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Gertrudis Gómez de Avellaneda - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814–1873)

Textos

Al sol

En un día del mes de diciembre

Reina en el cielo, Sol! reina e inflama
con tu almo fuero mi cansado pecho:
sin luz, sin brio, comprimido, estrecho,
un rayo anhela de tu ardiente llama.

A tu influjo feliz brote la grama,
el hielo caiga a tu fulgor deshecho;
Sal! del invierno rígido a despecho,
Rey de la esfera, sal! mi voz te llama.

De los dichosos campos, do mi cuna
recibió de tus rayos el tesoro,
alejóme por siempre la fortuna.

Bajo otro cielo, en otra tierra lloro...
esta nieve luciente me importuna...
¡El invierno me mata!... ¡yo te imploro!
 

En una tarde tempestuosa

 

Del huracán espíritu potente
que hoy libre dejas la región precita,
¡ven, con el tuyo mi furor escita!
¡ven con tu fuego a coronar mi frente!

Deja que el rayo con fragor reviente,
mientras cual hoja seca, o flor marchita,
tu fuerte soplo al robre precipita
roto y deshecho al bramador torrente.

Ven a librarme de la pena extraña
que a un alma altiva con baldon devora
y el brillo puro a la razón empaña.

Ven! y al inerte pecho que te implora
da tu poder y tu iracunda saña,
y el llanto seca que cobarde llora.

 

A una mariposa

 

Hija del aire, nívea mariposa,
que de luz y perfume te embriagas
y del jardín al amaranto vagas,
como del lirio a la encendida rosa;

Tú que te meces cándida y dichosa
sobre mil flores que volando halagas,
y una caricia por tributo pagas
desde la más humilde a la orgullosa:

Sigue, sigue feliz tu raudo vuelo.
Placer fugaz, no eterno solicita
que la dicha sin fin sólo es el cielo:

Fijar tu giro vagaroso evita,
que la más bella flor que adorna el suelo
brilla un momento y dóblase marchita.

 

Amor y orgullo

 

Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
Y nobles vates, de mentidas diosas
Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real al vil gusano
Contemplaba a los hombres.

Mi pensamiento —en temerario vuelo—
Ardiente osaba demandar al cielo
Objeto a mis amores:
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
Marchitaba sus flores.

Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
Quiere abrazar la luna.

Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino. . .
¡Me entrego a sus antojos!

Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
De libertad te priva?

¡Mísero esclavo de tirano dueño;
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
Que con las sombras huye!
Di ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
Que el aquilón destruye?

En hora infausta a mi feliz reposo,
¿No dijiste, soberbio y orgulloso:
—Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
Mudar de rumbo al céfiro ligero
Y arder al mármol frío!—

¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano
Te advirtió tu locura!
Tú misma te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
Y a duelo y amargura.

Los lazos caprichosos que otros días
—Por pasatiempo— a tu placer tejías,
Fueron de seda y oro;
Los que hora rinden tu valor primero
Son eslabones de pesado acero,
Templados con tu lloro.

¿Qué esperaste ¡ay de ti! de un pecho helado,
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
De víboras nutrido?
Tú —que anhelabas tan sublime objeto—
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
Te arrastras abatido?

¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos
Y por oro la arcilla? . . .
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes ¡ay! tal vez se engríen
Del yugo que me humilla!

¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
Quieres ver' en mi frente
El sello del amor que te devora? . . .
¡Ah! velo, pues, y búrlese en buen hora
De mi baldón la gente.

¡Salga del pecho —requemando el labio—
El caro nombre, de mi orgullo agravio,
De mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
Y en la luna apacible, que con ellas
Alumbra el firmamento?

¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia —en gemidor arrullo—
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En esa selva hojosa?

De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
Con eco lisonjero? . . .
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
Ese nombre que quiero?

Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
Copia de su hermosura:

Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos, donde el sol primero
Alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga y halagando mata;
Nombre que hiere —como sierpe ingrata—
Al pecho que le anida.

¡No, no lo envíes, corazón, al labio! . . .
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua!

 

Al árbol de Guernica

 

Tus cuerdas de oro en vibración sonora
vuelve a agitar, ¡oh lira!,
que en este ambiente, que aromado gira,
su inercia sacudiendo abrumadora
la mente creadora,
de nuevo el fuego de entusiasmo aspira.

¡Me hallo en Guernica! Ese árbol que contemplo,
padrón es de alta gloria...
de un pueblo ilustre interesante historia...,
de augusta libertad sencillo templo,
que —al mundo dando ejemplo—
del patrio amor consagra la memoria.

Piérdese en noche de los tiempos densa
su origen venerable;
mas ¿qué siglo evocar que no nos hable
de hechos ligados a su vida inmensa,
que en sí sola condensa
la de una raza antigua e indomable?...

Se transforman doquier las sociedades;
pasan generaciones;
caducan leyes; húndense naciones...
y el árbol de las vascas libertades
a futuras edades
trasmite fiel sus santas tradiciones.

Siempre inmutables son, bajo este cielo,
costumbres, ley, idioma...
¡Las invencibles águilas de Roma
aquí abatieron su atrevido vuelo,
y aquí luctuoso velo
cubrió la media luna de Mahoma!

Nunca abrigaron mercenarias greyes
las ramas seculares,
que a Vizcaya cobijan tutelares;
y a cuya sombra poderosos reyes
democráticas leyes
juraban ante jueces populares.

¡Salve, roble inmortal! Cuando te nombra
respetuoso mi acento,
y en ti se fija ufano el pensamiento,
me parece crecer bajo tu sombra,
y en tu florida alfombra
con lícita altivez la planta asiento.

¡Salve! ¡La humana dignidad se encumbra
en esta tierra noble
que tú proteges, perdurable roble,
que el sol sereno de Vizcaya alumbra,
y do el Cosnoaga inmoble
llega a tus pies en colosal penumbra!

¿En dónde hallar un corazón tan frío,
que a tu aspecto no lata,
sintiendo que se enciende y se dilata?
¿Quién de tu nombre ignora el poderío,
o en su desdén impío,
tu vejez santa con amor no acata?

Allá desde el retiro silencioso
donde del hombre huía
—al par que sus derechos defendía—,
del de Ginebra pensador fogoso,
con vuelo poderoso,
llegaba a ti la inquieta fantasía;

y arrebatado en entusiasmo ardiente
—pues nunca helarlo pudo
de injusta suerte el ímpetu sañudo—,
postró a tu austera majestad la frente
y en página elocuente
supo dejarte un inmortal saludo.

La Convención Francesa, de su seno
ve a un tribuno afamado,
levantarse de súbito, inspirado,
a bendecirte, de emociones lleno...
Y del aplauso al trueno
retiembla al punto el artesón dorado.

Lo antigua que es la libertad proclamas...
—¡Tú eres su monumento!—
Por eso cuando agita raudo viento
la secular belleza de tus ramas,
pienso que en mí derramas
de aquel genio divino el ígneo aliento.

Cual signo suyo mi alma te venera,
y cuando aquí me humillo
de tu vejez ante el eterno brillo,
recuerdo, roble augusto, que doquiera
que el numen sacro impera,
un árbol es su símbolo sencillo.

Mas, ¡ah, silencio!... El sol desaparece
tras la cumbre vecina,
que va envolviendo pálida neblina...
se enluta el cielo..., el aire se adormece...
tu sombra crece y crece...
¡Y sola aquí tu majestad domina!

 

A las estrellas

 

Reina el silencia: fúlgidas en tanto,
luces de amor, purísimas estrellas,
de la noche feliz lámparas bellas,
Bordais con oro su enlutado manto.

El placer duerme y vela mi quebranto,
y rompen el silencio mis querellas,
volviendo el eco, unísono con ellas,
de aves nocturnas el siniesrto canto.

Estrellas, cuya luz modesta y pura,
del mar duplica el azulado espejo,
si a compasión os mueve la amargura.

Del intenso penar, por que me quejo,
¿Cómo para aclarar mi noche oscura
no teneis ¡ay! ni un pálido reflejo?
 

Al partir

 

¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.

¡Voy a partir!... La chusma diligente,
para arrancarme del nativo suelo
las velas iza, y pronta a su desvelo
la brisa acude de tu zona ardiente.

¡Adiós, patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
tu dulce nombre halagará mi oído!

¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela...
el ancla se alza... el buque, estremecido,
las olas corta y silencioso vuela.

 

A LA MUERTE DE DON JOSÉ MARÍA DE HEREDIA

Le poète est semblable aux oiseaux de passage,
Qui ne batissent point leur nid sur le rivage.

Lamartine

Voz pavorosa en funeral lamento,
desde los mares de mi patria vuela
a las playas de Iberia; tristemente
en son confuso la dilata el viento;
el dulce canto en mi garganta hiela,
y sombras de dolor viste a mi mente.
¡Ay!, que esa voz doliente,
con que su pena América denota
y en estas playas lanza el océano,
«Murió —pronuncia— el férvido patriota...»
«Murió —repite— el trovador cubano»;
y un eco triste en lontananza gime,
«¡murió el cantor del Niágara sublime!»

¿Y es verdad? ¿Y es verdad?... ¿La muerte impía
apagar pudo con su soplo helado
el generoso corazón del vate,
do tanto fuego de entusiasmo ardía?
¿No ya en amor se enciende, ni agitado
de la santa virtud al nombre late?...
Bien cual cede al embate
del aquilón el roble erguido,
así en la fuerza de su edad lozana
fue por el fallo del destino herido...
Astro eclipsado en su primer mañana,
sepúltanle las sombras de la muerte,
y en luto Cuba su placer convierte.

¡Patria! ¡Numen feliz! ¡Nombre divino!
¡Ídolo puro de las nobles almas!
¡Objeto dulce de su eterno anhelo!
Ya enmudeció tu cisne peregrino...
¿Quién cantará tus brisas y tus palmas,
tu sol de fuego, tu brillante cielo?...
Ostenta, sí, tu duelo;
que en ti rodó su venturosa cuna,
por ti clamaba en el destierro impío,
y hoy condena la pérfida fortuna
a suelo extraño su cadáver frío,
do tus arroyos, ¡ay!, con su murmullo
no darán a su sueño blando arrullo.

¡Silencio!, de sus hados la fiereza
no recordemos en la tumba helada
que lo defiende de la injusta suerte.
Ya reclinó su lánguida cabeza
—de genio y desventuras abrumada—
en el inmóvil seno de la muerte.
¿Qué importa al polvo inerte,
que torna a su elemento primitivo,
ser en este lugar o en otro hollado?
¿Yace con él el pensamiento altivo?...
Que el vulgo de los hombres, asombrado
tiemble al alzar la eternidad su velo;
mas la patria del genio está en el cielo.

Allí jamás las tempestades braman,
ni roba al sol su luz la noche oscura,
ni se conoce de la tierra el lloro...
Allí el amor y la virtud proclaman
espíritus vestidos de luz pura,
que cantan el hosanna en arpas de oro.
Allí el raudal sonoro
sin cesar corre de aguas misteriosas,
para apagar la sed que enciende al alma
—sed que en sus fuentes pobres, cenagosas,
nunca este mundo satisface o calma—.
Allí jamás la gloria se mancilla,
y eterno el sol de la justicia brilla.

¿Y qué, al dejar la vida, deja el hombre?
El amor inconstante; la esperanza,
engañosa visión que lo extravía;
tal vez los vanos ecos de un renombre
que con desvelos y dolor alcanza;
el mentido poder; la amistad fría;
y el venidero día
—cual el que expira breve y pasajero—
al abismo corriendo del olvido...
Y el placer, cual relámpago ligero,
de tempestades y pavor seguido...
Y mil proyectos que medita a solas,
fundados, ¡ay!, sobre agitadas olas.

De verte ufano, en el umbral del mundo
el ángel de la hermosa poesía
te alzó en sus brazos y encendió tu mente,
y ora lanzas, Heredia, el barro inmundo
que tu sublime espíritu oprimía,
y en alas vuelas de tu genio ardiente.
No más, no más lamente
destino tal nuestra ternura ciega,
ni la importuna queja al cielo suba...
¡Murió!... A la tierra su despojo entrega,
su espíritu al Señor, su gloria a Cuba;
¡que el genio, como el sol, llega a su ocaso,
dejando un rastro fúlgido su paso!

 

La pesca en el mar

 

¡Mirad! ya la tarde fenece...
          La noche en el cielo
          despliega su velo,
          propicio al amor.
 La playa desierta parece:
          Las olas serenas
          salpican apenas
          su dique de arenas,
          con blando rumor.
    
 Del líquido seno la luna
          su pálida frente
          allá en occidente
          comienza a elevar.
 No hay nube que vele importuna
          sus tibios reflejos,
          que miro de lejos
          mecerse en espejos
          del trémulo mar.
    
 ¡Corramos!... ¡quién llega primero!
          Ya miro la lancha...
          Mi pecho se ensancha,
          se alegra mi faz.
 ¡Ya escucho la voz del nauclero!
          que el lino despliega
          Y al soplo le entrega
          del aura que juega,
          girando fugaz!
    
 ¡Partamos! la plácida hora
          llegó de la pesca,
          y al alma refresca
          la bruma del mar.
 ¡Partamos, que arrecia sonora
          la voz indecisa
          del agua, y la brisa
          comienza de prisa
          la flámula a hinchar!
    
          ¡Pronto, remero!
          ¡Bate la espuma!
          ¡Rompe la bruma!
          ¡Parte veloz!
    
          ¡Vuele la barca!
          ¡Dobla la fuerza!
          ¡Canta y esfuerza
          brazos y voz!
    
          Un himno alcemos
          jamás oído,
          del remo al ruido
          del viento al son,
    
          y vuelve en alas
          del libre ambiente
          la voz ardiente
          del corazón.
    
 Yo a un marino le debo la vida,
 y por patria le debo al azar
 una perla -en un golfo nacida-
          al bramar
          sin cesar
          de la mar.
 Me enajena al lucir de la luna
 con mi bien estas olas surcar,
 y no encuentro delicia ninguna
          como amar
          y cantar
          en el mar.
 Los suspiros de amor anhelantes
 ¿quién ¡oh amigos! querrá sofocar,
 si es tan grato a los pechos amantes
          a la par
          suspirar
          en el mar?
 ¿No sentís que se encumbra la mente
 esa bóveda inmensa al mirar?
 Hay un goce profundo y ardiente
          en pensar
          y admirar
          en el mar.
 Ni un recuerdo del mundo aquí llegue
 nuestra paz deliciosa a turbar:
 libre el alma al deleite se entregue
          de olvidar
          y gozar
          en el mar.
 ¡Presto todos!... ¡Las redes se tienden!
 ¡Muy pesadas las hemos de alzar!
 ¡Presto todos, los cantos suspendan,
          y callar
          y pescar
          en el mar!

 

A mi jilguero

 

No así las lindas alas
abatas jilguerillo
desdeñando las galas
de su matiz sencillo.

No así guardes cerrado
ese tu ebúrneo pico,
de dulzuras colmado,
de consonancias rico.

En tu jaula preciosa
¿qué falta a tu recreo?
Mi mano cariñosa
previene tu deseo:

Festón de verdes hojas
tu reja adorna y viste.
¡Mira que ya me enojas
con tu silencio triste!

No de ingrato presumas
recobra tu contento,
riza las leves plumas,
da tus ecos al viento.

Mas no me escucha,
que tristemente
gira doliente
por su prisión.

Troncha las hojas,
pica la reja,
luego se aleja
con aflicción.

Ni un solo trino
su voz exhala
mas bate el ala
con languidez;

y tal parecen
sus lindos ojos
llorar enojos
de la viudez

Yo conozco, infelices,
lo que tu voz suspende…
¡Tu silencio lo dice!
¡Mi corazón lo entiende!

No aspiras los olores
del campo en que has nacido…
No encuentras tus amores…
No ves tu dulce nido.

Yo tu suerte deploro…
¡Por triste simpatía,
cuando tu pena lloro,
lloro también la mía!

Que triste, cual tú, vivo
por siempre separada
de mi suelo nativo…
¡De mi Cuba adorada!

No ya, jilguero mío,
veré la fértil vega
que el Tínima sombrío
con sus cristales riega;
ni en las tardes serenas
- tras enriscados montes -
disipará mis penas
la voz de los sinsontes.

No harán en mis oídos
arrullo al blando sueño
sus arroyos queridos
con murmullo halagüeño.

No verá el prado
que vio otro día
la lozanía
de mi niñez,

los tardos pasos
que marque incierta
mi planta yerta
por la vejez.

Ni la campana
dulce, sonora
que dio la hora
de mi natal,

sonará lenta
y entristecida
de aquesta vida
mi hora final.

El sol de fuego,
la hermosa luna,
mi dulce cuna.
mi dulce hogar…

Todo lo pierdo,
desventurada!
Ya destinada
sola a llorar.

¡Oh pájaro! pues que iguales
nos hacen hados impíos,
mientras que lloro tus males,
canta tú los llantos míos.

De tu cárcel la dureza
se ablandará con tu lloro,
y endulzarás mi tristeza
con ese pico de oro.

Pero ¡qué! ¿cantar rehúsas,
cual condenando mi anhelo,
y aún parece que me acusas
de ser causa de tu duelo?

¿No es igual mi cruda pena
a la que te agobia impía?
No nos une la cadena
de una tierna simpatía?

"No, porque en extraña tierra
"tus cariños te han seguido
"y allí la patria se encierra
"do está el objeto querido.

"De una madre el dulce seno
"recibe tu acerbo llanto,
"y yo, de consuelo ajeno
"solo lloro y solo canto.

"Eres libre, eres amada,
"¡yo solitario y cautivo…,
"preso en mi jaula dorada,
"para divertirte vivo!

"¡Ah! no, pues, mujer ingrata,
"no te compares conmigo…
"tu compasión me maltrata
"y tu cariño maldigo."

Esto me dicen tus ojos,
esto tu silencio triste…
¡Ya comprendo tus enojos!
¡Ya, jilguero, me venciste!

Libertad y amor te falta;
¡libertad y amor te doy!
¡Salta, pajarillo, salta,
que no tu tirana soy!

Salida franca
ya tienes, mira,
goza, respira…
libre eres ya.

Torna a tu campo,
torna a tu nido,
tu bien perdido
te espera allá.

¡Mas no me olvides
y a mi ventana
llega mañana
saliendo el sol!

¡Que yo te escuche
sólo un momento,
libre y contento,
cantar tu amor!

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