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Padre Isla - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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José Francisco de Isla y Rojo – Padre Isla (1703-1781)

Textos

Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes

Capítulo VII

Lo mismo que el otro

Amaneció el día tantos de tal mes, corriendo dichosamente el año de mil setecientos y cuantos. (Hablamos así por estar algo embrollada la cronología; y no es negocio de engañar a nadie, aunque nos pagaran a peso de oro cada noticia incierta). Reinaba en España su gloriosísimo monarca, gobernaba la Iglesia de Dios el Sumo Pontífice, Vicario de Jesucristo, y era general de la Orden un varón grave, elegido canónicamente por el capítulo, cuando el reloj de sol de Pero Rubio señaló la hora de las diez de la mañana. Este reloj era la sombra que hacía un sobradil, que atravesaba la pared sobre la misma puerta del matadero, único edificio del lugar cuya fachada principal miraba derechamente a mediodía. Desde el mismo punto del amanecer se había doblado toda la clave de las campanas. Eran dos esquilones, y un cencerro que servía de hacer señal para las misas rezadas; y aunque los esquilones, en su primitiva fundación o fundición, según la tradición de padres a hijos, habían sido de los afamados en toda la comarca, con el tiempo que todo lo consume, uno había perdido la lengüeta y se suplía esta falta con una pesa de hierro de a dos libras menos onza, que por defectuosa había quitado al carnicero del lugar un juez de residencia. Servía a la pesa de espigón un grueso cordel de cáñamo, que prendía del anillo o hembrilla interior del esquilón deslenguado; y como el cordel no tenía consistencia para contener la pesa en aquella dirección que la daba el movimiento de la campana, siempre que ésta se empinaba, giraba en círculo la cuerda, y sonaba a almirez de boticario cuando el mancebo desprende los polvos que se pegan a las paredes. El otro esquilón se había relajado un poco en cierta función en que hizo más fuerza que la acostumbrada; y como se le iba la voz por la rendija, era su sonido acatarrado.

2. En fin, todo esto importaba un bledo para el sermón de honras que predicó nuestro fray Gerundio. El cual, llegada la hora, encendido el túmulo, concluida la misa, tomada la capa negra por el preste y acomodado el auditorio, subió al púlpito y predicó su sermón. Pero, ¡qué sermón! Excusamos repetirle, porque ya dejamos hecho un exacto y puntual análisis, que casi casi puede ser anatomía de su fúnebre oración, en todo el capítulo quinto de este mismo libro quinto, adonde remitimos a nuestros lectores; porque no se desvió un punto nuestro insigne orador ni de aquel plan, ni de aquel asunto, ni de aquella división, ni de aquellas pruebas. Mas por cuanto no es imposible que se halle tal cual lector tan perezoso que no quiera tomarse el ligero trabajo de recorrer aquel capítulo, no de otra manera (porque un símil oportuno adorna mucho la narración) que un clérigo galbanero se da al diantre siempre que en el Breviario o en el Misal encuentra parte del rezo o de la misa en remisiones o en citas, y por no ir a buscarlas apechuga con el primer común que se le pone delante. Para obviar nosotros este inconveniente, hemos tenido por bien recopilar aquí con la mayor brevedad lo mismo que dijimos allí, en gracia de nuestros prójimos flacos, miserables y poltrones.

3. Introdújose, pues, fray Gerundio a su famosa oración con esta primera cláusula, que dejó atónito al grueso del auditorio: «Esta parentación sacro-lúgubre, este epicedio sacritrágico, este coluctuoso episodio y este panegiris escenático se dirige a inmortalizar la memoria del que hizo inmortales a tantos con los rasgos cadmeos que, a impulsos de aquilífero pincel, estampó en cándido lino triturado, sirviendo de colorido el atro sudor de la verrugosa agalla, chupado en cóncavo, aéreo vaso de la leve madera pambeocia: Calamus scribae velociter scribentis». No es ponderable con cuánta satisfacción rompió en esta primera cláusula, y cuántos parabienes se dio a sí mismo dentro de su corazón por haber encontrado con voces tan adecuadas como significativas para explicar su pensamiento.

«¡Que se me vengan, que se me vengan -decía allá para consigo-, no sólo a impugnar, sino a empujar, la clausulilla! ¡Que levante, que levante el retórico más culto la postura de las voces, y que me las dé ni más empinadas, ni más eruditas! Llamar a las letras rasgos cadmeos, a la pluma aquilífero pincel, al papel cándido lino triturado, a la tinta el atroz sudor de la verrugosa agalla, al tintero de cuerno cóncavo, aéreo vaso, añadiendo después, para mayor explicación, de leve madera pambeocia, con alusión al buey que fue enseñando a Cadmo el camino hasta llegar al sitio donde fundó la ciudad de Tebas, ¿esto lo pensaría por ahí cualquiera predicador sabatino de la legua? ¿Y no habría más de cuatro predicadores mayores, y aun más de dos predicadores generales, que no tengan numen para tanto?»

4. Metiose al instante en el espeso matorral del antiquísimo principio, de la costumbre inmemorial y de los diferentes modos y ritos con que en todos tiempos y en todas las naciones se han celebrado las honras de los difuntos. No olvidó las repetidas citas de Polibio, Pausanias, Alejandro (Natal), Eliano, Plutarco, Celio, Suetonio, Beyerlinck, Esparciano, Marino, Novarino, Apiano, Diodoro Sículo y Herodoto, todos de la misma manera y por el mismísimo orden que los cita el Florilogio. Encajó con la mayor oportunidad las cláusulas más brillantes, y las que a él le habían petado más en el nunca bastantemente aplaudido sermón de honras a los militares difuntos del Regimiento de Toledo. Aquella de «tan lúgubremente generosa como coluctuosamente compasiva»; la otra de «Erigían túmulos suntuosos, grandiosos fúnebres obeliscos irradiados de luces y luctuados de bayetas; coherencia lúcido-tenebrosa que, entre yertas cenizas cadavéricas, vitalizaba memorias de sus militares difuntos», sólo que en lugar de militares dijo escribanales. Y en la que se sigue después: «En cruentas aras trucidaban inocentes víctimas que dirigían a mitigar rigores de los dioses..., esparcían rosas fragantes..., confederando matices y verdores para declamar memorias inmarcesibles y floridas esperanzas a la felicidad eterna de los militares difuntos», sólo mudó las dos últimas palabras, diciendo, en vez de militares difuntos, estilíferos finados, aludiendo a que antiguamente se escribía con unos punzones de hierro o de acero que se llamaban estilos. Pero lo que repitió varias veces, porque le había dado más golpe que todo, fue aquello de «sollozando nenias sentidamente elocuentes, gimiendo endechas piadosamente elegantes»; y aun notó que el auditorio, siempre que decía algo de esto, como que se sonaba los mocos.

5. En donde estuvo sin comparación más feliz que el autor del Florilogio, fue en aprovecharse de la exposición de Haye sobre lo que significa Odolla, ciudad donde Judas Macabeo decretó las primeras honras o los primeros sacrificios que se lee en la Escritura haberse ofrecido a Dios por los difuntos. Dice Haye que Odolla se interpreta testimonium, sive ornamentum: «testimonio, u ornamento». Al autor del Florilogio le hacía al caso el ornamento, y no el testimonio; porque, así como las franjas, los galones y las guarniciones se llaman ornamento de los vestidos, así la guarnición de los soldados parece que se ha de llamar ornamento de las plazas. Conque ciudad de ornamento: Odolla, id est, ornamentum, es ciudad o plaza de guarnición; y por aquí la vino a Ciudad Rodrigo el parentesco estrecho con Odolla. Puede ser que a más de dos críticos de estos que tratan de genealogías mentales, los parezca algo largo el parentesco. Pero no haya miedo que les parezca así el que probó nuestro fray Gerundio con la ciudad de Odolla, de su difunto escribano, o ya se siga la interpretación de «testimonio», o ya se adopte la exposición de «ornamento».

6. «Aquí conmigo -dijo el ingenioso orador-. Si Odolla es testimonio: Odolla, id est, testimonium, todos cuantos testimonios dio nuestro malogrado héroe dan testimonio de que fue de Odolla su elevadísima prosapia. Nadie note el elevadísima; porque como se cuentan en ella tantas plumas, pudo elevarse, pudo remontar el vuelo hasta dejar muy debajo de sí al Ícaro presumido: Icarus Icarias nomine fecit aquas. Si Odolla es testimonio: Odolla, id est, testimonium, luego es la ciudad de los testimonios, la ciudad de Odolla. Ciudad de los testimonios y ciudad de los escribanos, aunque parecen dos, son una misma sinonímica población, como sabe el retórico elegante, según el canon de la divina sinécdoque: Synecdoche figura est in qua pars apponitur pro toto. Y si no dígame el entendido: ¿Por qué Juan se singulariza por secretario del Verbo? Quia testimonium perhibet de illo, et scit quia verum est testimonium ejus. Repare el discreto: Lo primero, porque dio testimonio: testimonium perhibet. Lo segundo, porque fue testimonio verdadero: et... verum est testimonium ejus. Aquello le acredita de escribano, porque para ser escribano basta dar testimonio: testimonium perhibet. Esto le calificó de buen escribano, porque para ser buen escribano es menester que sea el testimonio verdadero: et... verum est testimonium ejus. Pero de una y de otra manera el dar testimonio es tan propio de los escribanos, como es propio de la ciudad de Odolla el ser la ciudad de los testimonios: Odolla, id est, testimonium.

7. »Volvamos al texto: Celebráronse o se decretaron las primeras exequias lúcido-tenebrosas en la ciudad de los testimonios, en la ciudad de los escribanos: Odolla, id est, testimonium; y esa misma ciudad era también la ciudad de los ornamentos: Odolla, id est, ornamentum. Espantábame yo que no estuviesen los ornamentos pared en medio de las exequias. ¡Alto al misterio! Llámanse ornamentos con antonomástica posesión las vestiduras sacro-séricas de que usa el sacerdote para celebrar el sacrificio de la misa: paramenta, seu ornamenta, que dijo con elegancia el litúrgico rubriquista. Y claro está que exequias sin misa son cuerpo sin alma, o a lo menos es la misa la que principalmente vivifica y refrigera las almas que fueron de los cadavéricos cuerpos: ...in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem. Ahora conmigo. La misa en días comunes es de puro consejo: Consilium autem do, que dice el Vaso escogido. La misa en días de domingo es de rigoroso precepto: Mandatum meum do vobis. Notólo con discreción la rubicunda púrpura de Hugo: Omnes tenentur audire sacrum die dominica. Infiera ahora el lógico: luego, siendo estas exequias de nuestro Domingo Conejo, era indispensable la misa, porque la misa es indispensable en día de Domingo: Omnes tenentur audire sacrum die dominica. ¿Qué hay que replicar a esta consecuencia? Pues allá va otra: luego fueron clara y patente figura de estas coluctuosas exequias, las que se decretaron por el invicto Macabeo en la ciudad de Odolla, ciudad de los escribanos, ciudad de los ornamentos: Odolla, id est, testimonium, seu ornamentum; paramenta, ornamenta; omnes tenentur audire sacrum die dominica».

8. A este modo y del mismísimo gusto fue toda la oración fúnebre, cuyo traslado con mejor consejo nos ha parecido omitir, porque sería impropiedad en asunto tan doloroso hacer llorar de risa a los lectores. Baste decir que para cerrarla con llave de oro, dio glorioso fin a ella con aquella ridícula alegoría que se le ofreció de repente en el ya citado capítulo quinto, para contrarrestar la otra no menos estrafalaria metáfora que tanto celebró fray Blas en el sermón de honras del famoso Florilogio. Sólo que allí la dijo seguida y sencillamente, sin adornarla con textos; pero en el púlpito la vistió y la sacó de gala con todos los adornos correspondientes. Hácesenos lástima, y aun casi pica en escrúpulo defraudar al público de los oportunísimos textos con que la engalanó, y así allá va ni más ni menos como la pronunció con todos sus atavíos:

9. «En virtud de queja fiscal: Adversarius vester diabolus circuit quaerens, se levantó auto de oficio por el Supremo Juez: ...tenens adversus nos chirographum; y se dio mandamiento de prisión contra nuestro escribano difunto: Tenete eum et ducite caute. Presentose éste en la cárcel del purgatorio: Claudentur ibi in carcere, dejando poder al amor filial para que como procurador suyo: Gloria patris est filius sapiens, contradijese la demanda Posuisti me contrarium tibi, apelando de la sala de Justicia a la sala de Misericordia: Secundum magnam misericordiam tuam... Librose despacho de inhibición y avocación, con remisión de autos originales: Ego veniam et judicabo. Diose traslado a la parte de nuestro mísero encarcelado: Nil respondes ad ea quae adversus te dicunt? Hizo éste un poderoso alegato de misas, oraciones y sufragios: Domine, oratio mea in conspectu tuo semper; y dándose por conclusa la causa: Non invenio in eo causam, falló la Misericordia que debía mandar, y mandaba, que el escribano Domingo Conejo saliese libre y sin costas de la tenebrosa cárcel: Sinite hunc abire, declarando haber satisfecho suficientemente todas sus deudas con las penas de la prisión: Dimitte nobis debita nostra, y que así se fuese a la gloria en paz: Requiescat in pace».

10. Desengáñese la elocuencia más valiente, persuádase la elegancia más retumbante, humíllese la pluma de más rápido remonte, y créame la fantasía de más delicado perspunte; que no es posible, no digo ya explicar dignamente un solo rasgo, pero ni aun concebir entre sombras un tenebricoso bosquejo, del embeleso, de la admiración, del pasmo, del asombro con que fue oída la oración en todo el numeroso auditorio que componía un grueso pelotón de paparismo. A excepción del reverendísimo abad y de su socio, que también estaban aturdidos, aunque por muy diverso término, no hubo siquiera uno entre todos los oyentes que por buen espacio de tiempo no pareciese estatua, en virtud del extático pasmo que los preocupó. Hasta el mismo fray Blas estaba enajenado, haciéndose cruces intelectuales en lo más íntimo de su alma, y tan persuadido ya allá de la saya para dentro que en comparación de fray Gerundio él era un pobre motilón, que desde aquel punto le costaba grandísima violencia el no tratarle con respeto. Y sólo por no dar su brazo a torcer prosiguió en la llaneza comenzada, pues por lo demás en su estimación y concepto pasaba fray Gerundio por el primer hombre de toda la universal Orden. Así lo confesó él después a un confidente suyo, por quien se supo esta interior particularidad que hace tanto honor a nuestro héroe.

11. El licenciado Flechilla, que le había encargado el sermón y aquel día hacía de diácono en las horas, enajenado y fuera de sí, se quedó sentado en el banco donde había oído la oración a mano derecha del preste, tanto, que ya el comisario, que oficiaba, estaba incensando el túmulo, calados sus anteojos, en el último responso, y todavía permanecía en su banco el bueno del licenciado, llorando a hilo tendido de gozo y de ternura, sin advertir lo que pasaba. Apenas entraron en la sacristía los del altar, cuando el comisario preste, sin dar lugar a que le quitasen la capa, se arrojó violentamente al cuello de fray Gerundio, túvole un gran rato estrechísimamente apretado entre los brazos, sin hablarle palabra; y después, retirando un poco el cuerpo y poniéndole las manos sobre los dos hombros, prorrumpió en estas exclamaciones:

-¡Oh gloria inmortal de Campos! ¡Oh afortunado Campazas! ¡Oh dichosísimos padres! ¡Oh monstruo del púlpito! ¡Oh confusión de predicadores! ¡Oh pozo! ¡Oh sima! ¡Oh abismo! ¡Es un horror! ¡Es un horror! ¡Es un horror! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Y fuese a quitar la capa, haciéndose cruces.

12. No pudo articular más palabras por entonces el licenciado Flechilla, que decir interrumpidamente:

-¡Padre, padre, padrico! La Semana Santa del año que viene, la Semana Santa; no tiene remedio, no tiene remedio.

Y como a este tiempo entrase en la sacristía Antón Zotes, creyó que era llegada la postrimera hora de su vida; porque consintió en morir allí ahogado, según los abrazos que le dieron, no contribuyendo poco para añudarle las muchas lágrimas que le hacía derramar el gozo. Fray Blas estaba atónito, y solamente se explicó con las cejas y con los ojos. Al reverendísimo abad le pareció que no le permitía la urbanidad dejar de presentarse; y así, dejándose ver en la sacristía, seguido de su socio, sólo dijo con afabilidad y con agrado que había tenido un rato muy divertido, y que era razón que el padre fray Gerundio descansase. A que añadió el socio:

-Yo estaría oyendo a vuestra paternidad otras dos horas. La erudición, a carretadas; el estilo, de lo que hay pocos; y el modo de discurrir es original.

Con las expresiones equívocas de los dos prudentes monjes, se confirmaron los otros paletos en que apenas un ángel podría predicar mejor.

13. Vueltos todos a casa y ya puesta la mesa, se sentaron a ella por su orden; menudeáronse los brindis; repitiéronse las enhorabuenas; subieron de punto las expresiones; y sólo no hubo décimas ni octavas, porque como la función era de mortuorio, parecería importunidad. Con todo eso, no se pudo contener un estudiantillo legista, que aquel año había comenzado los Vinios en Valladolid, y también comenzaba a hacer pinicos de poeta, echando sus quintillas, y de cuando en cuando sus décimas, en las porterías o locutorios de las monjas cuando había función de hábito o de profesiones. Había concurrido a las honras del escribano Conejo en nombre de su padre, vecino de un lugar cercano y muy amigo del difunto, que por hallarse achacoso no había podido venir personalmente. Pidió licencia para decir un epitafio que se le ofrecía; y como el asunto era también de réquiem, fácilmente se le concedió. Conque prorrumpió en este disparate:

¿Yace entre estas dos losazas            

conejo? No yace tal,          

puesto que le hizo inmortal           

fray Gerundio de Campazas.        

Caminante, cuando cazas,              

no hallarás vivar más guapo              

que este sitio en que te atrapo;             

pues con cualquier perro viejo,               

cogerás aquí un conejo,             

y en el púlpito un gazapo.        

Los dos monjes conocieron bien la insulsez de la décima, llena de ripio y sin más sal que un equivoquillo ridículo, que no tenía substancia; pero los demás, que no hilaban tan delgado y ni entendían ni atendían más que al sonsonete, la levantaron sobre las nubes. Y hicieron sacar incontinenti muchos traslados para esparcirlos por toda la redonda, conviniendo todos en que el licenciado era tan gran poeta como fray Gerundio predicador. Con esto se retiraron los padres a dormir la siesta, y después de ella sucedió lo que vamos a decir en el capítulo VIII.

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