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Garcilaso de la Vega - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Garcilaso de la Vega (1501-1536)

Textos

 

COPLA VIII

Nadie puede ser dichoso,
señora, ni desdichado,
sino que os haya mirado.

Porque la gloria de veros
en ese punto se quita
que se piensa en mereceros.

Así que, sin conoceros,
nadi puede ser dichoso,
señora, ni desdichado,
sino que os haya mirado.

SONETO IV

Un rato se levanta mi esperanza:
mas, cansada de haberse levantado,
torna a caer, que deja, mal mi grado,
libre el lugar a la desconfianza.

¿Quién sufrirá tan áspera mudanza
del bien al mal? ¡Oh corazón cansado!
Esfuerza en la miseria de tu estado;
que tras fortuna suele haber bonanza.

Yo mesmo emprenderé a fuerza de brazos
romper un monte, que otro no rompiera,
de mil inconvenientes muy espeso.

Muerte, prisión no pueden, ni embarazos,
quitarme de ir a veros, como quiera,
desnudo espíritu o hombre en carne y hueso.

 

SONETO XXVII

Amor, amor, un hábito vestí
el cual de vuestro paño fue cortado;
al vestir ancho fue, más apretado
y estrecho cuando estuvo sobre mí.

Después acá de lo que consentí,
tal arrepentimiento me ha tomado,
que pruebo alguna vez, de congojado,
a romper esto en que yo me metí.

Mas ¿quién podrá de este hábito librarse,
teniendo tan contraria su natura,
que con él ha venido a conformarse?

Si alguna parte queda por ventura
de mi razón, por mí no osa mostrarse;
que en tal contradicción no está segura.

 

SONETO XXX

Sospechas, que en mi triste fantasía
puestas, hacéis la guerra a mi sentido,
volviendo y revolviendo el afligido
pecho, con dura mano noche y día;

ya se acabó la resistencia mía
y la fuerza del alma; ya rendido
vencer de vos me dejo, arrepentido
de haberos contrastado en tal porfía.

Llevadme a aquel lugar tan espantable,
que, por no ver mi muerte allí esculpida,
cerrados hasta aquí tuve los ojos.

Las armas pongo ya, que concedida
no es tan larga defensa al miserable;
colgad en vuestro carro mis despojos.

 

SONETO XXXVI

Siento el dolor menguarme poco a poco,
no porque ser le sienta más sencillo,
más fallece el sentir para sentillo,
después que de sentillo estoy tan loco.

Ni en sello pienso que en locura toco,
antes voy tan ufano con oíllo,
que no dejaré el sello y el sufrillo,
que si dejo de sello, el seso apoco.

Todo me empece, el seso y la locura;
prívame éste de sí por ser tan mío;
mátame estotra por ser yo tan suyo.

Parecerá a la gente desvarío
preciarme de este mal, do me destruyo:
y lo tengo por única ventura.

 

A la Flor de Gnido

 

Si de mi baja lira
Tanto pudiese el son, que en un momento
Aplacase la ira
Del animoso viento,
Y la furia del mar y el movimiento;

Y en ásperas montañas
Con el süave canto enterneciese
Las fieras alimañas,
Los árboles moviese,
Y al son confusamente los trajese;

No pienses que cantado
Sería de mí, hermosa flor de Gnido,
El fiero Marte airado,
A muerte convertido,
De polvo y sangre y de sudor teñido;

Ni aquellos capitanes
En las sublimes ruedas colocados,
Por quien los alemanes
El fiero cuello atados,
Y los franceses van domesticados.

Mas solamente aquella
Fuerza de tu beldad sería cantada,
Y alguna vez con ella
También sería notada
El aspereza de que estás armada;

Y cómo por ti sola,
Y por tu gran valor y hermosura,
Convertida en viola,
Llora su desventura
El miserable amante en su figura.

Hablo de aquel cautivo,
De quien tener se debe más cuidado,
Que está muriendo vivo,
Al remo condenado,
En la concha de Venus amarrado.

Por ti, como solía,
Del áspero caballo no corrige
La furia y gallardía,
Ni con freno le rige,
Ni con vivas espuelas ya le aflige.

Por ti, con diestra mano
No revuelve la espada presurosa,
Y en el dudoso llano
Huye la polvorosa
Palestra como sierpe ponzoñosa.

Por ti, su blanda musa,
En lugar de la cítara sonante,
Tristes querellas usa,
Que con llanto abundante
Hacen bañar el rostro del amante.

Por ti, el mayor amigo
Le es importuno, grave y enojoso;
Yo puedo ser testigo
Que ya del peligroso
Naufragio fui su puerto y su reposo.

Y ahora en tal manera
Vence el dolor a la razón perdida,
Que ponzoñosa fiera
Nunca fue aborrecida
Tanto como yo dél, ni tan temida.

No fuiste tú engendrada
Ni producida de la dura tierra;
No debe ser notada
Que ingratamente yerra
Quien todo el otro de sí destierra.

Hágate temerosa
El caso de Anaxárate, y cobarde,
Que de ser desdeñosa
Se arrepintió muy tarde;
Y así, su alma con su mármol arde.

Estábase alegrando
Del mal ajeno el pecho empedernido,
Cuando abajo mirando
El cuerpo muerto vide
Del miserable amante, allí tendido.

Y al cuello el lazo atado,
Con que desenlazó de la cadena
El corazón cuitado,
Que con su breve pena
Compró la eterna punición ajena.

Sintió allí convertirse
En piedad amorosa el aspereza.
¡Oh tarde arrepentirse!
¡Oh última terneza!
¿Cómo te sucedió mayor dureza?

Los ojos se enclavaron
En el tendido cuerpo que allí vieron,
Los huesos se tornaron
Más duros y crecieron,
Y en sí toda la carne convirtieron;

Las entrañas heladas
Tornaron poco a poco en piedra dura;
Por las venas cuitadas
La sangre su figura
Iba desconociendo y su natura;

Hasta que finalmente
En duro mármol vuelta y trasformada,
Hizo de sí la gente
No tan maravillada
Cuanto de aquella ingratitud vengada.

No quieras tú, señora,
De Némesis airada las saetas
Probar, por Dios, ahora;
Baste que tus perfetas
Obras y hermosura a los poetas

Den inmortal materia,
Sin que también en verso lamentable
Celebren la miseria
De algún caso notable
Que por ti pase triste v miserable.

 

ÉGLOGA I

A Don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, virrey de Nápoles

Salicio, Nemoroso

El dulce lamentar de dos pastores,
Salicio juntamente y Nemoroso,
He de contar, sus quejas imitando;
Cuyas ovejas al cantar sabroso
Estaban muy atentas, los amores,
De pacer olvidadas, escuchando.
Tú, que ganaste obrando
Un nombre en todo el mundo,
Y un grado sin segundo,
Ahora estés atento, solo y dado
Al ínclito gobierno del estado
Albano; ahora vuelto a la otra parte,
Resplandeciente, armado,
Representando en tierra el fiero Marte;

Ahora de cuidados enojosos
Y de negocios libre, por ventura
Andes a caza, el monte fatigando
En ardiente jinete, que apresura
El curso tus los ciervos temerosos,
Que en vano su morir van dilatando;
Espera, que en tornando
A ser restituido
Al ocio ya perdido,
Luego verás ejercitar mi pluma
Por la infinita innumerable suma
De tus virtudes y famosas obras;
Antes que me consuma,
Faltando a ti, que a todo el mundo sobras.

En tanto que este tiempo que adivino
Viene a sacarme de la deuda un día,
Que se debe a tu fama y a tu gloria;
Que es deuda general, no solo mía,
Mas de cualquier ingenio peregrino
Que celebra lo digno de memoria;
El árbol de victoria
Que ciñe estrechamente
Tu gloriosa frente
Dé lugar a la hiedra que se planta
Debajo de tu sombra, y se levanta
Poco a poco, arrimada a tus loores;
Y en cuanto esto se canta,
Escucha tú el cantar de mis pastores.

Saliendo de las ondas encendido,
Rayaba de los montes el altura
El sol, cuando Salicio, recostado
Al pie de una alta haya, en la verdura,
Por donde un agua clara con sonido
Atravesaba el fresco y verde prado;
Él, con canto acordado
Al rumor que sonaba
Del agua que pasaba,
Se quejaba tan dulce y blandamente
Como si no estuviera de allí ausente
La que de su dolor culpa tenía;
Y así, como presente,
Razonando con ella, le decía:

 
Salicio

—¡Oh más dura que mármol a mis quejas,
Y al encendido fuego en que me quemo
Más helada que nieve, Galatea!
Estoy muriendo, y aun la vida temo;
Témola con razón, pues tú me dejas;
Que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.
Vergüenza he que me vea
Ninguno en tal estado,
De ti desamparado,
Y de mí mismo yo me corro ahora.
¿De un alma te desdeñas ser señora,
Donde siempre moraste, no pudiendo
Della salir un hora?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

El sol tiende los rayos de su lumbre
Por montes y por valles, despertando
Las aves y animales y la gente;
Cuál por el aire claro va volando,
Cuál por el verde valle o alta cumbre
Paciendo va segura y libremente,
Cuál con el sol presente
Va de nuevo al oficio,
Y al usado ejercicio
Do su natura o menester le inclina.
Siempre está en llanto esta ánima mezquina
Cuando la sombra el mundo va cubriendo
O la luz se avecina.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Y tú, desta mi vida ya olvidada,
Sin mostrar un pequeño sentimiento
De que por ti Salido triste muera,
Dejas llevar, desconocida, al viento
El amor y la fe que ser guardada
Eternamente sólo a mí debiera?
¡Oh Dios! ¿Por qué siquiera,
Pues ves desde tu altura
Esta falsa perjura
Causar la muerte de un estrecho amigo,
No recibe del cielo algún castigo?
Si en pago del amor yo estoy muriendo,
¿Qué hará el enemigo?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Por ti el silencio de la selva umbrosa,
Por ti la esquividad y apartamiento
Del solitario monte me agradaba;
Por ti la verde yerba, el fresco viento,
El blanco lirio y colorada rosa
Y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuánto me engañaba!
¡Ay, cuán diferente era
Y cuán de otra manera
Lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
La siniestra corneja, repitiendo
La desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
Reputándolo yo por desvarío,
Vi mi mal entre sueños, desdichado!
Soñaba que en el tiempo del estío
Llevaba, por pasar allí la siesta,
A beber en el Tajo mi ganado;
Y después de llegado,
Sin saber de cuál arte,
Por desusada parte
Y por nuevo camino el agua se iba;
Ardiendo yo con la calor estiva,
El curso enajenado iba siguiendo
Del agua fugitiva.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
¿Cuál es el cuello que como en cadena
De tus hermosos brazos anudaste?
No hay corazón que baste,
Aunque fuese de piedra,
Viendo mi amada hiedra,
De mí arrancada, en otro muro asida,
Y mi parra en otro olmo entretejida,
Que no se esté con llanto deshaciendo
Hasta acabar la vida.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Qué no se esperará de aquí adelante,
Por difícil que sea y por incierto?
O ¿qué discordia no será juntada?
Y juntamente ¿qué tendrá por cierto,
O qué de hoy más no temerá el amante,
Siendo a todo materia por ti dada?
Cuando tú enajenada
De mí, cuitado, fuiste,
Notable causa diste
Y ejemplo a todos cuántos cubre el cielo,
Que el más seguro tema con recelo
Perder lo que estuviere poseyendo.
Salid fuera sin duelo,
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Materia diste al mundo de esperanza
De alcanzar lo imposible y no pensado,
Y de hacer juntar lo diferente,
Dando a quien diste el corazón malvado,
Quitándolo de mí con tal mudanza
Que siempre sonará de gente en gente.
La cordera paciente
Con el lobo hambrïento,
Hará su ayuntamiento,
Y con las simples aves sin ruido
Harán las bravas sierpes ya su nido;
Que mayor diferencia comprehendo
De ti al que has escogido.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Siempre de nueva leche en el verano
Y en el invierno abundo; en mi majada
La manteca y el queso está sobrado;
De mi cantar pues yo te vi agradada,
Tanto, que no pudiera el mantüano
Títiro ser de ti más alabado.
No soy pues, bien mirado,
Tan disforme ni feo;
Que aun ahora me veo
En esta agua que corre clara y pura,
Y cierto no trocara mi figura
Con ése que de mí se está riendo;
Trocara mi ventura.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Cómo te vine en tanto menosprecio?
¿Cómo te fui tan presto aborrecible?
¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?
Si no tuvieras condición terrible,
Siempre fuera tenido de ti en precio,
Y no viera de ti este apartamiento.
¿No sabes que sin cuento
Buscan en el estío
Mis ovejas el frío
De la sierra de Cuenca, y el gobierno
Del abrigado extremo en el invierno?
Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo
Me estoy en llanto eterno!
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Con mi llorar las piedras enternecen
Su natural dureza y la quebrantan,
Los árboles parece que se inclinan,
Las aves que me escuchan, cuando cantan,
Con diferente voz se condolecen,
Y mi morir cantando me adivinan.
Las fieras que reclinan
Su cuerpo fatigado,
Dejan el sosegado
Sueño por escuchar mi llanto triste.
Tú sola contra mí te endureciste,
Los ojos aun siquiera no volviendo
A lo que tú hiciste.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Mas ya que a socorrer aquí no vienes,
No dejes el lugar que tanto amaste;
Que bien podrás venir de mí segura;
Yo dejaré el lugar do me dejaste;
Ven, si por solo esto te detienes.
Ves aquí un prado lleno de verdura,
Ves aquí una espesura,
Ves aquí una agua clara,
En otro tiempo cara,
A quien de ti con lágrimas me quejo.
Quizá aquí hallarás, pues yo me alejo,
Al que todo mi bien quitarme puede;
Que pues el bien le dejo,
No es mucho que lugar también le quede.—

Aquí dio fin a su cantar Salicio,
Y suspirando en el postrero acento,
Soltó de llanto una profunda vena.
Queriendo el monte al grave sentimiento
De aquel dolor en algo ser propicio,
Con la pesada voz retumba y suena.
La blanca Filomena,
Casi como dolida
Y a compasión movida,
Dulcemente responde al son lloroso.
Lo que cantó tras esto Nemoroso
Decidlo vos, Piérides; que tanto
No puedo yo ni oso,
Que siento enflaquecer mi débil canto.

 
Nemoroso

—Corrientes aguas, puras, cristalinas;
Árboles que os estáis mirando en ellas,
Verde prado de fresca sombra lleno,
Aves que aquí sembráis vuestras querellas,
Hiedra que por los árboles caminas,
Torciendo el paso por su verde seno;
Yo me vi tan ajeno
Del grave mal que siento,
Que de puro contento
Con vuestra soledad me recreaba,
Donde con dulce sueño reposaba,
Ó con el pensamiento discurría
Por donde no hallaba
Sino memorias llenas de alegría;

Y en este mismo valle, donde ahora
Me entristezco y canso, en el reposo
Estuve ya contento y descansado.
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome durmiendo aquí algún hora,
Que despertando, a Elisa vi a mi lado.
¡Oh miserable hado!
¡Oh tela delicada
Antes de tiempo dada
A los agudos filos de la muerte!
Más convenible fuera aquesta suerte
A los cansados años de mi vida,
Que es más que el hierro fuerte,
Pues no la ha quebrantado tu partida.

¿Do están ahora aquellos claros ojos
Que llevaban tras sí como colgada
Mi alma do quier que ellos se volvían?
¿Dó está la blanca mano delicada,
Llena de vencimientos y despojos
Que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
Con gran desprecio el oro,
Como a menor tesoro.
¿Adónde están? ¿Adónde el blando pecho?
¿Dó la columna que el dorado techo
Con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo ahora ya se encierra,
Por desventura mía,
En la fría, desierta y dura tierra.

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
Cuando en aqueste valle al fresco viento
Andábamos cogiendo tiernas flores,
Que había de ver con largo apartamiento
Venir el triste y solitario día
Que diese amargo fin a mis amores?
El cielo en mis dolores
Cargó la mano tanto,
Que a sempiterno llanto
Y a triste soledad me ha condenado;
Y lo que siento más es verme atado
A la pesada vida y enojosa,
Solo, desamparado,
Ciego sin lumbre en cárcel tenebrosa.

Después que nos dejaste, nunca pace
En hartura el ganado ya, ni acude
El campo al labrador con mano llena.
No hay bien que en mal no se convierta y mude:
La mala yerba al trigo ahoga, y nace
En lugar suyo la infelice avena;
La tierra, que de buena
Gana nos producía
Flores con que solía
Quitar en sólo verlas mil enojos,
Produce ahora en cambio estos abrojos,
Ya de rigor de espinas intratable;
Yo hago con mis ojos
Crecer, lloviendo, el fruto miserable.

Como al partir del sol la sombra crece,
Y en cayendo su rayo se levanta
La negra oscuridad que el mundo cubre,
De do viene el temor que nos espanta,
Y la medrosa forma en que se ofrece
Aquello que la noche nos encubre,
Hasta que el sol descubre
Su luz pura y hermosa;
Tal es la tenebrosa
Noche de tu partir, en que he quedado
De sombra y de temor atormentado,
Hasta que muerte el tiempo determine
Que a ver el deseado
Sol de tu clara vista me encamine.

Cual suele el ruiseñor con triste canto
Quejarse, entre las Hojas escondido,
Del duro labrador, que cautamente
Le despojó su caro y dulce nido
De los tiernos hijuelos, entre tanto
Que del amado ramo estaba ausente,
Y aquel dolor que siente
Con diferencia tanta
Por la dulce garganta
Despide, y a su canto el aire suena,
Y la callada noche no refrena
Su lamentable oficio y sus querellas,
Trayendo de su pena
Al cielo por testigo y las estrellas;

Desta manera suelto ya la rienda
A mi dolor, y así me quejo en vano
De la dureza de la muerte airada.
Ella en mi corazón metió la mano,
Y de allí me llevó mi dulce prenda;
Que aquel era su nido y su morada.
¡Ay muerte arrebatada!
Por ti me estoy quejando
Al cielo y enojando
Con importuno llanto al mundo todo:
Tan desigual dolor no sufre modo.
No me podrán quitar el dolorido
Sentir, si ya del todo
Primero no me quitan el sentido.

Tengo una parte aquí de tus cabellos,
Elisa, envueltos en un blanco paño,
Que nunca de mi seno se me apartan;
Descójolos, y de un dolor tamaño
Enternecerme siento, que sobre ellos
Nunca mis ojos de llorar se hartan.
Sin que de allí se partan,
Con suspiros calientes,
Más que la llama ardientes,
Los enjugo del llanto, y de consuno
Casi los paso y cuento uno a uno;
Juntándolos, con un cordón los ato.
Tras esto el importuno
Dolor me deja descansar un rato.

Mas luego a la memoria se me ofrece
Aquella noche tenebrosa, oscura,
Que tanto aflige esta ánima mezquina
Con la memoria de mi desventura.
Verte presente ahora me parece
En aquel duro trance de Lucina,
Y aquella voz divina,
Con cuyo son y acentos
A los airados vientos
Pudieras amansar, que ahora es muda,
Me parece que oigo que a la cruda,
Inexorable diosa demandabas
En aquel paso ayuda;
Y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?

¿Íbate tanto en perseguir las fieras?
¿Íbate tanto en un pastor dormido?
¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,
Que, conmovida a compasión, oído
A los votos y lágrimas, no dieras
Por no ver hecha tierra tal belleza,
O no ver la tristeza
En que tu Nemoroso
Queda, que su reposo
Era seguir tu oficio, persiguiendo
Las fieras por los montes, y, ofreciendo
A tus sagradas aras los despojos?
¿Y tú, ingrata, riendo
Dejas morir mi bien ante los ojos?

Divina Elisa pues ahora el cielo
Con inmortales pies pisas y mides,
Y su mudanza ves, estando queda,
¿Por qué de mí te olvidas, y no pides
Que se apresure el tiempo en que este velo
Rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
Y en la tercera rueda
Contigo mano a mano
Busquemos otro llano,
Busquemos otros montes y otros ríos,
Otros valles floridos .y sombríos,
Donde descanse y siempre pueda verte
Ante los ojos míos,
Sin miedo y sobresalto de perderte?—

Nunca pusieran fin al triste lloro
Los pastores, ni fueran acabadas
Las canciones que solo el monte oía,
Si mirando las nubes coloradas,
Al tramontar del sol bordadas de oro,
No vieran que era ya pasado el día.
La sombra se veía
Venir corriendo apriesa
Ya por la falda espesa
Del altísimo monte, y recordando
Ambos como de sueño, y acabando
El fugitivo sol, de luz escaso,
Su ganado llevando,
Se fueron recogiendo paso a paso.

 

ÉGLOGA III
    TIRRENO - ALCINO

Aquella voluntad honesta y pura,
ilustre y hermosísima María,
que en mí de celebrar tu hermosura,
tu ingenio y tu valor estar solía,
a despecho y pesar de la ventura
que por otro camino me desvía,
está y estará en mí tanto clavada,
cuanto del cuerpo el alma acompañada.

Y aún no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida;
mas con la lengua muerta y fría en la boca
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca
por el Estigio lago conducida,
celebrándose irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.

Mas la fortuna, de mi mal no harta,
me aflige, y de un trabajo en otro lleva;
ya de la patria, ya del bien me aparta;
ya mi paciencia en mil maneras prueba;
y lo que siento más es que la carta
donde mi pluma en tu alabanza mueva,
poniendo en su lugar cuidados vanos,
me quita y me arrebata de las manos.

Pero por más que en mí su fuerza pruebe
no tomará mi corazón mudable;
nunca dirán jamás que me remueve
fortuna de un estudio tan loable.
Apolo y las hermanas todas nueve,
me darán ocio y lengua con que hable
lo menos de lo que en tu ser cupiere;
que esto será lo más que yo pudiere.

En tanto no te ofenda ni te harte
tratar del campo y soledad que amaste,
ni desdeñes aquesta inculta parte
de mi estilo, que en algo ya estimaste.
Entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando, ora la espada, ora la pluma.

Aplica, pues, un rato los sentidos
al bajo son de mi zampoña ruda,
indigna de llegar a tus oídos,
pues de ornamento y gracia va desnuda;
mas a las veces son mejor oídos
el puro ingenio y lengua casi muda,
testigos limpios de ánimo inocente,
que la curiosidad del elocuente.

Por aquesta razón de ti escuchado,
aunque me falten otras, ser merezco.
Lo que puedo te doy, y lo que he dado,
con recibillo tú yo me enriquezco.
De cuatro ninfas que del Tajo amado
salieron juntas a cantar me ofrezco:
Filódoce, Dinámene y Climene,
Nise, que en hermosura par no tiene.

Cerca del Tajo en soledad amena
de verdes sauces hay una espesura,
toda de yedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta la altura,
y así la teje arriba y encadena,
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido
alegrando la vista y el oído.

Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba,
que pudieran los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos de oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.

Movióla el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor de aquel florido suelo.
Las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo.
Secaba entonces el terreno aliento
el sol subido en la mitad del cielo.
En el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba.

Habiendo contemplado una gran pieza
atentamente aquel lugar sombrío,
somorgujó de nuevo su cabeza,
y al fondo se dejó calar del río.
A sus hermanas a contar empieza
del verde sitio el agradable frío,
y que vayan las ruega y amonesta
allí con su labor a estar la siesta.

No perdió en esto mucho tiempo el ruego,
que las tres de ellas su labor tomaron
y en mirando de fuera, vieron luego
el prado, hacia el cual enderezaron.
El agua clara con lascivo juego
nadando dividieron y cortaron,
hasta que el blanco pie tocó mojado,
saliendo de la arena el verde prado.

Poniendo ya en lo enjuto las pisadas,
escurrieron del agua sus cabellos,
los cuales esparciendo, cobijadas
las hermosas espaldas fueron de ellos.
Luego sacando telas delicadas,
que en delgadeza competían con ellos,
en lo más escondido se metieron,
y a su labor atentas se pusieron.

Las telas eran hechas y tejidas
del oro que el felice Tajo envía,
apurado después de bien cernidas
las menudas arenas do se cría:
y de las verdes hojas reducidas
en estambre sutil, cual convenía
para seguir el delicado estilo
del oro ya tirado en rico hilo.

La delicada estambre era distinta
de los colores que antes le habían dado
con la fineza de la varia tinta
que se halla en las conchas del pescado.
Tanto artificio muestra en lo que pinta
y teje cada Ninfa en su labrado,
cuanto mostraron en sus tablas antes
el celebrado Apeles y Timantes.

Filódoce, que así de aquellas era
llamada la mayor, con diestra mano
tenía figurada la ribera
de Estrimón, de una parte el verde llano.
y de otra el monte de aspereza fiera,
pisado tarde o nunca de pie humano,
donde el amor movió con tanta gracia
la dolorosa lengua del de Tracia.

Estaba figurada la hermosa
Eurídice, en el blanco pie mordida
en la pequeña sierpe ponzoñosa
entre la hierba y flores escondida;
descolorida estaba como rosa
que ha sido fuera de sazón cogida,
y el ánima los ojos ya volviendo,
de su hermosa carne despidiendo.

Figurado se vía extensamente
el osado marido que bajaba
al triste reino de la oscura gente,
y la mujer perdida recobraba;
y cómo después de esto él, impaciente
por miralla de nuevo, la tornaba
a perder otra vez, y del tirano
se queja al monte solitario en vano.

Dinámene no menos artificio
mostraba en la labor que había tejido,
pintando a Apolo en el robusto oficio
de la silvestre caza embebecido.
Mudar luego le hace el ejercicio
la vengativa mano de Cupido.
que hizo a Apolo consumirse en lloro
después que le enclavó con punta de oro.

Dafne con el cabello suelto al viento,
sin perdonar al blanco pie corría
por áspero camino, tan sin tiento
que Apolo en la pintura parecía que,
porque ella templase el movimiento,
con menos ligereza la segura.
El va siguiendo, y ella huye
como quien siente al pecho el odioso plomo.

Mas a la fin los brazos le crecían,
y en sendos ramos vueltos se mostraban.
Y los cabellos. que vencer solían
al oro fino, en hojas se tornaban;
en torcidas raíces se extendían
los blancos pies, y en tierra se hincaban;
llora el amante, y busca el ser primero,
besando y abrazando aquel madero.

Climene, llena de destreza y maña,
el oro y las colores matizando
iba, de hayas una gran montaña,
de robles y de peñas variando;
un puerco entre ellas de braveza extraña,
estaba los colmillos aguzando
contra un mozo; no menos animoso,
con su venablo en mano, que hermoso.

Tras esto el puerco allí se vía herido
de aquel mancebo por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente;
con el cabello de oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente,
las rosas blancas por allí sembradas
tornaba con su sangre coloradas.

Adonis este se mostraba que era,
según se muestra Venus dolorida,
que viendo la herida abierta y fiera,
estaba sobre él casi amortecida.
Boca con boca coge la postrera
parte del aire que solía dar vida
al cuerpo, por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo.

La blanca Nise no tomó a destajo
de los pasados casos la memoria
y en la labor de su sutil trabajo
no quiso entretejer antigua historia;
antes mostrando de su claro Tajo
en su labor la celebrada gloria,
lo figuró en la parte donde él baña
la más felice tierra de la España.

Pintado el caudaloso río se vía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía
con ímpetu corriendo y con ruido;
querer cercallo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que había hecho.

Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada
aquella ilustre y clara pesadumbre
de antiguos edificios adornada.
De allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada,
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.

En la hermosa tela se veían
entretejidas las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo derramaban
sobre una ninfa muerta, que lloraban,

Todas con el cabello desparcido
lloraban una ninfa delicada,
cuya vida mostraba que había sido
antes de tiempo y casi en flor cortada.
Cerca del agua en el lugar florido,
estaba entre las hierbas degollada,
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la hierba verde.

Una de aquellas diosas, que en belleza,
al parecer, a todas excedía,
mostrando en el semblante la tristeza
que del funesto y triste caso había
apartado algún tanto, en la corteza
de un álamo estas letras escribía
como epitafio de la ninfa bella,
que hablaban así por parte de ella.

«Elisa soy, en cuyo nombre suena
y se lamenta el monte cavernoso,
testigo del dolor y grave pena
en que por mí se aflige Nemoroso,
y llama ¡Elisa!... ¡Elisa! a boca llena
responde el Tajo, y lleva presuroso
al mar de Lusitania el nombre mío,
donde será escuchado, yo lo fío».

En fin en esta tela artificiosa
toda la historia estaba figurada,
que en aquella ribera deleitosa
de Nemoroso fue tan celebrada;
porque de todo aquesto y cada cosa
estaba Nise ya tan informada,
que llorando el pastor, mil veces ella
se enterneció escuchando su querella.

Y porque aqueste lamentable cuento
no sólo entre las selvas se contase,
mas dentro de las ondas sentimiento
con la noticia desto se mostrase,
quiso que de su tela el argumento
la bella ninfa muerta señalase
y así se publicase de uno en uno
por el húmedo reino de Neptuno.

Destas historias tales variadas
eran las telas de las cuatro hermanas,
las cuales con colores matizadas
claras y luces de las sombras vanas,
mostraban a los ojos relevadas
las cosas y figuras que eran llanas,
tanto, que al parecer el cuerpo vano
pudiera ser tomado con la mano.

Los rayos ya del sol se trastornaban,
escondiendo su luz al mundo cara
tras altos montes, y a la luna daban
lugar para mostrar su blanca cara;
los peces a menudo ya saltaban,
con la cola azotando el agua clara,
cuando las Ninfas, la labor dejando,
hacia el agua se fueron paseando.

En las templadas ondas ya metidos
tenían los pies, y reclinar querían
los blancos cuerpos, cuando sus oídos
fueron de dos zampoñas que tañían
suave y dulcemente, detenidos;
tanto, que sin mudarse las oían,
y al son de las zampoñas escuchaban
dos pastores a veces que cantaban.

Más claro cada vez el son se oía,
de los pastores, que venían cantando
tras el ganado, que también venía
por aquel verde soto caminando;
y a la majada, ya pasado el día,
recogido le llevan, alegrando
las verdes selvas con el son suave
haciendo su trabajo menos grave.

Tirreno de estos dos el uno era,
Alcino el otro, entrambos estimados,
y sobre cuantos pacen la ribera
del Tajo con sus vacas enseñados;
mancebos de una edad, de una manera
a cantar juntamente aparejados
y a responder, aquesto van diciendo,
cantando el uno, el otro respondiendo.

TIRRENO

Flérida, para mi dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno,
más blanca que la leche, y más hermosa
que el prado por abril de flores lleno:
si tú respondes pura y amorosa
al verdadero amor de tu Tirreno,
a mi majada arribarás primero
que el cielo nos muestre su lucero.

ALCINO

Hermosa Filis, siempre yo te sea
amargo al gusto más que la retama,
y de ti despojado yo me vea,
cual queda el tronco de su verde rama,
si más que yo el murciélago desea
la oscuridad, ni más la luz desama,
por ver ya el fin de un término tamaño
de este día; para mí mayor que un año.

TIRRENO

Cual suele acompañada de su bando
aparecer la dulce primavera,
cuando Favonio y Céfiro soplando
al campo toman su beldad primera,
y van artificiosos esmaltando
de rojo, azul y blanco la ribera,
en tal manera a mi Flérida mía
viniendo, reverdece mi alegría.

ALClNO

¿Ves el furor del animoso viento
embravecido en la fragosa sierra
que los antiguos robles ciento a ciento,
y los pinos altísimos atierra,
y de tanto destrozo aún no contento,
al espantoso mar mueve la guerra?
Pequeña es esta furia, comparada
a la de Filis, con Alcino airada.

TIRRENO

El blanco trigo multiplica y crece
produce el campo en abundancia y tierno
pasto al ganado; el verde monte ofrece
a las fieras salvajes su gobierno-,
a do quiera me miro, me parece
que derrama la copia todo el cuerno;
mas todo se convertirá en abrojos,
si de ello aparta Flérida sus ojos.

ALCINO

De la esterilidad es oprimido
el monte, el campo, el soto y el ganado;
la malicia del aire corrompido
hace morir la yerba mal su grado;
las aves ven su descubierto nido,
que ya de verdes hojas fue cercado;
pero si Filis por aquí tornare,
hará reverdecer cuanto mirare.

TIRRENO

El álamo de Alcides escogido
fue siempre, y el laurel del rojo Apolo;
de la hermosa Venus fue tenido
en precio y en estima el mirto solo;
el verde sauce de Flérida es querido,
y por suyo entre todos escogiólo:
doquiera que de hoy más sauces se hallen,
el álamo, el laurel y el mirto callen.

ALCINO

El fresno por la selva en hermosura
sabemos ya que sobre todos vaya,
y en aspereza y monte de espesura
se aventaja la verde y alta haya;
mas el que la beldad de tu figura,
donde quiera mirando, Filis, haya,
al fresno y a la haya en su aspereza
confesará que vence tu belleza.

Esto cantó Tirreno, y esto Alcino
le respondió; y habiendo ya acabado
el dulce son, siguieron su camino
con paso un poco más apresurado.
Siendo a las ninfas ya el rumor vecino,
juntas se arrojan por el agua a nado;
y de la blanca espuma que movieron,
las cristalinas ondas se cubrieron.

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