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Por qué leer

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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¿Por qué leer?

Harold Bloom

[En: Letra internacional 67, verano 2000, pp. 4-8]

Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por propio interés y en interés propio. Se puede leer meramente para pasar el rato o por necesidad, pero, al final, se acabará leyendo contra reloj. Acaso los lectores de la Biblia, los que por sí mismos buscan en ella la verdad, ejemplifiquen la necesidad con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio definitivo es universal.

Para mí, la lectura como a una praxis personal, más que una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, aunque se realice en una biblioteca universitaria. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es Samuel Johnson, que comprendió y expuso tanto los efectos como las limitaciones del hábito de leer. Éste, al igual que todas las actividades de la mente, debía satisfacer la principal preocupación de Johnson, que era la preocupación por "aquello que sentimos próximo a nosotros, aquello que podemos usar". Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar." A Bacon y Johnson quisiera añadir otro sabio lector, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros "nos impresionan con la convicción de que la naturaleza que los escribió es la misma que los lee". Permítanme fundir a Bacon, Johnson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, en aquello que sintamos próximo a nosotros, aquello que podamos usar para sopesar y reflexionar, y que nos llene de la convicción de compartir una naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos, esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y luego deja que él te encuentre. Si te encuentra El rey Lear, sopesa y considera la naturaleza que comparte contigo, lo próximo que lo sientes de ti. No considero esta actitud que propugno idealista, sino pragmática. Utilizar esta tragedia como queja contra el patriarcado es dejar de lado los propios intereses primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; esto no es tan irónico como parece. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones y, más que ningún otro, sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que conoces como patriarcado.

En definitiva leemos –algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson y Emerson- para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus universitario, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. No se puede mejorar de forma directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo por menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza de la sociedad, que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común.

Lo triste de la lectura que se realiza por motivos profesionales es que sólo raras veces se revive el placer de leer que se sintió en la juventud, cuando los libros eran un deleite hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más contundentes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y, sin embargo, no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tener que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura. Esta situación sólo se puede solucionar recurriendo a alguna versión del elitismo y, por buenas o malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, quienes practican la lectura personal, jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a esos lectores que leen por sí mismos y no por unos intereses que, supuestamente, trascienden la propia personalidad.

En la literatura como en la vida, el mérito está muy relacionado con lo idiosincrásico, con esas superfluidades que hacen que empiece a captarse el sentido de lo escrito. No es casual que los historicistas -críticos que creen que todos estamos inexorablemente condicionados por la historia de la sociedad- consideren que los personajes literarios son meros signos en una página. Si no pensamos por nosotros mismos, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Así pues, voy a enunciar el primer principio, a fin de renovar la manera en que leemos hoy, un principio que me apropio de Samuel Johnson: Límpiate la mente de tópicos. El diccionario nos dice que los tópicos o lugares comunes son fórmulas o clichés convertidos en esquemas formales o conceptuales. Dado que las universidades han potenciado expresiones como "sexo y sexualidad" o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se convierte en: Límpiate la mente de tópicos pseudointelectuales. Una cultura universitaria en que la apreciación de la ropa interior de las mujeres victorianas sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning recuerda las vitriólicas sátiras de Nathanael West, pero no es más que la norma.Una consecuencia involuntaria de esa «poética cultural» es que no puede surgir un nuevo Nathanael West, pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia. Los poemas de nuestra tradicción cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Nuestros nuevos materialistas nos dicen que han cuperado el cuerpo para el historicismo y afirman obrar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente será aniquilada por la muerte del cuerpo, pero para esto poco se necesitan los hurras de una secta pseudointelectual.

Límpiate la mente de tópicos conduce al segundo principio de renovación de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que lo lees. El fortalecimiento de la propia personalidad es ya un proyecto considerable para la mente y el espíritu de cada cual: no existe una ética de la lectura. Hasta que haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, que forzosamente se restará a la lectura. El historicismo, tanto orientado al pasado como al presente, es una especie de idolatría, una devoción obsesiva a lo puramente temporal. Leamos, entonces, iluminados por esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás. Cuando leo las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, por lo general me conmuevo tanto que no puedo responderlas. Su páthos, para mí, radica en que a menudo dejan traslucir un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres y los hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores grandes, a los hombres y mujeres representativos, es decir, que sirven de ejemplo y de modelo.

La función -olvidada en gran medida- de una educación universitaria quedó captada para siempre en «El intelectual americano», discurso en el que, acerca de los deberes del intelectual, Emerson dice: «Pueden considerarse parte de la confianza en uno mismo». Tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, la llamé en cierta ocasión «mala lectura», expresión que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La inanidad o la vaciedad que perciben cuando leen un poema sólo está en sus ojos. La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en al estratosfera y en otros mundos, si llegamos hasta allí. No se trata de una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo de este libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de egoísmo, pero esta cualidad no es más que una metáfora para indicar que aquello que realmente distingue a Shakespeare, que es, en definitiva, una tremenda capacidad de comprensión. Con frecuencia, aunqueno siempre nos demos cuenta, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.

Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para la renovación de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente cuando dice una cosa quiere decir otra, a menudo diametralmente opuesta. Pero, al enunciar el quinto principio –la postrada esperanza de recuperar la ironía–, me siento próximo a la desesperación, porque enseñar a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.

Anduve de tabla en tabla
con paso lento y prudente.
Sentía en derredor las estrellas,
en torno a mis pies el mar.
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pisada final.
Y anduve con ese precario paso
que algunos llaman experiencia.

Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero, a menos que nos disciplinen, todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede comprenderse a Dickinson, maestra de lo sublime precario, si no se aprecia su ironía. Va andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace que siente «en derredor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la «la pisada final» le confiere ese «precario paso» al que no da nombre, aunque «algunos lo llaman experiencia». Dickinson había leído "Experiencia", el ensayo de Emerson -una pieza culminante, muy al modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne, su maestro- y su ironía es una respuesta amable al planteamiento inicial de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una serie de acontecimientos cuyos extremos desconocemos y que, según creemos, no los tiene». Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pisada final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que no nos lo dijera!» La consiguiente imagen poética de Emerson difiere de la de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en la manera de asumirla. En el dominio de la experiencia de Emerson «todas las cosas se difimunan y destellan», y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, los dos son sinceros, y en los efectos rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.

Al final del sendero de la ironía perdida hay una pisada final, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la de una edad literaria lo sea también de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico no sólo se habrá perdido lo que llamamos «literatura de invención» sino bastante más. Ya parece haberse perdido Thomas Mann, el más irónico de los grandes escritores del siglo XX. Se han publicado nuevas biografías suyas preocupadas, sobre todo, por probar su supuesta homosexualidad, como si la única forma de demostrar que aún tiene cierto interés para nosotros fuera certificar su condición de gay y darle así un lugar en los planes de estudios universitarios. De hecho, es lo mismo que estudiar a Shakespeare fundamentalmente por su supuesta bisexualidad; los caprichos del contrapuritanismo vigente se diría que no tienen límite. Aunque las ironías de Shakespeare, como cabe esperar de él, son las más amplias y dialécticas de la literatura occidental, no siempre nos transmiten las pasiones de sus personajes a causa de la vastedad e intensidad de sus registros emocionales. Por consiguiente, sobrevivirá a nuestra época: perderemos sus ironías, pero nos quedará el resto de su obra. Sin embargo, en el caso de Thomas Mann todas las emociones, narrativas o dramáticas, nos son transmitidas mediante un irónico esteticismo; de ahí que dar una clase sobre La muerte en Venecia o Unordnung und frühes Leid a la mayor parte de los estudiantes de nuestras universidades, incluso a los más dotados, sea una tarea casi imposible. Cuando los autores son dejados en el olvido por la historia, decimos acertadamente que sus obras son «propias de su época», pero creo que nos encontramos ante un fenómeno muy diferente cuando la causa de que hayan sido olvidados es la ideología historicista.

La ironía exige una amplia dosis de atención y la capacidad de albergar mentalmente en un momento dado doctrinas antitéticas, o que incluso choquen entre sí. Si la lectura es despojada de la ironía, pierde inmediatamente su carácter disciplinar y su capacidad de sorprender. Pregúntate qué es aquello que sientes próximo a ti, aquello que puedes usar para sopesar y meditar, y lo más probable es que te respondas: la ironía, incluso si muchos de tus maestros no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de los tópicos pseudointelectuales de los ideólogos y te ayudará a ser un intelectual que ilumine a los demás como una vela.

Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo transcurre implacable. No sé si Dios o la naturaleza tienen derecho a exigir nuestra muerte, aunque es ley de vida que llegue nuestra hora, pero estoy seguro de que nada ni nadie, cualquiera que sea el colectivo que pretenda representar o intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad.

Como durante medio siglo mi lector ideal ha sido Samuel Johnson, reproduzco mi pasaje favorito del prefacio con que encabecé su edición de las obras teatrales de Shakespeare:

Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño formarse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.

Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con todo el ser. Tengamos las convicciones que tengamos, somos algo más que una ideología; y Shakespeare tanto más nos habla cuanto mayor es la parte de nosotros que somos capaces de llevar hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee mejor de lo que podemos leerlo, aun después de habernos limpiado la mente de tópicos. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos exhorta a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítaseme ir más allá de Johnson y hacer hincapié en que debemos reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es el aserto de que tener personalidad propia es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, y el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.

En cualquier caso, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la alabanza de las muchas personas capaces de leer de forma personal con las que me voy encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural. En términos pragmáticos, se han convertido en la verdadera bendición, entendida en el más puro sentido judío de «vida más plena en un tiempo sin límites». Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas.

Sin embargo, el motivo más fuerte y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que «dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector el que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que llamamos «enamorarse». Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar.

A leer profundamente, ni para creer, ni para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse uno mismo: no es posible encender una vela que dé luz a alguien más.

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