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Juan Pablo Forner y Segarra - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Juan Pablo Forner y Segarra (1756-1797)

Textos

 

Oda

No me acongoja, fortuna,

no me acongoja el mísero tormento

de tu mano importuna,

ni dolorido acento

mostrará que es cobarde el sufrimiento.

Al umbral pavoroso

de la dura mansión del orco oscuro,

con plácido reposo,

bajaré más seguro

que tarda sombra de tirano impuro.

¿Qué pálidos temores

mi paso detendrán? Yo, ni en dorados

techos tristes sudores

de súbitos postrados

derramé en usos torpes o malvados.

Ni de la flaca Astrea,

sacerdote venal, órgano injusto,

la virtud hice rea;

ni, poderoso adusto,

leyó en mi ceño el infeiz su susto.

Sencilla medianía,

don de los dioses, al rigor me nieva

de la ambición impía;

ni otro mortal me ruega,

ni humilde a hablarme la virtud se llega.

¡Oh pacífico techo!

Lares humildes de virtud dichosa,

en donde ni el despecho

ni la envidia rabiosa

la paz de mis deseos turbar osa.

 

Definición de una niña de moda
 

Yo soy de poca edad, rica y bonita;  
 tengo lo que suelen llamar salero,  
 y toco, y canto, y bailo hasta el bolero,  
 y ando que vuelo con la ropa altita;  
 
 si entro en ella, revuelvo una visita, 
 y más si hay militar o hay extranjero;  
 voy a tertulia, y hallo peladero;  
 a paseo, y me llevo la palmita;  
 

 soy marcial: hablo y trato con despejo;  
 a los lindos los traigo en ejercicio, 
 y dejo y tomo a mi placer cortejo;  
 
 visto y peino con gracia y artificio...  
 Pues ¿qué me falta?... Oyola un tío viejo,  
 y le dijo gruñendo: «Loca, el juicio.»
 

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Desordenado en desaliño airoso
al bullicioso céfiro permite
Nisa el cabello, porque no limite
su nativo esplendor lazo industrioso.

Velo sutil sobre su pecho hermoso
al gusto esconde lo que al gusto incite;
ni tanto que el tesoro facilite,
ni tanto que de él dude el ojo ansioso.

Así en traje sucinto reclinada
en alcatifa generosa yace
su gentileza y gala peregrina;

así la halla Cendón y la taimada
del necio que su pompa satisface
cobra el oro, y a Alexi lo destina.
 

Madrid

Esta es la villa, Coridón, famosa
que bañada del leve Manzanares
leyes impone a los soberbios mares
y en otro mundo impera poderosa.

Aquí la religión, zagal, reposa
rica en ofrendas, fértil en altares;
en las calles los hallas a millares;
no hay portal sin imagen milagrosa.

Y por que más la devoción entiendas
de este piadoso pueblo, a cada mano
ves presidir los santos en las tiendas.

Y dime, Coridón, ¿es buen cristiano
pueblo que al cielo da tantas ofrendas?
Eso yo no lo sé, cabrero hermano.
 

El año de 1793


Cruje feroz el carro furibundo  
 del implacable Marte, y desquiciada  
 la tierra, en sangre y en sudor bañada,  
 puebla de horror los ámbitos del mundo.  
 
 Impía la Parca con aspecto inmundo, 
 no en los campos de Marte fatigada,  
 destroza en prado y monte, encarnizada,  
 greyes sin fin con ímpetu iracundo.  
 
 Cadáveres son hoy de hombres y brutos  
 cosecha horrenda de la tierra, males 
 con que esta edad su mérito señala.  
 
 Niéganse al hombre hasta los rudos frutos;  
 ¡ay! según lo merecen los mortales,  
 así el cielo, Teodoro, los regala.
 

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Despierta, Elpín; y guarda que el hambriento  
 lobo no sirve, no, tu grey de pasto:  
 tú roncas, y el zagal hace su gasto  
 devorando tus reses ciento a ciento.  
 

 De rotas pieles número cruento 
 luego te entrega el desalmado Ergasto;  
 y el daño apoca, aunque en ejido vasto  
 pace escaso ganado y macilento.  
 

 Despierta, Elpín: y en las calladas horas  
 cuando sin luna las estrellas lucen 
 observa, espía a tus zagales fieles.  
 
 Verás como desuellan con traidoras  
 manos tu grey, y pérfidos reducen  
 tu hacienda toda a ensangrentadas pieles.

 

Pequeñez de las gradezas humanas

 

Salgo del Betis a la ondosa orilla
cuando traslada el sol su nácar puro
al polo opuesto, y en el cielo oscuro
la luna ya majestüosa brilla.

Entre la opaca luz su honor humilla
la soberbia ciudad y el roto muro
que, al rigor de los siglos mal seguro,
reliquia funeral, ciñe a Sevilla.

Pierde la sombra su grandeza ufana;
la altiva población y sus destrozos
lúgubres se divisan y espantables.

Fía, Licino, en la grandeza humana;
contémplala en la noche de sus gozos,
y los verás medrosos, miserables.

 

Epitafio

 

Aquí yace Jazmín, gozque mezquino,
que sólo al mundo vino
para abrigarse en la caliente falda
de madama Crisalda,
tomar chocolatito,
bizcochos y confites,
el pobre animalito,
desazonar visitas y convites,
alzando la patita
para orinar las capas y las medias
con audacia maldita,
ladrar rabiosamente
al yente y al viniente,
ir en coche a paseos y comedias
y ser martirio eterno de criados,
por él o despedidos o injuriados
con furor infernal y grito horrendo.

Si inútil fue y aborrecible bicho,
y petulante y puerco y disoluto,
culpas no fueron suyas, era bruto;
educóle el capricho
de delicia soez con estupendo
horror de la razón; naturaleza
no le inspiró tan bárbara torpeza.
Los que en la tierra al Hacedor retratan,
sus hechuras divinas desbaratan,
corrompen y adulteran.
Los vicios de Jazmín, de su ama eran.
 

Epitafio burlesco

 

Esta breve pizarra en hoyo poco
albo esqueleto encierra,
no de varón que armado de diamante
en mortífera guerra
apresuró el imperio de la muerte
del Tajo al Orinoco,
porque supo matar, nombre triunfante
del tiempo y del olvido.

Ni yace aquí, a basura reducido,
el encanto de amor, la rosa, el oro
que en lascivo cabello
almas aprisionó con lazo fuerte,
y a quien rindieron el cautivo cuello,
por antojo de fácil hermosura,
la verdad y justicia,
avasallando su ínclito decoro
de una ramera al imperioso ceño.

Ni aquí la sombra obscura
ennegrece los huesos formidables
de un animado lodo,
para cuya codicia,
según ansiaba su insaciable dueño,
se creó el universo todo, todo,
y quiso Dios que fuesen miserables
los animales que se llaman hombres.

Ni sella (no te asombres)
esta losa a un devoto, que cantando
himnos al Hacedor en compungido
tono y clamor doliente,
pálido, cabizbajo y penitente
dejaba el templo, y sus dineros sacros
derramaba en profanos simulacros,
mientra el mendigo mísero y transido
recibía a sus puertas,
a la ambición y al aparato abiertas,
vil ochavillo o tísica piltrafa;
en fin, no aquí la estafa
yace disuelta en polvo y podredumbre,
ni la ambición impía,
congoja y pesadumbre
la linajuda vanidad de un necio
que en la ajena virtud puso su precio,
y siendo abominable
de todo vicio escandalosa presa,
se juzgó ente sublime y adorable
porque serie de vulvas conocidas
al mundo le arrojaron;
no locos devaneos que llenaron
las regiones del orbe divididas
de terror con el oro o con el hierro.

Aquí descansa, oh caminante, un perro
de quien jamás el mundo tuvo quejas.
Defendió de los lobos las ovejas
con robusto vigor y ágiles zancas.
Sus dientes y carlancas
fueron defensa al tímido rebaño,
y atronando los vagos horizontes
con fiel ladrido en las nocturnas horas,
ahuyentó de los montes
las bestias carniceras,
y los hombres, más fieros que las fieras.

Hizo bien a su grey, a nadie daño
con intento maligno.
Agradeció leal parco sustento,
y vigilante, a su deber atento,
no a ambición, no a interés, no a gloria vana,
no a delicia liviana
le ajustó, mas a sola la obediencia
de obrar cual le dictó la Providencia.

Bien tan gran perro de epitafio es digno;
y si no lo confiesas, caminante,
búscale entre los héroes semejante.
 

A Filis, enferma de la garganta

 

Amor, Filis mía,
que enojado vio
la dureza ingrata
de tu corazón,
vibrando la flecha
con nuevo rigor,
herirte dispuso,
mas, ¡ay!, no acertó.
Al pecho asestaba,
y el vibrado arpón
tocó tu garganta,
y en mi pecho dio.
Tú libre quedaste;
yo, herido de amor;
¡Oh, qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!

Tu garganta airosa,
donde de tu sol
ondean las hebras
que el oro envidió,
lastimada apenas
del golpe veloz,
del robusto niño
percibió el ardor;
percibióle sólo;
padézcole yo,
herido, abrasado
de impía pasión.
Tú de Amor te burlas,
yo sufro su error;
¡Oh, qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!

Tímidos deseos,
que, afable, animó
de tus ojos gratos
el vivo esplendor,
de estar a tu lado
diéronme ocasión;
¡momento dichoso,
si acertara Amor!
De su arco invencible
yo el juguete soy,
pudiendo su tiro
doblar el traidor.
Retiró la mano,
sin ver dónde hirió.
¡Oh, qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!

Ay, niña adorable,
no te enojes, no,
si en ruegos exhalo
mi amarga aflicción:
que en esta venganza
que Amor meditó,
a mí fué la herida,
y a ti la intención.
Amar tu debieras
como amando estoy,
y ya me contento
con tu compasión.
Por mí de Cupido
burlas el rigor.
¡Oh, qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!

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