espejos, entre paródico, cómico e irónico, irresoluble.
Las voces de la novela
Por si no bastase, ese entramado enloquecedor y paródico de acercamientos a la realidad se ve definitivamente complicado y enriquecido por el inagotable juego de voces que Cervantes despliega a lo largo de su historia, a partir siempre de su absoluto dominio de la tercera persona narrativa. Desde su plataforma, se urde un laberinto de perspectivas que introduce un punto de vista multitudinario:
1.- Miguel de Cervantes (preliminares): autor / coautor.
2.- Miguel de Cervantes: narrador.
3.- Narrador: recopilador de tradiciones (I,1).
4.- Sabio encantador: cronista del caballero (I, 2).
5.- Narrador: segundo autor (I, 7).
6.- Cide Hamete (I, 9).
7.- Tradiciones orales (I, 52) y rumores en general.
8.- Pergamino de los académicos de la Argamasilla (I, 52).
9.- Personajes
9.1.- Hablan como narradores.
9.2.- Inventan la novela: Montesinos, Clavileño.
9.3.- Leen literatura creada por otros (=Cervantes): Curioso.
9.4.- Corrigen y completan la primera parte: robo del rucio (Sancho).
10.- Avellaneda: continuador apócrifo.
11.- La pluma de Cide Hamete.
12.- Etc., etc.
Tenemos por lo tanto un escritor (Cervantes) que inventa a un personaje (Alonso Quijano), que inventa a otro personaje (don Quijote) y a otro autor (Cide Hamete), cuya obra servirá como fuente a una traducción: la novela del escritor (Cervantes). Más genial todavía: un personaje (don Quijote) imagina cómo será la versión literaria de su vida caballeresca, mientras la estamos leyendo, como traducción de una historia arcaica.» [F. Sevilla Arroyo: “Don Quijote de la Mancha (1605 y 1615)”. Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2007]
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«Don Quijote se echa al campo inspirado por unas historias que sólo existen en sus libros favoritos, pero que han arraigado en su cabeza y en su corazón. Numerosos tortazos y la buena o mala fama que de ellos se derivan no le disuaden de sus convicciones, pero imperceptiblemente le llevan a cambiar el sentido y el propósito de su andadura. No rehúye los encuentros con enemigos fabulosos, incluso cuando percibe, cada vez con más nitidez, que esos enemigos son producto de su imaginación o trampas de los otros, pero ahora su empeño y su denuedo van destinados mayormente a justificar su persona y su empresa ante los demás y ante sí mismo. A cada lanzada le sigue una larga explicación dirigida a quien lo recibe y, en especial, a su escudero. Con el paso del tiempo y la acumulación de golpes y denuestos, Sancho se ha convertido en un problema. Cuestiona las nociones de su amo, reclama ver cumplidas las promesas materiales que se le hicieron y, como a cualquier víctima de un producto tóxico, hay que aumentarle la dosis para que haga efecto. De este modo don Quijote se va acercando a la derrota final a manos de quien creía un amigo y aliado, sin que nadie le ayude ni recoja porque la gente, que esperaba hazañas o payasadas, pero no explicaciones, se ha cansado de este héroe virtual.
Don Quijote es una estantigua: por más que haga el indio, posee una sequedad castellana en sus rasgos que remiten a una seriedad primigenia, hija natural de la mística y el hambre.» [Eduardo Mendoza: “Figura”, en El País, 26/02/2007]
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«Dudo de que don Quijote fuera una buena persona: quería tener razón frente a todo el mundo y además nunca pagaba la consumición en los mesones. Se podrá creer que su figura encarna esa parte noble que cualquier mortal, aun el más descastado, lleva dentro, pero en el fondo era un maleducado que trataba con desprecio a su escudero.
Alonso Quijano hoy en un restaurante sería uno de esos que le grita al camarero porque el filete está poco hecho y arma por esa nimiedad un altercado universal con la lanza incluida. A buen seguro que en su momento se hubiera hecho falangista, nazi, revolucionario soviético o fascista con tal de cambiar la coraza por un uniforme. Tienen mucho peligro los que proclaman la verdad desde lo alto de un caballo.
Lo más odioso de este personaje no es su orgullo sino su vanidad. Si hubiera sido escritor no habría cesado de dar lanzadas en el aire hasta ser el primero en la lista de los más vendidos. Si hubiera sido jefe de negociado se habría enfrentado a cualquier villano diciendo: usted no sabe con quién está hablando, y nadie hallaría la forma de calmarlo hasta no reconocer su grandeza y pasar por tonto como hacía Sancho Panza con tal de no oírle.
Confundir la locura con el alto espíritu es una estupidez y más si se intenta combatir la injusticia sólo como un alarde de la propia nobleza. El ideal en esta vida es Sancho Panza sin estar gordo. Si uno lograra imaginar a este personaje adusto y con el vientre liso descubriría bajo su jubón al propio Cervantes herido de melancolía.
Don Quijote es un puro flato que bascula entre el idealismo y la mala leche, entre las princesas inasequibles y el onanismo; en cambio Sancho está lleno de sabiduría adquirida en las ventas donde este usuario del pollino al menos tenía la decencia de pagar el porrón de vino y la pensión de cebada.
El 23 de abril es el día de Cervantes, no de Don Quijote. La historia de España, la conquista de América y las letras castellanas habrían sido mucho mejores si el ejemplo hubiera sido un Sancho Panza lleno de ironía, pragmatismo y apego a los placeres, y no ese lunático anclado en otra época.
Cuando uno repara en esa ración de locura que todo el mundo lleva dentro, pronto se descubre que ese quijotismo se identifica muchas veces con el ego insaciable. Por el contrario, qué gran tipo sería hoy Sancho Panza si además de las virtudes que lo adornan fuera flaco, midiera 1´85 y jugara al baloncesto.»
[Manuel Vicent: “Don Quijote”, en El País – 16.04.2000 - Nº 1444]
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«El Quijote es un gineceo y eso hay que decirlo. Cervantes fue el primer feminista, se adelantó a la Ilustración en el campo de las mujeres. Cuando escribe de ellas Cervantes se pone serio y habla con respeto. A las putas las llama mis grandes señoras y a las niñas mis doncellas.» (Fanny Rubio)
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R. ¡El Quijote es un fanático, un espejo idealista con una base fundamentalista! Se cree en posesión de la verdad. Tiene muchas cosas humanas, amables, pero en el fondo es despreciable. Lo que pasa es que a Cervantes la obra se le va de las manos. Pero empezó odiándolo. Lo construyó a imagen de esa España inquisitorial que a él le puteó toda la vida. Y luego cometió un error: lo hizo bueno.
P. Es manía al personaje, entonces, no al libro.
R. No, al libro no. Cervantes era un hombre tolerante. Él quiso ridiculizarlo porque representaba lo que más odiaba: era un loco peligroso y a nadie le gustaría estar cerca de él.
(Leopoldo de Trazegnies - Escritor y editor furtivo, en El País, 06.08.2005)
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«La ficción es un testimonio de inconformismo. Pero cuando se rompe la barrera entre ficción y realidad, como ocurre con Alonso Quijano, el juego se convierte en locura. Don Quijote es un fanático, tiene la visión del creyente dogmático, incapaz de darse cuenta de sus errores por mucho que Sancho Panza intente alertarle de ellos. Él nunca está equivocado. El personaje nos hace reír, pero él carece por completo del sentido del humor.» (Mario Vargas Llosa)
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«Si no somos insignificantes, si lo que nos caracteriza es la libertad y lo que nos condena es la necesidad, la verdadera locura consiste en dejar de cabalgar y echarse a morir.
Alonso Quijano se convierte en Don Quijote para escapar a la melancolía mortal. Vive y hace vivir con intensidad a su alrededor, aunque fracasen sus empeños... porque lo que cuenta es el ánimo que le mueve y no los resultados, que siempre están antes o después contra nosotros.
Cervantes no escribe su novela para burlarse de Don Quijote sino para burlarse de los que se burlan de él.» (Fernando Savater)
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«La gran novedad del Quijote es el tono, la voz del narrador: Cervantes revoluciona la ficción concibiéndola no con el lenguaje artificial de la literatura, como entonces era la norma, sino en la prosa familiar de la vida.
Contamos con tres o cuatro impresiones especialmente autorizadas por el propio Cervantes, y todas han de tenerse en cuenta y ser valoradas y estudiadas caso por caso, advirtiendo, por ejemplo, si las correcciones que introducen coinciden con los usos lingüísticos del escritor o, por el contrario, notando qué tipo de gazapos tienden a cometer los varios cajistas que trabajaron en cada una». «Ni una sola palabra debe entrar en una edición solvente del "Quijote" sin examinarla a la luz de la totalidad del vocabulario cervantino, las costumbres de los impresores y la tradición textual de la obra». (Francisco Rico)
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«Simplificando mucho, el Quijote es para Ortega el mito mayor de la cultura española, al que se debe comparar con los demás mitos análogos, como el de Don Juan o El Escorial, para construir con ellos un esbozo de lo que cabe llamar ideología española. Por este concepto cabe entender la versión española del idealismo alemán, que conduce a perder el contacto con la realidad objetiva de las cosas. Recuérdese el axioma de Ortega: "Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a éstas, no me salvo yo". Pues bien, el idealismo consiste en interpretar la realidad circunstancial sólo a partir de la subjetividad y el voluntarismo de cada yo particular. Pero esta ruptura con la realidad es celebrada por el idealismo español de dos formas aparentemente contrapuestas, pero en el fondo idénticas. O bien se falsifica la realidad para sustituirla por un utópico ideal imaginario, como hace el protagonista del Quijote, o bien se reniega de ella para destruirla con egocéntrica agresividad, como hacen Don Juan y los demás héroes nihilistas del fatalismo trágico de la España negra. Pero en ambos casos se impone un voluntarismo unilateral sin objeto ni razón, que sólo conduce a la ruptura con el objeto (falsificación alucinatoria de Don Quijote) o a la ruptura del objeto (nihilismo iconoclasta de Don Juan). Y frente a este vicio tan español del voluntarismo unilateral, que se manifiesta tanto a escala personal (individualismo) como colectiva (el particularismo de la España invertebrada), Ortega propone como antídoto y ejemplo de virtud española el objetivismo de Velázquez y el perspectivismo de Cervantes, cuyo pluralismo multilateral (alcionismo) le permite dar cuenta y razón a la vez de todas las visiones posibles de las cosas.
Creo que esta síntesis orteguiana de la ideología española es tan certera como lúcida. Y más allá de su origen en el análisis de las obras culturales, también puede aplicarse a la realidad política, tanto histórica como contemporánea. No hay espacio aquí para desarrollar la evolución del quijotismo y el donjuanismo políticos desde 1600 (pérdida de la hegemonía europea e inicio del ensimismamiento y la tibetanización), tal como pretendía Ortega cuando denunciaba las peores consecuencias del particularismo de la España invertebrada. Pero en su lugar sí se puede hacer el ejercicio intelectual de rastrear ambos vicios políticos, donjuanismo y quijotismo, en la actualidad española. En el escenario de nuestra flamante democracia, ¿quién hace de Don Juan, quién de Don Quijote y quién de Cervantes?» [Enrique Gil Calvo: “Meditación de La Moncloa”. En El País -23-08-2005]
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«Cuando Cervantes se pone a escribir su libro, ni España ni Europa, ni, naturalmente, él mismo eran lo que habían sido. Se había pasado del optimismo cenital del gran siglo imperial de Carlos I y Felipe II a los primeros síntomas de la decepción en tiempos de Felipe III. Y los signos parejos a este proceso son vividos por Cervantes como la propia herida del paso de los años. Podemos comparar la literatura de Fray Luis de León, de Antonio de Guevara o de Fray Luis de Granada, por un lado, con la de Quevedo, por el otro, como los casos extremos de esta transformación. Pero en Europa, la decepción renacentista está sumando otra decepción a las esperanzas renacentistas. Descartes, como un símbolo, que se alimentó en su juventud de la ontología metafísica del Padre Suárez, cerró la herencia del pasado, para inaugurar la mirada de la modernidad.
La casualidad y la fortuna fraguaron las circunstancias desde las que Cervantes escribió su libro. El joven, ávido de cultura, apasionado, casi aventurero, soñador y autor incipiente, había pasado a ser un hombre viejo acorralado, con los sueños cortados, incluido el de la gloria literaria, conocedor de cárceles y desdenes sociales, pobre y con un fardo de fracasos y de incomprensiones a la espalda. Podemos pensar que todo esto, lo histórico y lo personal, está presente en la gestación subliminal del Quijote, de tal manera que podemos leer el Quijote, generalizando mucho, como la crónica de una experiencia histórica y cultural. Pero Cervantes no es un cronista, porque tiene el despego suficiente para distanciarse de los datos de su experiencia inmediata y reflexionar sobre ellos. Porque, por así decirlo, Cervantes mantiene la mirada virgen de su juventud, las creencias intactas de sus primeros años, de sus lecturas iniciales.
Vapuleado, marginado, ninguneado, encarcelado, humillado y ridiculizado, algo en él sigue fiel al joven que fue. No se da por vencido y se refugia en la literatura, que era lo mejor que sabía hacer. No es una tabla de salvación, sino su manera de ser hombre, de adquirir el ser que le faltaba, que le hacía aguas por todas partes. Es un milagro de resistencia y de lucidez. Hace suyos los desastres de su país, la crisis de la conciencia histórica de su tiempo, el desgaste de los valores que tanto le costaron adquirir durante los años de su formación. Carga con todas las decepciones renacentistas y la lectura de su libro nos permite hacer el recuento de sus lamentos por la pérdida de todas las seguridades que le mantuvieron a lo largo de su vida, frente a las que reacciona con una ironía que nunca se había permitido. Cervantes sabe que su mundo se ha terminado, que la cultura del Renacimiento era mentira, que ha sido engañado. El desencanto barroco se anuncia en él, nace con él. Pero está muy lejos de Quevedo, que no cree en nada. Cervantes cree descreyendo, que es el no va más de la inteligencia. Éste es el punto de partida de su originalidad.
Está lejos de Fray Luis de León; pero quiere salvar sus palabras, quiere salvar los libros, incluidos los de caballerías. Tiene las armas para destruirlos, pero no se atreve a utilizarlas. Si quisiera, pudiera haber sido un Quevedo, un violento iconoclasta, un huracán destructivo, una hoguera de palabras, sacrificadas a la nada. A veces sus párrafos sólo necesitan un retoque, un adjetivo, un adverbio para hermanarse con la prosa gélida de Quevedo. A veces raya la coprología quevedesca, pero se detiene a tiempo. Probablemente lo que representa Quevedo sería la mala tentación de las horas bajas de Cervantes, que sabe que la abrasión de aquél tiene sus razones, pero se resiste a ponerla en práctica, a aceptarla. Lo que le caracteriza frente a él es que prefiere la razón de la sinrazón a la razón de su pasado, porque también él sabía que crea monstruos.
El secreto de Cervantes está en que se toma en serio al joven que fue, a sabiendas de que ya no es; lo mantiene vivo y muy a su pesar lo mata, sin dejar de quererlo. Descartes, no muchos años después de la muerte de Cervantes, pero en su misma órbita cultural, hace tabla rasa del pasado, con una fervorosa pasión adánica por empezar desde cero. Cervantes presiente a Descartes. Ya en él aparece el racionalismo moderno y quizá por eso ha resistido tan bien el paso de los siglos. Ya conoce la verdad naciente de los nuevos tiempos; ya no se deja embaucar por las fintas de la vieja cultura. Duda, y en la duda ha crecido siempre el mejor arte.» [Luciano G. Egido: Las razones de la sinrazón. En El País - 20-07-2005]
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Los personajes femeninos de Cervantes
Mujeres en busca de su destino. Persiguiendo al hombre que no cumplió su promesa o al amante traicionero. Libres, itinerantes, autónomas. Podrían ser las heroínas de cualquier novela actual y sin embargo sus nombres son Dorotea, Marcela o Claudia Jerónima y viven en las páginas de El Quijote. Hasta 39 mujeres que hablan, que actúan, que viven y discuten rompiendo la tendencia literaria de la época que situaba a la mujer como objeto propiedad de la familia o el marido.
Las figuras femeninas de la novela de Cervantes han sido las protagonistas del curso Los personajes femeninos del Quijote organizado en El Escorial por la Universidad Complutense. Fanny Rubio, escritora y directora del seminario, señaló que no se puede hablar de la mujer en El Quijote, sino que cada personaje tiene «su temperamento, su experiencia vital». ¿Es Dulcinea, quizás, el personaje sobre el que se puede dudar si entra dentro de las mujeres con iniciativa o no? «Está siempre flotando, pero yo creo que sí acciona porque cambia la conducta de los hombres, por tanto, actúa, aunque no sea tangible», aclaró la escritora.
Innovando y modernizando un aspecto más, Cervantes comienza, con este tratamiento a los personajes femeninos, a discutir una identidad nueva que no aparece en la literatura española desde La Celestina. Decide hablar y engrandecer la figura de la mujer que había sido más o menos disimulada o tocada circunstancialmente por la literatura anterior. «Tanto el lector como el autor se ponen serios con estos personajes. Cervantes es el primero que sistematiza y pone un friso enorme de decenas de mujeres que proponen su significación».
Una de las razones para que el autor establezca en su gran obra un tratamiento absolutamente moderno de la mujer es el entorno del propio Cervantes. Viviendo en un gineceo rodeado de sus hermanas, su mujer, su hija, el escritor conoce la naturaleza femenina, la respeta y entiende la autonomía de la mujer. «Cervantes -observó Fanny Rubio- realiza la proeza de convertir en verosímiles mujeres que parecen imposibles de estupendas que son». [La Voz de Galicia, 08.08.2005]
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"En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...". Así empieza nuestro libro sagrado, con el "no quiero" más famoso que haya dicho un español en los mil años bien contados que lleva de existencia España. Y vaya, que es decir, pues para empecinados los españoles, que le hubieran podido dar lecciones a mi abuelo. ¿Y por qué no quiere acordarse Cervantes del nombre del lugar de La Mancha? Porque no se le da la gana. No quiere y punto. España no necesita razones. ¡Ah, cómo me gusta ese "no quiero", cómo lo quiero! En él me reconozco y reconforto, yo que sólo he hecho lo que he querido y nunca lo que no he querido. Entro a un bar de Madrid y entre tanto señor que grita y fuma pido a gritos con voz firme, sacando fuerzas de flaqueza: "¡Un whisky, camarero!". "Tómese mejor una caña fría que está haciendo mucho calor", me recomienda el necio. "No quiero ninguna caña, ni fría ni caliente, quiero un whisky, y si no me lo sirve ya, me lo voy a tomar a otro bar, a Andalucía". "Váyase mejor a Ávila de la santa que es más fresca", me contesta el maldito. Entonces, para darle una lección al maldito, tomo un tren de la Renfe y me voy a Andalucía a tomarme un whisky en el primer bar que encuentro. Así somos: queremos cuando queremos, y cuando no queremos no queremos. España es una terquedad empecinada. Por eso descubrió a América y la colonizó y la evangelizó y la soliviantó y la independizó y nos la volvió una colcha católica de retazos de paisitos leguleyos. La hazaña le costó su caída de la que apenas ahora, cuatrocientos años después, se está levantando, aunque a costa de sí misma. Hoy España no es más que una mansa oveja en el rebaño de la Unión Europea. ¡Pobre! La compadezco. Lo peor que le puede pasar al que es es dejar de ser.
Pero volvamos al "no quiero" a ver si por la punta del hilo desenredamos el ovillo y le descubrimos al Quijote la clave del milagro, su secreto. Parodia de lo que se le atraviese, el Quijote se burla de todo y cuanto toca lo vuelve motivo de irrisión: las novelas de caballerías y las pastoriles, el lenguaje jurídico y el eclesiástico, la Santa Hermandad y el Santo Oficio, los escritores italianos y los grecolatinos, la mitología y la historia, los bachilleres y los médicos, los versos y la prosa... Y para terminar pero en primer lugar y ante todo, se burla de sí mismo y del género de la novela de tercera persona a la que aparentemente pertenece y del narrador omnisciente, ese pobre hijo de vecino inflado a más, como Dostoievski, que pretende que lo sabe todo y lo ve todo y nos repite diálogos enteros como si los hubiera grabado con grabadora y nos cuenta, con palabras claras, cuanto pasa por la confusa cabeza de Raskolnikof como si estuviera metido en ella o dispusiera de un lector de pensamientos, o como si fuera ubicuo y omnisciente como Dios. Y no. No existe el lector de pensamientos, ni Dios tampoco. El Diablo sí, mi compadre, a quien he olido, tocado y visto: olido con estas narices, tocado con estos dedos y visto con estos ojos. ¡Al diablo con Dostoievski, Balzac, Flaubert, Eça de Queirós, Julio Verne, Cronin, Zola, Blasco Ibáñez y todos, todos, todos los narradores omniscientes de todas las dañinas novelas de tercera persona que tanto mal les han hecho a los zafios llenándoles de humo los aposentos vacíos de sus cabezas! ¡Novelitas de tercera persona a mí, narradorcitos omniscientes! ¡Majaderos, mentecatos, necios!
¿Y el Quijote qué? ¿No es pues también una novela de tercera persona de narrador omnisciente? ¡Pero por Dios! ¡Cómo va a ser una novela de tercera persona una que empieza con "no quiero"! Lo que es una maravilla. En el Quijote nada es lo que parece: una venta es un castillo, un rebaño es un ejército, unos odres de vino son unas cabezas de gigante, unas mozas del partido o rameras (que con perdón así se llaman) son unas princesas, y una novela de tercera persona es de primera. ¡Que si qué! Treinta veces cuando menos en el curso de su libro, en una forma u otra, Cervantes nos va refrendando el "no quiero" del comienzo para que no nos llamemos a engaño y no lo vayamos a confundir con los novelistas del común que vinieran luego, a él que es único, y nos vayamos con la finta (como dicen en México) de que lo que él cuenta fue verdad y ocurrió en la realidad y existió de veras el hidalgo de La Mancha. Y así, en el segundo capítulo, vuelve al asunto del yo: "Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de La Mancha es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre", etcétera. ¿No es esto una obvia tomadura de pelo? ¿Si don Quijote va solo, cómo pudieron saber los que escribieron los anales de La Mancha qué le pasó aquel día? Ya en la página anterior nos había dicho: "Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: -¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?", etcétera. Pues el sabio es él, Cervantes, que es quien está inventando esos hechos y esos pensamientos, y puesto que el personaje es nuestro, ya que acaba de decir "nuestro flamante caballero", nosotros también los estamos inventando con él. Jamás Dostoievski, Balzac, Flaubert y demás embaucadores de tercera persona tendrían la generosidad y la amplitud de alma para hacernos coautores de sus libros porque ellos se creen Dios Padre y que están metidos hasta en el corazón del átomo. Cervantes no, Cervantes no se cree nadie y está jugando.
El yo que está implícito en el "no quiero" del primer capítulo y explícito en el "lo que yo he podido averiguar" del segundo, reaparece en el noveno: "Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles", etcétera. Y al muchacho que dice le compra los cartapacios, que resultan ser la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. En adelante Cervantes seguirá alternando entre el yo implícito o explícito que ya conocemos y el Cide Hamete Benengeli que ha inventado para recordarnos que él y el historiador arábigo y don Quijote y todo lo que llena su libro son mera ilusión. ¿Y qué es la realidad, pregunto yo, sino mera ilusión? ¿O me van a decir que éste es el Instituto Cervantes de Berlín y que está de noche? A ese paso también existiría yo, cosa que no me haría ninguna gracia. Las ventas no son ventas y las rameras no son rameras. Las ventas son castillos y las rameras son princesas, y todo es humo que llena los aposentos vacíos de la cabeza.
¿Y si el Quijote no es una novela de tercera persona, qué es entonces, cómo lo podemos describir, aunque sea por fuera? Es un diálogo. Un gran diálogo entre don Quijote y Sancho con la intervención ocasional de muchos otros interlocutores, y con Cervantes detrás de ellos de amanuense o escribano, anotando y explicando. Hojeen el libro y verán. Ahí todo el tiempo están hablando, conversando, en pláticas. Y de repente, "estando en estas pláticas", aparece gente por el camino y don Quijote les cierra el paso: "Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis". Eso, o cosa parecida, dice siempre, y siempre le contestan que llevan prisa y que no se pueden detener a contestarle tanta pregunta. "Sed más bien criado", replica entonces don Quijote, "y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla". ¡Y se le suelta el resorte de la ira! Las escenas de acción del Quijote (don Quijote acometiendo los molinos de viento o los odres de vino o el rebaño de ovejas o liberando a los galeotes), que son las que ilustró Doré, ocupan una veintena de páginas, y el libro tiene mil. De esas mil, otras doscientas las ocupan las novelas incorporadas, ¿y qué es el resto? Son conversaciones, pláticas. Y he aquí la razón de ser de Sancho Panza y la explicación de la primera de las tres salidas de don Quijote, que fue una salida en falso. Don Quijote sale solo y una veintena de páginas después Cervantes lo hace regresar. ¿A qué? ¿Por dinero, unas camisas limpias y un escudero que se le olvidaron, según dice? No, lo que se le olvidó fue algo más que el dinero, las camisas y el escudero, se le olvidó el interlocutor, y sin interlocutor no hay Quijote. Eso lo sintió muy bien Cervantes cuando escribía las primeras páginas, que el libro que tenía en el alma era un diálogo y no una simple serie de episodios como los del Lazarillo o del Guzmán de Alfarache, quienes van solos de aventura en aventura, sin interlocutor. Ésta es la diferencia fundamental entre el Quijote y las novelas picarescas. Un escritor de hoy (de los que creen que escriben para la eternidad) borra esas primeras veinte páginas y empieza el libro de nuevo haciendo salir a don Quijote acompañado por Sancho desde el comienzo. Pero un escritor del Siglo de Oro no, y menos Cervantes a quien le daba lo mismo mismo y mesmo.
¡Que iba a borrar nada! ¡Si ni siquiera releía lo que había escrito! Y cuando acabada de salir la primera edición del Quijote sus malquerientes le hicieron ver las inconsecuencias del robo del rucio de Sancho, que aparece y desaparece sin que se sepa por qué, y se vio obligado a escribir, para la primera reimpresión, un pasaje que aclarara el asunto y enmendara el defecto, lo puso mal, en el sitio en que no era, y el remedio resultó peor que la enfermedad. ¡Pero cuál defecto! Estoy hablando con muy desconcertadas razones. El Quijote no tiene defectos: los defectos en él se vuelven cualidades. ¿Cómo va a ser un defecto, por ejemplo, la prosa desmañada de Cervantes, la del escribano que va detrás de don Quijote y Sancho anotando lo que dicen y explicando lo que les pasa? Todo lo que dice don Quijote es maravilloso, todos sus parlamentos y réplicas, largas o cortas, y sus insultos, sus consejos, sus arengas, todo, todo. Si la prosa de Cervantes también lo fuera, las palabras de don Quijote serían opacadas por ella o cuando menos contrarrestadas. No es concebible el Quijote narrado en la prosa de Azorín o de Mujica Láinez. Azorín y Mujica Láinez son grandes prosistas, pero no grandes escritores. El gran escritor es Cervantes. Inmenso. Y su instinto literario, certero como pocos, le indicaba que la única forma posible de intervenir él era en una prosa deslucida y torpe, la cual, dicho sea de paso, no le costaba gran trabajo pues no sólo era mal poeta sino mal prosista. Y descuidado y desidioso e ingenuo. ¿No se les hace una ingenuidad que a cada momento nos esté repitiendo que don Quijote está loco y cacareándonos, en una forma u otra, su locura? Un ejemplo: "Esos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase". Otro ejemplo: "Con éstos iba ensartando otros disparates". Otro más: "El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped". Otro: "y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua". Me niego a aceptar que Cervantes trate a don Quijote de loco. El loco es él, que se hizo dar un arcabuzazo en la mano izquierda en la batalla de Lepanto y le quedó anquilosada. A mí a don Quijote no me lo toca nadie. Ni Cervantes.
Don Quijote es el personaje más contundente de la literatura universal, ¿y saben por qué? Porque es el que habla más. Y el que habla más es el que tiene más peso. Para eso le puso Cervantes a su lado a Sancho, para que pudiera hablar y Sancho a su vez le devolviera sus palabras cambiadas, como las cambia el eco. A mí que no me vengan con Hamlet, ni con Raskolnikof, ni con Madame Bovary, ni con el père Goriot. Esos son alebrijes de papel maché de los que hacen en México. O espantajos de paja o alfeñiques de azúcar. Al lado de don Quijote, Hamlet y compañía no llegan ni a la sombra de una sombra. Cierro los ojos y veo a don Quijote con su lanza, su adarga y su baciyelmo. Los vuelvo a cerrar para ver a Hamlet y no lo veo. ¿Cómo será el príncipe de Dinamarca? No sé. Presto entonces atención y oigo a don Quijote: "Pues voto a tal, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas". Y oigan esta otra maravilla: "Eso me semeja", respondió el cabrero, "a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice, puesto que para mí tengo o que vuestra merced se burla o que este gentilhombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza". Entonces el gentilhombre, que es nadie más y nadie menos que don Quijote, le contesta: "Sois un grandísimo bellaco, y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió". ¡Eso es hablar, eso es existir, eso es ser! ¡Ay, "to be or not to be, that is the question"! ¡Qué frasecita más mariconcita! ¿Hamlecitos a mí? ¿A mí Hamlecitos, y a tales horas? "¡Voto a tal, don bellaco, que, si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro!". Ese "luego luego" que dijo don Quijote apremiando al carretero para que le abriera las jaulas de los leones me llega muy al corazón porque, aunque ya murió en Colombia todavía lo sigo oyendo en México. Lo que sí no he logrado ver, en cambio, en México, es leones. Vivos, quiero decir, para que me los suelten.
Tenía mi abuelo, un amigo de su edad, don Alfonso Mejía, hombre caritativo y bondadoso que se la pasaba citando historias edificantes y vidas de santos y rezando novenas. Mayor pulcritud de lenguaje y alma, imposible. Solterón, se había hecho cargo de tres sobrinas quedadas, y vivían enfrente de la finca Santa Anita de mi abuelo, en otra finca, cruzando la carretera. Pues he aquí que un día, como a don Quijote, se le botó la canica. Y el pulcro, el ejemplar, el bien hablado de don Alfonso Mejía el bueno, el de alma limpia, mandó a Dios al diablo y estalló en maldiciones. Una vez lo oí gritándole desde el corredor de su casa a una mujercita humilde embarazada que venía con otra por la carretera: "¿A dónde vas, puta, con esa barriga, quién te preñó? Decí a ver, decí a ver, ¿qué llevás ahí adentro? ¿El hijo patizambo de Satanás? ¡Ramera!". Lo que siempre he dicho, éste es el mejor idioma para esta raza que nunca ha estado muy bien de la cabeza.
Me dicen que el alemán tiene pocos insultos. ¡Pobres! ¿Y cómo le hacen? ¿Se matan, o qué? ¿Y las traducciones del Quijote al alemán? ¿No pierde mucho vertido a esta lengua atildada y filosófica nuestro hideputa? O planteado de otra manera: ¿se puede desquiciar en alemán el alma humana? La tercera traducción del Quijote fue al alemán, hecha pocos años después de que apareciera el original español. La primera traducción había sido al inglés, la de Thomas Shelton, de 1612; y la segunda al francés, de 1614 y de Oudin. Oudin el grande, el gramático, a quien admiro y cuya muerte envidio. "Je m'en vais ou je m'en va pour le bien ou pour le mal" se preguntó en su lecho de muerte, y sin alcanzar a resolver este tremendo problema de gramática murió. ¡Qué muerte más hermosa! Así me quiero morir yo, tratando de apresar este idioma rebelde hecho de palabras de viento, y llorando en mi interior por él, por lo que no tiene remedio, por el adefesio en que me lo ha convertido el presidente Fox de México. ¡Pobre lengua española! ¡Haber subido tan alto y haber caído tan bajo y servir hoy para rebuznar! En homenaje a César Oudin, primer traductor del Quijote al francés y gramático insigne, y en recuerdo de la Hispanica lingua que un día fue y ya no es, in memoriam, guardemos un minuto de silencio.
Antes de Cervantes la novela pretendió siempre que sus ficciones eran verdad y le exigió al lector que las creyera por un acto de fe. Ése fue su gran precepto, la afirmación de su veracidad, así como la tragedia tuvo el suyo, el de la triple unidad de tiempo, espacio y tema. Vino Cervantes e introdujo en el Quijote un nuevo gran principio literario, el principio terrorista del libro que no se toma en serio y cuyo autor honestamente nos dice que lo que nos está contando es invento y no verdad. Lo cual es como negar a Dios en el Vaticano. Por algo pasó Cervantes cinco años cautivo en Argel. De allí volvió graduado de terrorista summa cum laude. Y así el cristiano bañado en musulmán, en el Quijote se da a torpedear los cimientos mismos del edificio de la novela, su pretensión de veracidad. Cuatrocientos años después, el polvaderón que levantó todavía no se asienta. ¡Cuáles torres gemelas! Ésas son nubes de antaño disipadas hogaño.
Total, la novela no es historia. La novela es invento, falsedad. La historia también, pero con bibliografía. En cuanto a don Quijote, creyente fervoroso en la letra impresa y para quien Amadís de Gaula ha sido tan real como Ruy Díaz de Vivar, las confunde ambas. A él no le cabe en la cabeza que un libro pueda mentir. A mí sí. Para mí todos los libros son mentira: las biografías, las autobiografías, las novelas, las memorias, Suetonio, Tácito, Michelet, Dostoievski, Flaubert
... ¡Ay, dizque "Madame Bovary c'est moi"! ¿Cómo va a ser Flaubert Madame Bovary si él es un hombre y ella una mujer? Michelet miente y Flaubert doblemente miente. Una de nuestras grandes ficciones es llamar a nuestra especie Homo sapiens. No. Se debe llamar Homo alalus mendax, hombre que habla mentiroso. La palabra se inventó para mentir, en ella no cabe la verdad. El hombre es un mentiroso nato y la realidad no se puede apresar con palabras, así como un río no se puede agarrar con las manos. El río fluye y se va, y nosotros con él.
Libro sobre otros libros, el Quijote no es posible sin la existencia previa de las novelas de caballería. Es literatura sobre la literatura, invento sobre otros inventos, mentira sobre otras mentiras, ficción sobre otras ficciones. Don Quijote sale al camino a imitar a los héroes de los libros de caballería que tan bien conoce, soñando con que un sabio como los que aparecen en ellos algún día escriba uno sobre él narrando sus hazañas. Pues bien, Cervantes el amanuense es el sabio que lo va escribiendo. Sólo que a medida que lo va escribiendo y que va inventando a don Quijote lo va negando, como Pedro a Cristo. Entre líneas Cervantes nos repite todo el tiempo: miren lo que dice y hace este loco que me inventé, ¿no se les hace muy gracioso? Pero no vayan a creer que es verdad. Nada de eso. Yo de desocupado estoy inventando, y ustedes de desocupados me están leyendo. Y así no sólo no me quiero acordar del lugar de La Mancha de donde era mi hidalgo, sino que ni siquiera le pongo un nombre cierto: "Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad". Esto dice en la primera página de la Primera Parte. Diez años más tarde y mil páginas después, al final de la Segunda Parte, que es de 1615, y a un paso de acabarse definitivamente el libro y de morir don Quijote y un poco después su autor, Cervantes le hace decir a su héroe moribundo: "Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de La Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno". Ah, sí, pero al labrador que lo recogió todo maltrecho al final de la primera salida, en las primeras páginas de la Primera Parte, le hizo decir: "Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana". En qué quedamos: ¿Quijano o Quijada o Quijana o Quesada? "Yo sé quién soy", le responde don Quijote a su vecino Pedro Alonso, "y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama". Con uno así no se puede razonar. Que se llame como le dé la gana.
La Segunda Parte del Quijote, cuyo cuarto centenario celebraremos dentro de 10 años si China y Estados Unidos no vuelan esto, lleva a su plena culminación la idea terrorista del libro en burla. Sabemos que quien se esconde tras el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda, vecino de Tordesillas, se le adelantó a Cervantes en unos meses escribiendo la Segunda Parte que conocemos como el Quijote apócrifo, o sea, el que no ha sido inspirado divinamente, como sí lo fue el auténtico. Porque que Dios le dictó las dos partes del Quijote auténtico a Cervantes, eso sí no tiene vuelta de hoja: es agua clara, aire límpido, cristal puro y transparente. Lo que no sabemos en cambio es para qué le dictó Dios a Cervantes semejante libro. ¿Para dar al traste con la vanidosa ficción novelesca? Pues si así fue, en la Segunda Parte Cervantes superó la inspiración que le dio Dios en la Primera. ¿Y saben con la ayuda de quién esta vez? De Avellaneda, nadie menos. Del impostor a quien Cervantes vuelve su instrumento y de cuyo libro apócrifo se apodera para volverlo papilla en el suyo. En Barcelona, poco antes de su encuentro con el Caballero de la Blanca Luna, quien lo derrotará precipitando el final, don Quijote entra a una imprenta (que no las conoce) con gran curiosidad de saber cómo se imprimen los libros, y pregunta una cosa y la otra y la otra hasta que de repente: "Pasó adelante y vio que asimismo estaban corrigiendo otro libro, y preguntando su título le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas". ¡Pero cómo! ¿No que ya estábamos en la Segunda Parte? ¿Es posible que estemos viviendo y nos estén imprimiendo a la vez? ¡Claro, Gutenberg es milagroso! O mejor dicho, Gutenberg en manos de Cervantes, pues un alemán por sí solo no produce milagros. Por lo demás, como el vecino de Tordesillas no es Cervantes sino Avellaneda, entonces el Quijote que están imprimiendo no es el Quijote, ni el hidalgo don Quijote que está en prensa es el hidalgo don Quijote que está viendo imprimir. ¿Y hay forma de distinguirlos? ¡Claro! Avellaneda es un pobre hijo de vecino y Cervantes un genio. ¿Habráse visto mayor disparate que el de Avellaneda cuando hace meter a don Quijote al manicomio de Toledo? Si don Quijote estuviera loco, en casa de ahorcado no se mienta soga. ¡Y decir que don Quijote es de Argamasilla! ¡Qué ocurrencias las de este majadero! Don Quijote es de un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.
Poco después del episodio de la imprenta viene el encuentro fulgurante de don Quijote con el Caballero de la Blanca Luna quien lo derriba y se va sobre él y poniéndole la lanza contra la visera lo conmina a que acepte las condiciones pactadas antes del duelo, a lo que don Quijote, como hablando desde dentro de una tumba y con voz debilitada y enferma, responde: "Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra". Yo no sé si Dulcinea del Toboso fuera, como decía don Quijote, la más hermosa mujer del mundo, pero lo que sí sé es que ésta es la frase más hermosa del Quijote. En ella cabe toda nuestra fe: vencedora o vencida, España es grande.
En un mesón del camino, ya de regreso a casa y rumbo a la muerte, ocurre un encuentro asombroso, de esos que sólo se pueden dar en la realidad milagrosa que crea la letra impresa: don Quijote se cruza con don Álvaro Tarfe, que es un personaje muy importante del Quijote apócrifo, y lo convence de que el don Quijote que conoció don Álvaro en ese libro es falso, y que el auténtico es el que tiene enfrente. "A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde de este lugar de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció". ¡Como si él no estuviera, en el momento en que lo dice, en otra Segunda Parte! Todos andamos siempre en una segunda parte, hasta tanto no se nos acabe el libro y nos entierren o nos cremen. Y don Álvaro le responde: "Eso haré yo de muy buena gana, aunque cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado". ¡Fantástico! Sólo que en su respuesta don Álvaro implícitamente también se está negando a sí mismo. ¿O qué le asegura que en el momento que habla él es el Álvaro Tarfe auténtico? "Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes". El que no se niegue a sí mismo en el Quijote no existe. Negarse allí es el precio de existir.
¡Qué más da que fuera venta o castillo! Total, ya no hay ventas ni hay castillos. Todo lo borra Cronos. Hoy construye y mañana tumba; hoy une y mañana desune. Pero lo que con más saña le gusta destruir al dueño loco de la Historia son los idiomas. Lanza un ventarrón burletero y barre con sus deleznables palabras. Y luego, para rematar, les ventea encima polvo. Leyendo el Quijote por tercera vez, ahora en la edición de las Academias que acaba de aparecer con notas de Francisco Rico, al llegar a la frase: "Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros", como hay una llamada numerada en arrieros, bajo los ojos a las notas de pie de página y encuentro la siguiente explicación: "conductores de animales de carga y viaje". Y algo después, en la frase: "Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua
...", nueva llamada y abajo la explicación de recua: "grupo de mulas". ¡Pero por Dios! ¡Venirme a explicar a mí qué es una recua o un arriero! ¿A a mí que nací en Antioquia que vivió por siglos encerrada entre montañas y que si algo supo del mundo exterior fue por los arrieros, que nos traían las novedades y noticias de afuera, y entre los bultos de sus mercancías, sobre los lomos de las mulas de sus recuas, ejemplares del Quijote? Arrieros eran los que nos arriaban el tiempo, remolón y perezoso entonces, y le decían "¡arre, arre!" para que se moviera. ¡Ay, carambas, mejor lo hubieran dejado quieto!
"En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor". Ya nadie sabe que el astillero era la percha en donde se colgaban las armas, ni la adarga un escudo ligero, ni el rocín un caballo de trabajo, y Francisco Rico nos lo tiene que explicar en sus notas. Señores, les pronostico que en 2105, en el quinto centenario del gran libro de Cervantes, no habrá celebraciones como éstas. Dentro de cien años, cuando al paso a que vamos el Quijote sean puras notas de pie de página, ya no habrá nada que celebrar, pues no habrá Quijote. La suprema burla de Cronos será entonces que tengamos que traducir el Quijote al español. ¿Pero es que entonces todavía habrá español? ¡Jua! Permítanme que me ría si a este engendro anglizado de hoy día lo llaman ustedes español. Eso no llega ni a espanglish. Por lo pronto, en tanto se acaba de terminar esto, recordemos a ese hombre de alma grande que nació en Alcalá de Henares, que anduvo por Italia en sus años mozos al servicio del cardenal Acquaviva, que peleó en la batalla de Lepanto donde perdió una mano, que sufrió cautiverio en Argel, que quiso venir a América sin lograrlo, que pagó injustamente cárcel, que vivió entre los dos más grandes fanatismos que haya conocido la Historia -el musulmán y el cristiano, sin permitir jamás, sin embargo, que ninguno de ellos le manchara el alma-, que padeció las incertidumbres de la realidad y las miserias de la vida, que nunca odió ni traicionó ni conoció la envidia, que escribió mal teatro, malos versos y mala prosa pero que logró hacer que existiera y hablara, con palabras castellanas, el personaje más deslumbrante y hermoso de la literatura haciéndolo pasar por loco, san Miguel de Cervantes que desde el cielo nos está viendo.
[Fernando Vallejo: “El gran diálogo del Quijote”. Conferencia dada el 7 de junio de 2005 en el Instituto Cervantes de Berlín. Publicada en BABELIA - 10-09-2005]
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«La biografía de Cervantes revela un destino sumamente típico de la época de transición del romanticismo caballeresco al realismo. Sin conocer esta biografía es imposible valorar sociológicamente Don Quijote. El poeta procede de una familia pobre, pero que se considera entre la nobleza caballeresca; a consecuencia de su pobreza se ve obligado desde su juventud a servir en el ejército de Felipe II como simple soldado y a pasar todas las fatigas de las campañas de Italia. Toma parte en la batalla de Lepanto, en la que es gravemente herido. A su regreso de Italia cae en manos de los piratas argelinos, pasa cinco amargos años en cautividad, hasta que después de varios intentos fracasados de fuga es redimido en el año 1580. En su casa encuentra de nuevo a su familia completamente empobrecida y endeudada. Pero para él mismo –el soldado lleno de méritos, el héroe de Lepanto, el caballero que ha caído en cautividad en manos de paganos– no hay empleo; tiene que conformarse con el cargo de subalterno de modesto recaudador de contribuciones, sufre dificultades materiales, entra en prisión, inocente, o a consecuencia de una leve infracción, y, finalmente, tiene todavía que ver el desastre del poder militar español y la derrota ante los ingleses. La tragedia del caballero se repite en gran escala en el destino del pueblo caballeresco por excelencia. La culpa de la derrota, en lo grande como en lo pequeño, lo tiene, como ahora se ve bien claramente, el anacronismo histórico de la caballería, la inoportunidad del romanticismo irracional en este tiempo esencialmente antirromántico. Si Don Quijote achaca a encantamiento de la realidad la inconciliabilidad del mundo y de sus ideales y no puede comprender la discrepancia de los órdenes subjetivo y objetivo de las cosas, ello significa solo que se ha dormido mientras que la historia universal cambiaba, y, por ello, le parece que su mundo de sueños es el único real, y, por el contrario, la realidad, un mundo encantado lleno de demonios. Cervantes conoce la absoluta falta de tensión y polaridad de esta actitud, y, por ello, la imposibilidad de mejorarla. Ve que el idealismo de ellas es tan inatacable desde la realidad, como la realidad exterior ha de mantenerse intocada por este idealismo, y que, dada la falta de relación entre el héroe y su mundo, toda su acción está condenada a pasar por alto la realidad.
Puede muy bien ocurrir que Cervantes no fuera desde el principio consciente del profundo sentido de su idea, y que comenzara en realidad por pensar solo en una parodia de las novelas de caballería. Pero debe de haber reconocido pronto que en el problema que le ocupaba se trataba de algo más que de las lecturas de sus contemporáneos. El tratamiento paródico de la vida caballeresca hacía tiempo que no era nuevo; ya Pulci se reía de las historias caballerescas, y en Boiardo y Ariosto encontramos la misma actitud burlona frente a la magia caballeresca. En Italia, donde lo caballeresco estaba representado en parte por elementos burgueses, la nueva caballería no se tomó en serio. Sin duda, Cervantes fue preparado para su actitud escéptica frente a la caballería allí, en la patria del liberalismo y del humanismo, y desde luego hubo de agradecer a la literatura italiana la primera incitación a su universal burla. Pero su obra no debía ser solo una parodia de las novelas de caballerías de moda, artificiosas y estereotipadas, y una mera crítica de la caballería extemporánea, sino también una acusación contra la realidad dura y desencantada, en la que a un idealista no le quedaba más que atrincherarse detrás de su idea fija. No era, por consiguiente, nuevo en Cervantes el tratamiento irónico de la actitud vital caballeresca, sino la relativización de ambos mundos, el romántico idealista y el realista racionalista. Lo nuevo era el insoluble dualismo de su mundo, el pensamiento de que la idea no puede realizarse en la realidad y el carácter irreductible de la realidad con respecto a la idea.
En su relación con los problemas de la caballería, Cervantes está determinado completamente por la ambigüedad del sentimiento manierista de la vida; vacila entre la justificación del idealismo ajeno del mundo y de la racionalidad acomodada a éste. De ahí resulta su actitud ambigua frente a su héroe, la cual introduce una nueva época en la literatura. Hasta entonces había en ella solamente caracteres de buenos y de malos, salvadores y traidores, santos y criminales, pero ahora el héroe es santo y loco en una persona. Si el sentido del humor es la aptitud de ver al mismo tiempo las dos caras opuestas de una cosa, el descubrimiento del humor en la literatura, del humor que antes del Manierismo era desconocido en este sentido. No tenemos un análisis del Manierismo en la literatura que se salga de las exposiciones corrientes del Manierismo, gongorismo y direcciones semejantes; pero si se quisiera hacer tal análisis, habría que partir de Cervantes. Max Dvorak y Wilhelm Pinder han señalado el carácter manierista de las obras de Shakespeare y Cervantes, sin entrar por lo demás en su análisis. Junto al sentido vacilante ante la realidad y las borrosas fronteras entre lo real y lo irreal, se podrían estudiar también en él, sobre todo, los otros rasgos fundamentales del Manierismo: la transparencia de lo cómico a través de lo trágico y la presencia de lo trágico en lo cómico, como también la doble naturaleza del héroe, que aparece ora ridículo, ora sublime. Entre estos rasgos figura especialmente también el fenómeno del “autoengaño consciente”, las diversas alusiones del autor a que en su relato se trata de un mundo ficticio, la continua transgresión de los límites entre la realidad inmanente y la trascendente a la obra, la despreocupación con que los personajes de la novela se lanzan de su propia esfera y salen a pasear por el mundo del lector, la “ironía romántica” con que en la segunda parte se alude a la fama ganada por los personajes gracias a la primera, la circunstancia, por ejemplo, de que lleguen a la corte ducal merced a su gloria literaria, y cómo Sancho Panza declara allí de sí mismo que él es “aquel escudero suyo que anda, o debe de andar en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, sino es que me trocaron en la cuna, quiero decir, que me trocaron en la estampa”. Manierista es también la idea fija de que está poseído el héroe, la constricción bajo la cual se mueve, y el carácter marionetesco que en consecuencia adquiere toda la acción. Es manierista lo grotesco y caprichoso de la representación; lo arbitrario, informe y desmesurado de la estructura; el carácter insaciable del narrador en episodios siempre nuevos, comentarios y digresiones; los saltos cinematográficos, divagaciones y sorpresas. Manierista es también la mezcla de los elementos realistas y fantásticos en el estilo, del naturalismo del pormenor y del irrealismo de la concepción total, la unión de los rasgos de la novela de caballería idealista y de la novela picaresca vulgar, el juntar el diálogo sorprendido en lo cotidiano, que Cervantes es el primer novelista en usar, con los ritmos artificiosos y los adornados tropos del conceptismo. Es manierista también, y de manera muy significativa, que la obra sea presentada en estado de hacerse y crecer, que la historia cambie de dirección, que figura tan importante y aparentemente tan imprescindible como Sancho Panza sea una ocurrencia a posteriori, que Cervantes –como se ha afirmado (Miguel de Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho, 1914)– no entienda al cabo él mismo a su héroe. Manierista es, finalmente, lo desproporcionado, ora virtuosista y delicado, ora descuidado y crudo, de la ejecución, por la que se ha llamado al Don Quijote la más descuidada de todas las grandes creaciones literarias (W. P. Ker: Collected Essays, 1925, II, p. 38), es verdad que solo a media con razón, pues hay obras de Shakespeare que merecen igualmente tal título.
Cervantes y Shakespeare con casi compañeros de generación; mueren, aunque no de la misma edad, en el mismo año. Los puntos de contacto entre la visión del mundo y la intención artística de ambos poetas son numerosos, pero en ningún punto es tan significativa la coincidencia entre ellos como en su relación con la caballería, que ambos tienen por algo extemporáneo y decadente. A pesar de esta unanimidad fundamental, sus sentimientos respecto del ideal caballeresco de vida, como no cabe esperar de otro modo ante fenómeno tan complejo, son muy distintos.»
[Arnold Hauser: Historia social de la literatura y el arte. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1968, vol. II, p. 64-68]
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«La novela moderna es un género único porque diríase que todas sus posibilidades están contenidas en un único libro: Cervantes funda el género en el Quijote y al mismo tiempo lo agota -aunque sea volviéndolo inagotable-; o dicho de otro modo: en el Quijote Cervantes define las reglas de la novela moderna acotando el territorio en el que a partir de entonces nos hemos movido todos los novelistas, y que todavía no hemos terminado de colonizar. ¿Y qué es ese género único? ¿O qué es al menos para su creador? Para Cervantes la novela es un género de géneros; también, o antes, es un género degenerado. Es un género degenerado porque es un género bastardo, un género sine nobilitate, un género snob; los géneros nobles eran, para Cervantes como para los hombres del Renacimiento, los géneros clásicos, aristotélicos: la lírica, el teatro, la épica. Por eso, porque pertenecía a un género innoble, el Quijote apenas fue apreciado por sus contemporáneos, o fue apreciado meramente como un libro de entretenimiento, como un best seller sin seriedad. Por eso no hay que engañarse: como dijo José María Valverde, Cervantes nunca hubiese ganado el Premio Cervantes. Y por eso también Cervantes se preocupa en el Quijote de dotar de abolengo a su libro y lo define como "épica en prosa", tratando de injertarlo así en la tradición de un género clásico, y de asimilarlo. Dicho esto, lo más curioso es que es precisamente esta tara inicial la que termina constituyendo el centro neurálgico y la principal virtud del género: su carácter libérrimo, híbrido, casi infinitamente maleable, el hecho de que es, según decía, un género de géneros donde caben todos los géneros, y que se alimenta de todos. Es evidente que sólo un género degenerado podía convertirse en un género así, porque es evidente que sólo un género plebeyo, un género que no tenía la obligación de proteger su pureza o su virtud aristocráticas, podía cruzarse con todos los demás géneros, apropiándose de ellos y convirtiéndose de ese modo en un género mestizo. Eso es exactamente lo que es el Quijote: un gran cajón de sastre donde, atadas por el hilo tenuísimo de las aventuras de don Quijote y Sancho Panza, se reúnen en una amalgama inédita, como en una enciclopedia que hace acopio de las posibilidades narrativas y retóricas conocidas por su autor, todos los géneros literarios de su época, de la poesía a la prosa, del discurso judicial al histórico o el político, de la novela pastoril a la sentimental, la picaresca o la bizantina. Y, como eso es exactamente lo que es el Quijote, eso es exactamente también lo que es la novela, y en particular una línea fundamental de la novela, la que va desde Sterne hasta Joyce, desde Fielding o Diderot hasta Perec o Calvino.» [Javier Cercas: “La tercera verdad”, en El País - 25/06/2011]
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