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El 98 visto desde 1997

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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 El 98 que se nos viene encima

JUAN GOYTISOLO

EL PAÍS - 27 mayo 1997 - Nº 389

La historia amenaza con repetirse. Hace cinco años, las fiestas y conmemoraciones mediáticas del Quinto Centenario, acogidas con un aplauso casi general y el silencio cómplice de una intelectualidad amnésica o anestesiada, se esfumaron sin pena ni gloria y sin haber sido objeto de la indispensable revisión crítica que algunos en España y muchos en Iberoamérica deseábamos: el engarce de quienes denunciaron en solitario su anacronía y omisión de los atropellos sufridos por los nativos -Sánchez Ferlosio, Eduardo Subirats- con la denuncia de algunos cronistas de Indias o la protesta solemne y casi imprecatoria de Las Casas, a quien con su habitual cinismo la Iglesia pretende ahora beatificar, incurría sin duda en un delito de leso antipatriotismo y fue acallada por las albórbolas de la prensa y el griterío de los regidores del saber y su clerecía devota.

Lo que leemos hoy como ayer en libros, manuales y artículos sobre el grupo dispar agavillado por los profesionales del ramo en el atado generacional o marca registrada del Noventa y Ocho no presagia en verdad nada bueno. Mezclar capachos con berzas y extenderse en comentarios hueros sobre dicha nómina de escritores como entidad unitaria es, más que disparate, falacia. Ninguna individualidad literaria puede ser reducida a ese brumoso pero cómodo concepto, o por mejor decir comodín, de «generación». ¿A quién se le ocurriría el dislate de incluir a San Juan de la Cruz en una «generación de 1580» o considerar a Cervantes como miembro eminente de «la del 1600»? Pues idéntico respeto al empeño creador de un gran artista como Valle Inclán debería vedar su absurda conexión con otros que nacieron o comenzaron a escribir en las mismas fechas que él: ¿qué tiene que ver en verdad un novelista y dramaturgo de su temple con la gavilla de doloridos por España y enemigos pugnaces de la endeble pero real tradición liberal y racionalista del siglo XIX?

Convendría releer, por ejemplo, lo escrito por Cernuda acerca del autor gallego o los Estudios sobre poesía española contemporánea del primero y aquilatar la dureza de sus juicios en lo tocante a «aquel grupo de traidores y apóstatas (excepción hecha en el mismo, claro está, de Antonio Machado)» en contraposición al ejemplar itinerario humano y literario del creador de Divinas palabras. La libertad de pluma de Cernuda, forjada en el lento aprendizaje de su insularidad de exiliado, rompe saludablemente el consenso que ahora, como siempre, asfixia la vida intelectual de España: continuismo éste, no ya esencialista, como el predicado por Ganivet y Unamuno, sino impuesto por «fiero sufragio universal» o «a cristazo limpio», según el aire de los tiempos o el acomodo gruñón a las circunstancias.

Pero cedamos la palabra al autor de La realidad y el deseo, a quien actualmente tanto se cita, a menudo sin leerlo. «Bastante más de siglo y medio ha pasado desde la publicación de los libros primeros del susodicho grupo de escritores», observaba en la década de los cincuenta, «y entre él y la sociedad española se abrió el mar de sangre y de barbarie de la última (por ahora) guerra civil, y es posible considerar con trágica perspectiva, respecto de aquel grupo, el significado de su obra y su valor, tal como aparecían aquél y éste antes de la guerra civil y después de ella. Cosa rarísima entre los españoles: dicha obra colectiva no ha suscitado ni suscita sino elogios admirativos, bastante temerarios por cierto» o «aún no se ha tomado (tocante a los autores del Noventa y Ocho), a pesar de que el tiempo y la muerte los distanciaron, una actitud crítica, sino que subsiste la panegírica, y eso que los acontecimientos nacionales en los últimos años han puesto un comentario terrible a muchas de las páginas que escribieron con irresponsabilidad extraña».

Vista de modo retrospectivo en vísperas del Primer Centenario, la percepción cernudiana del coro de alabanzas de la intelectualidad oficial o prudentemente conformista de los años 50 resulta con todo mucho menos sorprendente que la de hoy, tras veinte años de democracia: los valores anacrónicos, ya defendidos de manera explícita en la obra de Ganivet, Unamuno o Azorín, ya presentes implícitamente en ella, eran los de otros autores no hacinados con dicha etiqueta noventayochista como Menéndez Pidal, García Morente o Ramiro de Maeztu, más próximos a la dictadura y asimilados por ella a través de sus sectores aperturistas y dialogantes. Los pecados de juventud de Azorín o Baroja, los agónicos zigzags de Unamuno habían sido compensados con su adhesión más o menos sincera o desgarrada al presunto Movimiento Salvador y permitían su recuperación por los antedichos sectores, esto es, su integración en el patrimonio nacional con el que se arropaba el poder y el gremio estipendiado de sus intelectuales orgánicos. La doble lectura de muchos pasajes de Ortega y su apropiación sectaria por José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma actuaban en el mismo sentido. La comunidad de valores que unía a las grandes figuras del Noventa y Ocho con sus hijos y nietos de cuño nacional-católico o falangista aclara así el concurso de loas y admiraciones decretadas de la España oficial y sus instituciones culturales que tanto chocaba a Cernuda.

El común de los «críticos» acríticos e historiadores poltrones sostiene que el Noventa y Ocho fue una oportuna reacción a la decadencia española simbolizada por la pérdida de los últimos restos de nuestro imperio colonial. ¡Extraña reacción, que atribuía al capitalismo industrial, entonces portador del progreso, los males de una patria eterna e inalterable; que rechazaba la europeización defendida por la maltrecha corriente liberal y proponía, con maleado y espurio quijotismo, la españolización de Europa; que proclamaba con ciego heroísmo lo de «que inventen ellos», repitiendo al cabo de un siglo de tentativas reformistas fallidas lo de «lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir» Lo que combatía esa nebulosa de escritores era precisamente la modernidad por la que luchó la maltrecha corriente liberal: reacción, pues, si se me excusa la redundancia, política y culturalmente reaccionaria, embebida de anhelos trascendentes y aferrada a unos valores castizos que serían después los de la España que se alzó en armas contra las iniciativas e innovaciones tardías de la Segunda República. Un cotejo de citas de Ganivet, Unamuno y Azorín con otras de los autores aglutinados en torno a la «Cruzada» es, a no dudarlo, sumamente esclarecedor. Lo que en los primeros podía pasar por inocua exaltación metafísica o adhesión a una supuesta identidad nacional abstracta se transmuta en los segundos en una reafirmación agresiva de la «nueva» pero viejísima España, portadora de la divina misión de purgar y excluir de su seno a cuantos no comulguen con sus rancias creencias. Tanto la Falange como el nacional-catolicismo que instigaron y protagonizaron la sublevación del ejército en julio de 1936 se fundaban en el casticismo cristiano viejo reelaborado por Menéndez Pelayo y Unamuno, en lo que Menéndez Pidal denominaba «estructura étnica perdurable», en la «intolerancia santa» con respecto a los contaminados por el virus de la anti-España, en una legitimidad caudillista totalitaria y dogmática. Añadiré, extendiendo el campo mítico al de otra tragedia más reciente, que los términos nación, raza, sangre, conjura internacional e invocación a la patria sacra o celeste se repiten, con leves variantes sinfónicas, en el coro de intelectuales de la Academia de Ciencias de Belgrado en los que se apoyó Milosevic para llevar a cabo su desastrosa empresa demoledora de la Federación Yugoslava. Las palabras, como sabemos, no son nunca inocentes, y las del mal agavillado equipo de escritores que vamos a festejar en un previsible concurso de palmas y requiebros contienen las semillas dañinas que germinaron en sus hijos y nietos. En plena guerra civil, el filósofo García Morente proclamaba en Buenos Aires: «España ha asumido estoicamente el papel de víctima ejemplar en el laboratorio de la historia y ha dado en su propia sangre una inolvidable lección al mundo que, ojalá, no sea olvidada jamás»; y en 1940, cuando la victoria militar del Eje parecía definitiva e inevitable, Menéndez Pidal, convencido, como le dijo a Américo Castro, de que «los alemanes nos iban a regalar un imperio», sentenciaba con gran aplauso en uno de sus frecuentes planeos históricos a vuelo de águila, que «esta implantación de la unidad espiritual en el imperio (romano), con violenta supresión de los disidentes, tan celebrada por los Padres de la Iglesia, es actitud política igual a la de los maestros de Carlos V, los Reyes Católicos; éstos y Teodosio tienen que salvar una crisis disidente, y la salvan buscando por idéntico procedimiento la absoluta unanimidad estatal que hoy (el subrayado es mío. J.G.), por otros caminos, buscan grandes pueblos para salvar otras crisis».

No entra en mis propósitos examinar ahora el valor literario de autores como Unamuno, Azorín o Baroja, que leí con devoción en mis años mozos y de forma esporádica y ocasional después. Sin regatearles de modo alguno la originalidad de sus poemas y nivolas ni la elaboración de una prosa tersa y precisa al servicio de una visión inmóvil de Castilla ni la invención de una docena y pico de novelas a todas luces estimables conforme al dictamen de sus habituales panegiristas, con una generosidad que no extienden, por ejemplo, a la obra de Gabriel Miró -dotado no obstante de una fina sensibilidad de la que carece Azorín-, me limitaré a señalar un hecho advertido por Cernuda: la cicatera apreciación o envidioso rencor de dicho grupo respecto a las grandes figuras de la segunda mitad del siglo anterior, figuras que, contrariamente a aquél, entroncan con la tradición crítica y liberal admirablemente estudiada por Vicente Llorens. Escasa como es la obra literaria o ensayística a la altura de sus tiempos producida en España en el siglo XIX, el ninguneo de sus autores y escamoteo de sus novelas por esa nebulosa de escritores bautizados de pie como del Noventa y Ocho, va más allá del parricidio ritual de los literatos jóvenes y ambiciosos: don Benito «el garbancero» cayó en un injusto y prolongado descrédito, Clarín dejó de editarse durante más de cincuenta años y otros mirlos blancos, desde el ignorado Blanco White a Pí y Margall, permanecieron sumidos en la fosa que les excavó Menéndez Pelayo con un tesón digno de mejor causa. Ahora bien, ¿produjo la citada nebulosa de autores -de la que saco desde luego a Valle Inclán- una reflexión político-cultural acerca de la decadencia española o una crítica literaria perspicaz comparables a las de Blanco White? ¿Creó un mundo novelesco tan vasto y atractivo, aun en sus desniveles, como el de Galdós? ¿Escribió una novela de la enjundia y perfección de La Regenta ? La respuesta es obviamente negativa: el monopolio intelectual asumido por los noventayochistas a la sombra tutelar de don Marcelino -monopolio al que se enfrentó, entre otros, Manuel Azaña- aseguró el continuismo intelectual basado en la arbitraria y bizca visión de la España eterna tal como nos es presentada con tenacidad y talento en la Historia de los heterodoxos españoles. Que no se me diga que autores como Baudelaire, Flaubert y Zola sufrieron igualmente en su país ataques feroces y condenas morales. Ni unos ni otros consiguieron retirar sus obras de las librerías y casi borrarlas del recuerdo, como sucedió con La Regenta en España: una muestra más de esa discontinuidad histórica de la corriente reformista finamente analizada por Castro y Llorens, tributo pagado al «continuismo» oficial y académico que, con otros disfraces y oportunos retoques, se mantiene hasta hoy. Quebrada la frágil tradición liberal del XIX, la resistencia de Azaña y de los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza, sería extirpada con violencia durante la guerra civil y subsistiría, como en otras épocas, en la soledad del exilio. En un país de una endogamia pertinaz como el nuestro, el ensimismamiento noventayochista no podía sino robustecer una tradición cultural de inmovilismo fundada precisamente en el rechazo de lo foráneo y una triste sucesión de descuajes y extrañamientos. El ejemplo opuesto de Valle Inclán, capaz de situarse en la periferia de nuestra sociedad, de extraer de su estancia juvenil en México la misma savia creadora que enriqueció en Argel a Cervantes y de congratularse del portazo académico del inmortal Cotarelo, es el de un creador que supo ver su cultura a la luz de otras culturas, inventar el esperpento como deformación burlesca del anacronismo de nuestra sociedad y distanciarse, en palabras de un joven intelectual de hoy, de esa «densidad de compadreo, ignorancia y odio que socavan como una termita envidiosa cualquier esfuerzo intelectual». Todo en el cuadro nos resulta familiar. Cambian los nombres, pero la situación es idéntica.

La visión metafísica y atemporal del nacionalcatolicismo de Menéndez Pelayo y de casi todos los mascarones de proa del Noventa y Ocho y su descendencia fue la de los artífices de la «Cruzada» y del régimen de Franco y lo es aún -tan firmes son sus pilares corporativos e institucionales- tras veinte años de democracia. No importa que gobierne la UCD, el PSOE o el PP: como la del ciprés, «la sombra del franquismo es alargada». Una apostilla final. La postura de la susodicha nebulosa de escritores y sus seguidores inmediatos enfrentados a los acontecimientos dramáticos de 1936 es en verdad patética. Su fuga «vergonzosa» (Cernuda dixit) del campo republicano y su posterior silencio ante el brutal alzamiento militar o, peor aún, su aplauso descarado de éste muestran ya su resignación impotente a la guerra civil, ya su aprobación explícita o entusiasta del bando responsable de la matanza. Después de haber perorado durante décadas de su dolor de España, ¿no tenían verdaderamente nada que decir sobre la violencia que ensangrentaba su suelo, como hizo Antonio Machado en sus memorables crónicas de La Vanguardia ? Su retorno escalonado al redil, tras pagar, eso sí, los derechos de aduana, avala el juicio de Cernuda y su expresión lapidaria. Las loas al Generalísimo «iniciador del sacudimiento que ha de salvar a Europa» de Azorín, el lauro poético ceñido a la frente del mismo por Manuel Machado ( De tu soberbia campaña, / Caudillo noble y valiente, / ha surgido esplendente / Una y Grande y Libre España) o los requiebros del nobelado Benavente al ejército y sus acusaciones de «engaño» y «traición» a los defensores de la legalidad republicana exponen la triste realidad cuartelera en la que desembocaba el culto a las esencias hispánicas y el moralismo pacato de los autores que con celebraciones verbeneras y pregón de grandeza nos preparamos a agasajar.

Las críticas nada imaginarias de Castro a la España alucinada de la Contrarreforma y sus secuelas recientes tropiezan, como las de Blanco White y Cernuda, con el apiñamiento y silencio de los misoneístas. Pese a su profunda huella en uno y otro lado del Atlántico, han sido enterradas por los regidores del saber en un hoyo más profundo que el panteón escurialense de los Habsburgo o comentadas de paso, casi de puntillas, como materia reservada. Molestas en cuanto desarbolan mástiles de navegación dudosa y desarraigan del suelo de la verdad histórica a infinidad de obras míticas pero consensuadas, obligan a tomar posición contra ellas con argumentos más trabados y sólidos que los de los panegiristas del Noventa y Ocho y su presunto valor actual y modélico. La pusilanimidad de nuestros programadores culturales impide que sea así. No en vano, como decía un buen conocedor de los usos de nuestra tribu, «el arte del saber es en España el de la ocultación del saber».

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