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Madrid y el 98 (comp.) Justo Fernández López Historia de la literatura española
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Madrid y el 98
Por Juan VAN-HALEN
ABC - 02 de mayo de 1998
El 2 de mayo de 1898 los perió-dicos de Madrid publicaban la destrucción de la escuadra española en Cavite. En el atardecer del día anterior, a la salida de una mala tarde de toros, el rumor de la derrota se había ido extendiendo por la ciudad, y grupos de personas se manifestaban, entre el dolor y la sorpresa, ante los domicilios de Sagasta y de Moret. Dos meses más tarde, el 3 de julio, el resto de la flota sucumbía frente al puerto de La Habana. ElGobierno, en los coletazos del turnismo de El Pardo, a un año del asesinato de su diseñador, Cánovas, había ocultado al país la tremenda realidad de su insuficiencia militar, no esquivando una guerra condenada al fracaso. El«New York Journal» de Randolph William Hearst, inspirador del «Ciudadano Kane» de Orson Welles, abanderado de la «prensa amarilla», creaba, con tintas más dramáticas cada día, una opinión favorable a la guerra con España. A su corresponsal en La Habana que le anunció su regreso a Nueva York porque, a su juicio, era improbable la guerra, Hearst había respondido con el célebre telegrama: «Permanezca en La Habana Stop De que haya guerra me encargo yo Stop». Hearst quería vender más periódicos y, de paso, contribuir a la expansión norteamericana, pero lo sorprendente es que casi toda la prensa española azuzase con igual firmeza la fiebre belicista y considerase la guerra con Estados Unidos una mera cuestión de trámite con victoria asegurada.
Madrid era una ciudad de graves contrastes sociales, que sólo en octubre de aquel año conoció su primer tendido de electricidad para la iluminación, y sus primeros tranvías eléctricos. Una ciudad sin apenas industria, con un comercio sin vuelos, una burocracia convulsionada por la amenaza de las cesantías, y que desfogaba sus humores y sus dialécticas no tanto en un Parlamento desvirtuado por el caciquismo y los pucherazos electorales, como en las tertulias de los cafés, cuando no en los duelos tras las tapias del Retiro.
A este Madrid plagado de ociosos –un viajero extranjero se sorprendía por la «cantidad de gente sin profesión conocida», y Baroja pudo escribir que era una ciudad «en la que un hombre sólo por ser gracioso podía vivir»– fueron llegando los hombres del 98. Sólo Benavente era madrileño. Unamuno, Baroja, Maeztu, son vascos; Ganivet, granadino; los Machado, sevillanos; Azorín, alicantino; Valle-Inclán, gallego.
En 1880 llega Unamuno a la estación del Príncipe Pío, apenas cumplidos dieciséis años. Ángel Ganivet, en 1889. Baroja, de niño, en 1879, y luego de muchacho en 1886. Valle-Inclán, en 1890. Machado, de niño; muy joven, Maeztu. Y Azorín desciende de su tren levantino en una tarde nubosa de 1895. Madrid era el imán para sus sueños de gloria literaria.
Un día de otoño de 1892 viaja por primera vez a Madrid un nicaragüense, el joven poeta Rubén Darío, que acaba de publicar su primer libro: «Azul». Viste un traje de alpaca blanca y luce amplio jipijapa. Va a hospedarse en el Gran Hotel de las Cuatro Estaciones donde también reside don Marcelino Menéndez y Pelayo. Retorna Rubén a Madrid en 1899, como corresponsal del diario bonaerense «La Nación». Ya es un escritor conocido. Lo ocurrido entre su primera visita de 1892 y ésta de 1899, con el «desastre» atrás, no sólo había cambiado una conciencia, en cierto modo un tiempo, sino que había renovado un lenguaje. Es la línea llana entre el modernismo y el 98: «¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?»
La visión de Madrid en los hombres del 98 es desoladora. Unamuno compara su ánimo con «la impresión penosa que produce un salón en que ha habido baile público, cuando a la mañana siguiente se abren las ventanas para que se barra, y se empieza a barrer»... Baroja anota:
«Otras ciudades españolas se habían dado cuenta de la necesidad de transformarse y de cambiar.
Madrid seguía inmóvil, sin curiosidad y sin deseo de cambio». Valle-Inclán retrata un Madrid desgarrado y descompuesto: «La calle de Corredera a estas horas está llena de perros comiendo cabezas de sardinas». Machado se duele del oportunismo de tantos zánganos de la España oficial:
En este remolino de España, rompeolas
de las cuarenta y nueve provincias españolas.
Madrid del cucañista, Madrid del pretendiente...
Y Azorín, padre de la generación en sus artículos de 1913 en ABC, se enfrenta con un Madrid difícil, en cierto modo hostil, y se pregunta: «¿Qué podré yo escribir en Madrid?»
Pero fue en Madrid, en aquel «vórtice al revés», que diría Pedro Laín, donde aquellos «pequeños tigres de los casinos de provincias que aguardan el momento para el magnífico salto predatorio y vengativo», como los vio Ortega, asistieron a la resaca de una derrota que, vista con ojos actuales, no fue sino el conveniente desenmascaramiento de una realidad ficticia. Más que como el final de todo ha de verse como el principio de todo. El 98 supuso un revulsivo regeneracionista. Con Maeztu hay que aceptar que de las cenizas del «desastre» nació «una España nueva».
Madrid, capital valleinclanesca de un imperio inexistente, fue la verdadera creadora de un«espíritu del 98», y sin su realidad, desde los ecos del pistoletazo de Larra a los suburbios retratados por Baroja, ese espíritu no hubiera existido. Generación o no –la mayoría de sus miembros negaron tal condición generacional–, sí conformaron una preocupación común. Son escépticos y pasarán del radicalismo juvenil (incluso Benavente fue radical) a la moderación en la madurez. A todos, de una manera o de otra, les tienta la política. Maeztu, Azorín y Baroja, firmantes del «Manifiesto de los tres», en 1901, se sumergieron en la política o se acercaron a ella. Maeztu fue diputado y embajador, Azorín diputado y subsecretario de Instrucción Pública, y Baroja, frustrado candidato a diputado. Curiosamente su experiencia política es conservadora. Valle-Inclán fracasó en su intento de ser diputado lerrouxista por La Coruña. Son intelectuales que han visto el fin de un mundo y el inicio de otro pero saben que ambos tienen más de común de lo que a primera vista se diría y que ni uno acaba por desaparecer ni otro es tan nuevo como se supone.
Aquella visión desoladora, crítica, pesimista de Madrid en los hombres del 98 respondía a un ánimo común que más tenía que ver con afanes de renovación, de que las cosas cambiasen, que con un singular nirvana negativo y estéril. Acabará quedando aquel grito optimista y esperanzado de Antonio Machado, en versos immortales:
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Madrid conformó a los hombres del 98. Los hizo como fueron. No sería posible entender su obra sin ese latido de Madrid como fondo. UnMadrid, sí, superado por el tiempo. Poco o nada tiene que ver el Madrid de hoy con aquél que los hombres del 98 conocieron y desde el que alzaron sus biografías y sus obras. Pero el poso de aquel Madrid ha resultado necesario –con todos sus sin embargos– para hacer posible el Madrid de nuestro tiempo.
Un siglo después de aquel 98 hay que reflexionar por encima de los disparos de la artillería de Cavite o de La Habana, de las lides sangrientas, de los errores políticos. Acaso sea un buen camino el de la literatura, el del espíritu de los hombres del 98, tremendamente pesimista en sus diagnósticos, que hubieran escrito otras cosas si hubiesen visto otras cosas. Ellos honestamente creyeron en una realidad distinta, en el progreso, en el pulso europeo, que hoy, no sin sacrificios, los españoles hemos construido.
Valga la memoria de la Historia para tensar la voluntad de no repetirla.
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