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Verosimilitud y ficción

© Justo Fernández López

Historia de la literatura española

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Verosimilitud y ficción

VEROSIMILITUD. O «verdad poética»: cualidad que los textos narrativos bien formados tienen de proponer al lector un PACTO NARRATIVO por el que es fácil aceptar que lo que se cuenta podría haber ocurrido, aunque sea pura ficción.

Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es.

(José Ortega y Gasset)

Teoría de lo verosímil

El espíritu zig-zagueante no va de una verdad a otro; ésta sería la línea recta. Va de una verdad a una mentira, de esta mentira a otra verdad, y para él no es lo importante el punto de llegada ni el punto de partida, sino ese mismo movimiento indeciso del uno al otro polo.

Y ahora podemos preguntarnos: ¿qué busca el espíritu cuando no busca ni lo verdadero ni lo falso? ¿Qué cosa hay intermedia, medio día y media noche, correspondiente a ese estado crepuscular del ánimo?

A despecho de haber sonreído muchas veces ante el recuerdo de los escolásticos de la Universidad de París, que ocupaban sus ocios discutiendo «si una quimera que bordonea en el vacío puede comer las segundas intenciones» (cuestión, por cierto, mucho menos risible de lo que a primera vista parece), me he sorprendido en más de una ocasión imaginando qué pensarían los centauros. Es ésta, probablemente una cuestión ociosa; pero casi me atrevo a decir que una de las obras más importantes del pensamiento español, la Antoniana Margarita, se reduce a la discusión de ese tema, aunque no nombre a los centauros. [...] ¡Pobre corazón, vacilando siempre entre una potra y una vacante! Lo que para una mitad de sí mismo era verdad, era falso para la otra mitad; si entraba en una ciudad y llegaba a una plaza pública, sus labios había de decir: He aquí el ágora, mientras sus cascos golpearían: He aquí un hipódromo.

Pero esta dualidad es imposible; los centauros tenían que decidirse por un tercer mundo ni humano ni hípico, resultado del compromiso entre sus dos naturalezas. Renan es un discípulo de la cultura centáurida; le habéis oído protestar del mundo matemático, que es el verdadero, porque ese mundo excluye el mundo de la ilusión, que es un falso mundo. La armonía radical de su pensamiento le obligó a buscar un tercer mundo en que se penetrasen aquellos dos antitéticos. Este es el mundo de lo verosímil, el universo interior de las almas de los centauros. [...]

El mundo de lo real es el sometido a leyes conocidas, y la verdad de las cosas de ese mundo no consiste sino en el reconocimiento de su legalidad. Decimos de un acontecimiento que es natural cuando en él se cumple una ley prescrita. El mundo de los sueños y de las alucinaciones se diferencia solamente del de las realidades en que en éste ejercen su función policíaca las leyes de la física o de la fisiología.

Y esa realidad que avanza sobre nosotros, bronca y vibrante, desde los cuadros del Greco, esa realidad fuera de todas las leyes, inexplicable, irreductible a conceptos, indócil a la sujeción de las mismas palabras, ¿será una alucinación colectiva, un sueño secular y nada más? Esos hombres cárdenos que delante de tantas generaciones han hecho temblar sus barbas agudas, no gravitan hacia el centro de la tierra, como los de carne y hueso; por consiguiente, no son verdad.

Pero si hubiéramos conocido el hombre mismo que sirvió de modelo a Theotocopuli, persistiríamos en afirmar que el hombre pintado contiene mucha más realidad y verdad española que aquel vulgar vecino de una Toledo cotidiana y vulgar. De otro lado, podemos asegurar que si la imagen no tuviera tantos puntos de coincidencia con los cuerpos de los hombres vivos, no nos infundiría ese sentimiento certidumbre. No es, por tanto, una mentira, no es completamente falsa esa realidad misteriosa que nos visita en la luz pulida del Museo.

El Hombre con la mano al pecho nos ha servido para introducirnos con alguna precisión en las condiciones de una existencia intermedia, semi-verdad, semi-error, que puebla un mundo infinitamente más amplio, más viejo y más rico que el de las realidades inequívocas. Es el mundo de lo verosímil.

Es la verosimilitud semejanza a lo verdadero, mas no ha de confundirse con lo probable. La probabilidad es una verdad falta de peso, digámoslo así, pero verdad al cabo. Por el contrario, lo verosímil preséntase a la vez como no verdadero y no falso. Cuanto más se aproxime a la verdad estricta aumentará su energía, con tal que no se confunda jamás con ella. [...]

Arte y religión, poesía y mito, con la riqueza ilimitada de sus formas, son el contenido de este mundo, cuya geografía describimos a grandes rasgos. La historia de la belleza y de la fe confirman las condiciones que le hemos señalado; así el arte evoluciona desde el simbolismo asiático hasta el actual impresionismo en el sentido que se llama realista y la religión pulimenta tenazmente sus mitos para ajustarlos a la ciencia. [...]

„El encanto que los mitos tienen para nosotros nace de que sabemos que no son verdad. La palmera ecuatorial, que sueña con el pino del Norte en la poesía de Heine, nos conmoverá tanto más cuanto mejor sepamos que las palmeras no sueñan. La fe del carbonero, que cree en un Dios padre barbudo y cejijunto, no pasa de ser un error; el creyente más cultivado no ve, en cambio, en esa imagen más que una imagen, un símbolo y se complace en su alegorismo.

Del arsenal de sensaciones, dolores y esperanzas humanas extraen Newton y Leibniz el cálculo infinitesimal; Cervantes, la quinta esencia de su melancolía estética; Buddha, una religión. Son tres mundos diversos. El material es el mismo en todos; sólo varía el método de elaboración. De la propia manera el mundo de lo verosímil es el mismo de las cosas reales sometidas a una interpretación peculiar: la metafórica.

Ese universo ilimitado está construido con metáforas. ¡Qué riqueza! Desde la comparación menuda y latente, que dio origen a casi todas las palabras, hasta el enorme mito cósmico que, como la divina vaca Hathor de los egipcios, da sustento a toda una civilización, casi no hallamos en la historia del hombre otra cosa que metáforas. Suprímase de nuestra vida todo lo que no es metafórico y nos quedaremos disminuidos en nueve décimas partes. Esa flor imaginativa tan endeble y minúscula forma la capa inconmovible de subsuelo en que descansa la realidad nuestra de todos los días, como las islas Carolinas se apoyan en arrecifes de coral.

Renan no ha inventado probablemente idea alguna; pero ha creado muchas metáforas nuevas. Fueron su delectación y su alimento. Los dioses que, a la postre, no son sino las máximas condensaciones de verosimilitud, le habrán premiado enviándole después de la muerte a un mundo que sea la metáfora total de este nuestro mundo real. Y allí le veo, entre las criaturas imaginarias, soñadas por todas las razas, como un Sileno consagrado en órdenes menores, conducir los coros virginales de las Comparaciones.“

[Ortega y Gasset, José: “Renan. Teoría de lo verosímil” (1909). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, vol. I, pp. 450-454]

«Quien quiera abordar la escritura del guion con paso seguro debe atender las enseñanzas de un maestro imprescindible: Aristóteles. Su enseñanza está contenida en un texto cardinal: la Poética. (Puede obtener una copia gratis de esta obra fundamental en el sitio: http://www.philosophia.cl/)

La peor enemiga de la escritura dramática es la "realidad", tal como la entienden los ingenuos: el drama no copia la "realidad", más bien construye enunciados acerca de la realidad, cualquier cosa que esta palabra signifique.

Lo que todo buen escritor articula es un sistema de efectos. Un buen conflicto, por ejemplo, crea un efecto de lucha y de vida. Una buena historia provee un efecto de devenir vital. Un buen diálogo crea un efecto de realidad personal e interaccional. La palabra clave, es, en todo esto, verosimilitud, es decir, credibilidad textual.

Cuando un escritor busca en la realidad circundante la justificación de la conducta de sus personajes, está perdido. No importa que conozcas mil personas que actúan según una lógica dada: la lógica de tu personaje proviene del mundo que el guion construye y a él se circunscribe: eso es lo único que la hace verosímil.

Yendo más lejos: es imposible buscar en el mundo que te circunda las lógicas y los valores que gobiernan a tus personajes, porque ese mundo es, en realidad, un cúmulo de subjetividades. La tarea del guionista es construir una objetividad única: aquella que rige al mundo creado por el guión. Esta objetividad (construida, por supuesto, a partir de la subjetividad del guionista), rige impone todas las razones de ese mundo y gobierna todas las subjetividades de sus personajes.

Un diálogo verosímil es rara vez un diálogo calcado de la realidad. La verosimilitud del diálogo proviene de un doble éxito: uno de naturaleza pragmática (el diálogo funciona con la misma eficacia práctica que tienen los diálogos de las personas en la vida cotidiana) y otro de naturaleza semiótica (el diálogo se transforma en un icono, es decir, imita la forma del habla cotidiana). El buen dialoguista es un caricaturista del lenguaje, que sabe calcar los rasgos esenciales del habla en sociedad.

Si las motivaciones de tus personajes resultan creíbles para ti, pero inverosímiles para los demás, sólo te queda un camino: relee la Poética de Aristóteles. No confundas nunca la verdad del mundo que te rodea (y cuya búsqueda directa no es problema tuyo), con la verdad del mundo que estás creando (que se erige en verdad gracias a la verosimilitud). Tú verdad llega al mundo a través de tu historia: es el único camino de un creador.» ["TIPS" – VERACIDAD Y VEROSIMILITUD]

La ejemplaridad de la Novelas ejemplares de Cervantes

«América Castro pensó que la reiteración que hace Cervantes de la finalidad moral de sus novelas ejemplares era excesiva a todas luces, sobre todo si se comparaba con El Quijote, donde no existe tamaña insistencia. Y esto le llevó a defender una curiosa hipótesis, según la cual Cervantes, en su opinión cristiano nuevo, se atuvo en principio a la característica actitud crítica e inconformista de los de su casta, pero tras el éxito del Quijote modificó sus criterios y se adoptó a las exigencias moralizadoras de la casta dominante, de los cristianos viejos, por lo que se hizo mucho más conformista. [...]

Desgraciadamente, esta hipótesis de Américo Castro, a pesar de su carácter sugestivo, e independientemente de que el novelista fuera o no converso, no resiste el menor análisis, porque Cervantes no sólo no atenuó su sentido crítico, sino que lo acentuó cada vez más, como demuestra la segunda parte del Quijote frente a la primera. Ni siquiera en el caso de El celoso es aceptable su interpretación, ya que si el adulterio no se consuma es porque Loaisa, dada su hombría un tanto ambigua, meliflua y atildada, se cansa de forcejear en la cama y se queda dormido, ante la lógica y mínima resistencia inicial de Leonora. Y esto, que confiere a la novela una ambigüedad y una complejidad que no tenía la primera versión, no la hace más moral, ni mucho menos, antes al contrario, pues, o la deja igual, o acentúa el sentido crítico de la misma. [...]

Probablemente, Cervantes, que criticó sin paliativos la inmoralidad de los libros de caballerías, a causa de sus disparates literarios, al mismo tiempo que defendía el carácter ejemplar de algunos de sus héroes, tenía un concepto artístico de la ejemplaridad. Para él era imposible la moralización si ésta no llevaba aneja un goce estético, porque ética y estética coincidían en la verdad artística.

Por encima y por debajo de los avisos y ejemplos edificantes existía una región en que lo poéticamente verdadero y lo ejemplar se reconciliaban, y éste debe haber sido el sentido amplio en que Cervantes entendía la ejemplaridad. Al fin y al cabo, la literatura imaginativa era ejemplar simplemente por ser representación de la vida. (Edward C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes, Madrid: Taurus, 1971, pág. 170)

La insistencia se debía al nuevo y peculiar sentido de la ejemplaridad que sus novelas aportaban; era una advertencia al lector para que se fijase en ella, para que se diera cuenta de que la obra bien hecha, verosímil, armónica y consonante, la que implica el goce intelectual de la verdad artística y literaria, conlleva inevitablemente la satisfacción ejemplar que produce la verdad moral aneja. “Para Cervantes –por decirlo de nuevo con palabras de Riley–, la verdad poética y la moralidad eran (...), en último término, inseparables”. (Ibíd., pág. 173)

Uno de los rasgos poéticos que mejor define el conjunto de las Novelas Ejemplares radica en la magistral unión, que todas ejemplifican, de los dos elementos básicos de la teoría literaria áurea; esto es, de lo admirable y lo verosímil. O, mejor aún, en la verosimilización sólida y consistente de los más disparatados sucesos.

Todos los tratadistas literarios, todos los escritores barrocos defendieron la necesidad de la admiración y se dieron cuenta de las dificultades que implicaba su armonización con la verosimilitud. Cháscales, uno de los más inteligentes estudiosos de la poética clásica y área, decía que:

La admiración es una cosa importantísima en cualquier especie de poesía (...) Si el poeta no es maravilloso, poca delectación puede engendrar en los corazones (...) Par engendrar, pues, maravilla, suelen los buenos poetas hacer ficciones de cosas probables y verisímiles; porque si la cosa no es probable, ¿quién se maravillará de aquello que no aprueba? (Francisco Cháscales, Tablas poéticas, Madrid: Espasa-Calpe, 1975, págs. 169 y 171)

Lugo y Dávila, por su parte, sólo que, refiriéndose específicamente a la poética novelesca, compartía tal opinión:

La mayor valentía y primor en la fábula que compone la novelas es mover a la admiración con suceso dependiente del caso y la fortuna; mas esto tan próximo a lo verosímil, que no haya nada que repugne al crecido. (Francisco de Lugo y Dávila, Teatro popular, Madrid, 1906, págs. 24-26)

En Pinciano, en fin, quizá el más influyente de todos, y desde luego el único anterior a Cervantes, había recomendado en su Philosophía antigua poética que la obra literaria fuera “admirable y verosímil. Ha de ser admirable, porque los poemas que no traen admiración no mueven cosa alguna, y son como sueños fríos algunas veces”. Había sin duda, una importante dificultad en la armonización propugnada de ambos conceptos, que no se le escapaba al tratadista: “parece que tienen contradicción lo admirable y lo verosímil” (Alonso López, Pinciano, Philosophía antigua poética, Madrid, CSIV, 1953, vol. II, pág. 61)

Ciertamente, no era sencillo solucionar esta ecuación, puesto que equivalía, en la mayor parte de los casos, a convertir en verosímil lo inverosímil, en realidad literaria lo irreal. Cervantes, con su impar inteligencia narrativa, superó con brillantez tamaño problema; no así sus contemporáneos, en buena parte de los casos.

Claro que es necesario recordar que todo este entramado de la verosimilización de lo peregrino y pasmoso se halla directamente ligado con la finalidad doctrinal y moral de la literatura, y, por lo tanto, es inseparable de la ejemplaridad cervantina. No podía ser de otra manera, puesto que los teóricos que propugnaban la “admiratio” lo hacían para favorecer con ella le ejemplaridad de la novela. Por eso dice Luga y Dávila:

La fábula, según el filósofo, es compuesta de lo admirable, y fueron inventadas al principio, como dice el filósofo en su Poética, porque la intención de los hombres era inducir y mover para adquirir las virtudes y evitar los vicios...

Nos hallamos ante uno de los tópicos más conocidos de la literatura seiscentista, que afecta a la mayor parte de sus manifestaciones artísticas, y, claro es, también a la novela corta. Como bien ha dicho Riley:

Los escritores del siglo XVII intentaban sobrecoger e impresionar a sus lectores no sólo porque esto fuera agradable, sino para atraer su atención y dotarles de un talante receptivo mediante el cual pudiera ser aceptada una lección moral y fuera posible comunicarles una verdad universal. (E. C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes, Madrid: Taurus, 1971, pág. 150)

La poética novelesca barroca, perfectamente definida en este sentido, explica el sustrato estético de Cervantes, pero no su realización concreta, producto de su inigualable calidad narrativa. [...]

La admiración se hace verosímil en todas las novelas cortas cervantinas, mediante la inteligente y sabia utilización de recursos meramente literarios. La novela crea así su propia realidad estética, con independencia de que los personajes sean de la más alta o de la más baja categoría social y de que sus respectivos ámbitos sean delictivos o nobiliarios. [...]

El genial autor de las Novelas ejemplares demuestra que la verosimilitud literaria depende íntegramente de las normas internas de la propia obra de arte, y no de su comparación con la realidad externa al texto. Éste crea, o no, su propia verosimilitud, lo importante es el “artificio”, la “inventio”. La verosimilitud es, pues, un problema interno, no externo. Un asunto de técnica y de inteligencia narrativa, no de capacidad para reproducir fielmente la realidad. Ironía, antítesis, distanciamiento, gradación, perspectivismo y maestría noveladora son capaces de hacer el milagro: la literatura cervantina hace aparecer como posible, como verosímil, lo que en la vida real sería totalmente absurdo y disparatado; muestra, en definitiva, “con propiedad un desatino”.»

[Rey Hazas, Antonio / Sevilla Arroyo, Florencio: “Introducción” a Miguel de Cervantes: Novelas ejemplares, Madrid: Espasa Calpe, 281991, pp. 19-31]

«Las observaciones de Blanco White (1775-1841), en las Variedades (1823-1825), forman un artículo aparte, “Sobre el placer de las imaginaciones inverosímiles”; pero si el título recuerda el del ensayo de Addison The pesures of the imagination, que le era bien conocido, no se limita, como el escritor inglés, a expresar cierta simpatía por la literatura fantástica, sino a justificarla por su valor poético y su raíz humana. [...]

El placer de las ficciones que nos transportan a un mundo imaginario, poblado de seres superiores al hombre y sujeto a otras leyes que las inmudables de la naturaleza visible, es tan natural y tan inherente en nuestra constitución, que no puede arrancarse del alma sino con violencia.

Y no importa –añade Blanco– que este sea el origen de la superstición. Pues no hay ningún peligro en divertir a la imaginación con sus propios sueños.

Por el contrario, al punto que sus más terribles aprehensiones caen por fortuna en manos del poeta o trovador (reúno estos dos nombres por falta de una que abrace a todo escritor que inventa para divertir) pierden su odioso aspecto.

Existía en alemán: Dichter; pero Blanco no aprendió el alemán hasta los últimos años de su vida.

El valor de lo mítico en la poesía reside en esa fuerza de la imaginación, capaz de convertir en placer las ideas más terribles, dándoles grandeza y alejándolas de nosotros dentro de un sistema definido, vago y remoto. [...] Mientras el hombre no se vea convertido en una especie de cal y canto, no podrá prescindir de ficciones, y es, pues, vano el intento de los que a título de filósofos quieren extirpar de la mente humana la facultad que nos lleva a pintar mundos invisibles que esa misma mente percibe como formando parte de ellos.

No tiene razón Sismondi al suponer que las obras de pura imaginación, propias de una edad primitiva, nos causan placen en las creaciones de esa edad, mas no en las contemporáneas, que pertenecen a otro periodo histórico de la civilización. A eso se debe ciertamente –añade Blanco en el New Monthly Magazine– la esencial diferencia entre el cuento medieval y la novela moderna, pero el encanto de la narración fantástica, tanto de ayer como de hoy, es imperecedero porque responde a una necesidad del espíritu humano.

Ya había dicho A. W. Schlegel, a propósito de Macbeth:

Si en tiempos de Shakespeare se creía o no en fantasmas y brujas, es cosa por completo indiferente para justificar el uso que en Hamlet y Macbeth hizo el poeta de tradiciones preexistentes. No hay superstición que puede difundirse ampliamente sin tener fundamento en la naturaleza humana, y sobre esto construye el poeta; el cual apela a ese temor a lo desconocido, a ese presagio del lado oscuro de la naturaleza y del mundo de los espíritus, que la Ilustración cree haber descartado totalmente.

Para Blanco, el cuento de don Juan Manuel y su modelo oriental, que también reproduce,

giran sobre la idea sublime, sea verdadera o falsa, de que lo que llamamos tiempo, ese ente misterioso del cual nadie se puede formar idea clara y distinta, aunque todos lo perciben no menos que su propia existencia, no es más que una creación de la menta humana que lo concibe en la serie de sus propias percepciones. La suposición en que se fundan ambos cuentos de que la menta humana es capaz de impresiones independientes del mundo físico, y de una existencia en que ni el tiempo ni el espacio [el subrayado es de Blanco] tienen parte ni influjo, es una de las ideas, aunque vagas, grandiosas, que flotan en la imaginación, como si fuesen barruntos del mundo que nos espera.

Todo lo cual quiere decir que la intervención de seres sobrenaturales y fuerzas misteriosas sea necesaria en todas ocasiones.

Mi intento es solo protestar contra la sentencia de destierro que se ha fulminado sobre ellas, especialmente en España.

Lo que Blanco desea es que se encuentre el medio de hacerlas revivir, sin caer tampoco en el extremo opuesto representado a veces por los escritores alemanes. Para ello hay que tener en cuenta los verdaderos principios que pueden aplicarse a las artes del ingenio. El más general es que el artista puede exigir ciertas concesiones mentales de parte de los que han de gozar sus obras.

Los que pretenden que el placer que dan las artes imitativas nace de la ilusión [...] mantienen un error que la experiencia de cada cual desdice. Las artes no se dirigen al juicio sino a los afectos; la verosimilitud que requieren no es física ni moral. Concédaseme, dice el poeta dramático, que estos bastidores y telones son el interior del palacio de Saladino; que en él todos hablan en verso; permitan mis espectadores que tal representante tome la persona de Orosman, tal actriz la de Zaira; y en pago de esto yo moveré sus afectos de un modo que dé por bien empleadas todas estas suposiciones.

Palabras que recuerdan inmediatamente otras de Walter Scott en su ensayo sobre el drama (Essay on the drama, 1819).

La verosimilitud de orden material en que se fundan los principios del arte clasicista no es lo que más importa.

La dificultad que el artista tiene que superar es la de hacer que sus personajes hablen y obren de modo que sus acciones y palabras correspondan exactamente a lo que individuos de carácter que él les atribuye harían y dirían si real y verdaderamente se hallasen en tal situación. El escritor que acierta en esto no peligra, por extravagante que sea su ficción original.

La verdadera falta de muchas obras no es que las situaciones sean inverosímiles, sino que los afectos y expresiones no corresponden a los caracteres ni a la situación:

La magnífica tragedia de Shakespeare Macbeth se funda en la predicción de unas hechiceras con que la ambición del héroe se despierta, apoderándose poco a poco de toda su alma. Esta ambición, como tea encendida que se acerca a combustibles violentos, pone en acción el carácter feroz y determinado de su mujer, quien precipita a Macbeth al crimen horrendo de asesinar en una misma persona a su rey, su amigo y su huésped. Nada es más inverosímil que la predicción, pero nadie, a no ser otro Shakespeare, podría dar más realidad y verdad a las pasiones que sus personajes expresan en consecuencia de la situación en que el espectador permite que el poeta los ponga.»

[Llorens Castillo, Vicente: El romanticismo español. Madrid: Castalia, 1979, p. 37 ss.]

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