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Mariano José de Larra - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Mariano José de Larra (1809-1837)

Textos

 

El día de difuntos de 1836

En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía, un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.

-¡Día de difuntos!- exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios! que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!

La melancolía llegó entones a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurrióme de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...

-¡Fuera, exclamé, fuera! - como si estuviera viendo representar a un actor español-: ¡fuera!-, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.

Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid.

Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo. Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

-¡Necios!- decía a los transeúntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.

-¿Qué monumento es éste?- exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:
Y ni los v... ni los diablos veo.

En el frontispicio decía: "Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado." En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol negro, lloraba encima.

Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:
Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R.I.P.
Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media.
Doña María de Aragón: aquí yacen los tres años.

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.

Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí, involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, este es el sepulcro de la verdad. Unica tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.

La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!

¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?

Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. ¡Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción!

El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.

Aquí yace el Estatuto.

Vivió y murió en un minuto.

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.

El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!

¡Silencio, silencio!

La nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico

El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al año amanece, sin embargo, día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer en algo cuando no encuentra verdades que creer: sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia y a imitación de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otras supersticiones: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormen­to, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!

El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.

El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser día de agua. Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.

Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, cargada como el cielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, corno esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro: los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cris­tal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el inte­rior del hombre, así caen gola a gota las lágrimas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros los ven alegres y serenos...

(En esta situación el escritor recuerda que, en las fiestas saturnales, los romanos se trocaban los papeles y los esclavos podían decir la verdad a sus amos. Decide que su criado le diga la verdad y le da dinero para que se emborrache. El diálogo siguiente tiene lugar entre el escritor y su criado, lleno de vino.)

(...) una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:

-Lástima -dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación-. ¿Y por qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.

-¿Tú a mí? -pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso, y es que la voz empeza­ba a decir verdad.

-Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te re­vuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños crimina­les, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus armas maldecidas.

-Silencio, hombre borracho.

-No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador, es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.

«Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quie­res tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido: o cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir necesidades; a ti te paga el mundo, como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado, y eres también despeda­zado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.

-¡Basta, basta!

-Concluyo; yo, en fin, no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Entre ridículo bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro fieles, por más de un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que ' pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres, y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.

-Por piedad, déjame, voz del infierno.

-Concluyo; inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son pa­labras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegan­te, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...

Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. ¡Ahora te conozco -exclamé- día 24!»

Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél, en el lecho; éste, en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía mañana. ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? Ion tanto, la pocha buena era pasa­da, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.»

 

En este país

La Revista Española, 30 de abril de 1833.


Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora y que se derraman por toda una nación, así como se propagan hasta los términos de un estanque las ondas producidas por la caída de una piedra en medio del agua. Muchas de este género pudiéramos citar, en el vocabulario político sobre todo; de esta clase son aquellas que, halagando las pasiones de los partidos, han resonado tan funestamente en nuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan fecundo en mutaciones de escena y en cambio de decoraciones. Cae una palabra de los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo, ansioso de palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite y la consagra, las más veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra sola es a veces palanca suficiente a levantar la muchedumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosas una revolución. Estas voces favoritas han sólido siempre desaparecer con las circunstancias que las produjeran. Su destino es, efectivamente, como sonido vago que son, perderse en la lontananza, conforme se apartan de la causa que las hizo nacer. Una frase, empero, sobrevive siempre entre nosotros, cuya existencia es tanto más difícil de concebir, cuanto que no es de la naturaleza de esas de que acabamos de hablar; éstas sirven en las revoluciones a lisonjear a los partidos y a humillar a los caídos, objeto que se entiende perfectamente, una vez conocida la generosa condición del hombre; pero la frase que forma el objeto de este artículo se perpetúa entre nosotros, siendo sólo un funesto padrón de ignominia para los que la oyen y para los mismos que la dicen; así la repiten los vencidos como los vencedores, los que no pueden como los que no quieren extirparla; los propios, en fin, como los extraños.

En este país... Esta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido. -¿Qué quiere usted? -decimos-, ¡en este país! Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: ¡Cosas de este país! que con vanidad pronunciamos y sin pudor alguno repetimos.

¿Nace esta frase de un atraso reconocido en toda la nación? No creo que pueda ser éste su origen, porque sólo puede conocer la carencia de una cosa el que la misma cosa conoce: de donde se infiere que si todos los individuos de un pueblo conociesen su atraso, no estarían realmente atrasados. ¿Es la pereza de imaginación o de raciocinio, que nos impide investigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y que se goza en tener una muletilla siempre a mano con que responderse a sus propios argumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general? Esto parece más ingenioso que cierto.

Creo entrever la causa verdadera de esta humillante expresión. Cuando se halla un país en aquel crítico momento en que se acerca a una transición, y en que, saliendo de las tinieblas, comienza a brillar a sus ojos un ligero resplandor, no conoce todavía el bien, empero ya conoce el mal, de donde pretende salir para probar cualquiera otra cosa que no sea lo que hasta entonces ha tenido. Sucédele lo que a una joven bella que sale de la adolescencia; no conoce el amor todavía ni sus goces; su corazón, sin embargo, o la naturaleza, por mejor decir, le empieza a revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, y cuyo germen y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bien los desconoce todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía, sin saber qué, la atormenta y la disgusta de su estado actual y del anterior en que vivía; y vésela despreciar y romper aquellos mismos sencillos juguetes que formaban poco antes el encanto de su ignorante existencia.

Este es acaso nuestro estado, y éste, a nuestro entender, el origen de la fatuidad que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entre nosotros; no conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerle, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos para dar a entender a los que nos oyeron que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos a otros, estando todos en el mismo caso. Este medio saber nos impide gozar de lo bueno que realmente tenemos, y aun nuestra ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismos progresos que vamos insensiblemente haciendo. Estamos en el caso del que, teniendo apetito, desprecia un sabroso almuerzo con la esperanza de un suntuoso convite incierto, que se verificará, o no se verificará, más tarde. Sustituyamos sabiamente a la esperanza de mañana el recuerdo de ayer, y veamos si tenemos razón en decir a propósito de todo: ¡Cosas de este País!

Sólo con el auxilio de las anteriores reflexiones pude comprender el carácter de don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quiso aprender; cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino en los ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni más mundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fiel representante de gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país, fue no ha mucho tiempo objeto de una de mis visitas.

Encontréle en una habitación mal amueblada y peor dispuesta, como de hombre solo; reinaba en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, un espantoso desorden de que hubo de avergonzarse al verme entrar.

-Este cuarto está hecho una leonera -me dijo-. ¿Qué quiere usted?, en este país... -y quedó muy satisfecho de la excusa que a su natural descuido había encontrado.

Empeñóse en que había de almorzar con él, y no pude resistir a sus instancias: un mal almuerzo mal servido reclamaba indispensablemente algún nuevo achaque, y no tardó mucho en decirme:

-Amigo, en este país no se puede dar un almuerzo a nadie; hay que recurrir a los platos comunes y al chocolate.

-Vive Dios-dije yo para mí-, que cuando en este país se tiene un buen cocinero y un exquisito servicio y los criados necesarios, se puede almorzar un excelente beefsteak con todos los adherentes de un almuerzo à la fourchette; y que en París los que pagan ocho o diez reales por un appartement garni, o una mezquina habitación en una casa de huéspedes, como mi amigo don Periquito, no se desayunan con pavos trufados ni con champagne.

Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya a estudiar sobre aquella máquina como un anatómico sobre un cadáver, acepté inmediatamente.

Don Periquito es pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. Llevóme, pues, de ministerio en ministerio: de dos empleos con los cuales contaba, habíase llevado el uno otro candidato que había tenido más empeños que él.

-¡Cosas de España! -me salió diciendo, al referirme su desgracia.

-Ciertamente - le respondí, sonriéndome de su injusticia-, porque en Francia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted estar seguro de que allá todos son unos santos varones, y los hombres no son hombres. El segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre de más luces que él.

-¡Cosas de España! - me repitió.

-Sí, porque en otras partes colocan a los necios- dije yo para mí. Llevóme en seguida a una librería, después de haberme confesado que había publicado un folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habían vendido de su peregrino folleto, y el librero respondió:

-Ni uno.

-¿Lo ve usted, Fígaro? - me dijo-: ¿Lo ve usted? En este país no se puede escribir. En España nada se vende; vegetamos en la ignorancia. En París hubiera vendido diez ediciones.

-Ciertamente -le contesté yo-, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones. En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre.

-Desengáñese usted: en este país no se lee -prosiguió diciendo.

-Y usted que de eso se queja, señor don Periquito, usted, ¿qué lee? -le hubiera podido preguntar-. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.

-¿Lee usted los periódicos? -le pregunté, sin embargo.

-No, señor; en este país no se sabe escribir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times!

Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que, en cuanto a periódicos, buenos o malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha habido.

Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este país, y clamaba:

-¡Qué basura! En este país no hay policía. En París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo.

Metió el pie torpemente en un charco.

-¡No hay limpieza en España! -exclamaba. En el extranjero no hay lodo.

Se hablaba de un robo:

-¡Ah! ¡País de ladrones! -vociferaba indignado. Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un día de niebla a los transeúntes. Nos pedía limosna un pobre:

-¡En este país no hay más que miseria! -exclamaba horripilado. Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche. Íbamos al teatro, y:

-¡Oh qué horror!- decía mi don Periquito con compasión, sin haberlos visto mejores en su vida-¡Aquí no hay teatros!

Pasábamos por un café.

-No entremos. ¡Qué cafés los de este país!- gritaba. Se hablaba de viajes:

-¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede viajar! ¡Qué posadas! ¡Qué caminos! ¡Oh infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa de algunos años a esta parte más rápidamente que adelantaron esos países modelos, para llegar al punto de ventaja en que se han puesto!

¿Por qué los don Periquitos que todo lo desprecian en el año 33, no vuelven los ojos a mirar atrás, o no preguntan a sus papás acerca del tiempo, que no está tan distante de nosotros, en que no se conocía en la Corte más botillería que la de Canosa, ni más bebida que la leche helada; en que no había más caminos en España que el del cielo; en que no existían más posadas que las descritas por Moratín en El sí de las niñas, con las sillas desvencijadas y las estampas del Hijo Pródigo, o las malhadadas ventas para caminantes asendereados; en que no corrían más carruajes que las galeras y carromatos catalanes; en que los chorizos y polacos repartían a naranjazos los premios al talento dramático, y llevaba el público al teatro la bota y la merienda para pasar a tragos la representación de las comedias de figurón y dramas de Comella; en que no se conocía más ópera que el Marlborough (o Mambruc, como dice el vulgo) cantado a la guitarra; en que no se leía más periódico que el Diario de Avisos, y en fin... en que...

Pero acabemos este artículo, demasiado largo para nuestro propósito: no vuelvan a mirar atrás porque habrían de poner un término a su maledicencia y llamar prodigiosa la casi repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan breve espacio.

Concluyamos, sin embargo, de explicar nuestra idea claramente, mas que a los don Periquitos que nos rodean pese y avergüence.

Cuando oímos a un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las ventajas de la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en el nuestro, por causas que no es de nuestra inspección examinar, nada extrañamos en su boca, si no es la falta de consideración y aun de gratitud que reclama la hospitalidad de todo hombre honrado que la recibe; pero cuando oímos la expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites en que contenerse.

[En el día es menos que nunca acreedor este país a nuestro desprecio. Hace años que el Gobierno, granjeándose la gratitud de sus súbditos, comunica a muchos ramos de prosperidad cierto impulso benéfico, que ha de completar por fin algún día la grande obra de nuestra regeneración.]

Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos: sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro. Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: ¡Cosas de España! contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo.

 

EL HOMBRE-GLOBO

La física ha clasificado los cuerpos, según el estado en que los pone el mayor o menor grado de calórico que contienen, en sólidos, líquidos y gaseosos. Así, el agua es sólido en el estado de hielo, líquido en el de fluidez, y gas en el de la evaporación. Es ley general de los cuerpos la gravedad, o la atracción que ejerce sobre ellos el centro común; es natural que esta atracción se ejerza más fuertemente en los que reúnen en menor espacio mayor cantidad de las moléculas que los componen: que éstos por consiguiente tengan más gravedad específica, y ocupen el puesto más inmediato al centro. Así es que, en la escala de las posiciones de los cuerpos, los sólidos ocupan el puesto inferior, los líquidos el intermedio, y los gaseosos el superior. Una piedra busca el fondo de un río; un gas busca la parte superior de la atmósfera. Cada cuerpo está en continuo movimiento para obedecer a la ley que le obliga a buscar el puesto variable, que corresponde al grado de intensidad que adquiere o que pierde. La nube, conforme se condensa, baja, y cuando se liquida, cae; este mismo cuerpo, puesto al fuego, se dilata, y cuando se evapora y se gasifica, sube.

No trato de instalar un curso de física, lo uno porque dudo si tengo la bastante para mí, y lo otro porque estoy persuadido de que mis lectores saben de ella más que yo; no hago más que sentar una base de donde partir.

Igual clasificación a esta que ha hecho la ciencia de los fenómenos en los cuerpos en general, se puede hacer en los hombres en particular. Probemos.

Hay hombres sólidos, líquidos y gaseosos. El hombre sólido es ese hombre compacto recogido, obtuso, que se mantiene en la capa inferior de la atmósfera humana, de la cual no puede desprenderse jamás. Sólo el contacto de la tierra puede sostener su vida; es el Anteo moderno, y usando de un nombre atrevido, el hombre-raíz, el hombre-patata: arrancado el terrón que le cubre, deja de ser lo que es. Es el sólido de los sólidos. Toda la ausencia posible de calórico le mantiene en un estado tal de condensación, que ocupa en el espacio el menor sitio posible; gravita extraordinariamente; empuja casi hacia abajo el suelo que le sostiene; está con él en continua lucha, y le vence y le hunde. Le conocerán ustedes a legua: su frente achatada se inclina al suelo, su cuerpo está encorvado, su propio pelo le abruma, sus ojos no tienen objeto fijo, ven sin mirar, y en consecuencia no ven nada claro. Cuando una causa, ajena de él, le conmueve, produce un son confuso, bárbaro y profundo, como el de las masas enormes que se desprenden en el momento del deshielo en las regiones polares. Y como en la naturaleza no falta nunca, ni en el hielo, cierto grado calórico, él también tiene su alma particular; es su grado de calórico; pero tan poca cosa, que no desprende luz; es un fuego fatuo entre otros fuegos fatuos; sirve para confundirle y extraviarle más; el hombre-sólido, por lo tanto en religión, en política, en todo, no ve más que un laberinto, cuyo hilo jamás encontrará; un caos de fanatismo, de credulidad de errores. No es siquiera la linterna apagada; es la linterna que nunca se ha encendido, que jamás se encenderá: falta dentro el combustible. El hombre-sólido cubre la faz de la tierra; es la costra del mundo. Es la base de la humanidad, del edificio social. Como la tierra sostiene todos los demás cuerpos, a los cuales impide que se precipiten al centro, así el hombre-sólido sostiene a los demás que se mantienen sobre él. De esta especie sale el esclavo, el criado, el ser abyecto; en una palabra, el que nunca ha de leer y saber esto mismo que se dice de él. No raciocina, no obra, sino sirve. Sin hombres-sólidos no habría tiranos; y como aquellos son eternos, éstos no tendrán fin. Es la muchedumbre inmensa que llaman pueblo, a quien se fascina, sobre el cual se pisa, se anda, se sube: cava, suda, sufre. Alguna vez se levanta, y es terrible, como se levanta la tierra en un terremoto. Entonces dicen que abre los ojos. Es un error. Tanto valdría llamar ojos de la tierra a las grietas que produce un volcán. Ni más ni menos que una piedra, no se mueve de su sitio si no le dan un empellón; de la aldea donde nació (si es que el hombre-sólido nace; yo creo que al nacer no hace más que variar de forma); del café donde le pusieron a servir sorbetes; del callejón donde limpia botas; del buque donde carga las velas o les toma rizos; del regimiento donde dispara tiros; de la cocina donde adereza manjares; de la esquina donde carga baúles; de la calle donde barre escorias; de la máquina donde teje medias; del molino donde hace harina, de la reja con que separa terrones. Es el primer instrumento adherido siempre a los demás instrumentos.

El hombre-líquido fluye, corre, varía de posición; vuela a ocupar el vacío, tiene ya mayor grado de calórico; serpentea de continuo encima del hombre-sólido, y le moja, le gasta, le corroe, le arrastra, le vuelca, le ahoga. En momentos de revolución él es el empujado; pero se amontona, sale de su cauce, y como el torrente que arrastra árboles y piedras, lo trastorna todo aumentando su propia fuerza con las masas de hombres-sólidos que lleva consigo. Pero, así como el torrente no sabe la fuerza que le impele, ni se hace al correr daño o provecho, así el hombre-líquido, al moverse, no es más que un instrumento menos imperfecto, que subleva instrumentos más ignorantes; pero lleno ya de pretensiones, mete ruido, desafía al cielo, enuncia una voz, produce eco. Esta es una diferencia esencial del sólido al líquido para nuestro asunto; la piedra no suena sino cuando la impelen a rodar; el agua murmura sólo corriendo y existiendo. La clase media de la humanidad, así también, va siempre murmurando. Un golpe dado en un cuerpo sólido le arranca un pedazo; el golpe dado ya en el líquido encuentra resistencia, produce ondas, imprime movimiento. He aquí otra observación. El golpe dado al pueblo simplemente es sólo perjudicial para él: el que se da en la clase media suele salpicar al que le da.

El hombre-líquido tiene un alma menos compacta, y en ella más grados de calórico, pero alma de imitación; como todo líquido, remeda al momento la forma del vaso donde está; en pequeña cantidad se le da la figura que se quiere, en gran porción toma la que puede. El hombre-líquido es la clase media, le conocerán ustedes también al momento; su movimiento continuo le delata; pasa de un empleo a otro, va a ocupar los vacíos de las vacantes: hoy en una provincia, mañana en otra, pasado en la corte; pero por fin, como todo líquido, encuentra el mar, donde se para y se encarcela; no le es dado correr más. Hoy es arroyo, mañana río caudaloso. Igual. Hoy es meritorio, mañana escribiente, pasado oficial; su instinto es crecer, rara vez separarse del suelo; si se alza momentáneamente, vuelve a caer.

Dada una idea rápida y general del hombre-sólido y del hombre-líquido, pasemos al objeto de nuestro artículo, al hombre-gas. De las dos especies referidas está lleno el mundo; no se ve otra cosa. Pero como para la formación de la tercera se necesita un grado altísimo de calórico, hay regiones enteras que carecen del suficiente para formarla.

He aquí nuestra desgracia; siguiendo el camino que nos señala nuestra nueva metafísica, estamos, por ahora, en las regiones árticas del pensamiento. Lo probaré.

El hombre-gas, llegado a adquirir la competente dilatación, se alza por sí solo donde quiera que está, y se sobrepone a ocupar el puesto que le corresponde en la escala de los cuerpos, llega hasta la altura que su densidad le permite, y se detiene en ella; no hay obstáculos para él, porque si pudiera haberlos, rompería, como el vapor, la caldera, y escaparía. Ponedle en una aldea, él vencerá la distancia y llegará a la capital; tirará el arado; pondrá un pie en el hombre-sólido, otro en el líquido, y una vez arriba: «Yo mando —exclamará,— no obedezco». Tales son las leyes de la naturaleza. Una vez comprendido este principio general de física, mis lectores conocerán al hombre-gas a primera vista. Su frente es altiva, sus ojos de águila, su fuerza irresistible, su movimiento el del tapón de una botella de champaña. Pero para dar al gas una forma, no hay más medio que el de encerrarle en un continente que la tenga. Nada, pues, más natural que el que demos a esta especie el nombre de hombre-globo: sólo así podemos hacerle perceptible a nuestros sentidos.

De todos nuestros lectores es conocida la historia de los globos desde las primeras mongolfieras hasta el último experimento de la dirección emprendido y malogrado últimamente en París: todos saben que hay gases de gases, y que los hay específicamente mas ligeros que otros; pero no todos se habrán parado a considerar detenidamente hasta qué punto podemos vanagloriarnos en nuestro país de la perfección de los gases que artificialmente necesitamos producir para nuestras ascensiones. Yo creo que nuestra vanidad no debe hacernos perder la cabeza, si queremos reparar en su equívoca calidad.

Es claro que en tiempos pasados la atmósfera en que podía elevarse el hombre-globo entre nosotros, era sumamente limitada: los que más se habían podido separar del suelo habían hecho consistir todo su esfuerzo en llegar a los escalones del trono, y si un hombre-globo llegaba a ser entonces Ministro, había hecho toda la ascensión que se podía de él esperar: uno solo conocieron nuestros físicos más experimentados que consiguió remontarse en aquella época hasta las más altas cornisas del coronamiento del real palacio; pero sea por falta de dirección una vez en el aire, sea por haber calculado mal la intensidad de su gas, una ráfaga violenta bastó para romper el globo, y el aire se lo llevó hasta caer todo agujereado a orillas del Tíber, donde yace todavía malparado: culpa acaso también de no haber hecho uso de su paracaídas, aunque, como dice muy bien don Simplicio de Bodilla, para caídas no hay como un globo roto.

Pero cuando posteriormente se han visto en todos los países elevarse muchos a alturas desmesuradas y mantenerse mas o menos tiempo en ellas, no se concibe nuestra casi total ausencia de hombres-globos que se elevan verdaderamente, sino atribuyéndolo a desgracia del país mismo. Los Estados Unidos tuvieron un hombre-globo que subió cuanto pudo, y manejando diestramente su válvula, descendió como y cuando le plugo; de Francia hicieron mil su ascensión, que están todavía en altura, haciendo la admiración de los espectadores; la Suecia mira uno en su pináculo todavía; y si el mayor de todos fue a parar hasta Santa Elena, es preciso confesar que hay descensos gloriosos, como retiradas honrosas.

Ahora bien, observamos al hombre-globo en nuestro país. El año 8 empezaron a quererse henchir multitud de mongolfieras: pero estábamos indudablemente al principio de la invención, y no debieron de tener gas mejor que el humo de paja, porque los unos dieron al traste con su globo en el Estrecho, los otros quisieron sostenerse en tierra firme; pero han ido poco a poco deshinchándose, y una ráfaga ha acabado con unos, otra con otros.

El año 20 quisieron repetir el experimento: pero por lo visto no habían aprendido nada nuevo: no contaron nuestros hombres-globos con el aire del Norte, que los envolvió, pegó fuego a unos que cayeron miserablemente donde pudieron, y arrebató a otros a caer de golpe y porrazo en países remotos y extranjeros. Raro fue el que cayó suavemente. Pero adelanto positivo para la ciencia no hubo ninguno.

He aquí sin embargo a nuestros hombres-globos probando de nuevo otra ascensión; pero escarmentados ya nuestros antiguos y derretidos Ícaros, tienen miedo hasta al gas que los ha de levantar: y en una palabra, nosotros no vemos que suban más alto que subió Rozzo. Para nosotros todos son Rozzos.

Vean ustedes sin embargo al hombre-globo con todos sus caracteres. ¡Qué ruido antes!

¡La ascensión! Va a subir. ¡Ahora, ahora sí va a subir!

Gran fama, gran prestigio. Se les arma el globo; se les confía: ved cómo se hinchan. ¿Quién dudará de su suficiencia? Pero como casi todos nuestros globos, mientras están abajo entre nosotros, asombra su grandeza, y su aparato y su fama. Pero conforme se van elevando, se les va viendo más pequeños; a la altura apenas de palacio, que no es grande altura, ya se les ve tamaños como avellanas, ya el hombre-globo no es nada: un poco de humo, una gran tela, pero vacía, y por supuesto, en llegando arriba, no hay dirección. ¡Es posible que nadie descubra el modo de dar dirección a este globo!

Entretanto el hombre-globo hace unos cuantos esfuerzos en el aire, un viento le lleva aquí, otro allá, descarga lastre... ¡inútiles afanes! al fin viene al suelo: sólo observo que están ya más duchos en el uso del paracaídas: todos caen blandamente, y no lejos: los que más se apartan van a caer al Buen Retiro.

Pero, señor —me dirán,— ¿y ha de ser siempre esto así? ¿No les basta a esos hombres de experiencias? ¿Serán ellos los últimos que se desengañen de sí mismos?

He ahí una respuesta que yo no sabré dar. Yo no veo la ciencia desesperada, creo que acaso habrá por ahí escondidos otros hombres-globos; pero si los hay, ¿por qué no obedecen a las leyes de la naturaleza? Si su gas tiene más intensidad, ¿cómo no se elevan por sí solos, cómo no se sobreponen a los otros?

Esta investigación me conduciría muy lejos. Mi objeto no ha sido más que pintar el hombre-globo de nuestro país: un artículo de física no puede ser largo: si fuera de política sería otra cosa. Haré mi última deducción y concluiré: los Rozzos, que hasta ahora han hecho pinitos a nuestra vista, parece que ya se han elevado cuanto elevarse pueden. ¡Otros al puesto, experimentos nuevos! Si por el camino trillado nada se ha hecho, camino nuevo.

Esto la razón sola lo indica. Si hay un hombre-globo, que salga, y le daremos las gracias; mas cuenta con engañarse en sus fuerzas: recuerde que primero hay que subir, y luego hay que dar dirección; y como dice Quevedo, «ascender a rodar es desatino; y el que desciende de la cumbre, ataja», observe que puede sucederle lo que a los demás, que conforme se vaya elevando se vaya viendo más pequeño. Si no le hay, lastimoso es decirlo, pero aparejemos el paracaídas.

VUELVA USTED MAÑANA

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que en buena o en mala parte han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es, que nuestro país no es de aquellos que se conocen a la primera ni segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que, estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto, no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París, de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal o cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo, si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él y lleno de lástima, traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

—Mirad—le dije,—monsieur Sans-délai—que así se llamaba;—vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

—Ciertamente—me contestó.—Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquel me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable —pues sólo en este caso haré valer mis derechos,— al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, el cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto; y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo, tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince, cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

—Permitidme Mr. Sans-délai—le dije entre socarrón y formal,—permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

—¿Cómo?

—Dentro de quince meses estáis aquí todavía.

—¿Os burláis?

—No por cierto.

—¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!

—Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.

—¡Oh! los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.

—Os aseguro que en los quince días con que contáis no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.

—¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.

—Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.

Amaneció el día siguiente, salimos, entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo, instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.

—Vuelva usted mañana—nos respondió la criada,—porque el señor no se ha levantado todavía.

—Vuelva usted mañana—nos dijo al siguiente día,—porque el amo acaba de salir.

—Vuelva usted mañana—nos respondió el otro,—porque el amo está durmiendo la siesta.

—Vuelva usted mañana—nos respondió el lunes siguiente,—porque hoy ha ido a los toros.

¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y vuelva usted mañana, nos dijo, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio. A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que había mandado llevarlo en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola, y el sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

—¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?—le dije al llegar a estas pruebas.

—Me parece que son hombres singulares...

—Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentó con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.

—Vuelva usted mañana—nos dijo el portero.

—El oficial de la mesa no ha venido—dije yo entre mí.

Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos ¡qué casualidad! al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era al día siguiente, y nos dijo el portero:

—Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.

—Grandes negocios habrán cargado sobre él—dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.

—Es imposible verlo hoy—dije a mi compañero,—su señoría está en efecto ocupadísimo.

Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe por desgracia a la única persona enemiga irreconciliable de M. Sans-délai y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado.

Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

Vuelto el informe, se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina, de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa correspondientes, y hétenos caminando, después de tres meses, a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso, al llegar aquí, que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

—De aquí se remitió con fecha tantos—decían en uno.

—Aquí no ha llegado nada—decían en otro.

—¡Voto va!—dije yo a monsieur Sans-délai;—¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!

—Es indispensable—dijo el oficial con voz campanuda,—que esas cosas vayan por sus trámites regulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejército militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma, o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una noticia al margen, que decía: «A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado».

—¡Ah, ah! M. de Sans-délai—exclamé riéndome a carcajadas:—este es nuestro negocio.

Pero monsieur de Sans-délai se daba a todos los oficinistas, que es como si dijéramos a todos los diablos.

—¿Pues para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega, en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

—¿Intriga, M. Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra: esa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.

—Ese hombre se va a perder—me decía un personaje muy grave y muy patriótico.

—Esa no es una razón—le repuse:—si él se arruina, nada se habrá perdido en concederle lo que pide: él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.

—¿Cómo ha de salir con su intención?

—Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa? Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera, eso mismo que ese señor extranjero quiere.

—¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?

—Sí, pero lo han hecho.

—Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, ¿será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.

—Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.

—Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.

—En fin, señor Fígaro, es un extranjero.

—¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?

—Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.

—Señor mío—exclamé sin llevar más adelante mi paciencia,—está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.

Un extranjero—seguí—que corre a un país que le es desconocido para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero; si pierde, es un héroe; si gana, es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera: sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el de dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros; a su grande hospitalidad ha debido siempre Francia su alto grado de resplandor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado Rusia, ha debido llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... pero veo por sus gestos de usted—concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo—que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!

Concluida esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.

—Me marcho, señor Fígaro—me dijo;—en este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.

—¡Ay! mi amigo—le dije,—idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia: mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.

—¿Es posible?

—¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...

Un gesto de M. Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.

Vuelva usted mañana—nos decían en todas partes,—porque hoy no se ve.

—Ponga usted un memorialito para que le den a usted un permiso especial.

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... contentose con decir: soy extranjero. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos! Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres, diciendo, sobre todo, que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, enteramente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen M. Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo que todo esto veo, y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa, abandonar más de una pretensión empezada, las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once y duermo siesta, que paso haciendo quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué, y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido, durante todo este tiempo, escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz, diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh! ¡mañana le escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

LA VIDA DE MADRID

Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores o a las muy estúpidas, les es dado no admirarse de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo, para éstas no hay cosa que valga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distante de ellas, cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar.

En un día de esos en que un insomnio prolongado, o un contratiempo de la víspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni a dónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbe donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino a juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvo principio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas.

Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen sin embargo a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios, y un Dios Todopoderoso, podía hacer amar una cosa como la vida.

Esto, considerada la vida en general, donde quiera que la tomemos por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino a creer que el hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta o más baja; pero en cuanto a su felicidad nada habrá adelantado. Toda la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los términos de su conversación. Lord Wéllington hablará de los whigs, el indio nómada hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará a aquél el concluir con los primeros, que a éste el dar caza a las segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento a toda reflexión para desearla.

El joven que voy a tomar por tipo general es un muchacho de regular entendimiento, pero que posee sin embargo más doblones que ideas, lo cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser enteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente porque nos estreche una gran amistad, sino porque no hay más que dos modos de pasear, o solo o acompañado. La conversación de los jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fue, que a pocas preguntas y respuestas nos hallamos a la altura de lo que se llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia. Preguntome qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte pronto hube despachado: a lo primero le contesté:

—Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Cómo sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír.

A lo segundo, de si estaba contento con esta vida, le contesté que estaba por lo menos tan resignado como lo está con irse a la gloria el que se muere.

—¿Y usted?—le dije.—¿Cuál es su vida en Madrid?

—Yo—me repuso—soy muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente, no escribo. Es decir... escribo... ayer escribí una esquela a Borrell para que me enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré a usted. Yo no soy amigo de levantarme tarde; a veces hasta madrugo; días hay que a las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate; es preciso vivir con el país. Si a esas horas ha parecido ya algún periódico, me lo entra mi criado, después de haberlo hojeado él: tiendo la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos leído ya; todos me suenan a lo mismo, entra otro, lo cojo, y es la segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes de Madrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo. Tanto valdría decirle a un ciego que no hay cosa como ver. Como a aquellas horas no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos: me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú, y a la calle. Doy una vuelta a la Carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos ellos, compro cigarros en un café, saludo a alguna asomada, y me vuelvo a casa a vestir.

¿Está malo el día? el capote de barragán: a casa de la marquesa hasta las dos; a casa de la condesa hasta las tres; a tal otra casa hasta las cuatro: en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra a donde voy: esta es toda la conversación de Madrid.

¿Está el día regular? A la calle de la Montera. A ver a la Gallarde o a Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa, el sufrimiento y las esperanzas.

¿Está muy bueno el día? A caballo. De la puerta de Atocha a la de Recoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado este camino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys, o al Comercio: alguna vez en mi casa; las más fuera de ella.

¿Acabé de comer? A Solito. Allí horas, dos cigarros, y dos amigos. Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la Montera. ¡Oh! y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco se ha ponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se hace nada, sea lícito al menos hablar.

—¿Qué se da en el teatro?—dice uno.

—Aquí: 1.º sinfonía; 2.º pieza del célebre Scribe; 3.º sinfonía; 4.º pieza nueva del fecundo Scribe; 5.º sinfonía; 6.º baile nacional; 7.º la comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe; 8.º sinfonía; 9.º...

—Basta, basta; ¡santo Dios!

—Pero, chico, ¿qué lees ahí? si ese es el diario de ayer.

—Hombre, parece el de todos los días.

—Sí, aquí es Guillermo hoy.

¿Guillermo? ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá?

—Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa.

—A mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno?

—Sí, sí—respondo a mi compañero de paseo;—a mí también me suele tocar el turno.

Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de sociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al sueño. Luego a ninguna parte. Si es noche de sociedad, a vestirme; gran «tualeta». A casa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de la sociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las visitas de la mañana, del Prado y del teatro, y... pero lo bueno, nunca se cansa uno de verlo.

—¿Y qué hace usted en la sociedad?

—Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo a la sala; entro al ecarté; vuelvo a entrar en la sala; vuelvo a salir al gabinete; vuelvo a entrar en el ecarté...

—¿Y luego?

—Luego a casa, y ¡buenas noches!

Esta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y de releerla, figurándome que no he ofendido a nadie, y que a nadie retrato en ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola a la consideración de los que tienen apego a la vida.

A una hermosa que dio en hacer buenos versos
 

¿No te bastan los rayos de tus ojos,
de tu mejilla la purpúrea rosa,  
la planta breve, la cintura airosa,  
ni el suave encanto de tus labios rojos?  

¿Ni el seno que a Ciprina diera enojos,
ni esa tu esquiva condición de esposa,
que también nuestras armas, Nise hermosa,  
coges para rendir nuevos despojos?  

¿A celebrar de tantos amadores  
ingrata el fin acerbo te previenes 
que a manos morirán de tus rigores?  

Ya que en tus redes nuestras almas tienes,
la lira déjanos, ya que no amores,  
para cantar al menos tus desdenes.  
 

Por qué, mariposilla
 

¿Por qué, mariposilla,
volando de hoja en hoja,  
haciendo vas alarde  
ya de inconstante y loca?  

¿Por qué, me di, no imitas   
la abeja que industriosa  
el jugo de las flores  
constante en una goza?  

Advierte que no vaga  
del alelí a la rosa, 
que una entre miles busca   
y una fragante sola.  

Y cuando ya la elige  
hasta exprimirla toda,
jamás voluble pasa    
sin disfrutarla a otra.  

¿No ves también que el pecho  
de ella liciones toma?  
que así jamás libada  
deje de amor la copa. 

Si en tus cambiantes raros  
el sol que te colora  
deslumbra nuestros ojos  
con tintas mil vistosas;

¿Por qué, avecilla leve, 
rehúsas voladora  
sola, una flor y un cáliz  
cubrir de orgullo y gloria?  

Para el batir tus alas,
para en las blancas pomas, 
y en el turgente seno  
de la que el pecho adora.  

Allí una florecilla  
dulce fragancia hermosa  
al seno de mi Fili 
con ambición le roba.  

Vuela, mariposilla,
que si una vez tan sola  
en sus matices quieta  
de sus delicias gozas. 

No ya más inconstante  
has de querer traidora  
volver a la floresta  
a revolar entre otras.  

Vuela, avecilla, vuela, 
recoge sus aromas,
y tórnate a mí luego  
y dame cuanto cojas.

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