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Juan Nicasio Gallego - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Juan Nicasio Gallego (1777-1853)

Textos

Hoja seca

Hoja seca solitaria
que te vi tan lozana ayer
¿Dónde de polvo cubierta
vas a parar? -No lo sé;
lejos del nativo ramo
me arrastra el cierzo crüel,
desde el valle a la colina,
del arenal al vergel.
Voy por donde el viento me lleva,
resignada por saber
que ni suspiros ni ruegos
han de templar su altivez.
Hija de un pobre lentisco,
voy adonde van también
la presunción de la rosa,
la soberbia del laurel.

 

Soneto improvisado en broma y de pies forzados
 

Ya no reina en las tablas Marco Antonio,
 César, Yogurta ni el patrón de Plinio.  
 El trágico puñal perdió el dominio,
 opio se emplea, arsénico, antimonio.  
 
 Cruces, horcas, fantasmas el telonio 
 te ofrece si haces de él fiel escrutinio:  
 de crímenes atroces vaticinio  
 es hoy la bendición del matrimonio.  
 
 El delirio, el furor se llaman genio;
 ya Diana no es más que un plenilunio; 
 sólo se usa en el gálico Cilenio:  
 
 y en los teatros en diciembre o junio  
 tiemblan de horror los arcos del proscenio  
 de sólo presenciar tanto infortunio.  
 

Inestabilidad de las cosas humanas
 

A la voz de los tiempos rigurosos  
 se desploman las torres elevadas:  
 los montes y las rocas encumbradas  
 se ocultan entre juncos cenagosos.  
 
 ¿Do estáis, anfiteatros y colosos, 
 arcos soberbios, moles ponderadas?  
 ¿Dónde están vuestras bóvedas sagradas,
 templos de Olimpia y de Balbec famosos?  
 
 ¡Todos yacéis! Del poderío griego,
 del sirio y persa, del romano, y godo, 
 ¿qué dejó su segur al hierro y fuego?  
 
 ¿Y deberá extrañar, cayendo todo,
 que una botella de licor manchego  
 consiga derribarme por el lodo?
 

A Ofelia en sus días
 

Una vez, y no más, Ofelia mía,
 una vez y no más plugo al destino  
 que a tu lado me hallase el matutino  
 plácido ambiente de tu fausto día.  
 
 Fortuna entonces a mi amor reía: 
 feliz gozaba tu mirar divino,
 y al eco de tu labio purpurino  
 nadaba el pecho en célica alegría.  
 
 ¡Todo cambió! Por términos extraños  
 funestos dones debo a la venganza: 
 mofa, pobreza, canas, desengaños.  
 
 Sólo en mi corazón no hallo mudanza,
 que el poder de las penas y los años  
 en él tu imperio a destruir no alcanza.
 

A los ferrocarriles

 

Más quiero estar rollizo como un sollo  
 sin montar en borrico ni en caballo,
 que andar diez leguas mientras canta un gallo  
 metido en un cajón hecho un repollo.  
 
 Tengo presente aquel fatal embrollo 
 que en Versalles pasó y otros que callo:  
 de aquí no he de moverme aunque eche tallo:  
 un hijo mío no ha de ser criollo.  
 
 En un ferrocarril sálvese un pillo  
 que a una doncella deshojó el capullo, 
 o de alguna prisión forzó el rastrillo;
 
 que yo prefiero al plácido murmullo  
 de un arroyo roncar como un chiquillo,  
 y llámenme, si quieren, Pero Grullo.
 

 

Receta

 

Toma dos versos de cinco sílabas,
de aquellos mismos que el buen Iriarte
hizo en su fábula lagartijera.
Forma de entrambos un solo verso,
y esto repítelo según te plazca.
Mezcla si quieres, que es fácil cosa,
algún esdrújulo de cuando en cuando;
con esto sólo, sin más fatiga,
harás a cientos versos magníficos,
como éstos míos que estás leyendo.
Así algún día los sabios todos,
los Hermosillas del siglo próximo,
darán elogios al divino invento,
ora diciendo que son hexámetros
o asclepiadeos, ora que aumentas
con nueva cuerda la patria lira,
no hallando en Córdoba laurel bastante

 

EL DOS DE MAYO

ELEGÍA

Animas meminisse horret
luctuque refugit
Virgilio, Eneida.

Noche, lóbrega noche, eterno asilo
Del miserable que esquivando el sueño
Profundas penas en silencio gime,
No desdeñes mi voz; letal beleño
Presta a mis sienes, y en tu horror sublime
Empapada la ardiente fantasía,
Dá a mi pincel fatídicos colores,
Con que el tremendo día
Trace el fulgor de vengadora tea,
Y el odio irrite de la patria mía,
Y escándalo y terror al orbe sea.

¡Día de execración! La destructora
Mano del tiempo le arrojó al averno:
Mas ¿quién el sempiterno
Clamor con que los ecos importuna
La madre España en enlutado arreo
Podrá atajar? Junto al sepulcro frío,
Al pálido lucir de opaca luna,
Entre cipreses fúnebre la veo:
Trémula, yerta, y desceñido el manto,
Los ojos moribundos
Al cielo vuelve que le oculta el llanto:
Roto y sin brillo el cetro de dos mundos
Yace entre el polvo, y el león guerrero
Lanza a sus pies rugido lastimero.

¡Ay! Que cual débil planta
Que agosta en su furor hórrido viento,
De víctimas sin cuento
Lloró la destrucción Mantua afligida!
Yo vi, yo vi su juventud florida
Correr inerme al huésped ominoso.
Mas ¿qué su generoso
Esfuerzo pudo? El pérfido caudillo,
En quien su honor y su defensa fía,
La condenó Al cuchillo.
¿Quién ¡ay! La alevosía,
La horrible asolación habrá que cuente,
Que hollando de amistad los santos fueros,
Hizo furioso en la indefensa gente
Ese tropel de tigres carniceros?

Por las henchidas calles
Gritando se despeña
La infame turba que abrigó en su seno.
Rueda allá rechinando la cureña,
Acá retumba el espantoso trueno,
Allí el joven lozano,
El mendigo infeliz, el venerable
Sacerdote pacífico, el anciano
Que con su arada faz respeto imprime,
Juntos amarra en su dogal tirano.
En balde, en balde gime
De los duros satélites en torno
La triste madre, la afligida esposa,
Con doliente clamor: la pavorosa
Fatal descarga suena,
Que a luto y llanto eterno las condena.

¡Cuánta escena de muerte! ¡Cuánto estrago!
¡Cuántos ayes doquier! Despavorido
Mirad ese infelice
Quejarse al adalid empedernido
De otra cuadrilla atroz. ¡Ah! «¿Qué te hice?,
Exclama el triste en lágrimas deshecho:
Mi pan y mi mansión partí contigo;
Te abrí mis brazos, te cedí mi lecho,
Templé tu sed y me llamé tu amigo.
¿Y ora pagar podrás nuestro hospedaje
Sincero, franco, sin doblez ni engaño,
Con dura muerte y con indigno ultraje?»
¡Perdido suplicar! ¡inútil ruego!
El monstruo infame a sus ministros mira,
Y con tremenda voz gritando ¡fuego!,
Tinto en su sangre el infeliz expira.

Y en tanto, ¿dó se esconden?,
Do están, oh cara patria, tus soldados,
Que a tu clamor de muerte no responde?
Presos, encarcelados
Por jefes sin honor que, haciendo alarde
De su perfidia y dolo,
A merced de los vándalos te dejan,
Como entre hierros el león, forcejean
Con inútil afán... Vosotros sólo
Fuerte Daoiz, intrépido Velarde,
Que osando resistir al gran torrente,
Dar supisteis en flor la dulce vida
Con firme pecho y con serena frente.
Si de mi libre musa
Jamás el eco adormeció a tiranos,
Ni vil lisonja emponzoñó su aliento,
Allá del alto asiento
A que la acción magnánima os eleva,
El himno oíd que a vuestro nombre entona,
Mientras la fama aligera le lleva
Del mar del hielo a la abrasada zona.

Mas ¡ay! Que en tanto sus funestas alas
Por la opresa metrópoli tendiendo,
La yerma asolación sus plazas cubre!
Y al áspero silbar de ardientes balas,
Y al ronco son de los preñados bronces,
Nuevo fragor y estrépito sucede.
¿Oís como rompiendo
De moradores tímidos las puertas,
Caen estallando de los fuertes goznes?
¡Con qué espantoso estruendo
Los dueños buscan que medrosos huyen!
Cuanto encuentran destruyen
Bramando los atroces forajidos,
Que el robo infame y la matanza ciegan.
¿No veis cual se despliegan
Penetrando en los hondos aposentos,
De sangre y oro y lágrimas sedientos?

Rompen, talan, destrozan
Cuanto se ofrece a su sangrienta espada.
Aquí matando al dueño se alborozan,
Hieren allí su esposa acongojada;
La familia asolada
Yace expirando, y con feroz sonrisa
Sorben voraces el fatal tesoro.
Mustio el dulce carmín de su mejilla
Y en su frente marchita la azucena,
Con voz turbada y anhelante lloro
De su verdugo ante los pies se humilla
Tímida virgen de amargura llena;
Mas con furor de hiena,
Alzando el corvo alfanje damasquino,
Hiende su cuello el bárbaro asesino.

¡Horrible atrocidad!... ¡Treguas, oh Musa,
Que ya la voz rehúsa,
Embargada en suspiros mi garganta!
Y en ignominia tanta,
¿Será que rinda el español bizarro
La indómita cerviz a la cadena?
No; que ya en torno suena
De Palas fiera el sangriento carro,
Y el látigo estallante
Los caballos flamígeros hostiga.
Ya el duro peto y el arnés brillante
Visten los fuertes hijos de Pelayo.
Fuego arrojó su ruginoso acero:
¡Venganza y guerra!, resonó en su tumba;
¡Venganza y guerra!, repitió Moncayo,
Y al grito heroico que los aires zumba,
¡Venganza y guerra!, claman Turia y Duero.
Guadalquivir guerrero
Alza al bélico sol la regia frente,
Y del Patrón valiente
Blandiendo activo la nudosa lanza,
Corre gritando al mar: ¡Guerra y venganza!

Vosotras, oh infelices
Sombras de aquellos que la fiel cuchilla
Robó a sus lares, y en fugaz gemido
Cruzáis los anchos campos de Castilla,
La heroica España, en tanto que al bandido
Que a fuego y sangre, de insolencia ciego,
Brindó felicidad, a sangre y fuego
Le retribuye el don, sabrá piadosa
Daros solemne y noble monumento.
Allí, en padrón cruento
De oprobio y mengua, que perpetuo dure,
La vil traición del déspota se lea;
Y altar eterno sea
Donde todo español al monstruo jure
Rencor de muerte que en sus venas cunda,
Y a cien generaciones se difunda.

 

A LA TERMINACIÓN DE LA GUERRA CIVIL
EN LOS CAMPOS DE VERGARA 1840


¿Qué inusitada aclamación festiva

Convierte en gozo de mi patria el duelo?

¿Por qué de mar a mar con raudo vuelo

Suena sin fin centuplicado el viva?

La Paz, si: ¿no la veis, de fresca oliva

la sien ordena, descender del cielo,

En su diestra agitar cándido velo,

Y ahuyentar la Discordia vengativa?

¡Oh momento feliz! Su horrible tea

De la nación magnánima española

Maldita siempre y execrada sea;

Y anuncie el blanco lino que hoy tremola

Y en que la cifra de Isabel campea,

Un grito, un pensamiento, un alma sola.

 

La primavera

 

Sacude abril su fértil cabellera

y el ancho suelo puéblase de flores;

el alba le saluda, y mil colores

en torno brillan de la clara esfera.

 

Anuncia alegre el soto y la pradera

la vuelta de la risa y los amores,

y arroyos, aves, selvas y pastores

cantan la deliciosa primavera.

 

Ríe el zagal; alégrase el ganado;

todo el placer de su presencia siente;

el bosque, el río, el páramo, el poblado,

 

mas yo, que estoy de mi Pradina ausente,

suspiro solo y de tristeza helado,

cual si bramara el ábrego inclemente.

 

Los hoyuelos de Lesbia

 

Cruzaba el hijo de la cipria diosa

solo y sin venda la floresta umbría

cuando, al pie de un rosal, vio que dormía

al blando son del mar mi Lesbia hermosa;

 

y al ver pasmado que su faz graciosa

los reflejos del alba repetía,

tanto se deslumbró que no sabía

si aquello era mejilla o era rosa.

 

Alargó el dedo el niño entre las flores

y en ambos lados le aplicó a la bella,

formando dos hoyuelos seductores.

 

¡Ay, que al verla reír, la dulce huella

del dedo del amor mata de amores!

¡Feliz el que su boca estampe en ella!
 

A Judas

 

Cuando el horror de su traición impía

del falso Apóstol obcecó la mente,

y del árbol fatídico pendiente

con rudas contorsiones se mecía,

 

complacido en su mísera agonía

mirábale el demonio frente a frente,

hasta que al fin, del término impaciente,

de entrambos pies con ímpetu le asía.

 

Mas ya que vio cesar del descompuesto

rostro la agitación convulsa y fiera,

señal segura de su fin funesto,

 

con infernal sonrisa lisonjera

los labios puso en el deforme gesto,

y el beso le volvió que a Cristo diera.

 

A la memoria de Garcilaso

 

Río, ¿do está de Laso la divina

musa que un tiempo suspiraba amores;

la que tu verde sien ciñó de flores

y suspendió tu linfa cristalina?

 

A tu margen la alondra matutina

modula al son del agua sus loores,

y el dulce lamentar de dos pastores

resuena grato en la imperial colina.

 

Zagales de Aranjuez, que en lastimera

voz recordáis su muerte cada día,

vosotros los del Tajo en su ribera,

 

dejad ¡ay! que la humilde musa mía

de flores a su cítara ligera

y tierno llanto a su ceniza fría.

 

A la reina Isabel en el pleno ejercicio de su voluntad

 

Cual viene en pos de nebuloso invierno

brotando rosas la estación florida,

y la campiña yerta y aterida

revive al soplo de favonio tierno,

 

así de España al liberal gobierno,

débil un tiempo, sin vigor, sin vida,

brío y lustre darás, reina querida,

y harás su dicha y tu renombre eterno.

 

Lanzado en fin al báratro profundo,

no verterá en mi patria su veneno

de la anarquía el monstruo furibundo.

 

A tu sombra, Isabel, aliente el bueno,

y a tu cetro feliz aclame el mundo

de la virtud imán, del vicio freno.

 

Al nacimiento de Pradina

 

Cuando al morir el poderoso estío

el Otoño asomó la rubia frente,

frescura dando al congojoso ambiente,

vida a las plantas, movimiento al río,

 

nació Pradina, y celestial rocío

vivificó las flores de repente;

arrullolas Favonio blandamente,

y el sol brilló con nuevo señorío.

 

Alegre al verla el ruiseñor trinaba,

y de su boca de coral salía

fragante olor que el aire embalsamaba.

 

¡Triste de ti, Casinio! (cuando abría

los bellos ojos, el Amor clamaba).

¡Ay, de tu libertad, y aun de la mía!».

 

A Pradina ausente

 

¿Será que siempre esté, cara Pradina

tu larga ausencia y desamor llorando?

¿No escucharé jamás tu acento blando

ni he de embeberme en tu beldad divina?

 

Huyó el octubre: la robusta encina

vino el sañudo cierzo derribando;

siguiole abril, los campos matizando,

y tu dureza más y más se obstina.

 

Llega anhelante el polvoroso estío;

vuelve otoño de vides coronado;

torna la escarcha del invierno frío:

 

y tú tranquila, inmóvil, sin cuidado

dejas desfallecer el pecho mío,

ya de gemir y de esperar cansado.

 

Elegía a la Muerte de la Duquesa de Frías

 

Al sonante bramido
Del piélago feroz que el viento ensaña
Lanzando atrás del Turia la corriente;
En medio al denegrido
Cerco de nubes que de Sirio empaña
Cual velo funeral la roja frente;
Cuando el cárabo oscuro
Ayes despide entre la breña inculta,
Y a tardo paso soñoliento Arturo
En el mar de occidente se sepulta;
A los mustios reflejos
Con que en las ondas alteradas tiembla
De moribunda luna el rayo frío,
Daré, del mundo y de los hombres lejos,
Libre rienda al dolor del pecho mío.

Sí, que al mortal a quien del hado el cerio
A infortunios sin término condena,
Sobre su cuello mísero cargando
De uno en otro eslabón larga cadena,
No en jardín halagüeño,
Ni al puro ambiente de apacible aurora
Soltar conviene el lastimero canto
Con que al cielo importuna.
Solitario arenal, sangrienta luna
Y embravecidas olas acompañen
Sus lamentos fatídicos. ¡Oh lira
Que escenas sólo de aflicción recuerdas;
Lira que ven mis ojos con espanto
Y a recorrer tus cuerdas
Mi ya trémula mano se resiste!
Ven, lira del dolor. ¡Piedad no existe!

¡No existe, y vivo yo! ¡No existe aquella
Gentil, discreta, incomparable amiga,
Cuya presencia sola
El tropel de mis penas disipaba!
¿Cuándo en tal hermosura alma tan bella
De la corte española
Más digno fue y espléndido ornamento?
¡Y aquel mágico acento
Enmudeció por siempre, que llenaba
De inefable dulzura el alma mía!
Y ¡qué! fortuna impía,
¿Ni su postrer adiós oír me dejas?
¿Ni de su esposo amado
Templar el llanto y las amargas quejas?
¿Ni el estéril consuelo
De acompañar hasta el sepulcro helado
Sus pálidos despojos?
¡Ay! Derramen sin duelo
Sangre mi corazón, llanto mis ojos.

¿Por qué, por qué a la tumba,
Insaciable de víctimas, tu amigo
Antes que tú no descendió, Señora?
¿Por qué al menos contigo
La memoria fatal no te llevaste
Que es un tormento irresistible ahora?
¿Qué mármol hay que pueda
En tan acerba angustia los aciagos
Recuerdos resistir del bien perdido?
Aun resuena en mi oído
El espantoso obús lanzando estragos,
Cuando mis ojos ávidos te vieron
Por la primera vez. Cien bombas fueron
A tu arribo marcial salva triunfante.
Con inmóvil semblante
Escucho amedrentado el son horrendo
De los globos mortíferos, en torno
Del leño frágil a tus pies cayendo,
Y el agua que a su empuje se encumbraba
Y hasta las altas grímpolas saltaba.

El dulce soplo de Favonio en tanto
Las velas hinche del bajel ligero,
Sin que salude con festivo canto
La suspirada costa el marinero.
Ardiendo de la patria en fuego santo,
Insensible al horror del bronce fiero,
Fijar te miro impávida y serena
La planta breve en la menuda arena.
—¡Salve, oh Deidad!—del gaditano muro
Grita la muchedumbre alborozada;
—¡Salve, oh Deidad!—de gozo enajenada
La ruidosa marina
Que a ti se agolpa y en bajel rodea;
Y al cielo sube el aclamar sonoro
Como al aplauso del celeste coro
Salió del mar la hermosa Citerea.

Absortas contemplaron
El fuego de tus ojos
Las bellas ninfas de la bella Gades;
Absortas te envidiaron
El pie donoso y la mejilla pura,
El vivo esmalte de tus labios rojos,
El albo seno y la gentil cintura.
Yo te miraba atónito: no empero
Sentí en el alma el pasador agudo
De bastarda pasión; que a dicha pudo
Del honor y deber la ley severa
Ser a mi pecho impenetrable escudo.
Mas ¿quién el homenaje
De afecto noble, de amistad sincera
Cual yo te tributó, cuando el tesoro
De tu divino ingenio descubría,
Que en cuerpo tan gallardo relucía
Como rico brillante en joya de oro?
¡Cuántas, ay, qué apacibles
Horas en dulces pláticas pasadas
Betis me viera de tu voz pendiente!
¡Cuántas en las calladas
Florestas de Aranjuez el eco blando
Detuvo el paso a la tranquila fuente;
Ya el primor ensalzando
Que al fragante clavel las hojas riza
Y la ancha cola del pavón matiza;
Ya la varia fortuna
Del cetro godo y del laurel romano;
O el poder sobrehumano
Que de un soplo derroca
Del alto solio al triunfador de Jena
Y con duras amarras le encadena,
Como al antiguo Encélado, a un roca.

Pero otro don magnífico, sublime,
Más alto que el ingenio y la hermosura,
Debiste al Criador, vivaz destello
De su lumbre inmortal, alma ternura.
¿Cuándo, cuándo al gemido
Negó del infeliz oro tu mano,
Ayes tu corazón? El escondido
Volcán que decoroso
Tu noble aspecto revelaba apenas,
Un infortunio, un rasgo generoso,
Un sacrificio heroico hervir hacía.
Entonces agitado
Tu rostro angelical resplandecía
Del más purpúreo rosicler cubierto:
Del seno revelado
La extraña conmoción, el entreabierto
Labio, las refulgentes
Ráfagas de tus ojos
Que entre los anchos párpados brillaban,
Las lágrimas ardientes
Que a tus negras pestañas asomaban,
El gesto, el ademán, los mal seguros
Acentos, la expresión... ¡Ah! Nunca, nunca
Tan insigne modelo
De astro feliz, de inspiración divina
Mostró Casandra en los dardanios muros
Ni en las lides olímpicas Corina.
Y sólo al santo fuego
De un pecho tan magnánimo pudiera
Deber tu amigo el aire que respira.
Sólo a tu blando ruego
La Amistad se vistiera
Máscara y formas del Amor su hermano.
¿Quién sino tú, señora,
Dejando inquieta la mullida pluma
Antes que el frío tálamo la Aurora,
Entrar osara en la mansión del crimen?
¿Quién sino tú del duro carcelero,
Menos al son del oro empedernido
Que al eco de los míseros que gimen,
Quisiera el ceño soportar? Perdona,
Cara Piedad, que mi indiscreta musa
Publique al mundo tan heroico ejemplo,
Y que mi gratitud cuelgue en el templo
De la santa Amistad digna corona.

En el mezquino lecho
De cárcel solitaria
Fiebre lenta y voraz me consumía,
Cuando, sordo a mis quejas,
Rayaba apenas en las altas rejas
El perezoso albor del nuevo día. D
e planta cautelosa
Insólito rumor hiere mi oído;
Los vacilantes ojos
Clavo en la ruda puerta, estremecido
Del súbito crujir de sus cerrojos,
Y el repugnante gesto
Del fiero alcaide mi atención excita,
Que hacia mí sin cesar su mano agita
Con labio mudo y sonreír funesto.
Salto del lecho, y sígole azorado,
Cruzando los revueltos corredores
De aquella triste y lóbrega caverna
Hasta un breve recinto iluminado
De moribunda y fúnebre linterna.
Y a par que por oculto
Tránsito desparece
Como visión fantástica el cerbero,
De nuevo extraño bulto,
. Sombra confusa, que se acerca y crece,
La angustia dobla de mi horror primero.
Mas ¡cuál mi asombro fue cuando improvisa
A la pálida luz mi vista errante
Los bellos rasgos de Piedad divisa
Entre los pliegues del cendal flotante!
«¿Por qué, por qué benigna»,
Clamé bañado en llanto de alborozo,
«Osas pisar, Señora,
Esta morada indigna
Que tu respeto y tu virtud desdora?
¡Ah! si a la fuerza del inmenso gozo,
Del placer celestial que el alma oprime,
Hoy a tus plantas expirar consigo,
Mi fiebre, mi prisión, mi fin bendigo.

»A este oscuro aposento
No a que de pena o de placer expires
La voz de la amistad mis pasos guía,
Sino a esforzar tu desmayado aliento
Contra los golpes de la suerte impía.
Su cuello al susto y la congoja doble
El que del crimen en su pecho sienta
El punzante aguijón; que al alma noble
Do la inocencia plácida se anida,
Ni el peso de los grillos la atormenta,
Ni el son de los cerrojos la intimida.
Recobra, amigo caro,
La esperanza marchita.
Y el digno esfuerzo del varón constante.
Pronto será que el astro rutilante,
Que jamás estas bóvedas visita,
De la calumnia vil triunfar te vea:
Mi fausto anuncio tu consuelo sea.

»Serálo, sí; lo juro;
Y aunque ese llanto que tu rostro inunda
Vaticinio tan próspero desmiente,
No me hará de fortuna el torvo cerio
Fruncir las cejas ni arrugar la frente;
Que el dichoso mortal a quien risueño
Mira el destino...» ¡No acabé! A deshora
La aciaga voz del carcelero escucho,
Diciendo: «Es tarde; baste ya, Señora.»

«¡Adiós! ¡adiós! Del vulgo malicioso
Que al despuntar del sol sacude el sueño
Temo el labio mordaz. ¡Adiós te queda!»
«Aguarda» ... «¡Adiós!» ... Y en soledad sumido
Oigo ¡ay de mí! del caracol torcido
Barrer las gradas la crujiente seda.
¡Oh digno, oh generoso
Dechado de amistad! ¡Oh alegre día!
¿Y dónde estás, en dónde,
Ángel consolador, Duquesa amada,
Que no te mueve ya la angustia mía? ¡
Gran Dios, y ni responde
De su esposo infeliz al caro acento,
Aunque en la tumba helada
Lágrimas de dolor vierte a raudales!
¡Ni de su triste huérfana el lamento,
Con ambos brazos al sepulcro asida,
Ablanda sus entrañas maternales!
¡Oh dulces prendas de su amor! Al mármol
En vano importunáis. Hará el rocío
Del venidero Abril que al campo vuelva
La verde pompa que abrasó el estío;
Mas no esperéis que el túmulo sombrío
La devorada víctima devuelva,
Ni a sus profundos huecos
Otra respuesta oír que sordos ecos.
En él de bronce y oro,
Ínclito vate, estallarán cinceles
Vuestro heroico blasón, entretejiendo
Con palmas tus laureles.
¡Inútil afanar! La sien ceñida
De adelfa y mirto, pulsará tu mano
La dolorosa cítara, moviendo
El orbe todo a compasión... ¡En vano!
Resonarán con ellas
Mis gemidos simpáticos, y el coro
De cuantos cisnes tu infortunio inspira
Alzar podrá a su gloria
Noble trofeo en canto peregrino.
Mas ¡ay! ¿podrá su lira
Forzar las puertas del Edén divino
Y el diente ensangrentado
Del áspid arrancar en ti clavado?

A más alto poder, mísero amigo,
Los ojos torna y el clamor dirige
Que entre sollozos lúgubres exhalas.
Al Ser inmenso que los orbes rige,
En las rápidas alas
De ferviente oración remonta el vuelo.
Yo elevaré contigo
Mis tiernos votos, y al gemir de aquella,
Que en mis brazos creció, cándida niña,
Trasunto vivo de tu esposa bella,
Dará benigno el cielo
Paz a su madre, a tu aflicción consuelo.
Sí; que hasta el solio del Eterno llega
El ardiente suspiro
De quien con puro corazón le ruega,
Como en su templo santo el humo sube
Del balsámico incienso en vaga nube.

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